En 1947 el Banco Mundial concedió un préstamo de 195 millones de dólares a los Países Bajos. En principio debería haber sido para financiar la recuperación del país tras la Segunda Guerra Mundial, pero el gobierno tenía sus propios planes… que incluían una nueva guerra. Los Países Bajos lanzaron una ofensiva en toda regla contra los nacionalistas indonesios que exigían la independencia. Durante los dos años siguientes las tropas de ocupación holandesas se elevaron a ciento cuarenta y cinco mil hombres, una cifra más que considerable para un país tan pequeño. Demasiados hombres, demasiados disparos, demasiados muertos. Era cuestión de tiempo que aquel triste asunto suscitara la atención de la comunidad internacional. Las Naciones Unidas decretaron un alto el fuego al que los holandeses respondieron con buenas palabras e ignorándolo por completo. La opinión pública comenzó a bramar de indignación, también contra el Banco Mundial, por financiar la operación. Este respondió que no sabía a qué iban a dedicar el dinero. Estados Unidos, que por su parte había concedido a través del Plan Marshall 400 millones de dólares a los Países Bajos, movió los hilos para que se reconociera la independencia de Indonesia. No había nada de altruismo en ello. Si la potencia europea abandonaba el país, las empresas norteamericanas podrían ocupar su lugar. El 27 de diciembre de 1949 se firmó la transferencia de soberanía. Indonesia se convirtió en una república y el nacionalista Sukarno fue elegido presidente.
Sukarno intentó jugar el difícil juego de contentar a ambos bandos de la Guerra Fría. En 1963 Estados Unidos le exigió que eligiera bando de una vez, pero justo en ese momento los británicos decidieron, de la forma más inoportuna posible para los intereses norteamericanos, dar la independencia a Malasia. Sukarno vio en esto una maniobra de desestabilización y respondió nacionalizando las empresas británicas. Cuando la ONU avaló la creación de Malasia, Sukarno se retiró de la organización. Indonesia abandonó el Banco Mundial en agosto de 1965.
Esa era la situación del país cuando entró en escena el general Mohamed Suharto. El 30 de septiembre de 1965, con motivo del asesinato de seis generales, el general Suharto dio un golpe de Estado con apoyo de la CIA. El resultado fue una represión posterior en la que se asesinó a entre setenta y ocho mil y ciento cincuenta mil personas: militantes y simpatizantes comunistas sobre todo. Otros ciento cincuenta mil murieron debido a asesinatos, desapariciones, hambre y enfermedades durante la ocupación indonesia de Timor Oriental entre 1975 y 1999. Según los historiadores norteamericanos Barbara Harff y Ted Robert Gurr, el número de muertes durante el régimen de Suharto ascendería a un millón.
Apenas seis días después de tomar el poder Suharto, el Gobierno de Estados Unidos anunció la apertura de una línea de créditos a Indonesia para que pudiera comprar arroz estadounidense. El 13 de abril de 1966 Indonesia volvía al Banco Mundial. Las relaciones entre Suharto y McNamara no podían ser mejores. Según los historiadores se profesaban una admiración recíproca y se comportaban en público como un par de viejos amigos. Además esa amistad estaba llena de ventajas, ya que tanto Suharto como sus generales eran corruptos y estaban dispuestos a recibir sin reparos cualquier regalo que procediera de la institución. Cuando el banco regresó a Indonesia, sus representantes eran conscientes de la amplitud de la corrupción, pero el banco decidió hacer la vista gorda.
Indonesia recuperó oficialmente su puesto en el FMI en febrero de 1967 y la recompensa no se hizo esperar: se acordó de inmediato una ayuda de 174 millones de dólares con la finalidad de resolver la crisis indonesia. El trato de favor hacia el régimen dictatorial era, de puro evidente, escandaloso. Los países acreedores aceptaron una moratoria de pago hasta 1971. Cuando llegó esa fecha, los acreedores firmaron el acuerdo más favorable jamás concedido hasta esa época a un país del Tercer Mundo: la deuda anterior a 1966 podía ser devuelta en treinta anualidades a lo largo de un periodo escalonado entre 1970 y 1999, no superando nunca el 6 por ciento de los ingresos por exportaciones. En la práctica esta concesión suponía la condonación del 50 por ciento de la deuda.
En la década de 1970 los ingresos petroleros del país se multiplicaron y los desvíos a cuentas suizas en provecho de los militares corruptos también alcanzaron un pico máximo. Los generales indonesios habían conseguido que la empresa pública petrolera Pertamina prosperase hasta límites insospechados, hasta el punto de que en febrero de 1975 se había convertido en la mayor empresa no japonesa de Asia. Pertamina diversificó sus actividades y también poseía una cadena de hoteles y una flota de petroleros. Si hemos de ser justos, no todo se quedaba en los bolsillos de los militares, sino que una parte revirtió en el bienestar del país al mejorarse la infraestructura portuaria y construirse hospitales y carreteras. Resulta obvio que Pertamina entorpecía el desarrollo de las grandes empresas petrolíferas estadounidenses, así que Estados Unidos se fijó Pertamina como un objetivo a destruir. Presionado por los norteamericanos, Suharto desmanteló la empresa en el verano de 1975, bajo la promesa de que el Banco Mundial aumentaría sus préstamos.
La crisis del sudeste asiático de 1997 golpeó con especial dureza a Indonesia. En menos de un año los capitales extranjeros abandonaron el país, lo que trajo consigo unos índices de desempleo masivos. A finales de 1998 el 50 por ciento de la población vivía bajo el umbral de pobreza. Para desgracia de los indonesios, el FMI tomó cartas en el asunto e impuso medidas de choque que, como de costumbre, agravaron la situación, provocando la quiebra de la mayor parte del sector bancario y de muchos empresarios. El FMI y el Banco Mundial presionaron al gobierno para que convirtiera la deuda privada de los bancos en deuda pública, con lo que esta pasó del 23 por ciento del PIB al 93 por ciento. La población, llevada hasta el límite con estas medidas, comenzó a protestar. Finalmente, Suharto tuvo que abandonar el poder, en el fondo víctima de las mismas instituciones que le habían mantenido en él.
Aún queda un epílogo a esta historia. En 2005, treinta años después de la invasión de Timor por Indonesia, se hicieron públicos archivos estadounidenses que demuestran que la invasión tuvo lugar con la complicidad de los gobiernos británico, australiano y estadounidense y el apoyo del Banco Mundial. El resultado fue que Timor sufriría veinticuatro años de ocupación sangrienta y de violaciones sistemáticas de los derechos humanos.
Más aún, el banco participó activamente en el proyecto de deportación forzosa de millones de personas de las islas de Java y Sumatra a otras islas del archipiélago. El banco fue la principal fuente de financiación externa de esta operación, dando además asesoría técnica y apoyo político. En 1974 el número de personas desplazadas era de 664.000. A partir de 1974, con el apoyo del Banco Mundial, serían alrededor de 3,5 millones las desplazadas y otros 3,5 millones las que emigraron por su propia cuenta.
Aunque el Banco Mundial lo calificara como «el programa de reinstalación voluntaria más grande del mundo», lo cierto es que también servía para desembarazarse de habitantes indeseables: «no conformistas», ancianos, enfermos, leprosos, mendigos y vagabundos, forzados a optar entre desaparecer en el campo (donde tenían pocas posibilidades de sobrevivir), o bien sumarse al proceso de desplazamiento. De noche los cargaban en camiones del ejército y eran llevados a uno de los ciento cinco «campos de tránsito», donde, en medio de unas condiciones de vida bastante precarias, se les sometía a un proceso de adoctrinamiento con vistas a su reinstalación. En el campo las autoridades organizaban matrimonios forzados entre los solteros y el Departamento de Asuntos Sociales organizaba matrimonios en masa.
A finales de la década de 1980 se levantaron numerosas voces críticas en todo el mundo acusando al Banco Mundial de participar activamente en este atropello social y ecológico, cuyo respeto de los derechos humanos era más que dudoso. Para colmo ni los costes (7.000 dólares por familia, según estimaciones del propio banco) ni los resultados podían servir de justificación a esta atrocidad porque, según un estudio del banco de 1986, el 50 por ciento de las familias desplazadas vivían por debajo del nivel de pobreza y el 20 por ciento por debajo del nivel de subsistencia. Bajo estas presiones, el Banco Mundial abandonó parcialmente su participación en el programa y desmintió las alegaciones de los críticos.
Todos estos casos parecen darse de bofetadas con el Convenio Constitutivo de la institución, que establece que su fin primordial es promover el desarrollo económico, aumentar la productividad y elevar así el nivel de vida en las zonas menos desarrolladas del planeta.