Las revueltas del pan

Con el saco de arroz o el de harina por las nubes, muchos ciudadanos de países en desarrollo no han visto otra solución que salir a la calle. En el Haití de antes del gran terremoto se produjo en 2008 la primera caída de un ejecutivo motivada por el alza de precios. La situación actual es infinitamente peor.

El coste de los alimentos ha subido un 50 por ciento desde finales de 2006 hasta hoy. Los pocos logros que hasta ahora se habían conseguido en la lucha contra la pobreza parecen perderse en un océano de miseria. Todo ello en medio de la crisis económica global. El primer ministro británico, Gordon Brown, abogó por una respuesta conjunta del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y Naciones Unidas para controlar los precios.

La producción de alimentos está fuertemente globalizada debido al abaratamiento del transporte y a unas comunicaciones más eficientes, y los países en desarrollo son muy dependientes de las importaciones de productos básicos. Según un informe del Banco Mundial, el precio de la harina se incrementó en un 180 por ciento entre 2006 y 2008: «Vamos hacia un periodo muy largo de motines, de conflictos, de oleadas de inestabilidad regional incontrolables, marcado a fuego vivo por la desesperación de las poblaciones más vulnerables», subraya Jean Ziegler, relator de la ONU para el Derecho a la Alimentación. Los precios se han disparado, en parte, por la mayor demanda de comida proveniente de los países emergentes de Asia y el creciente uso de grano para producir biocombustibles. Estas circunstancias están modificando de forma sustancial el mapa político mundial. La Primavera Árabe, que tuvo su espoleta en la plaza Tahrir de El Cairo, no se habría producido sin el precedente de la revuelta del pan de 2008. El encarecimiento de los precios de la harina provocó que la cola del pan se convirtiera en una actividad de alto riesgo, con decenas de personas muertas en las filas de espera de las panaderías. El gobierno subvencionaba este producto, base de la tradicional torta de pan redonda típica del país. Tan indispensable es este alimento en la mesa egipcia que la palabra para designarlo en árabe es aish, que también quiere decir «vida». El precio y la escasez llevaron a muchas familias a una situación difícil. La oposición convocó huelgas generales «contra la pobreza y el hambre». Hosni Mubarak movilizó a la tropa para que produjera y distribuyera pan utilizando las panaderías que controlaban los militares para suplir a sus propios soldados.

Estas circunstancias no afectan tan solo al mundo capitalista. Las escasas noticias que llegan hasta occidente procedentes de Corea del Norte nos dicen que las malas cosechas y los problemas endémicos que sufre este país han provocado una crisis alimentaria. Las inundaciones, los altos precios de las materias primas y los problemas políticos con su mayor donante, Corea del Sur, son las principales razones. Un total de 6,5 millones de personas se enfrentan a la escasez de alimentos y la administración norcoreana ha admitido por primera vez que se han visto obligados a reducir las raciones.

Los países del sudeste asiático trabajan contra reloj para solucionar la crisis del arroz, que enfrenta subidas de hasta un 50 por ciento. En Filipinas —el mayor importador de arroz del mundo— se impedirá la reconversión de tierras en otra cosa que no sea el cultivo de arroz para asegurar el abastecimiento de grano y evitar disturbios sociales. Tailandia, uno de los mayores productores, impondrá cuotas a sus exportaciones para garantizar la demanda doméstica, mientras despliega al ejército para custodiar los campos de arroz.

Actualmente unos mil millones de personas en el mundo no tienen seguridad alimentaria. Los principales afectados por esta situación son los países más pobres, donde la gente gasta hasta el 75 por ciento de sus ingresos en comprar alimentos. Para afrontar este encarecimiento los padres sacarán a sus hijos de los colegios para que trabajen, se alimentarán con productos de menor calidad, reducirán el número de comidas diarias y dejarán de comprar medicamentos.

Un estudio de estas protestas contra el FMI y los gobiernos nacionales, llevado a cabo por John Walton y David Seddon, llegó a las siguientes conclusiones. Estas «protestas de austeridad», dicen, tienden a ocurrir bajo condiciones muy concretas, en especial cuando la gente piensa que se ha cometido una injusticia y que el «contrato social» entre pueblo y gobierno se ha roto. Los grupos más drásticamente afectados son los trabajadores pobres, parte de la clase media, estudiantes y otros residentes urbanos.

Muchos países del Tercer Mundo, particularmente en América Latina, han seguido políticas de sustitución de importaciones destinadas a proteger la industria local contra la competencia extranjera. El contrato social consistía en un acuerdo tácito de que la población daba su apoyo político al gobierno de turno a cambio de las ayudas al desarrollo implementadas por este, que se traducían en una mejora del nivel de vida. Con la recesión económica, los préstamos del FMI, indispensables para continuar con estas políticas, llevaron aparejadas, cada vez más, nuevas condiciones neoliberales. El pueblo, simplemente, se sintió estafado.

La legitimidad del Estado se basa en la percepción popular de que este sea capaz de mantener unos mínimos de bienestar. Cuando el precio de los alimentos ya no está determinado por el Estado, sino por el mercado bajo el mandato del FMI, la población percibe, no sin razón, que la nueva situación solo beneficia al capital extranjero y a los ricos, provocando la rebelión contra los símbolos de la riqueza: los bonos del Tesoro, los bancos nacionales, el poder legislativo, los palacios presidenciales, las agencias de viajes, los automóviles extranjeros, los hoteles de lujo y los organismos internacionales que simbolizan las fuerzas nacionales e internacionales causantes de la nueva situación. Estas protestas han causado, a lo largo de décadas, cientos de miles de muertos en todo el planeta, pero es que el número de personas que mueren como consecuencia de los efectos sociales y económicos de los programas de austeridad del FMI, con el consiguiente aumento en la incidencia del hambre y las reducciones en los programas de salud, etc., nunca ha sido estimado de forma fiable, aunque algunos autores hablan de cifras que rondarían los ocho millones de vidas.