El 2 de julio de 1997 el FMI tuvo que hacer frente a uno de los días más amargos de su historia. Un ataque especulativo contra el baht, la moneda tailandesa, supuso una devaluación del 2,5 por ciento en apenas unas horas, seguida de nuevas oleadas de ataques especulativos contra las monedas de Corea del Sur, Filipinas e Indonesia, preludio de lo que fue una gran crisis económica en Asia Oriental. Todo ello ocurrió bajo las mismas narices del FMI, que había estado muy activo en Tailandia instando al gobierno a devaluar la moneda local y librarse de su paridad con el dólar para que su cotización fluctuara libremente. El mismo día 2 de julio, horas antes del desastre, el FMI elogió al gobierno tailandés por su «estrategia global para garantizar el ajuste macroeconómico y la estabilidad financiera». The Wall Street Journal fue uno de los primeros en señalar con el dedo al Fondo en este caso: «El FMI disparó esta crisis, instando a los tailandeses a devaluar y, por efecto contagio, instando a todos los demás a hacer lo mismo. Ahora el señor Camdessus [director gerente del FMI en aquella época] y el secretario del Tesoro Robert Rubin necesitan miles de millones frescos para hacer frente a este choque de trenes».
Para el FMI, por el contrario, la crisis de Asia Oriental surgió de las debilidades internas de los sistemas financieros y los gobiernos de los países afectados sin que ellos, por supuesto, hubieran tenido nada que ver.
Por su parte, en América Latina tras la aplicación de las políticas de libre mercado del Fondo, las economías habían crecido una fracción de la tasa de crecimiento en las décadas de 1970 y 1980, cuando los gobiernos aplicaban políticas intervencionistas y proteccionistas. De hecho, todo apuntaba a que el fantasma de una depresión económica se cernía sobre el continente. El caso más grave fue el de Argentina, que tenía un sistema de intercambio que mantenía el precio del peso vinculado al dólar, pero que también encarecía sus exportaciones y socavaba su competitividad internacional, con lo que la economía entró en un grave proceso de contracción en 1998. Fue entonces cuando Brasil devaluó su moneda de un real por dólar a tres reales por dólar. Brasil es un socio comercial muy importante de Argentina. El efecto de la devaluación brasileña sobre la economía argentina fue rápido y fuerte, al tiempo que los ahorradores sacaban su dinero de los bancos y los trasladaban al exterior. Además, y de manera simultánea, no se concretaban nuevas inversiones extranjeras.
El gobierno de Menem dejó en 1999 dos bombas de relojería:
En diciembre de 2000 se decidió postergar pagos de capital e intereses de la deuda del Estado por 40.000 millones de dólares. Pero nada detenía ya la fuga de depósitos de los bancos y la fuga de capitales al extranjero. En enero de 2001 había depósitos por un total de 85.000 millones y para marzo se habían perdido más de 5.000 millones. Con Domingo Cavallo como ministro de Economía, se llevó a término el «megacanje» en junio de 2001, por el que el FMI y la banca privada prestaban al Estado 29.500 millones de dólares para hacer frente a los pagos de la deuda externa. A cambio, una serie de medidas antipopulares (condición del FMI) hacía mella en las condiciones de vida de la población. Pero la fuga de capitales continuaba imparable y el país entraba en recesión.
En octubre el desempleo fue récord: 4,8 millones entre desocupados y subocupados, lo que representaba un 18,3 por ciento de la población activa. La deuda pública llegaba a 132.000 millones de dólares. Los datos de noviembre, previos al estallido de la crisis, eran devastadores, con caídas del 11,6 por ciento en la industria, 18,1 por ciento en la construcción, 27,7 por ciento en la industria automotriz, etc. La desocupación alcanzó el 16,3 por ciento en octubre de 2001. El riesgo del país fue el más alto de la historia, 5.000 puntos básicos. Los depósitos bancarios estaban, a final de año, en 67.000 millones de dólares.
En diciembre de 2001 el gobierno argentino restringió la extracción de dinero de las entidades financieras con el fin de evitar la fuga de capitales a los Estados Unidos, el pánico bancario y la quiebra del país. Fue lo que se llamó «corralito». Se restringía el retiro de dinero a 250 dólares o pesos a la semana para el público en general y se limitaban las actividades bancarias a las empresas. Se trataba, además de evitar la fuga de capitales, de proteger el peso ante una posible devaluación, pero lo que se consiguió fue la quiebra de la economía argentina. En efecto, al ralentizar la liquidez bancaria se paralizó la actividad económica. Hay que tener en cuenta que una parte importante de la economía de estos países es informal, con lo que el límite de la retirada de dinero afectaba de lleno a la economía productiva. Los trabajadores y las clases medias se vieron muy afectados por la política del gobierno, y el 20 y 21 de diciembre se produjo el denominado «estallido social» de De la Rúa, que derribó al gobierno en el poder. A continuación, el nuevo gobierno declaraba la mayor suspensión de pagos de un estado en la historia reciente.3
En 2002 el ministro de Economía anunció que Argentina esperaba alcanzar un nuevo acuerdo con el FMI, aunque no pensaba cumplir el acuerdo anterior y no iba a renunciar a su política de asistencia social. El resultado fue una rápida recuperación económica.
El papel del FMI en el manejo de la crisis de la deuda argentina durante la década de 1991 a 2001 ha hecho un daño considerable a la reputación del Fondo: políticas inadecuadas, falta de imparcialidad en el trato con los países miembros y escasa previsión son los aspectos negativos que se le achacan desde entonces. Las proyecciones del FMI sobre el crecimiento económico futuro fueron siempre erróneas para Argentina y muchos analistas sugieren que estos errores fueron inducidos políticamente.