Al ingresar al FMI los distintos países declinaron algunos de sus derechos de soberanía económica, sobre todo en la forma en que fijaban sus tipos de cambio, en contraprestación de unas condiciones colectivas de estabilidad cambiaria, evitando depreciaciones de moneda competitivas.
El sistema establecido en Bretton Woods se basaba en tipos de cambio fijos con relación al dólar y un precio fijo del dólar en oro a 35 dólares la onza. Estados Unidos se comprometía a comprar dólares a cambio de oro a esa paridad fija. Los demás países se comprometían a intervenir en los mercados de cambio para defender la paridad de sus monedas con respecto al dólar y, en teoría, Estados Unidos era responsable de mantener fijo el valor del dólar frente al oro. Para lograrlo tenía que mantener suficientes reservas de oro. Si Estados Unidos emitía en exceso, o sea, si creaba demasiados dólares, el precio del oro tendería a subir, por lo que no podría mantener la paridad fija. En la práctica, los demás bancos centrales estaban dispuestos a mantener el valor del dólar, porque esta era la moneda internacional.
El mecanismo de coordinación adoptado otorgaba un poder económico inmenso al país emisor de la moneda de reserva. Los déficits de Estados Unidos se financiaban con emisión, que iba a parar a los bancos centrales europeos, obligados a defender la paridad de sus monedas. Esto es lo que se conoce en la literatura económica como el problema de la enésima moneda. El sistema es estable mientras el país que emite la moneda de reserva pone en práctica políticas que benefician a la economía mundial en su conjunto, más allá de sus intereses puramente nacionales.
Hacia 1965 estaba claro que Estados Unidos no seguiría cumpliendo ese papel. La situación finalmente colapsó en agosto de 1971, cuando el presidente Nixon decretó la inconvertibilidad de dólares por oro. Durante todo ese periodo (1945-1971) el FMI fue absolutamente tolerante con el país cuyas políticas amenazaban al sistema en su conjunto.
En realidad, el papel del organismo fue prácticamente inexistente en sus primeros años de vida. En 1947 Europa se hallaba al borde del caos. Los países tenían que importar bienes para sobrevivir a la gran destrucción de la guerra y no se disponía de medios de pago. Aparte de la crisis económica, la inestabilidad política amenazaba al capitalismo. Los gobiernos de Francia e Italia se tambaleaban ante la presión de los sindicatos y los partidos comunistas muy poderosos, especialmente el italiano. Inglaterra se veía obligada a retirarse de India y Palestina y abandonar la lucha contra la insurgencia comunista en Grecia y Turquía.
Dado que las instituciones de Bretton Woods resultaban poco adecuadas e insuficientes ante la magnitud de tales problemas, Estados Unidos optó por un plan de ayuda masiva, el Plan Marshall, que generaría la liquidez necesaria para la reconstrucción europea (17.000 millones de dólares para dieciséis países) y los pagos por las importaciones procedentes de los Estados Unidos. Al contrario de lo que sucede actualmente, no fue un plan de rescate con condiciones, un plan para que los países beneficiarios pudieran invertir en infraestructuras, servicios públicos, subsidios al desempleo, etc.
Entre las décadas de 1950 y 1960 los países europeos pasaron paulatinamente de importadores a exportadores netos con respecto a los Estados Unidos. Los productos europeos (y luego los japoneses) con frecuencia resultaban ser mejores y más baratos que los norteamericanos. En 1960 las reservas de dólares en manos de extranjeros superaron las reservas de oro norteamericanas. La estabilidad monetaria se había convertido en un problema para la competitividad de la economía de Estados Unidos. Una vez acabado el boom de la posguerra, el capitalismo veía asomar de nuevo los fantasmas del estancamiento y la depresión. La deuda iba a convertirse en la alternativa, y el combustible necesario no podía ser otro que el dólar liberado de su vinculación al vil metal. El FMI se opuso inicialmente a este argumento por razones de autopreservación.