Rafael Gómez

«La Nueve era una compañía diferente de todas las otras».

Nací en Almería. Mi familia era republicana. Cuando estalló la guerra yo tenía 16 años y me encontraba en Badalona. Mi padre era carabinero y yo también quería serlo. Iba todavía a la escuela de carabineros cuando llamaron a mi quinta —la quinta del biberón— y tuve que dejarla. Me integraron como carabinero ciclista en el Ministerio de Hacienda. Allí estuve nueve meses, hasta el final de la guerra, hasta que tuvimos que salir en retirada hacia la frontera.

Como pertenecía al cuerpo de transportes cruzamos la frontera con camiones, después de haber entregado las armas en la entrada. Luego, senegaleses armados y dando culatazos nos llevaron a los campos de concentración. A mí me llevaron al campo de Saint Cyprien. Las cuatro primeras semanas fueron un verdadero calvario. Íbamos descalzos, bebíamos agua sucia y jabonosa, sacada del mismo lugar donde nos lavábamos. Cuando bebíamos nos salían pompas de jabón por la boca… Nos daban muy poca comida, un pan para diez personas y de vez en cuando patatas con un poco de carne y huesos hervidos.

Enseguida nos llenamos de piojos. Fue un verdadero sufrimiento. Íbamos todos los días a la playa para expurgarnos y matar piojos. Y estaban siempre ahí. Por las noches hacíamos un agujero en la arena para acostarnos y nos tapábamos con una manta.

Al cabo de unas semanas empezamos a construir nosotros mismos los barracones y por ese trabajo nos daban un trozo de pan y una sardina. Dormir en las barracas nos mejoró la vida. Poco a poco fuimos organizándonos, pero con muy pocas esperanzas. Estábamos guardados por senegaleses que nos trataban muy mal, y si veían que tratabas de salir del campo te crujían a culatazos. Cada semana venían los gendarmes para pedir hombres para la Legión. Muchos se iban. Otros, no. Yo no quise ir a la Legión. Me quedé esperando a mi padre.

Como tenía familia en Orán, desde el campo había escrito a un tío y enseguida me enviaron la dirección de mi padre que se encontraba en Argelès–sur–Mer. Poco después, mi padre consiguió salir de allí y venir al campo donde yo estaba. Así pudimos estar juntos un tiempo. Él consiguió salir poco después, reclamado por su hermano, pero yo no pude salir porque como sobrino no tenía derecho. Al final hicimos papeles falsos y logré salir como hermano de mi padre. Poco después cogí un barco y pude llegar hasta Orán.

En Orán conseguimos reunimos toda la familia, pero la vida tampoco era muy fácil allá. Al principio no teníamos trabajo y teníamos que presentarnos a la policía todos los jueves. Mi padre y yo íbamos a comer a un centro de ayuda creado por una asociación de refugiados españoles. ¿Qué contarle sobre la policía todos los jueves? Después ya empezamos a trabajar. Yo encontré un trabajo como aprendiz de zapatero. Entonces conocí a Montoya, que vendía clavos para zapatos y yo iba a comprarle de vez en cuando. Después lo perdí de vista porque entré a trabajar en una fábrica de zapatos y estuve allí un par de años o tres.

Cuando desembarcaron en África los americanos me fui enseguida al Cuerpo Franco de África. Me fui porque a mí me gustaba conducir y quería conducir camiones militares. En cuanto me enrolé me vistieron de militar, con el uniforme inglés, pantalones cortos y unas botas francesas con clavos. Con los Cuerpos Francos hice la guerra de Túnez. ¿Qué puedo contar sobre la guerra? Se mata y se muere… Es algo horrible. Allí murieron muchos, muchos españoles.

Después de la guerra nos fuimos a Djijelli, la montaña de los monos, donde se estaba formando la Segunda División Blindada. Allí estaba también el Primer Ejército que iba a mandar el general De Lattre de Tassigny. Ambas divisiones se repartieron los regimientos, unos para la 2.ª DB y otros para el Primer Ejército. Yo me fui con la Segunda División Blindada. Allí volví a encontrar a Montoya.

Con las fuerzas de Leclerc había muchos españoles y nos reuníamos para ir a sacar a otros de la Legión. Los metíamos en el camión vestidos de legionarios, les dábamos un uniforme inglés y un papel y ya podían pasearse como ingleses… con nombres falsos, claro. Antes ya, en la Legión, todos tenían otro nombre. Los de Giraud ni lo supieron al principio. Cuando se enteraron se enfadaron mucho y fue cuando decidieron hacer el reparto entre Giraud y De Gaulle. Pero nosotros ya habíamos decidido.

Después fuimos a Temara, donde se formó La Nueve. Estuvimos allí algún tiempo, entre cuatro y seis meses, no me acuerdo. Allí fue donde La Nueve empezó a destacar. Éramos una compañía diferente de todas las otras. Los españoles nos adaptamos muy fácilmente al armamento americano. Los mismos americanos reconocieron que lo utilizábamos muy bien.

En Djijelli fue donde conocí a Amado Granell. Me lo presentó Montoya, que ya era muy amigo, para que me cogiera como chófer. Todo el tiempo que estuve en África estuve con él. Yo era su chófer en el jeep la Raleuse. Era una excelente persona. Dormíamos juntos en la misma habitación.

Granell era el encargado de cobrar la paga militar del Tercer Batallón y de repartirla a los soldados. Era el administrador de bienes del Regimiento, el que nos pagaba. Siempre íbamos juntos a recoger el dinero al banco. Era peligroso porque en aquel momento no había cheques, se cobraba todo en líquido. Yo lo esperaba en la puerta del banco con la ametralladora, hasta que salía y se metía en el coche.

Granell era un hombre sencillo, sin ninguna pretensión. Un hombre que hacía favores a mucha gente y que trataba de ayudar si venían a pedirle algo. Fue él quien se encargó de hacer las banderitas de la República española en forma de redondel que llevábamos todos. Las trajo en un paquete y yo me encargué de repartirlas. Las llevábamos puestas en la solapa o en el pecho de nuestro uniforme americano. Allí fue también donde pusimos los nombres a los half–tracks. Se discutió bastante porque cada uno quería ponerle un nombre distinto. Los jefes prohibieron poner nombres de personas y al final llegamos a ponernos de acuerdo con nombres de batallas de la Guerra Civil y de ciertos personajes como el Quijote.

Mi primera tanqueta se llamaba Guernica. Yo era ayudante de chófer, al lado de Lucas Camons, que era mi sargento–jefe. Nuestro coche transportaba un cañón antitanque de 75. Con él llegamos hasta París. Después, entre París y Estrasburgo me asignaron al Don Quichotte, como chófer.

A pesar del gran movimiento que había, yo no me di cuenta de que llegaba la Segunda Guerra Mundial. Un día nos vistieron de americanos, nos dieron un armamento muy moderno y muy potente y nos metieron en barcos, pero ninguno de nosotros sabía adonde iba ni lo que íbamos a hacer. Yo salí desde Orán. El día que cogimos el barco había una nube de saltamontes por toda la zona. Había tantos que se metían por todos los sitios, incluso en el barco. Llegamos hasta Inglaterra con muchos de aquellos saltamontes metidos por todos los rincones.

Desembarcamos en Swansee y los escoceses nos recibieron con un grupo de músicos vestidos con sus faldas típicas y su música tradicional. Después nos acompañaron al tren y nos enviaron a Pocklington. Allí nos preparamos hasta que embarcamos para Francia.

Cuando llegamos, sólo recuerdo que bajamos del barco por las cuerdas y que nuestro material fue desembarcado por los americanos. Después cada cual se dirigió hacia sus coches y nos fuimos para delante.

A mí me integraron en el grupo del Guernica. Nuestro jefe se llamaba Lucas Camons y nuestro jefe de grupo era Montoya. Nosotros le llamábamos el Cabrero porque en España había guardado cabras. Él fue uno de los pocos que aceptó luego ir a Indochina y allí creo que consiguió el grado de capitán, a pesar de que era español. Yo estuve con él hasta la liberación de París.

Algunos decían que La Nueve era una compañía de salvajes y no era así. Contra los alemanes teníamos el odio de lo que nos habían hecho pasar en España y naturalmente luchábamos con las tripas. Yo era todavía muy joven pero no me quedaba atrás. Yo creo que los españoles jugaron un buen papel en las tropas de Leclerc. Fuimos siempre carne de cañón, un batallón de choque. Siempre estábamos en primera línea de fuego y procurando no retroceder, mantenernos al máximo. Era una cuestión de honor. Dronne nos apreciaba mucho. A veces se enfadaba, también. Cuando le veías rascarse el codo, malo. Ya tenías siete u ocho días de castigo…

En la batalla de Écouché, donde murieron varios españoles y entre ellos el hermano de Pujol, es donde enfrentamos realmente a los alemanes. Antes habíamos tenido algunas escaramuzas con ellos pero no los teníamos cerca. Allí estábamos frente a frente. Estuvimos varios días rodeados por ellos, haciéndoles frente, día y noche. Una batalla muy dura. Ellos perdieron mucho más que nosotros.

Después recuerdo sobre todo París. Una liberación que fue una fiesta extraordinaria. Mucha emoción. Esa primera noche de la Liberación la pasamos delante del Ayuntamiento de París, cantando. Nos dormimos convencidos de que ya estaba cerca la liberación de España.

Después de las batallas en la capital y del desfile de los Campos Elíseos, nos enviaron a un bosque en las afueras de la ciudad, donde nos instalamos. Allí estuvimos algunos días. Lo pasamos muy bien. Venía a vernos mucha gente, sobre todo muchas chicas. Todas nos consideraban unos héroes. Casi todos nos traían alguna cosa de regalo, una botella, fruta, pasteles y cosas así. Venían también muchos refugiados españoles. Fueron unos días inolvidables.

Después de liberar París casi todos los españoles pensábamos en irnos a liberar España. En un momento dado nos reunimos y comenzamos a preparar material y a organizarnos. Lo teníamos todo preparado para irnos.

Pero la guerra contra los alemanes continuaba y no podíamos dejarla a medias. La división se puso en marcha a mediados de septiembre para iniciar la campaña de Alsacia. Unas semanas después, liberamos Estrasburgo. Cogimos a los alemanes por sorpresa. No podían creérselo. Hubo un general que creo que se suicidó. En aquellos momentos yo era el chófer del Don Quichotte. Me destinaron allí después de atravesar los Vosgos. A mi lado iba Zubieta como chófer segundo y nuestro jefe principal era Moreno.

En Colmar sufrimos batallas muy duras también. Era todo terreno plano y los alemanes estaban escondidos pero tirando fuerte. Los tanques saltaban al aire. Hacía un frío terrible y muchos hombres iban con los pies, los dedos, la nariz o las orejas heladas, hasta el punto de que algunos tuvieron que ser amputados. Otros no pudieron continuar. Hubo un gran número de bajas.

Cuando mataron al coronel Putz yo no estaba allí. Nos habían llevado como refuerzo a Aix–la–Chapelle para ayudar a los americanos que habían sido rodeados por los alemanes. La muerte de Putz la vivimos como la muerte de uno de los nuestros. Después de su muerte, ya nada fue igual.

(Entrevista realizada en el invierno de 2006).