Manuel Fernández

(Belmonte)

«¿Es que no sabéis que es un asturiano?».

Nací en 1919 en Marentes, al lado de Ibias, un pueblo situado entre montañas, lindando con Galicia. Un pueblo de gente que trabajaba sobre todo en la agricultura, las minas y la ganadería.

Mis padres y nosotros —éramos cuatro hermanos— trabajábamos en el campo. Mi madre murió de enfermedad cuando yo era muy pequeño. Mi padre se ocupó de nosotros y era el pilar de la casa, el que nos enseñaba todo, el que dirigía todo sin emplear nunca la violencia. Era alguien que inspiraba mucho respeto.

En el pueblo era también uno de los pocos que sabían leer y escribir y muchas noches los hombres venían a casa y se sentaban en el corral, para que mi padre les leyera el periódico. Mis hermanos y yo nos sentábamos con ellos. El periódico que leían se llamaba El Heraldo de Madrid y lo recibía a medias con un amigo porque la gente era pobre y pagarlo entre los dos era más llevadero. Los domingos, después de la misa, también se reunían en el corral para hablar de todo. Algunos venían incluso de los pueblos de alrededor, de Marcellana, de Busto…

En casa se hablaba mucho de política. Yo vivía ese ambiente con toda normalidad, sin saber que éramos una familia de izquierdas. Mi padre era socialista. En su juventud había sido obrero, había trabajado en las minas de hierro, en las provincias vascas, y fue allí donde se forjó un ideal. Hablaba mucho de Pablo Iglesias.

Cuando llegó la República yo era un chiquillo, pero supe que había ocurrido algo importante. Aquel día, en el pueblo se hizo una gran fiesta. Menos el cura y tres o cuatro, todo el pueblo lo celebró.

Poco tiempo después llegaron maestros y se abrieron escuelas. La gente empezó a hablar de otra forma, discutía mucho, estaba más contenta. Incluso el sacerdote venía a discutir de política con mi padre. Entre la gente del pueblo había mucha solidaridad.

En el fondo, yo creo que el error de la República española fue que era muy avanzada. Enseguida dictaron leyes que no existían en toda Europa. Una de ellas fue la reforma agraria, cuando Andalucía, por ejemplo, pertenecía todavía a tres o cuatro terratenientes. La República dio el voto a las mujeres, promulgó una ley del aborto, promulgó una ley de educación para los colegios, una reforma militar… La República española fue la primera en dar una semana de vacaciones a los mineros. Una semana pagada por la compañía. Se hizo lo que yo llamo «una revolución social». En España se hizo antes de que lo hiciera el Frente Popular en Francia.

Todo aquello era demasiado avanzado, incluso para los países extranjeros que temían que España continuara en esa línea. Ningún país de Europa había sido capaz de tomar esas medidas y temían que más que las disposiciones de una República, se llevara a cabo una revolución. Y luego estaba la Iglesia, que tenía un peso muy importante y no podía soportar todo aquello.

Cuando estalló la guerra, las cuencas mineras se sublevaron enseguida y nuestra región, que estaba muy cerca de Galicia, fue rápidamente invadida por los franquistas. Mi hermano mayor salió de los primeros, con un grupo de sus amigos, para enrolarse en las tropas republicanas, como la mayoría de los jóvenes del pueblo. Mi otro hermano estaba haciendo el servicio militar y no pudo salir del bando nacional. En una ocasión estuvieron luchando frente a frente, sin enterarse.

Yo me quedé en casa con mi padre, pero cuando llegaron los falangistas empezaron a poner multas y a pegar palos… A mi padre lo detuvieron dos o tres veces y lo dejaban salir luego porque no podían acusarlo de nada, pero cuando volvía, tenía la espalda negra de los palos que le habían dado. A mí no me tocaron porque yo era muy joven, pero la situación se volvió tan horrible —hubo mujeres violadas y algunos muertos— que nos organizamos para marcharnos. Dejamos la casa y nos fuimos por el monte a través de las montañas. Cuando conseguimos llegar a zona republicana, enseguida me marché al frente con un batallón. Estuve en Belmonte y luego nos llevaron al frente oriental, muy cerca de la raya de Santander. A mi padre se lo llevaron con una compañía de ingenieros a hacer trincheras y allí estuvo trabajando hasta que cayó Asturias y lo cogieron prisionero.

Yo también caí prisionero y me encontré con él y con mi hermano mayor en un campo de concentración de Gijón que se llamaba La Harinera y que estaba dirigido por los alemanes. A los pocos días de estar encerrados, mi padre enfermó y se lo llevaron al hospital. Para poder ir a verlo, al día siguiente me hice pasar por enfermo. Al llegar al hospital, un amigo se acercó y de forma muy rara me dijo: «Aunque estés enfermo, no te quedes en el hospital». Y añadió rápidamente: «Tu padre ha muerto». Luego supe que la noche anterior, por la sala donde tenían a mi padre, habían pasado una monja y dos médicos alemanes y que a mi padre le habían puesto una inyección…

Después del hospital me llevaron al campo de concentración de San Marcos de León, un castillo que estaba en el centro de la ciudad, en una zona histórica. Aquello era terrible. Un campo como los campos de la muerte. Muchos morían de frío, de hambre, o a causa de las palizas o de las torturas.

Fue allí donde cogí un odio mortal a los alemanes. Les encantaba humillarnos. Llegaban dos oficiales alemanes acompañados por cuatro falangistas y nos formaban delante de ellos, se reían de nosotros, nos hacían bajarnos los pantalones para buscar piojos, insultándonos al mismo tiempo. Creo que lo peor de mi vida lo pasé allí. Aquello era una pesadilla constante. Vivíamos pensando «hoy es mi turno».

Un día me metieron en una celda donde había varios hombres más mayores que yo, de unos 35 o 40 años, casi todos condenados a muerte. A ellos les sorprendió verme llegar allí. Uno era periodista, me dijeron que un gran periodista, y puedo decir que era el hombre más inteligente que he conocido nunca. Pero también era muy feo, realmente feo. Casi me daba miedo porque tenía unos dientes salidos y se parecía al Quasimodo de Nuestra Señora de París. Hablaba varios idiomas, era un hombre alto, serio y muy inteligente. Había otros que eran abogados, médicos, todos gente con cultura. Yo no sé por qué me llevaron allí, porque yo no había pasado ante ningún tribunal. Me llevaron prisionero de un lado a otro pero nunca me juzgaron y nunca supe por qué estaba preso.

Allí nos moríamos de hambre y de miseria. El lugar era inmenso, había miles de personas encarceladas y el trato era horrible: hambre, palizas, frío, tortura… Cada mañana salían camiones llenos de gente. Parece ser que la fusilaban en el campo de fútbol de León. Cada noche esperábamos nuestro turno.

Pasé unos quince días allí y una mañana vinieron a buscarme y me dijeron: «Manuel Fernández Arias. Coge tus cosas y vente». Me llevaron a las caballerizas, que eran las cuadras del castillo, y me encerraron con otras personas, entre ellas Manolo Caracol, el cantaor.

Estuve allí hasta que vinieron de nuevo a buscarme y me llevaron, sin ninguna explicación, a la Carbonera, un lugar terrible del que se decía que nadie salía vivo. Era un lugar oscuro que tenía que haber servido de depósito del carbón para la calefacción del castillo y adonde me empujaron dentro como si fuera un saco de patatas. Cuando pude reaccionar, vi que allí había cuatro hombres machacados a palos. Tenían las costillas rotas, estaban sangrando por todos lados, no podían ponerse de pie. Cogí mi toalla y me puse a limpiarlos, a darles agua, no sabía cómo ayudarlos. Al rato se abrió la puerta y echaron a otro, totalmente dislocado. Era un andaluz. No sabíamos por dónde cogerlo, estaba todo roto. Salía de la tortura. Apenas podía hablar. Se le caían los dientes, no podía beber…

Dos días después se abrió la puerta y entraron dos falangistas con un hombre. Me llamaron y le preguntaron a él: «¿Es este?». El otro dijo que no: «A este no le conozco de nada», les aseguró. Se marcharon los tres y poco después me sacaron y me devolvieron a las cuadras del castillo. Allí estábamos vigilados por guardias civiles. Entre ellos había un alférez que había perdido un ojo en el frente de Asturias y si por desgracia oía a uno decir que era asturiano, le daba enseguida una paliza, diciendo: «Esto es por mi ojo».

Poco después nos llevaron a San Pedro de Cardeña, cerca de Burgos. Allí estuvimos dos o tres días nada más. Era también un castillo lleno de prisioneros y guardado igualmente por falangistas y guardias civiles.

De allí nos sacaron para enviarnos a un batallón de trabajadores que se encontraba en Huesca. Nos llevaron en tren hasta Zaragoza y de allí, a un cuartel militar, donde nos dividieron en dos grupos. Fue allí donde los alemanes nos escupían. Nos formaban a todos en línea y pasaban los oficiales alemanes. Uno de esos oficiales me escupió en la cara… Eso es lo peor que se le puede hacer a un hombre. Para mí fue peor que si me hubiera matado. Sobre todo porque no podías contestar ni moverte. Los falangistas nos decían: «Mira, con un papel de fumar pago tu muerte, así que no te muevas porque…». Y otro decía: «Si te mueves, te la cargas y a mí me darán un permiso para irme a casa». Nazis, eran como los nazis. No nos quedaba más remedio que callar. Yo vivía con la esperanza de que un día aquello cambiara.

Después nos llevaron a Huesca y nos destinaron a ir a la estación para trabajar descargando sacos de harina de cien kilos. Menos mal que nos daban bien de comer: hacían una caldera de judías con tocino y podíamos comer a voluntad. Cuando llegamos, el primer día que nos pusieron los sacos de cien kilos en la espalda no creíamos poder llegar, las piernas nos temblaban. Al cabo de cuatro o cinco días ya nos íbamos acostumbrando y cogiendo fuerza.

Cuando comenzó la ofensiva de Cataluña, nos llevaron al frente. Nosotros íbamos detrás, para arreglar los puentes, las carreteras estropeadas, todo eso. Nos hacían trabajar como verdaderos esclavos. Así llegamos hasta la frontera. Mi compañía paró en Figueres.

En enero de 1939, cuando cayó el frente de Figueres, como la guerra no había terminado, de Cataluña nos llevaron por las montañas a Teruel, donde seguimos haciendo trincheras y desde allí a Toledo, de donde luego teníamos que seguir hasta el frente de Madrid. Estando en Toledo llegó el final de la guerra.

Para nosotros no cambió nada. Un mes o dos después nos llevaron de nuevo hacia el norte para hacer túneles y fortificaciones en Vera del Bidasoa, en la frontera francesa. Desde allí me escapé a Francia con otros dos compañeros, atravesando las montañas.

Cuando llegamos a Francia nos entregamos en el primer puesto de la aduana. Era el 5 de mayo de 1940. Después de darnos de comer, los gendarmes nos llevaron a Hendaya, donde nos interrogaron y de allí a Bayona, donde nos enrolamos en la Legión con un contrato por la duración de la guerra. Los que se enganchaban por cinco años, eran enviados a África, pero nosotros nos quedábamos en Francia. Yo estaba convencido de que a los alemanes nos los íbamos a comer enseguida. Aquella noche dormimos ya en el cuartel de Bayona.

Desde allí nos enviaron a un campo, cerca de Lyon, para hacer la instrucción y prepararnos. La mayor parte éramos españoles y belgas. Más tarde, cuando los alemanes estaban llegando, nos llevaron para atrás, hacia Marsella. Al llegar a Aix–en–Provence nos metieron en un cuartel y allí nos informaron de que el armisticio había sido firmado y que era el mariscal Pétain el que ahora iba a dirigir el destino de Francia. Después vinieron los alemanes, nos retiraron las armas y dieron la orden de transformar la compañía de legionarios en compañía de trabajadores. Inmediatamente nos enviaron a arreglar carreteras por toda la región; pero lo que en realidad tenían previsto, por lo que algunos dijeron, era llevarnos a trabajar a Alemania…

Yo no quería ir a Alemania por nada del mundo, así que decidimos, con un par de amigos, ir a ver a un capitán de gendarmes del que nos habían hablado y que nos confirmó que sólo podríamos escapar a esa situación si firmábamos cinco años para ir a la Legión Extranjera. Naturalmente firmamos y enseguida nos enviaron a Santa Marta, un campo especial de la Legión, al lado de Marsella.

Después de los reconocimientos médicos nos enviaron a Orán, en el norte de África. En el barco que nos llevó hasta allí, íbamos muchos legionarios españoles. Durante la travesía conocí ya a varios de los que luego formarían La Nueve.

En Orán, la Legión estaba llena de refugiados. Un 70 por ciento de los legionarios éramos españoles. El resto eran belgas y polacos, sobre todo. Los españoles estábamos bien vistos allí.

Poco después nos destinaron a diversos lugares y a mí me enviaron a Marruecos, primero a Fez y luego a Kenitra, a la montaña, donde nos hacían cortar árboles o hacer carreteras. Estábamos allí cuando desembarcaron los americanos.

Lo recuerdo como si fuera hoy. Estábamos en el cuartel y llegó un ordenanza valenciano corriendo y gritando «ya están aquí, ya están aquí, ya estamos salvados, ya están aquí». Lo acababa de oír en la radio y poco después ya se oían los cañonazos a lo lejos. Para mí fue un momento emocionante. Una emoción que duró poco porque tocaron corneta y nos dijeron que había que preparar las municiones porque había que ir a defender la patria.

Los españoles no estábamos de acuerdo. No queríamos ir a luchar contra los americanos. No pensábamos disparar contra ellos. Los legionarios belgas, tampoco. Ni los ingleses, ni los polacos. Los oficiales se dieron cuenta de que habría lío pero aun así nos formaron y salimos andando hacia Casablanca, una distancia de unos doscientos kilómetros. Íbamos cargados con todo el material y después de andar toda la mañana y media tarde, nos hicieron montar las tiendas de campaña y allí comenzó a verse grupos que se formaban y que se negaban a obedecer las órdenes de los oficiales, algo rarísimo en la Legión. Pero la verdad es que algunos oficiales tampoco veían con simpatía la ocupación de Francia por los alemanes y algunos de ellos venían de vez en cuando para decirnos: «¿Qué pensáis, muchachos? No vamos a tirar contra los americanos, ¿no? ¿Qué pensáis vosotros?». Al día siguiente todavía estábamos en el mismo lugar y nadie parecía dispuesto a salir. Poco después llegó la noticia del armisticio y de que los enfrentamientos con los americanos habían terminado.

Entonces nos llevaron a Meknes, donde formaron los Regimientos de Marcha para ir a luchar a Túnez, contra las fuerzas de Rommel. Yo estaba deseando enfrentarme a los alemanes.

En la guerra de Túnez fue cuando me enfrenté por primera vez con las armas contra los italianos y los alemanes. A pesar de que teníamos también un armamento muy antiguo, creo que les dimos buenas lecciones.

Tuvimos batallas durísimas. En una ocasión, tras 48 horas de enfrentamientos muy fuertes en los que tuvimos muchas bajas, vinieron a relevarnos y nos llevaron para atrás, a una vaguada entre dos montículos donde se había montado un campamento. Cenamos bien y nos dijeron que durmiéramos tranquilos. Yo me envolví en la manta y me desperté al sentir que me daban un puntapié. Cuando fui a levantarme me di cuenta de que mi manta estaba pegada al suelo con pedazos de metralla de cañón… Los alemanes nos habían localizado y nos habían bombardeado por la noche, había habido veinticinco muertos en la compañía, estábamos todos juntos y yo no me había enterado de nada a causa del enorme cansancio.

Los enfrentamientos con los alemanes fueron tan duros en Túnez, el miedo tan intenso en algunos momentos, que tuve ocasión de ver algo difícilmente creíble. En uno de los combates, donde estuvimos todo un día y una noche para desalojar una casa de campo ocupada por los alemanes, tuvimos que avanzar poco a poco, habitación tras habitación. Yo tenía a mi lado un italiano buen mozo que tenía el pelo rizado. Un chaval bien parecido. Cuando volvió al combate, después de la noche de descanso, nadie le conocía: tenía el cabello completamente blanco. Totalmente blanco. Le dieron un espejo para mirarse y se puso a llorar como un niño. El pobre era uno de esos italianos presumidos, buen mozo, con un bigotito muy bien cortado y el pelo siempre ondulado, un pelo magnífico. Un pelo que continuó siendo magnífico, pero totalmente blanco.

Allá hubo muchas, muchas víctimas. Muchísimos españoles perdieron la vida. Yo caí herido en enero, me dieron un mes de convalecencia y después volví al frente. La guerra terminó el 5 de mayo y el día 7 me llamó el capitán de mi compañía para comunicarme que me habían nombrado «mejor legionario» y preguntarme si como recompensa quería una medalla o un mes de permiso. Naturalmente le dije que prefería el mes de permiso.

Más tarde me dieron la Cruz de Guerra porque cuando me hirieron, a pesar de las heridas, había logrado pasar entre los tanques alemanes, cruzar un río nadando con un solo brazo y recorrer 30 kilómetros con mucha dificultad hasta llegar al regimiento francés. Cuando me vieron llegar lleno de sangre y todo sucio, no podían creérselo. El teniente de la compañía ignoraba incluso la batalla en la que me habían herido. Llamó al Estado Mayor y allí le informaron. Entonces me cogieron con una moto con sidecar y me llevaron a un hospital de campaña donde poco después vino a verme el coronel de nuestro regimiento. Tengo que decir que el coronel lloraba como un crío cuando me contaba que de los ochocientos hombres que tenía el batallón yo era el que hacía ochenta que se había salvado. Todos los otros murieron allí. Entre ellos, muchísimos españoles. Muchos fueron hechos prisioneros y muchos más, murieron. Fue la única batalla que he visto en mi vida de lucha cuerpo a cuerpo, con la bayoneta. Recuerdo sobre todo a un belga al que habían atravesado con la bayoneta —estábamos todos cercados por los alemanes— y cuando quisimos socorrerlo se negó diciéndonos que nos fuéramos porque él era un hombre muerto… Y era verdad… Tenía todas las tripas fuera. No podíamos hacer nada por él.

Después de la campaña de Túnez fue cuando por primera vez oí hablar de la Columna Leclerc y de las tropas de la Francia Libre, que llegaban de Libia. Enseguida deserté para irme con ellos.

En aquel momento no fue el coronel Leclerc el que me incitó a alistarme porque en realidad apenas lo conocía. Fue sobre todo la figura del general De Gaulle. Yo soñaba con irme con él desde el principio, desde que hizo el llamamiento en Londres. Para mí De Gaulle era el hombre que no había cedido a los alemanes y el que representaba la libertad. Como Leclerc estaba con él y representaba la Francia Libre, nos fuimos con él.

De Gaulle tenía dos grupos en su ejército de la Francia Libre, uno al que llamaban Primer Ejército, mandado por el general De Larminat, donde había una mezcla de soldados de todos los orígenes, incluido un regimiento de legionarios, y la Columna Leclerc, que llegaba desde el Chad con tropas de soldados negros, encuadradas por los franceses coloniales y otros soldados, entre ellos algunos españoles.

En Argelia había habido muchos líos entre Giraud y De Gaulle. Giraud era el general que mandaba el territorio francés de África del Norte, con el apoyo de los aliados, y no aceptaba que Leclerc —hombre de De Gaulle—, al que llamaba «el pequeño capitán», estuviera preparando una división y que muchos de sus propios hombres desertaran para irse con él. Tuvieron algunos enfrentamientos fuertes y por orden de Giraud, que mandaba en aquella zona, Leclerc tuvo que abandonar el territorio de Argelia. Nos instalamos en Marruecos y allí fue donde se formó la Segunda División Blindada.

Es verdad que algunos oficiales de Leclerc, como el coronel Putz y sobre todo Campos, cuando veían a un grupo de legionarios o soldados preguntaban enseguida si querían quedarse con Giraud o irse con De Gaulle. Naturalmente, los españoles preferíamos a De Gaulle y la mayoría desertamos para irnos con él. Campos era el que más reclutaba, recogía camiones enteros de españoles.

Si los de Giraud nos hubieran cogido tal vez nos habrían fusilado, pero ¿qué quiere? Preferimos arriesgarnos. El que se iba con Leclerc cambiaba de nombre, volvía a firmar un contrato por la duración de la guerra, le daban una documentación y ya estaba. Más tarde, De Gaulle firmó una amnistía para los desertores que habían integrado las Fuerzas de la Francia Libre. El general Leclerc y él mismo habían desertado también y por ello habían sido condenados a muerte.

Fue en la región marroquí de Temara, donde Leclerc había instalado las tropas, que se formó la Segunda División Blindada. Fuimos formados duramente, como batallón de choque. Nos preparamos muy bien y teníamos un material de guerra de los mejores, todo nuevecito, brillante, moderno. Con aquel material, pensando en los alemanes, me decía interiormente: «¡Ahora vais a ver!». Yo sabía que eran enemigos fuertes. Los que me hirieron en Túnez eran paracaidistas de Rommel y del Afrika–Korps, soldados muy duros, una gente endoctrinada y fanática. En España y en Túnez no teníamos armas contra ellos, luchábamos con viejos fusiles, pero entonces, con el armamento que recibimos de los americanos, yo sabía que sí podíamos encararlos.

Con aquel material podíamos enfrentarlos sin miedo. Pero sobre todo pensábamos que con ese material, cuando terminara la guerra, atravesaríamos los Pirineos. Los mismos oficiales franceses nos lo decían. Incluso el coronel Putz estaba convencido de que después de Francia iríamos a liberar España.

Putz era un hombre muy estimado por los españoles y él nos apreciaba mucho también. Era un militar de carrera, un hombre exigente en la disciplina pero con muy buen carácter. Había hecho la guerra de Túnez como capitán. Allí había mandado la 11.ª Compañía, totalmente integrada por españoles, donde yo estaba. Muchos de ellos fueron destinados luego a La Nueve. Putz tuvo un comportamiento muy valiente. Allí fue donde le dieron el grado de comandante. Yo le conocí un poco más cuando me hicieron estudiar en la escuela para cabo. Salí entre los diez primeros y él nos recibió y nos estuvo preguntando cosas a cada uno. Cuando se formó la Segunda División Blindada, Leclerc lo puso al mando del Tercer Batallón, al que llamaban también «el Batallón Español», que contaba con tres compañías, la nueve, la diez y la once.

La Nueve, que estaba compuesta prácticamente por españoles, se la dieron al capitán Dronne. Hay que decir que los españoles estaban considerados como muy buenos soldados pero también como gente difícil, indomable. De Dronne decían que tenía un carácter capaz de dominar a quien fuera y por eso le dieron a él el mando. No lo tuvo fácil y tuvo que arriesgarse mucho él mismo para conseguir el respeto de los hombres. Los otros oficiales de La Nueve eran en su mayoría españoles, como Campos, Granell, Bamba, Reiter, Montoya o Moreno.

Yo estaba en la 11 .ª Compañía del batallón —en la que también había muchos españoles— y de allí me enviaron a la CA3, que era la compañía de acompañamiento y apoyo de La Nueve. En realidad íbamos siempre juntos. La compañía de acompañamiento es la que llevaba las armas pesadas y tenía cuatro secciones: morteros, ametralladoras, obuses y reconocimiento. En la sección de ametralladoras, el ayudante jefe que mandaba la sección le dijo al comandante que quería el máximo posible de españoles. A mí me enviaron allí porque un día que estaban armando las ametralladoras me acerqué y cuando vi la ametralladora americana les dije que en España había tenido una de esas ametralladoras y que yo había creído que eran mexicanas porque nos las había enviado México. Como me preguntaron y les dije que sí, que había tirado con ellas, enseguida me trasladaron a la sección. También fueron para la misma sección algunos de La Nueve. El 85 por ciento de los que estábamos en ametralladoras éramos españoles.

En el batallón todos los españoles éramos diferentes, teníamos tendencias políticas diversas, pero a todos nos unía el odio por los alemanes, el ansia de libertad y la convicción de que los aliados nos ayudarían a liberar España. Los franceses supieron aprovechar bien este odio. Todos habíamos hecho una guerra difícil, sabíamos luchar y estábamos dispuestos. Para Leclerc, que venía a veces a charlar y fumarse un cigarrillo, nosotros no éramos los perdedores de la Guerra Civil sino los combatientes de una cruzada por la libertad.

Cuando nos dijeron que íbamos a embarcar, nosotros no dudábamos que nos llevaban a Europa, pero no sabíamos adonde. Alguno pensó que nos llevaban a Inglaterra porque había algunos barcos ingleses.

Yo embarqué en Orán en el Franconia, un barco inmenso que los aliados habían cogido a los italianos, un barco de turismo, de cruceros, con camarotes, salas de recreo, hamacas nuevecitas, un verdadero lujo, y que transformaron en «crucero» para el transporte de tropas.

En el Franconia íbamos la mayoría de los españoles. Algunos grupos se habían marchado acompañando el material. Ellos embarcaron en Marruecos y nosotros en Argelia.

Cuando pasábamos por el estrecho de Gibraltar, uno de los soldados que viajaba con nosotros, un marino que tendría unos 40 años y que conocía todo sobre el mar, los nudos a los que navegábamos y todo eso, dijo que le extrañaba el rumbo que tomaba el barco porque él creía que nos dirigíamos hacia Inglaterra y que el barco tomaba rumbo hacia América. Era cierto, pero más tarde el barco dio una vuelta rápida y nos desembarcaron en Escocia, donde nos recibió una banda de música con músicos vestidos de escoceses.

Luego nos trasladaron a Hull y los españoles montamos la guardia en el Estado Mayor de Leclerc. Una vez estuve 24 horas seguidas, un día entero y toda una noche.

Los ingleses se portaron muy bien con nosotros. Sabían que éramos republicanos españoles y nos trataron muy bien.

La preparación en Inglaterra fue dura, pero los soldados estaban contentos, con ganas de desembarcar en las zonas de combate. Muchos no habían tenido ocasión de luchar contra los alemanes. Yo sí y sabía lo que nos esperaba.

Fue en Hull donde el general Leclerc nos dio a cada uno el emblema de la Segunda División. Cada insignia estaba numerada. Leclerc nos dijo que tratáramos de no perderla porque no habría ninguna más numerada. Muchos la perdieron. Yo la he conservado hasta hoy.

Nos enteramos del desembarco americano la misma noche del 5 de junio porque el cielo estaba cubierto de aviones. Por encima de nosotros pasaban nubes y nubes de aviones, era imposible contarlos, había miles. Mirándolos nos decíamos «Esto ya está». Pero no sabíamos ni dónde iba a ser ni a qué hora.

Nosotros desembarcamos en agosto. Fue un momento de gran emoción cuando pisamos tierra. Los cañones se oían lejos. Cuando desde lo alto de las dunas, frente a la playa, contemplé el desembarco, el movimiento de barcos y coches anfibios, aquel tráfico impresionante, me dije a mí mismo: «Esta guerra la ganamos, seguro». Y había mucha emoción, porque para nosotros el empezar a luchar allí era empezar a liberar España.

Tras el desembarco nos llevaron directamente al frente. Leclerc iba siempre delante. El primer contacto con los alemanes lo tuvimos en Alençon, la primera ciudad francesa que liberamos nosotros. Allí hubo fuertes enfrentamientos.

Mi unidad tuvo más suerte porque al entrar en el pueblo —fuimos de los primeros— el general Leclerc nos envió a instalarnos en la puerta de la catedral y cuando ya estábamos instalados llegó un joven sacerdote muy excitado y gritando que los alemanes estaban quemando su iglesia y pidiendo que fuéramos a ayudarlo, que necesitaba ayuda. Teníamos orden de no movernos de allí, pero entonces llegó un oficial y dijo «Venga, vamos a ayudarlo», y nos fuimos con él. La iglesia estaba ardiendo y el sacerdote nos dijo que los alemanes se habían refugiado en un castillo cercano. Fuimos a buscarlos y por primera vez, desde el desembarco, los enfrentamos directamente. Fue una batalla corta. Todos se rindieron. Luego lo tuvimos peor con el sacerdote porque quería matarlos a todos por haberle quemado la iglesia. Le tuvimos que quitar la ametralladora que había cogido y un oficial le dijo: «Señor cura, este no es su trabajo. Estos hombres son prisioneros y nos los llevamos nosotros».

Después, por la noche, llegaron los enfrentamientos más fuertes. Tuvimos que atacar a pie a los alemanes y fue bastante duro. Más tarde, a primera ahora de la mañana, salimos para apoyar a La Nueve que estaba atacando Écouché. Fue allí donde con una ametralladora le di de pleno a un camión que salió del bosque cargado de alemanes y varios compañeros empezaron a aplaudir. Entonces uno de ellos, Trueba, les gritó: «¿Por qué aplaudís? ¿Es que no sabéis que es un asturiano?».

Aquel mismo día, rodeados todavía por los tanques alemanes, nos enviaron a un compañero al que llamábamos Vinagre y a mí, cargados con un bazuca, para intentar atacar otro tanque que nos impedía salir de la zona donde estábamos. A través del bosque pudimos llegar hasta cerca del tanque y de un tiro de bazuca lo hicimos saltar y después con el fusil automático hicimos desaparecer a todos los alemanes que iban saliendo.

Allí me hirieron de un cañonazo, al día siguiente. Era grave, casi me desangro. Me llevaron enseguida con una ambulancia al hospital americano y me dejaron en un lado, junto a otros, cubierto con una manta. Poco antes había llegado otra ambulancia con cuatro o cinco soldados alemanes prisioneros y heridos, a los que habían puesto en una camilla y tapado con una manta, como a mí. Pasó el tiempo, no venía nadie y yo estaba sangrando sin parar, me sentía cada vez más débil. Me sentía tan mal que comencé a pedir ayuda. Cuando por fin se acercó una de las enfermeras y le dije en francés que me estaba desangrando, dio media vuelta y se fue, diciendo: «Así habrá uno menos».

Desesperado, con la poca fuerza que me quedaba, llamé en castellano a unos soldados mexicanos que estaban cerca, montando unas tiendas de campaña y los oí decir: «Oye, un alemán que habla español». Fue entonces que lancé un juramento y les grité: «No soy un alemán, soy español y soy un soldado francés». Y entonces llegaron corriendo, levantaron la manta y al ver mi uniforme americano y toda la camilla llena de sangre me metieron a toda velocidad en el quirófano. Antes de entrar, perdí el conocimiento.

Cuando me desperté estaba en una camilla al lado de la enfermera que había creído que yo era un alemán y que me estaba dando sangre, ligada a mí por un tubo que estaban arrancando. Para que pudiera aguantar la operación, esa enfermera me había dado su propia sangre. Después, hasta que me evacuaron, cada día venía a verme y a pedirme excusas.

Ya no pude volver al frente. Estuve un año en el hospital, en París.

(Entrevista realizada en 1998).