(Julián Escudero)
«La vida de un hombre no tiene precio…».
Nací en el casco antiguo de Barcelona, en 1920. Mi padre era zapatero. Hacía zapatos a medida para bodas, comuniones y fiestas.
Mi madre y mi padre eran aragoneses. Los dos habían emigrado separadamente a Barcelona y se habían conocido allí.
Cataluña era la patria del anarquismo y mi padre era anarquista. Un anarquista nada violento que hablaba de libertad y que me repetía que la vida de un hombre no tiene precio. Influyó mucho en mí aunque yo no he sido nunca anarquista.
Yo había estado interno en los salesianos, gracias a los patronos donde trabajaba mi madre, y pude hacer algunos estudios. Cuando me llamaron a quintas —la del biberón— y me fui a la guerra, el haber ido a la escuela me sirvió. Por saber leer y escribir me hicieron enseguida cabo.
Me movilizaron en abril de 1937 y comencé la guerra con la ofensiva de Balaguer, que fue un fracaso porque no teníamos medios y es evidente que con una escoba no podías pelear contra un cañón. En el lado republicano, lamentablemente siempre fue así. Muchas de nuestras batallas las hicimos tirando piedras y bombas de mano.
Hice toda la batalla del Ebro y el reemplazo de los internacionales en Tortosa, cuando los retiraron. Vi muchos muertos, muchos heridos graves, algunos sin piernas o sin brazos. Era muy duro no poder hacer nada por ellos.
Me hicieron cabo–jefe del Servicio de Información Especial —el SIM—, y luego me nombraron sargento. El trabajo consistía —íbamos siempre dos— en acercarnos hasta las trincheras o atravesarlas para saber dónde se encontraban las posiciones del enemigo y poder informar. Lo teníamos que hacer a pie, bajo las bombas de la aviación franquista, con un «naranjero» y un cargador con veinte balas para dos.
El frente se rompió en diciembre, después de Navidad y desde Tortosa salimos hacia el Ampurdán y desde allí comenzamos la Retirada, a pie. Pasamos por Berga, Olot, Figueres y llegamos a la frontera de Prats de Molió el domingo 12 de febrero de 1939, hacia las 5 de la tarde. Íbamos seis amigos de la misma división, con los mulos y un caballo. Todavía era de día. La aviación franquista estaba bombardeando cerca de Ripoll, a unos tres kilómetros.
Antes de cruzar la frontera nos desarmaron a todos. Yo llevaba un «naranjero» y antes que entregarlo preferí destrozarlo y echar los trozos en la cuneta. Luego cruzamos la frontera con el general Hernández en cabeza, su Estado Mayor y un grupo de músicos. Éramos unos sesenta militares. Entramos en formación con los músicos interpretando el Himno de Riego. Yo tenía 18 años.
Después de cruzar la frontera nos dirigieron hacia un lugar donde había unos carteles que indicaban Franco o República y tú elegías dónde querías que te llevaran. Yo vi a uno solo que prefirió irse con Franco, todos los otros eligieron la República.
Luego, las tropas coloniales, repartiendo culatazos, nos llevaron a Prats de Molió, un prado situado en los Pirineos orientales. Allí no había nada para refugiarnos y con mantas nos hicimos unas tiendas para protegernos del frío. Fue inútil porque cayó una nevada de más de medio metro y las mantas, completamente heladas, no nos servían de nada. Conseguimos protegernos en un refugio de piedra, en el linde de la montaña, hasta que nos llevaron a un campo, en Agde, donde los españoles estaban ya levantando barracas de madera pero donde todavía teníamos que dormir en el suelo, sobre un puñado de paja. Los gendarmes y los soldados senegaleses nos trataban muy mal y pegaban con mucha facilidad.
Fueron momentos muy duros. Los seis amigos que habíamos llegado juntos hasta la frontera conseguimos reunirnos todos en un barracón del sector número uno del campo. Los tres sectores reunían unas 27 000 personas, pero en el campo número uno, donde estábamos nosotros, había un total de 5000 militares. Naturalmente no teníamos ninguna instalación sanitaria. Nos lavábamos en un río, con una mezcla de agua y nieve y bebíamos allí también. Murió mucha gente en los primeros tiempos. Los jóvenes resistían mejor, pero los viejos caían enfermos o perdían la razón. Enfermaban muchos, los veíamos salir hacia el hospital y ya no volvían.
Salí de ese campo seis meses después, en agosto de 1939, gracias a unos familiares lejanos. En el Mediodía francés había una gran cantidad de españoles que trabajaba en la agricultura, sobre todo en la viña. Mis familiares me ayudaron a salir y pude ponerme a trabajar en el campo, con otros muchos. Se pasaba mucha hambre. Algunos iban a cazar gatos y hacían luego una sopa de gato que se comían encantados. Yo nunca pude. Durante mucho tiempo me alimenté sobre todo de caracoles y nabos.
En septiembre se declaró la guerra y en noviembre me metieron de nuevo en el campo de concentración de Agde, hasta febrero. Volví al trabajo pero los gendarmes comenzaron a molestarme diciéndome que no tenía derecho a trabajar. Después decían que habían encontrado un medio de intercambiar prisioneros franceses con Alemania, enviándoles a los extranjeros. La cosa se puso muy mal para nosotros. Pronto nos encontramos en la situación de tener que elegir si preferíamos ir a España o a Alemania. Yo no quería ir ni a un sitio ni al otro.
El hijo de un gendarme, al que yo conocía, me dijo que lo mejor para salvarse de aquella situación era enrolarse en la Legión. Su padre me hizo un salvoconducto y me fui para Marsella, donde al intentar enrolarme tuve problemas porque estaba demasiado delgado. Lo solucionaron metiéndome en un campo de tránsito, en un barracón donde preparaban patatas con carne guisada, y me dijeron que comiera todo lo que quisiera. Durante diez días me hinché a comer patatas y filetes fritos. En una semana engordé 4 kilos. Me pesaban todos los días y cuando conseguí el peso necesario me enrolaron. Me inscribieron con el nombre de Durand —porque la comisión alemana e italiana estaba en el puerto y no dejaban pasar a los españoles— y me enviaron a Argelia. En el puerto, cuando me llamaron para embarcar, el oficial alemán que controlaba la entrada se quedó mirándome fijamente, pero luego me dejó pasar sin decir nada.
Íbamos muchos españoles. Queríamos estar juntos para intentar liberarnos en cuanto fuera posible. Todos teníamos ya la idea de irnos con De Gaulle. Yo había escuchado su llamamiento del 18 de junio, por la radio. Desde aquel momento, para mí De Gaulle era el hombre que no había querido abdicar frente a los alemanes, como yo no lo había hecho ante Franco. Para mí, los dos luchábamos por la misma causa.
El barco en el que íbamos hacia Argelia, el Marigaux, pasaba muy cerca de Gibraltar y los españoles comenzamos a plantearnos si podíamos tomar el barco y acostar en el Peñón. Debieron de enterarse porque instalaron dos ametralladoras en el puente del barco y nos calmaron los ánimos.
Con el nombre de Durand–Dupont llegué a Orán, donde estuvimos unos días, y después a Sidi Bel Abbes, donde estaba instalado el cuartel general de la Legión.
Como era alto, me enviaron a ametralladoras. A los más bajos los enviaban a infantería y los más fuertes se ocupaban del trabajo pesado. En todos los sitios estaba lleno de españoles. En el batallón de instrucción éramos aproximadamente un 80 por ciento. Nos sentíamos como en familia, entre nosotros.
Había también muchos polacos y tuvimos con ellos peleas fuertes, muy duras, porque como había una mayoría de beatos, no podían tragar a los republicanos.
Al terminar la instrucción me enviaron a las cocinas y después de unos días de prueba, decidieron que me quedara allí porque vieron que cocinaba bien. En aquel puesto veía llegar a todos los españoles que se enrolaban en la Legión y tuve oportunidad de ayudar a muchos a comer mejor. Nos lo pasábamos bien juntos. Habíamos sufrido mucho en la Guerra Civil y en los campos de concentración y todo eso nos hacía intentar coger la vida por el lado bueno. Cada día, al terminar los ejercicios de instrucción, volvíamos cantando. Cantábamos canciones anarquistas y comunistas, del ejército popular, como «si me quieres escribir…», «joven guardia…» o «nubes oscuras nos tapan los aires»…
Estuve con ellos hasta que me enviaron a Fez, en Marruecos, por haber denunciado a un capitán que nos robaba la comida. En Fez no tardé en encontrarme de nuevo en las cocinas. Allí trabajaba también un alemán del que me hice amigo. El alemán había matado a su mujer y al amante. Había sido sargento en la policía y me explicó directamente lo que había ocurrido en la noche de «los cuchillos largos» cuando la policía persiguió a los comunistas. Él mismo había participado en la represión.
Estando en Fez anunciaron el desembarco americano. Era domingo y la alerta sonó a las cuatro de la mañana pero nadie se levantó porque los oficiales que estaban casados se habían ido a su casa y no había ninguno por allí. Nos levantamos a las siete, bebimos nuestro café y nos preparamos tranquilamente para salir por la tarde. Salimos alrededor de las siete. Por la noche dormimos en medio del camino y nos hicieron marchar en pleno día, cuando podíamos ser vistos por la aviación. A la mayoría de los oficiales hubiéramos tenido que echarlos a la basura. Los americanos se regalaron ametrallándonos. Hicieron una verdadera carnicería en nuestra tropa. Los que nos salvamos fue porque cuando los veíamos picar hacia nosotros nos salíamos del camino. Como éramos combatientes de la Guerra Civil, sabíamos lo que eso quería decir.
Muchos de nosotros, sobre todo los españoles, llegamos a desertar para irnos con los americanos porque queríamos continuar la guerra contra Hitler y para eso teníamos que estar en el campo de los americanos y no en el campo de los franceses, que estaban con ellos. Lo que ocurrió después es que Darlan firmó un acuerdo con los americanos y nos encontramos atrapados. Tuvimos que volver a Fez. Para que no supieran que habíamos desertado les dijimos que habíamos estado recogiendo una parte del material abandonado por el camino: llegábamos con seis vagones de material abandonado, cosa que los alegró. Después se limitaron a pedirnos una relación de pérdidas. Había habido muchas. Menos mal que llegaron rápido a un acuerdo con las tropas francesas.
En Oujda, en un grupo de artillería de la Legión, aprendí a conducir. No fue difícil porque en el desierto había mucho espacio para aprender. Aprendí morse también. Estando allí, pasó un convoy de Fuerzas de la Francia Libre que iba a preparar la conferencia de Anfa y yo quise irme ya con ellos, pero el teniente del grupo no quiso. Me prometió que volvería para recuperarme cuando hubieran terminado. El domingo siguiente me presenté en el lugar de la cita convenida y allí estaban. Después de vestirme con ropa inglesa, me llevaron con ellos. Así deserté de la Legión.
Al llegar a Argel me metieron en una caserna donde había muchos negros. Eran los soldados que habían llegado con Leclerc, desde el Chad.
Poco después me llevaron a una unidad donde había oficiales españoles. Era un batallón franco–español, pero la gran mayoría eran españoles. Allí habían dividido las tropas en dos y un general —creo que era el general De Larminat— nos dijo que teníamos que elegir, los que querían irse con los Cuerpos Francos de África de Giraud y los que preferían irse con De Gaulle. Los españoles nos marchamos todos con De Gaulle.
En aquel momento estábamos en Djijelli y todavía no existía el Regimiento, éramos la Brigada de Marcha del Chad y las tropas estaban bajo el mando del VIII Cuerpo del Ejército británico. De allí salimos para Sabratha. Fue allí donde tuvo que retirar a los soldados negros, por orden de los americanos, y donde dio el mando al capitán Dronne.
Después nos llevaron a Skirat, donde formó la Segunda División Blindada con tres batallones del Regimiento de Marcha del Chad. Y donde fuimos equipados con material americano.
La Nueve, que era la primera compañía del Tercer Batallón, estaba prácticamente compuesta por españoles, la mayoría de ellos anarquistas. Los españoles, en general, nos llevábamos bien aunque había algunos enfrentamientos entre comunistas y anarquistas. Yo era republicano y había algunas otras tendencias, pero esto no se tenía en cuenta entre nosotros cuando había un herido, no se miraban ideologías, íbamos a buscarlo enseguida. Estábamos muy unidos en esos momentos. En total éramos unos ciento sesenta.
En el batallón conocí al teniente Van Baumberghen, un español de origen alemán, muy inteligente, con estudios superiores y simpático. Todo el mundo lo conocía como Bamba. Muchos no lo apreciaron porque era un hombre muy honesto, muy íntegro, y atribuyó siempre los grados al mérito, lo que hizo que muchos lo detestaran. Como La Nueve estaba completa, me envió a la 11.ª Compañía, prometiéndome que en cuanto fuera posible me recuperaría para La Nueve y así lo hizo. Era todo un señor y un hombre muy culto. Un día se peleó con Dronne, y un español que se pelea con un francés en una unidad francesa, tiene las de perder. Y perdió.
Yo cuando llegué pedí ser soldado raso porque durante la Guerra Civil había sido sargento y sabía lo dura que era esa responsabilidad. Yo no quería más responsabilidades. Como sabía conducir y como íbamos en una compañía blindada, me destacaron como chófer.
Cuando se formó el batallón, a la mayoría de los half–tracks de la primera y la tercera sección de nuestra compañía les pusimos los nombres de las más famosas batallas de la Guerra Civil o de símbolos importantes. El mío era el Madrid, el de mi teniente, Don Quichotte. A otro le pusieron Los pingüinos porque no les dejaron ponerle Durruti ni ningún otro nombre propio.
Antes de salir, el teniente Amado Granell, un hombre muy serio, muy culto y profundamente republicano, había hecho pequeñas insignias de la bandera republicana española, las repartió a todos los españoles y todos las llevábamos puestas en la chaqueta. Yo la llevé hasta que me hirieron y me sacaron la chaqueta, que no volví a recuperar. Otra bandera, un poco más grande, la llevábamos en el coche, junto a la bandera de la Francia Libre.
Con Dronne me llevé bastante bien aunque me peleé un par de veces con él porque se empeñaba en enviarme a recoger municiones cuando yo era chófer responsable del blindado y las municiones no eran de mi incumbencia. A él lo encontrábamos siempre en las iglesias porque eran los edificios que tenían los muros más fuertes. Cada vez que había enfrentamientos enviaba por delante a la sección primera, la de Campos.
Cuando el general Leclerc nos dijo que íbamos a embarcar para ir a luchar contra los alemanes hubo una explosión de alegría. Todo el mundo estaba contento. Nos llevaron al puerto de Casablanca donde había siete u ocho barcos amarrados. Nosotros, como éramos la primera compañía, embarcamos los primeros también. Tardamos tres días en embarcar todo el material de la división. De Casablanca salimos los blindados y los tanques. La infantería salió en otros barcos, desde Argel.
Lo pasamos bastante mal durante la travesía porque el equinoccio de abril levantaba olas más altas que el barco y fue bastante movido. La mayoría estuvimos enfermos.
Cuando desembarcamos en Swansee, en el país de Gales, como los españoles llevábamos la insignia republicana, nos tomaban por belgas porque confundían el morado con el negro. De allí nos llevaron en tren hasta Fíull, más al norte, y nos distribuyeron por los pueblos que nos habían destinado. A nosotros nos tocó en Pocklington.
Durante el tiempo que estuvimos allí nos ocupamos diariamente de rodar y mantener el material. Había que rodarlo porque era material nuevo y Bernal —el que había sido torero— y yo salíamos por las carreteras cercanas con el blindado. Fiaríamos veinte o treinta kilómetros diarios.
Cuando por fin llegó toda la división, nos reunieron en Dalton Hall y nos dieron las banderas a todos los regimientos. Fue un día emocionante, todos sabíamos que estaba cerca la fecha del combate.
Poco después nos avisaron de que íbamos a salir, nos pusieron algunas inyecciones para evitar infecciones y salimos por carretera hacia Southampton, donde embarcamos en un Liberty Ships llamado Canadá. Salimos por la noche y yo dormí en cubierta. Tuvimos también muy mala mar pero íbamos contentos. Por fin íbamos a combatir a los nazis. Para muchos de nosotros la liberación de Francia era algo secundario. Yo hice la batalla del Ebro y durante quince días la artillería de Franco disparaba todo el día y la infantería atacaba a las 5 en punto. Nosotros no teníamos material, no teníamos nada. Cuando por fin nos vimos con el material americano, supimos que había llegado el tiempo de la igualdad y teníamos prisa por enfrentarnos con los alemanes. Siempre se había dicho que el alemán era el mejor ejército, pero nosotros sabíamos que el que tiene hierro frente a una escoba, siempre gana. Con el material que teníamos entonces en nuestro poder, estábamos seguros de darles caña.
A pesar de que el enfrentamiento iba a ser duro no teníamos miedo. Yo hacía la guerra y sabía que podía ser herido o que podía morir. La verdad es que yo nunca pensé que luchaba para liberar a Francia sino que estaba luchando por la libertad. Para nosotros aquella lucha significaba la continuación de la Guerra Civil.
Es cierto también que me sentía gaullista. Yo admiraba al hombre que había dicho «no» a los alemanes. Admiraba también a Leclerc. Todos los españoles lo queríamos mucho. Lo respetábamos porque era un hombre valiente y porque sabíamos que contrariamente a otros militares, él hacía todo lo posible por salvar la vida de sus soldados.
Cuando llegamos a cuatro o cinco kilómetros de la costa francesa nos paramos en el mar y llenaron el cielo de globos con cables por si venían aviones que no pudieran bajar en picado. Creo que estuvimos allí tres días, hasta que dieron la orden de desembarcar.
Desembarcamos en la playa de Omaha. Bajamos por las redes cargados con nuestro petate, la mochila, máscara antigás y metralleta pesada. Los americanos nos tuvieron un largo rato en la playa y luego, ya de noche, nos guiaron hasta un prado, en el interior, y nos dijeron que no saliéramos de los coches porque había muchas minas y bombas en el campo. Las minas eran como botecitos de leche condensada… Sus tropas pasaron más tarde para desminar los alrededores.
Al día siguiente ocurrió algo muy fuerte: violaron a una muchacha y ella dijo que había sido un extranjero que hablaba muy mal francés. El capitán Dronne, creyendo que había sido algún español, nos hizo formar, nos dio una gran bronca y nos acusó de «cosacos». Después la chica pasó por delante de cada uno de nosotros y, naturalmente, no reconoció a nadie. Tomamos muy mal aquella acusación. Poco después descubrieron al autor, que pertenecía a otra unidad. Ninguno de los españoles volvió a dirigir la palabra a Dronne hasta que nos pidió excusas.
Enseguida nos metieron en el «fregado». A los españoles nos enviaban siempre delante. Liberamos los pueblos cercanos a Avranches, pero el primer enfrentamiento fuerte fue en Écouché. Alançon fue duro también. En mi sección teníamos un coronel que era de Perpiñán y que nos conocía bien. Sabía que éramos republicanos españoles y cuando se lanzaba a la batalla nos decía siempre «mis leones, conmigo».
Los españoles apreciábamos mucho a Leclerc porque siempre iba delante o al lado de nosotros. Lo respetábamos porque sabíamos que siempre trataba de economizar vidas humanas.
Para nosotros, la guerra en Francia era una guerra distinta a la nuestra. Allí teníamos las de perder porque el hierro lo tenían los franquistas y aquí el hierro lo teníamos nosotros.
La guerra y la dureza de lo que se vive hace que surjan amistades fuertes entre los combatientes. Amistades serias y profundas, porque cuando uno caía herido se le iba siempre a buscar aunque estuviéramos en peligro de muerte.
Cuando llegamos a las afueras de París, por orden de Leclerc, Dronne cogió la segunda y la tercera sección, con unos cien españoles, y se dirigió a la ciudad. Yo estaba en la primera sección. Nosotros nos quedamos en la Croix de Berny, impidiendo que los alemanes se replegaran hacia París. Cuando paraban los tiros, la gente se acercaba a abrazarnos. En Anthony, en las afueras de París, a pesar del peligro me sacaron del coche y me echaron a tierra abrazándome. Era una locura.
Entré en París al día siguiente muy temprano, con el general Leclerc. Yo fui con mi sección hasta la plaza de Los Inválidos y después a la Escuela Militar, donde nos instalamos, tras algunos enfrentamientos y después de que los alemanes salieran con la bandera blanca.
Al día siguiente hubo el desfile de la Victoria en los Campos Elíseos. De Gaulle pasó saludándonos y nosotros le servimos de guardia de honor, dos half–tracks a la izquierda y dos a la derecha.
Luego descansamos en el bosque de Bolonia, donde venía a vernos mucha gente. Sobre todo, chicas muy guapas. Cada uno teníamos una tienda de campaña individual para dormir, pero aquellos días nadie durmió solo.
El peor recuerdo de París en aquellos momentos fue ver que enseguida empezaron a sacar mujeres a las que habían pelado y las empujaban y les arrancaban la ropa dejándoles el pecho al aire. Había mujeres jóvenes pero también mujeres más mayores, de 40, o 50 años. Era triste de ver aquello. Nosotros nos enfrentamos con muchos por eso. Que las pelaran, todavía, pero que las maltrataran, las desnudaran o les dieran vasos de aceite de ricino y colgaran carteles en el pecho, no. Chillamos bastante y tuvimos que mostrarnos firmes. A nosotros aquello no nos gustaba. Lo encontrábamos cobarde.
Cuando salimos de París, llevábamos en La Nueve muchos jóvenes franceses que se habían enrolado tras la liberación de la capital y que vinieron a compensar las bajas que habíamos tenido. Eran bastante jóvenes y no sabían manejar las armas. Los españoles nos ocupamos de formarlos.
Fuimos hasta Andelot, Châtel y la Mosela, pasamos al otro lado y mantuvimos combates muy duros contra los alemanes. Allí mataron a mi cabo y a muchos soldados. Hacía mucho frío. Fue un invierno muy duro.
Fue allí donde me hirieron. Estuve 24 horas sin conocimiento. Me operó un mexicano en un hospital de Vittel. Después me dijeron que me iban a hospitalizar en París, pero el médico dijo que era preferible que me enviaran a Inglaterra porque allí había muchos más medios para curarme. Me metieron en un avión y me enviaron a Oxford, donde me trataron a base de penicilina. Tres dosis diarias. Me tuvieron un mes y medio hasta que me curaron la herida y luego reeducación con boxeadores mexicanos como masajistas… Recuerdo que uno de los médicos americanos me preguntó un día que por qué los españoles luchábamos con los franceses después de las patadas que nos habían dado. Yo le dije que nosotros luchábamos contra Hitler, que sabíamos que los franceses se aprovechaban de esa lucha, pero que a nosotros nos habían dado la posibilidad de hacer la guerra contra los nazis.
Cuando me devolvieron a Francia, con muchos otros que habían sido heridos, la guerra había terminado. Tras los exámenes que me hicieron en el Consejo de Reforma me dijeron que me había quedado hierro en el pulmón. Y ahí sigue.
(Entrevista realizada en abril de 1998).