La Nueve

«[…] guerreros valientes y experimentados».

RAYMOND DRONNE

«¡Ah, La Nueve!». «¡Sabían luchar!». «No retrocedían nunca. No cedían ni un palmo del terreno conquistado. Iban siempre delante», recuerdan aún algunos viejos oficiales franceses de la 2.ª DB[48].

Compañía mítica para muchos, La Nueve fue una de las unidades blindadas del Tercer Batallón del Regimiento de Marcha del Chad, ampliamente conocido como «el Batallón hispano». De las cuatro compañías de este cuerpo, integradas por numerosos españoles, sólo La Nueve estaba considerada totalmente como «unidad española»: ciento cuarenta y seis de los ciento sesenta soldados que la integraban eran españoles o de origen hispano. La lengua hablada corrientemente era el castellano, la gran mayoría de sus oficiales eran españoles, las órdenes se daban en español e incluso el turuta tocaba con la corneta el despertar matinal «en español».

Según diversos testimonios, entre ellos el del mismo Dronne[49], los anarquistas eran numerosos en la compañía e integraban totalmente la tercera sección del alférez Miguel Campos. Las otras secciones estaban compuestas también por republicanos y socialistas, sobre todo.

Aquellos hombres procedían de todas las regiones de España. La mayor parte habían luchado en las filas del ejército republicano o en las milicias populares durante la guerra y todos tenían la experiencia del combate.

Aunque muchos oficiales franceses les temían —sobre todo los militares de tradición—, Dronne afirmaba que eran hombres «difíciles y fáciles»[50]. Difíciles porque era preciso que aceptaran por sí mismos la autoridad de su oficial de mando, y fáciles porque cuando le otorgaban su confianza, era total y completa. «A pesar de su aspecto rebelde, eran muy disciplinados, de una disciplina original, libremente consentida», aseguraba Dronne[51].

«La mayoría de aquellos hombres querían comprender las razones de lo que se les pedía y era necesario tomarse el trabajo de explicarles el porqué de las cosas»[52]. «En su gran mayoría, no tenían el espíritu militar, eran incluso antimilitaristas, pero eran magníficos soldados, guerreros valientes y experimentados».

Además de poner de relieve las figuras del comandante Putz y de su propio adjunto, el teniente Amado Granell, el capitán Dronne perfiló en sus libros de memorias la excepcional personalidad de algunos de los hombres de La Nueve:

El anarquista canario Miguel Campos era «un verdadero fenómeno». Según Dronne, Campos era «el tipo nato de guerrillero que dominaba instintivamente el arte de la guerra. Tenía una gran sangre fría y sabía apreciar con rapidez el conjunto de una situación de una sola ojeada, adivinando de inmediato la decisión y la respuesta adecuada. Al final de la Guerra Civil consiguió escapar del país y llegar a la región de Orán. Enrolado en la Legión y enviado con las tropas al Camerún, fue uno de los primeros en desertar para marcharse con Leclerc. Durante la campaña de Túnez constituyó un grupo de morteros, una especie de cuerpo franco personal, con el cual realizó algunas hazañas sensacionales, maniobrando independientemente, infiltrándose en la retaguardia de las líneas alemanas y golpeando al enemigo cuando se consideraba más seguro». Al lado del capitán Putz, se especializó en hacer desertar a todos los legionarios españoles con los que se cruzaba o a los que iba a buscar, para enrolarlos en las tropas de Leclerc. «Traía camiones enteros de compatriotas y los presentaba con nombres falsos, como civiles evacuados de los campos de concentración. Era un hombre extraordinario, tan sobrio y moderado como expeditivo», según Joaquín Blesa.

En la campaña de Normandía consiguió la medalla militar con una citación que especificaba: «Jefe de sección con extraordinarias cualidades de combate. El 14 de agosto efectuó una audaz acción introduciéndose más de tres kilómetros en el interior de las líneas enemigas, logrando capturar a 129 alemanes, liberar a 8 americanos prisioneros y conseguir un importante botín que incluía 13 automóviles y un remolque. El 17 de agosto, con su sección, avanzando a pie, repelió un fuerte ataque de las tropas SS, matando a una veintena de nazis». En la campaña de Alsacia, más tarde, consiguió la Cruz de Guerra con palma por su acción en Chatel el 16 de septiembre, causando importantes pérdidas a los alemanes. La citación que acompañaba la entrega de la Cruz de Guerra especificaba al final: «Campos hizo igualmente una brillante campaña en Túnez».

«Campos tuvo un gran ascendiente sobre sus hombres de la 3.ª sección». Actuando por su cuenta, constituyó pequeños grupos no autorizados por el capitán, a los que dirigía independientemente y con los que llevaba a cabo acciones temerarias y de gran eficacia. Algunos aseguraban que Campos hacía «su guerra personal, sin tener en cuenta las órdenes». Varios testimonios aseguran que tras la liberación de París, de acuerdo con Bullosa —un antiguo de la Columna Durruti—, creó un grupo con varios anarquistas españoles, también antiguos de la Columna Durruti, que luchaban en la resistencia francesa del interior, a los que integró por cuenta propia en La Nueve, en un half–track requisado a los americanos y que llamaron El Kanguro. Este grupo de seis «soldados» —a los que les entregó uniformes, un camión y armas de combate— tenía como misión recoger armamento en el campo de batalla y enviarlo a la retaguardia o esconderlo para recuperarlo más tarde. Las armas tenían que servir para la lucha en España. Durante más de ocho semanas, el grupo de anarquistas trabajó eficazmente, arriesgándose a ser descubiertos y fusilados en el acto. A mediados de noviembre, el mismo Campos reconoció que la situación se estaba agravando y les facilitó los salvoconductos necesarios para volver a París. Campos desapareció misteriosamente a mediados de diciembre. «Nunca más se tuvo noticias de él».

Ramón Estartit David, más conocido como el sargento–jefe Fábregas, era alguien en quien Campos tenía una gran confianza y a quien más admiraba y apreciaba de todos sus soldados. Hijo de un industrial catalán, o de un profesor —los testimonios difieren—, había hecho una gran parte de sus estudios en Inglaterra y hablaba un inglés perfecto y culto, a lo lord Byron según una inglesa amiga de Luis Royo, que lo había conocido.

«Él era el que escribía las cartas de amor de sus compañeros, cuando la compañía estaba en Inglaterra». Joven intelectual, al comienzo de la guerra se había alistado en las filas anarquistas. Contrariamente a la mayoría de los hombres de la compañía que se esmeraban en ser elegantes, Fábregas se mostraba deliberadamente desaliñado y le gustaba llevar chaquetas con cuellos enormes. «Hoy sólo soy un número, un soldado. Me cuidaré cuando vuelva a ser un civil», declaraba[53].

«En la batalla del Ebro había conseguido apoderarse de una batería enemiga, en plena montaña, en circunstancias muy difíciles. Enrolado en la Legión, pasó una gran parte de su tiempo en prisión militar en Fez (Marruecos), por desobediencia. De vez en cuando lo sacaban para enviarlo a fregar platos». Según Royo, que trabajaba en las cocinas, Fábregas pasó muchas horas fregando platos. Campos lo ayudó a desertar[54].

Citado a la Orden del Regimiento con una Cruz de Guerra con estrella de bronce, su nominación especificaba: «Jefe de pieza antitanque, calma, competente y de gran coraje. Se portó muy bien en los combates de Normandía y se distinguió particularmente el 24 de agosto cuando su vehículo fue atacado por soldados alemanes. En el ataque alemán de Chatel sur Moselle, se distinguió yendo a colocar numerosas minas en medio de violentos disparos del enemigo».

«Este intelectual logró imponerse fácilmente a los restantes miembros de la sección por su mezcla de generosidad y de cultura». «Era a la vez original, muy valiente y el tipo más distinguido del mundo. La víspera de su muerte, en una noche estrellada, hizo a su grupo, embobado con su charla, una magistral exposición de astronomía y de astrología»[55].

«Lanzándose para intentar salvar a un compañero francés que había sido herido, recibió una ráfaga de ametralladora en el vientre. Después de su muerte, Campos ya nunca fue el mismo», según Dronne. La citación póstuma que recibió con la Cruz de Guerra con palma, subrayaba: «Oficial remarcable por su arrojo y acción. Se distinguió en todas las acciones en las que participó».

En la 3.ª sección estaba también Reiter. «Johann o Juan Reiter», como algunos lo llamaban, era de origen alemán y pertenecía a una familia de tradición militar. Su padre había sido oficial del ejército imperial. Comandante retirado, monárquico y antihitleriano, fue detenido, juzgado y fusilado por los nazis en Múnich, en 1934. Su hijo Johann fue alumno en la escuela de cadetes de Múnich durante la República de Weimar. Mezclado en los disturbios que opusieron a los hitlerianos con los republicanos en el interior de la escuela, buscó refugio en Francia y se alistó en la Legión Extranjera. Después de vivir numerosas aventuras, fue desmovilizado de la Legión y en 1935 se fue a residir a España. Cuando estalló la guerra se puso a disposición de las autoridades republicanas españolas. Fue nombrado capitán de una compañía de ametralladoras y después incorporado como comandante en el ejército regular español, donde mandó sucesivamente un batallón y una brigada. Refugiado en Orán en abril de 1939, fue internado en Camp–Morand. Liberado tras el desembarco americano, se alistó en los Cuerpos Francos de África. Allí trabó amistad con Putz. Adjunto a Campos en La Nueve, hizo toda la campaña de Francia y Alemania; «Reiter era el tipo de soldado nato. Era un as en el conocimiento y manejo de todas las armas. Solía salir al combate con una bolsa de granadas. Nadie sabía utilizar el terreno como él». Distinguido con la Cruz de Guerra con estrella de plata, su citación precisaba: «Tipo de guerrero que se ha distinguido en todas las acciones llevadas a cabo por su sección. El 16 de septiembre de 1944, en el ataque alemán de Chatel sur Moselle, infligió importantes pérdidas al enemigo. Estando en cabeza de combate, dejó aproximarse la infantería alemana hasta tenerla al alcance, proyectando entonces sobre ella un tiro violento y preciso. Después se retiraron hasta la principal posición de resistencia, desde donde dirigió el combate hasta el final sin perder un ápice de terreno».

A pesar de su nombre de origen flamenco, Antonio van Baumberghen, alias Wamba o Bamba, primer oficial adjunto al capitán Dronne, era un puro castellano de Madrid. Formado en la Institución Libre de Enseñanza, de Giner de los Ríos —de donde salió la elite española de los primeros treinta años del siglo XX— era un hombre instruido y culto, de gran capacidad intelectual y de gran coraje. Dronne asegura en sus libros que le admiraba, a pesar de que tuvieron fuertes enfrentamientos. Otros soldados de la compañía lo apreciaban poco a causa de su empeño en mantener una severa disciplina militar. Temiendo más enfrentamientos, el comandante Putz prefirió cambiarlo de sección, y teniendo en cuenta su capacidad organizadora, le confió la compañía de Suministros, donde llevó a cabo un magnífico trabajo, según Dronne.

Para sustituirlo en La Nueve fue nombrado el teniente Amado Granell, un oficial con el carácter más flexible y conciliador y hombre también de gran valor. Granell fue realmente, aunque la historia oficial lo haya silenciado, el primer soldado que llegó a la alcaldía de París. El primero que, simbólicamente, liberó la capital de Francia. El valor de este soldado queda reflejado en el perfil que se le dedica especialmente, en las últimas páginas de los testimonios.

La primera sección de combate estaba mandada por el lugarteniente Montoya, un antiguo oficial de carabineros que tuvo bastantes diferencias con sus hombres y con otros oficiales españoles por residuos de la guerra española. Su comportamiento en el combate lo afianzó en el mando y en el respeto de sus hombres. Fue uno de los pocos españoles que fue a Indochina con el general Leclerc. Terminó su carrera como comandante de la Legión francesa. La citación que acompañaba la Cruz de Guerra con estrella de plata, que recibió por la campaña de Normandía, destacaba: «oficial de gran coraje y tenacidad. Mantuvo constantemente en vilo su sección durante los combates de Écouché, entre el 13 y el 18 de agosto. Participó con gran brío en un ataque difícil llevado a cabo contra elementos SS en cantidad superior a sus propias fuerzas. Su sección destruyó o capturó, con un reducido efectivo, una gran cantidad de alemanes».

Su adjunto, el sargento–jefe Federico Moreno, representaba en la compañía el hombre sereno, lúcido y valeroso sin ostentación. Era muy considerado, querido y respetado por todos sus hombres, asegura Dronne. «Madrileño, impresor, se incorporó a las milicias desde el comienzo de la Guerra Civil. Comprendió de inmediato que los republicanos debían establecer una disciplina y prohibir los excesos para ganar la guerra. Siguió un curso de formación rápida en la Escuela Superior de Guerra y muy pronto fue jefe de Estado Mayor de la 67 Brigada, en Madrid». Moreno salió de España desde Alicante, en el Stambrook. En Orán, fue también enviado a Camp Morand, cerca de Boghari, donde conoció a Reiter. Moreno recibió varias menciones y la Cruz de Guerra con estrella de bronce: «oficial de gran valor moral y militar. Voluntario para todas las misiones peligrosas».

José Zubieta y Lucas Camons eran andaluces. El primero, de Almería, era tonelero de profesión y boxeador. Fue campeón de España de peso gallo y a pesar de su edad, seguía golpeando rápido y duro. Alguno que lo merecía tuvo ocasión de constatarlo. Lucas Camons era jefe de blindado y de cañón antitanque y dominaba todas las situaciones de forma serena, sin alteraciones ni escándalo. Ambos obtuvieron varias menciones y medallas militares.

El gallego Carino López era el tirador estrella del cañón antitanque del 57. Marino y pescador en las costas gallegas, tras la derrota republicana embarcó en Alicante en una pequeña barca, con una docena de republicanos y varios kilos de naranjas como provisión. En el combate dio pruebas de grandes cualidades, de sangre fría y de perseverancia. En lo más duro de la batalla de Écouché, estuvo durante 24 horas pegado a su cañón y en los enfrentamientos, en una ocasión, con cinco tiros, hizo saltar los cinco vehículos alemanes que llegaron a su alcance. Recibió la Cruz de Guerra con palma.

El sargento–jefe Martín Bernal, aragonés de Zaragoza, era un coloso de mirada clara y gesto tranquilo, que había sido torero con el sobrenombre de Larita II. Hecho prisionero por los franquistas al final de la guerra, se había evadido y había atravesado toda España a pie, caminando por la noche y ocultándose durante el día. Cruzó los Pirineos en septiembre de 1939. Poco después estaba enrolado en el Ejército francés. Por su valor tranquilo, logró imponerse con rapidez en La Nueve. Fue condecorado con Cruz de Guerra con estrella de plata por hacer frente a un enemigo muy superior, ocasionar numerosas bajas y conseguir salvar a un compañero herido.

Muchos más obtuvieron la Cruz de Guerra y diferentes menciones y medallas militares: Jesús Abenza —conductor del blindado Guadalajara condecorado con la Cruz de Guerra: «Oficial de una valentía serena y reflexiva»—, el Mejicano, Enguidanos («soldado de gran valentía»), Carapalo, el Gitano —«un auténtico gitano, valeroso y audaz»—, Turuta, Pasoslargos, Fermín Pujol (Cruz de Guerra con palma: «[…] extraordinario en el combate. Se ha distinguido en todas las operaciones en las que ha participado»).

Recibieron la Cruz de Guerra con estrella de bronce: Juan Benito, alias Vicente Alcina, Juan Rico, Luis Morales, Luis Cortes, Pedro Castillo, Joaquín Carrasco, José Román, Antonio Almendro, Juan Castillo, Agustín González, Nicolás López, Francisco Callero, Amador Liébana, José Lafuente, Francisco Lechado, Emilio Nieto, Juan Vega, Ruiz Ledesma, José Botella, Domingo Baños, José Núñez, José López, Adolfo Pérez, Francisco Casquet, Bernardo Benítez, José Castilla, Juan Pérez, Francisco Callao, Manuel Palmas, Waldemar Leónidas, Patricio Román, Pablo Moraga, Antonio Domínguez, Pedro Fuentes, Alicio Vázquez, Vicente Montoya, José Caro, Alonso Arenas, Joaquín Vázquez, Ricardo Ortiz, Antonio Martínez, Joaquín Méndez, Helio Roberto, Manuel Bullosa, José Diez… Muchos de estos hombres murieron en combate[56].

Olvidada durante mucho tiempo de los libros franceses de Historia, pese a su comportamiento excepcional en el combate y sus numerosas victorias, entre los militares franceses sólo el capitán Raymond Dronne rescató del olvido a esta excepcional compañía, que todos conocían como La Nueve, indicando antes «que me perdonen aquellos a los que la verdad pueda chocar» y rindiendo un destacado homenaje a sus soldados, a los que calificó de «hombres de un temple particular».

«El patrón», como los españoles llamaban al general Leclerc, se ganó ampliamente la confianza y la estima de todos ellos. Su noción original y eficaz de la disciplina conectaba perfectamente con el carácter y el valor de aquellos soldados: no ser pasivo, tomar siempre la iniciativa, reaccionar de inmediato ante un obstáculo imprevisto —sin esperar un papel o una orden—, adaptarse a las circunstancias más inesperadas, conseguir el objetivo dentro del cuadro de la misión encomendada y, sobre todo, no obedecer órdenes estúpidas.

Los españoles sabían que Leclerc era un militar que a pesar de su gran fe religiosa y su rango de aristócrata —algo que aquellos hombres no apreciaban demasiado—, no había dudado en elegir «la lucha por la libertad», como confesó Manuel Fernández a la autora. Todos sabían también que «el patrón» defendía al máximo la vida de sus soldados y que había llegado a rechazar por escrito ejecutar órdenes que consideraba insuficientemente estudiadas, mal concebidas y que habrían puesto en peligro sin ningún provecho la vida de sus hombres. Los españoles apreciaban verlo llegar a primera línea de combate, bajo una lluvia de fuego, guardando la calma. De la experiencia de la guerra, entre Leclerc y aquellos republicanos españoles se desarrolló, hasta el último momento, una sorprendente simbiosis, hecha de confianza recíproca.

Sus oficiales eran los que más conocían sus cóleras fulgurantes. Muchos sabían que en esos momentos podía ser excesivamente severo o injusto, aunque después fuera capaz de reconocerlo y de pedirles perdón. La mayor parte de ellos admiraban en Leclerc su capacidad de síntesis y la gran facilidad para distinguir de inmediato lo esencial. Cada reunión y discusión con ellos terminaba con conclusiones precisas y la fijación de objetivos claros y bien definidos. Todos sus hombres admiraban su extraordinaria capacidad militar, reconocida también por los altos mandos aliados que lo respetaron como un extraordinario estratega, uno de los mejores en los combates de la Segunda Guerra Mundial.

El comandante Joseph Putz estaba igualmente considerado como una de las figuras más significativas y originales de la división, con visos de personaje de leyenda. Destacado héroe francés de la Primera Guerra Mundial, combatiente y héroe de la Guerra Civil española y héroe también de la Guerra de Túnez. Para la mayoría de los españoles era el más admirado, respetado y querido. «Todos deseaban luchar a su lado», afirmaba Germán Arrúe, uno de los soldados de La Nueve, cuyo testimonio recogemos en este libro. En todos los combates, y sobre todo en los más duros, Putz estaba siempre cercano a ellos, en primera línea de fuego.

La trayectoria de Joseph Putz, «el comandante», correspondía muy poco a la de los militares tradicionales de la época. Combatiente voluntario en la Primera Guerra Mundial —dos miembros de su familia (entrevistados por la autora) aseguran que se incorporó al frente para de alguna forma luchar contra un padre militar alemán que no lo había reconocido—, Putz hizo toda la campaña y regresó de las diversas y terribles batallas con varias medallas militares, el cargo de teniente y como herido de guerra tras haber sido gaseado en el sector de Vacqueville.

Según sus familiares, de las trincheras regresó también con un profundo sentimiento antimilitarista, a pesar de que se integraría en el ejército como oficial de reserva. En 1934 fue ascendido al grado de capitán y en octubre de 1937 fue castigado por el Ejército francés con medida disciplinaria por haberse incorporado a una unidad de las Brigadas Internacionales para ir voluntario a la Guerra Civil española, movido por sus ideales políticos, según me confesó su hija, Geneviève Putz.

En España participó en el combate integrado en la 14.ª Brigada Internacional. Nombrado coronel, Joseph Putz luchó como brigadista en el frente republicano a las órdenes del famoso general Walter, que más tarde le nombraría su lugarteniente. De Lopera a Morata, Jarama, Madrid o Guadalajara, herido en varias ocasiones, siempre al frente de sus hombres en los combates, Putz se mostró como un modelo de lucidez y coraje y consiguió el aprecio, la admiración y la adhesión total de sus soldados.

Solicitado en última instancia por el gobierno vasco para la defensa de Bilbao, frente al acoso de las tropas nacionalistas del general Mola, Putz fue destinado —como comandante de Brigada, de División y de Cuerpo del Ejército republicano— a la División Eusko Deya. Su valiente actuación durante la defensa de Bilbao, ensalzada por el inglés Georges Steer en su libro El árbol de Guernica, apasionó igualmente al escritor americano Ernest Hemingway, quien según el capitán Dronne se inspiró en este singular combatiente para perfilar al protagonista de Por quién doblan las campanas.

De vuelta a Francia en 1938 e integrado de nuevo en el ejército de su país, el capitán Putz fue movilizado en septiembre de 1939, tras la declaración de guerra a Alemania. Instalado en África del Norte, tras la firma del armisticio, con su estatuto de capitán de reserva y empleado en la administración, Joseph Putz trabajó como jefe de grupo de los trabajos del Mediterráneo–Níger, en Colomb–Béchar, tarea ingrata y subalterna, muy cercano a los republicanos españoles. Sospechoso por esta relación, fue obligado a dimitir de su cargo bajo amenaza de arresto. Putz decidió retirarse discretamente en el sur marroquí desde donde organizó su participación secreta a la resistencia, contando con los números españoles refugiados en la región, con los que continuaba manteniendo relación.

Tras el desembarco aliado, en noviembre de 1942, el capitán Putz contribuyó a la creación del Tercer Batallón de los Cuerpos Francos de África. Una gran parte de los españoles que lucharon en Túnez lo hicieron bajo el mando del almirante Buiza y de este militar que todos consideraban como un héroe francés de la Guerra Civil. Esta unidad se convertiría en una de las más reconocidas y destacadas por todos los especialistas de la Segunda Guerra Mundial.

Elegido jefe de Batallón por el general Leclerc al crearse la 2.ª DB, Putz logró fácilmente atraer a su unidad a una gran mayoría de los refugiados españoles. Esta presencia fue determinante para que la fuerza militar que encuadraba a estos hombres fuera conocida como «el Batallón hispano» y que de todas las compañías, La Nueve, casi totalmente integrada por españoles, recibiera el título de «unidad española». Los combatientes de la Guerra Civil reconocían a Putz como un guerrero experimentado, valiente y generoso.

Fue en Temara donde el antiguo combatiente en tierras hispanas autorizó que las tanquetas de La Nueve enarbolaran el nombre de las grandes batallas de la Guerra Civil —Guadalajara, Brunete, Teruel, Madrid, Ebro, Santander, Belchite—, pero prohibió que se pusiera ningún nombre de personaje político para evitar enfrentamientos entre sus hombres. En las propuestas de nombres, todos los españoles, sin embargo, aceptaron unánimemente rendir homenaje al almirante Buiza, a Guernica y a Don Quijote, además de España cañí. Otros half–tracks de La Nueve recibieron nombres franceses, entre ellos, Les Cosaques, Résistence, Libération, Nous Voilà, Les Pingouins, Cap Serrat, Tunisie, Rescousse o Mort aux cons y el del capitán Dronne. Maturana y Bamba, buenos dibujantes, fueron los encargados de escribir los nombres sobre los vehículos. Don Quijote fue escrito en francés–español, Don Quichotte.

Unas semanas antes de su muerte, tras haber sido nombrado oficial de la Legión de Honor por el general De Gaulle, por su participación en la batalla de Estrasburgo, Joseph Putz escribía a su familia: «No me alabéis demasiado por mis menciones. Las debo a la suerte, al acierto y el heroísmo de mis soldados, porque no es posible hacer nada sin los unos y los otros».

Cruz de Guerra en 1914–1918 con 5 menciones, Cruz de Guerra en 1939–1945 con 5 menciones (una de ellas señala: «Jefe de Batallón prestigioso, reúne a su sonriente valentía el más agudo sentido del combate. Verdadero entrenador de hombres, los dirige con un admirable dominio y eficacia»), Oficial de la Legión de Honor y Compagnon de la Libération, Joseph Putz ha sido un gran olvidado en la estructura militar francesa. Su figura comienza apenas a ser recuperada por algunos estamentos franceses.

Raymond Dronne fue uno de los primeros hombres que se pusieron a disposición de Leclerc cuando este llegó a Duala. Leclerc lo apreció de inmediato. El futuro capitán de La Nueve era un singular personaje, ex administrador civil en las colonias y buen conocedor de los territorios africanos.

El joven funcionario tenía 32 años, era pelirrojo con una barba rojiza en forma de collar y hablaba el francés con un fuerte acento regional. Su aire truculento y campechano ocultaba una sólida formación de Derecho, Ciencias Políticas, Periodismo y escuela Colonial. Aparentemente rechazado por el Ministerio de Asuntos Exteriores —donde esperaba conseguir un cargo diplomático— por sus maneras bruscas y provincianas, Dronne obtuvo un puesto de administrador en Camerún, donde se dedicó, al margen de su trabajo, a una de sus mayores pasiones: cazar elefantes y búfalos. Movilizado en 1939 con el grado de teniente, fue incorporado a las fuerzas de policía de Camerún.

En ese cargo le llegó la noticia del derrumbe francés ante los alemanes y de la firma del armisticio. En ese puesto le llegó también el llamamiento a la resistencia, lanzado por De Gaulle. Dronne no lo dudó. Inmediatamente se organizó para participar en la lucha e incorporar la capital Yaundé a las Fuerzas Libres.

Cuando Leclerc, en nombre de De Gaulle, se presentó en Duala, Dronne se puso a sus órdenes, sin dudarlo. Leclerc diría más tarde que con esa adhesión, la Francia Libre había conseguido uno de sus mejores elementos. Su gran experiencia en la región resultaría muy útil para el recién llegado. Entre los dos hombres se estableció con rapidez una gran confianza.

Dronne luchó junto a Leclerc en Gabón y más tarde, nombrado capitán, participó en las operaciones de Fezzan, en Libia y después en Túnez, donde fue gravemente herido, en Ksar Rhilane, ametrallado por un avión. Después de varios meses de hospital en Egipto, a primeros de agosto de 1943 fue dado de alta y se incorporó a las tropas de Leclerc, estacionadas en Sabratha, donde las autoridades de Argel habían relegado las fuerzas de la Francia Libre y donde los hombres de Leclerc acampaban en medio de las ruinas romanas, recibiendo cada día nuevos reclutas, muchos de ellos españoles. Con ellos, Leclerc iba formando el embrión de lo que luego sería la Segunda División Blindada.

Dronne integró el Regimiento de Marcha del Chad y poco después fue nombrado capitán de La Nueve. Al entregarle el mando, Leclerc se lo anunció, explicándole que era una compañía de voluntarios españoles que daban miedo a todo el mundo: «Son buenos soldados, creo que usted podrá con ellos». Leclerc había comprendido que aquellos hombres sólo aceptarían ser mandados por un oficial de la Francia Libre. Sobre todo sabiendo que era un soldado que había sido gravemente herido en el combate. Los españoles lo pusieron a prueba pero no tardaron en aceptarlo. Desde ese momento, todos lo conocieron como «el Capitán».

Durante los meses pasados en Marruecos, la instrucción del material se llevó a cabo con una meticulosidad extrema. Los entrenamientos se hacían como si estuvieran ya en la batalla, con tiros reales, ocasionando incluso algunos muertos. Los hombres aprendieron a manejar los vehículos en todos los terrenos, sobre todo los más difíciles y escarpados. Fueron familiarizados con el nuevo armamento, las ametralladoras ligeras y pesadas, los bazucas, los cañones de 57, los morteros de 60 y las minas. Tanques y hombres maniobraron conjuntamente hasta convertirse en un solo elemento… Horas y horas de tensión extrema, interrumpidos por algunos baños de mar y pocas horas de sueño. El general Leclerc seguía de cerca a sus hombres, tanto técnica como psicológicamente. Todos sabían que podía aparecer en cualquier momento, con su inevitable bastón en la mano. Hablaba con ellos. Forzaba los ritmos. Estimulaba. Impulsaba el esfuerzo.

El asturiano Manuel Fernández vivió apasionadamente la dura formación. Cada día —contaba— vivía con entusiasmo la calidad del armamento que tenían entre las manos. Los españoles destacaban en el manejo de todas las armas. La compañía se convirtió en un modelo. La experiencia de la guerra española, contaba. La motivación de los hombres, también. Manuel, pensando día tras día en los futuros combates contra los alemanes, se repetía: «¡Ahora vais a ver!».

Algunas semanas después, los soldados estaban dispuestos. Cada equipaje constituía ya un verdadero equipo, con un objetivo común: el combate. De Gaulle llegó para visitar las tropas y hacer comprender discretamente que había llegado el gran momento.

El día que la Segunda División recibió la orden de salida y embarque para Inglaterra, Leclerc se instaló en un cruce de la carretera entre Temara y Casablanca para ver pasar a sus soldados. Solo, sin ningún miembro de su Estado Mayor, con la mano izquierda apoyada sobre el bastón legendario y con un uniforme que, de no ser por las estrellas de general en el hombro, nadie habría podido distinguir de los otros… En aquel cruce, durante mucho rato, el joven general contempló solo y silencioso el desfile del inmenso cortejo de hombres y vehículos que componían su división. Poco después volaba con su Estado Mayor hacia Inglaterra.

La 2.ª DB salió para Gran Bretaña en dos escalas. El primer destacamento, con todos los elementos mecanizados y parte de los hombres, embarcó en Casablanca, el 11 de abril de 1944. El destacamento con el resto de la división embarcó en Mers el–Kebir, repartidos en varios barcos, entre ellos, el Capetown Castel y el Franconia.

El Regimiento de Marcha del Chad embarcó en el Franconia. Un barco suntuoso que navegaba a 14 nudos y disponía de cabinas de crucero. Un verdadero lujo para los soldados del desierto. Al día siguiente, cuando el barco se acercaba a la altura de Gibraltar, los españoles pudieron distinguir las cumbres blancas de Sierra Nevada. La nostalgia de la tierra embargó a muchos.

La travesía duró once días y se llevó a cabo con una gran escolta compuesta de barcos de guerra y barcos mercantes. Aparte del brusco oleaje del Atlántico, los embarcados sólo fueron inquietados por una alerta de submarino enemigo que no tuvo mayores consecuencias. A la caída de la noche, todas las luces estaban estrictamente prohibidas y el silencio era total. Durante la travesía, el servicio en el barco estuvo asegurado por personal inglés, hombres y mujeres voluntarios. Algunos de ellos habían conocido ya el torpedeo de un submarino alemán y habían salvado sus vidas in extremis. La dramática experiencia no les impidió volver a ofrecerse como voluntarios para ayudar en el servicio a los soldados. La relación con la variopinta tropa francesa se llevó a cabo sin problemas y con visos de gran fraternidad.

El Franconia fondeó unos días después en la desembocadura del río Clyde, en la rada de Greenock, en el país de Gales y el Capetown Castel, en Liverpool. Desde ambos lugares fueron dirigidos en tren hasta la región de Hull. En los vagones, los soldados, encantados, encontraron en sus asientos té, chocolate y cigarrillos.

El día 18 de abril de 1944, a las 8 de la mañana, Leclerc aterrizó en el aeropuerto de Prestwick, acompañado de varios de sus oficiales. En 1940 había salido de Gran Bretaña hacia el continente africano con el rango de comandante y con muy poco equipaje. Cuatro años después, tras haber vencido en increíbles batallas a las tropas enemigas y haber conseguido la adhesión de las colonias del imperio a la Francia Libre, regresaba a Londres como general de una división blindada, con una tropa suficientemente unida para el combate y con un prestigio reconocido más allá de muchas fronteras.

Instalado en un despacho en pleno corazón de Londres, al lado del también famoso general Koenig, Leclerc organizó con los ingleses la mejor acogida e instalación para sus tropas, tranquilizó a De Gaulle, que se inquietaba de si realmente era posible constituir una unidad sólida con elementos de origen tan diverso y tan «difíciles» como los que reunía la 2.ª DB y consiguió, ayudado por Winston Churchill, que los generales americanos les facilitaran el material que todavía necesitaba para completar algunas unidades de su división.

El 22 de abril, dejando de lado algunos problemas, acudió al puerto de Swansee, en el país de Gales, para acoger el primer desembarco de sus hombres y del material. Los primeros navíos habían anclado en la bahía, en medio de un enorme maremágnum de buques de todas clases. Por encima de la rada, flotaban enormes balones redondos o de formas alargadas, para protegerse de ataques aéreos. Los hombres fueron trasladados a tierra en grandes lanchas. Los hurras y aplausos de los soldados rasgaron el aire cuando descubrieron al general Leclerc, esperándolos.

Los tanques y vehículos desembarcados poco después, fueron dirigidos por carretera hacia su punto de destino mientras las tropas eran trasladadas de Escocia a la región de Yorkshire, en tren, con banderas francesas en las ventanillas. En cada estación los ingleses los iban acogiendo con vivas y aplausos, ofreciéndoles té y bizcochos. Desde el tren, atravesando las ciudades en ruinas, devastadas por los bombardeos, los soldados fueron descubriendo por primera vez el impacto de la guerra en Europa, a pesar de que la Inglaterra en guerra guardara un aspecto bucólico y tranquilo y que con regularidad se encontraran paneles advirtiendo: «Silencio. Yeguas y potros purasangre»[57].

El 28 de abril, el general Leclerc tuvo su primer encuentro con el general Patton, cuyo Tercer Ejército debía acoger a la 2.ª DB. El célebre soldado de caballería, antiguo de la escuela de Saumur, el que había participado en la Guerra de México en 1916 y se había formado en 1918 en un batallón de tanques, tenía un carácter muy diferente al de Leclerc pero un temperamento muy cercano: los dos soldados tenían la misma pasión por la acción y la rapidez del combate y compartían las mismas reglas: atacar, perseguir, desbordar. El contacto entre los dos hombres fue excelente. Unos días después, Leclerc conocería igualmente al general Eisenhower, al que juzgó «muy sencillo, directo y dando una impresión de gran equilibrio»[58].

A finales de mayo, todas las fuerzas de Leclerc estaban concentradas en la región de Hull, unos instalados en Pocklington —una pequeña ciudad de 4000 habitantes— acantonados en el centro de la ciudad y otros en diversos pueblos de los alrededores o en pleno campo en tiendas de campaña, en un área de 30 kilómetros alrededor del castillo de Dalton Hall. El 16 de mayo, Leclerc se instaló en ese castillo con los principales elementos de su Estado Mayor, recién llegados también.

Situado a unos 350 kilómetros de Londres, a medio camino entre Hull y York, Dalton Hall poseía un castillo del siglo XVIII, similar a tantos otros esparcidos por el norte de Inglaterra. El propietario, lord Hotham, coronel de reserva, se refugió en una de las alas del edificio cediendo todo el resto para Leclerc y su Estado Mayor.

Frente a la entrada del castillo se abría una explanada de césped perfectamente nivelado, bordeado de árboles gigantescos. Algunas vacas pastaban tranquilamente cerca, en una zona acotada. Cada noche, después de cenar y algunas mañanas, muy temprano, el general salía a dar un largo paseo solitario por los alrededores, con su eterno bastón en la mano.

La enorme y bella biblioteca del castillo entusiasmó a Leclerc. Más aún cuando comprobó que estaba compuesta en su mayoría por libros franceses del siglo XVIII. En una carta dirigida a su familia, Leclerc lamentaba sin embargo que la magnífica biblioteca contara sobre todo con obras de Rousseau, Voltaire y «similares». Una «incompatibilidad» que no le impidió pasar muchos momentos de su tiempo libre en la biblioteca del castillo.

La estancia de la Segunda División Blindada en Inglaterra fue un período de ejercicios y entrenamiento intenso. Durante tres meses, los soldados terminaron de aprender el funcionamiento y control de las armas —sobre todo de los cañones último modelo que los americanos habían añadido al armamento de la división— y a organizar metódicamente las tácticas de ataque y destrucción.

Al principio, los ejercicios de tiro de los tanques franceses dieron peores resultados que los de los polacos o los británicos, algo que irritó enormemente a Patton y que probablemente ayudó a retrasar la fecha de desembarco de la división francesa en su propio país. Leclerc hizo doblar la cadencia del entrenamiento y ejercicios, y envió a numerosos oficiales de la división a instruirse y aprender de cerca los métodos aliados. Poco después, la Segunda División Blindada pasaba brillantemente la inspección técnica americana.

En vísperas del desembarco en Francia, todo el sur de Inglaterra se había convertido en un inmenso campo militar. Ocho divisiones, 180 000 hombres, 5000 navíos y 11 000 aviones estaban preparados para la primera travesía de la Mancha. Después serían seguidos por un ejército de dos millones de soldados. Ningún oficial francés estuvo al corriente de la fecha exacta del desembarco. Continuando sus conflictivas relaciones con los americanos, el mismo general De Gaulle se enteró de la inminencia de la operación el día 4 de junio, cuando las primeras unidades de comandos estaban ya dispuestas para entrar en acción.

Esperando su turno de combate, los hombres de La Nueve aprovechaban el poco tiempo libre para hacer escapadas a Hull, Leeds, York o Beverly, donde habían sido «apadrinados» por diversas familias. En grupos, iban luego a beber algunas copas en los típicos pubs donde además de formar pequeñas orquestas, cantar y jugar a las cartas o a tirar dardos, los españoles multiplicaban los efectos de seducción con las numerosas inglesas que, en el interior del Ejército británico, ejercían diversas funciones militares. En muchas ocasiones, esas historias terminaban con conflictos que el capitán Dronne trataba de resolver con humor y autoridad, según cuenta en Carnets de route

Los diversos problemas, casi siempre de tipo sentimental, no llegaron a empañar la conducta general de los españoles, representantes en aquellos momentos de la España republicana en el Ejército francés, según les había recordado el capitán Dronne: «En Inglaterra, cada uno de vosotros será a la vez un representante, una especie de embajador del Ejército francés y de España. Vuestro país será juzgado según vuestro comportamiento». De su paso por el país, gran parte de la estricta y severa opinión inglesa los recordaría como «simpáticos y excelentes hidalgos», según Dronne. Algunos de ellos, como Luis Royo, mantuvieron relación epistolar con algunas familias inglesas durante largos años.

La Segunda División Blindada fue reunida más tarde en un acto donde el general Koenig entregó a cada unidad sus banderas y estandartes. En el mismo acto, el general Leclerc entregó la insignia de la división, numerada, a cada uno de los oficiales y soldados. Cada soldado recibió también varios accesorios, entre ellos un trozo de tela color naranja para asegurar el reconocimiento aéreo y las instrucciones para servirse de ello. Por aquellos días fueron hechas las fotos oficiales de todas las unidades. La de La Nueve fue hecha en un castillo, cerca de Pocklington. Numerosos españoles se negaron a posar para la foto, objetando posibles problemas de seguridad para sus familias en España.

A finales de julio, tres meses después de su llegada, recibieron las órdenes de levantar el campamento e iniciar la marcha. Las tropas francesas —tras una emotiva despedida de sus amigos ingleses— se dirigieron hacia los puertos destinados al embarque, atravesando la campiña inglesa y los numerosos pueblos donde se amontonaba la gente para aplaudir el paso de sus blindados.

En el puerto de Southampton, el material destinado al embarque fue conducido hasta los gigantescos LST, barcos de transporte americanos. Más de 4200 vehículos fueron instalados en sus calas, en una atmósfera de efervescencia. La infantería embarcaría poco después en los barcos especiales LCI, escalando enérgicamente las rampas.

Poco antes del embarque, el coronel de conexión entre las tropas americanas y las francesas recibió al capitán americano encargado de la inspección del material blindado de la Segunda División, para conocer en qué estado se encontraba el material. Los cronistas reproducen el diálogo entre los dos:

—En perfecto estado, coronel. Parece increíble pero hasta la mínima bujía funciona a la perfección.

—¿Qué es lo que les falta?

—Nada, mi coronel.

—¿Qué es lo que piden?

—Enfrentar cuanto antes a los nazis[59].

La mañana de la salida amaneció un día radiante. Algunos lo consideraron como un feliz presagio. Muchos pensaron que el general Leclerc viajaría aparte pero cuando en el momento de la salida vieron flotar el pabellón con la cruz de Lorena y la bandera con dos estrellas que él mismo había hecho confeccionar, todos comprendieron que el general había embarcado junto a sus hombres.

Instantes antes del embarque, los soldados habían vivido un emocionante momento, cuando un pequeño grupo de soldados, dirigidos por el capitán Dupont, comandante de la 11.ª Compañía, habían entonado la canción Ce n’est qu’un au revoir —«Sólo os decimos hasta pronto»— y como una corriente, todos los soldados se unieron a la canción, formando un coro inmenso y grandioso.

Otra anécdota de esa misma mañana fue que la tropa embarcada, en los últimos instantes, vio correr desesperadamente a un sargento en sentido contrario al embarque: el oficial había olvidado su corneta, instrumento que había sido encontrado en pleno campo de batalla en Túnez y que era la mascota de la compañía… Algo sagrado. El sargento pudo recuperarla y volver al barco justo antes de zarpar, entre los gritos y aplausos de sus compañeros[60].

Poco después, mientras los barcos se alejaban reventando las olas, los soldados vieron desaparecer la costa inglesa difuminada en una bruma algodonosa e impenetrable. La hora de la batalla había llegado.

Divididos en tres columnas, los barcos avanzaron lentamente hacia las costas de Normandía, protegidos por torpederos, barcos de guerra y numerosos aviones, en el cielo. Las líneas oscuras de Cotentin no tardaron en aparecer entre la bruma. La costa francesa se fue aproximando. La travesía se llevó a cabo sin incidentes. Cuando el inmenso cortejo echó anclas protegido por el balanceo de los grandes balones que cubrían el cielo, los aviones alemanes los sobrevolaban ya, desde muy alto.

El primero en desembarcar fue el comandante Repiton–Préneuf, hombre de confianza de Leclerc en su Estado Mayor. Hombre de acción y de gran experiencia, el comandante no dejó de sorprenderse ante el espectáculo que encontró al desembarcar: puertos artificiales hechos de barcos hundidos empalmados por una especie de puentes metálicos prefabricados, diversas pistas áreas de desembarco, depósitos de material, órdenes continuas dadas por altavoz… Una gigantesca obra en ebullición, organizada con gran eficacia. Cuando Leclerc desembarcó, Repiton–Preneuf lo acogió en la playa acompañado por un representante del comandante del Tercer Ejército americano del general Patton.

Algunos elementos del Tercer Batallón del Regimiento de Marcha del Chad y el alto mando desembarcaron también entre la noche del 31 de julio y el 1 de agosto, en medio de una gran marejada. Mecidos por los zarandeos, los españoles que esperaban en cubierta entonaban con regularidad «a la playa, a la playa», expresión que indicaba en lenguaje propio su deseo de ir al combate[61].

Al amanecer de ese día 1 de agosto, al retirarse el mar, el fondo plano de los barcos de desembarque que habían avanzado hacia la costa tocaron por fin la arena de la orilla. Enseguida comenzaron a salir de las calas los primeros blindados y a descender por las rampas. Poco después, los primeros monstruos de acero de la Segunda División Blindada renqueaban avanzando sobre la arena de la inmensa playa de la Madeleine, frente al pueblo de Sainte–Mère l’Eglise.

Uno a uno, los half–tracks fueron desembarcados y los vehículos y los primeros hombres fueron agrupándose en la playa, guiados por las tropas americanas. El mar, todavía muy agitado, impedía las operaciones normales de desembarco. Los españoles de La Nueve tuvieron que esperar todavía algún tiempo en la cubierta de su Liberty Ship. Esperaron cantando «La cucaracha» y luchando contra el mareo provocado por la danza infernal del navío[62].

Para la mayoría de los soldados de la división, la distancia hasta la costa francesa se contaba sobre todo en tiempo: cuatro años… Cuatro largos años. El primer gesto de muchos al desembarcar fue coger un puñado de arena. Algunos lloraban. La División Leclerc era la primera tropa francesa que desembarcaba en suelo francés desde hacía cuatro años. La emoción ganó también a muchos españoles. Entre ellos, Amado Granell. Francia era para ellos en aquel momento la antesala del próximo «desembarco» en su país.

Una vez en tierra, todos fueron dirigidos a un campamento de tránsito instalado en las inmediaciones de una pequeña población del interior. Mientras rodaban por caminos de brechas y hondonadas, el paisaje de numerosas ruinas, de animales muertos en los prados, de residuos de artefactos americanos o alemanes destrozados por los tiros o los incendios atestiguaban la dureza de los combates que ya se habían llevado a cabo en la zona. Poco antes de llegar al campamento, los primeros paneles franceses indicaban las distancias: Bayeux, 40 kilómetros; Cherburgo, 72 kilómetros.

Las primeras órdenes y recomendaciones que recibieron de las tropas americanas fueron que aprendieran a evitar las minas y a descubrir las trampas y que tomaran las medidas de precaución necesarias contra los snippers (tiradores de elite) emboscados.

Después de violentos bombardeos en los primeros días del desembarco y de haber sufrido el acoso de las tropas nazis durante varias semanas, los americanos habían conseguido romper el frente alemán, perforándolo en el sur de Avranches. Por esta brecha, el general Patton había lanzado sus blindados y había conseguido aislar a las divisiones alemanas que todavía resistían. Patton decidió de inmediato una gran ofensiva y la Segunda División Blindada, recién llegada, recibió la orden de estar dispuesta para entrar en combate.

El día 8 de agosto, incorporada al Cuerpo de Ejército americano comandado por el general Gerow, la Segunda División Blindada inició el gran despliegue. Los 4000 vehículos, organizados en dos columnas, avanzaron 200 kilómetros de un trecho, de Avranches a Le Mans, zigzagueando entre las fuerzas enemigas, desbordándolas y atrapándolas en bruscas encerronas, como deseaba Leclerc. El general exigía aplastar al enemigo desde el primer momento a través de acciones imprevistas y agresivas, pero que interrumpieran lo menos posible la progresión. La Nueve se adaptó perfectamente a esas exigencias, siguiendo itinerarios indirectos, caminos escondidos entre los árboles o senderos frondosos que les permitía maniobrar para conseguir desbordar al enemigo, envolverlo y atacarlo por sorpresa. Durante tres días y tres noches los soldados de Leclerc avanzaron sin dormir apenas, hasta aproximarse a la ciudad de Alançon.

En su avanzadilla, los hombres de La Nueve fueron combatiendo y capturando alemanes. Algunos de los españoles —contrariando las órdenes de los mandos franceses y americanos— organizaron un mercadillo con los soldados americanos cuando se enteraron de que estos se peleaban por conseguir prisioneros, dado que, como recompensa, obtenían distinciones y permisos especiales. Los españoles inventaron rápidamente un intercambio, ofreciendo cinco soldados alemanes por un bidón de 20 litros de gasolina, diez prisioneros por dos pares de botas de media caña, veinte por una ametralladora o tres oficiales de Estado Mayor a cambio de una motocicleta. Por un general alemán, los americanos llegaron a regalar un jeep, añadiendo diversos botes de conservas, paquetes de tabaco rubio y dos petacas de whisky. El trueque duró cierto tiempo.

Después de Alançon, la Segunda División Blindada fue dirigida hacia Écouché —atravesando el bosque de Ecouves—, punto clave en la ofensiva aliada ya que cerraba el corredor por donde se efectuaba la retirada hacia el este de las divisiones del VIII Cuerpo del Ejército alemán, empujadas por las fuerzas angloamericanas. La patrulla de vanguardia de La Nueve, con el mismo Leclerc en cabeza, consiguió apoderarse del puente sobre el río Sarthe, una acción que permitió a la división atravesar el río y realizar una maniobra de envolvimiento de las tropas alemanas, que creían aún muy lejos las fuerzas aliadas.

Nada más llegar a Écouché, la 2.ª DB atacó de frente a la importante columna enemiga. Cogidos por sorpresa, los alemanes apenas pudieron reaccionar. Tanques y half–tracks desembocaron velozmente desde muy cerca, tirando ráfagas continuas con los cañones y ametralladoras. La matanza fue terrible. La mayor parte de los vehículos alemanes fueron destruidos. «Aquello fue una carnicería espantosa —contaría José Cortés, soldado de La Nueve—. Algo nunca visto. Los vehículos alemanes saltaban por los aires como juguetes desarticulados y los que estaban más alejados, en cuanto vieron que no nos andábamos con chiquitas, se detenían bruscamente y sus tripulantes bajaban del tanque con los brazos en alto»[63].

En el furor de la batalla, una parte de la columna alemana integrada por numerosos SS había conseguido escapar. La sección de Campos no tardó en encontrarla y enfrentarla, al otro lado del pueblo, a pesar de estar protegida por numerosos tanques Panzers. El resultado fue una gran cantidad de muertos alemanes y más de cuarenta prisioneros.

Tras ocupar el pueblo, La Nueve recibió la orden de mantenerse y resistir los contraataques alemanes hasta la llegada de las unidades americanas, más rezagadas. El peso de la defensa recayó principalmente sobre los soldados españoles, guiados por miembros de la Resistencia que conocían bien el terreno y que llegaban de las montañas y de los bosques cercanos.

Los ataques duraron cuatro días, sin apenas descanso. Los hombres de La Nueve enfrentaron «como diablos» a los soldados de la 2.ª y 9.ª Panzer Division, consiguiendo un gran desquite contra las famosas tropas de elite del ejército nazi. En pleno combate y bombardeos, una patrulla guiada por Campos y Reiter logró llegar hasta un castillo cercano ocupado por los alemanes, liberar a numerosos prisioneros americanos y conseguir 150 prisioneros alemanes. En los enfrentamientos de Écouché murieron bastantes hombres de La Nueve, entre ellos Pujol, Del Águila, Reinaldo, Sánchez y Vidal. Las tropas alemanas en el combate fueron totalmente destruidas. Más de 150 muertos quedaron sobre el terreno y más de 400 soldados alemanes fueron hechos prisioneros. La batalla de Écouché quedaría en los anales victoriosos del general Leclerc y de la Segunda División Blindada como una de las más duras batallas de Normandía y una de las importantes victorias de La Nueve.

A pesar del gran número de anarquistas y republicanos anticlericales y ateos que integraban la compañía, el último día en Écouché, tras la destrucción de las tropas alemanas, los hombres de La Nueve terminarían su «batalla» en la iglesia del pueblo. Muy pocos de los soldados españoles hablarían después de ello. El capitán Dronne lo contaría más tarde en su libro de memorias.

Según Dronne, durante todo el tiempo que duraron las batallas, el cura del pueblo, el abad Verget, se había desvivido día y noche recogiendo y enterrando muertos y atendiendo heridos en la sacristía, sin apenas dormir y arriesgando su vida en numerosas ocasiones por ir a rescatar víctimas. Al final de la batalla, su iglesia había quedado en ruinas y el abad había lamentado tristemente que la imagen del Sagrado Corazón que presidía el altar de la iglesia hubiera quedado totalmente destrozada. Algunos españoles decidieron organizar una colecta entre los compañeros. Después pidieron al capitán Dronne que entregara el dinero al sacerdote, «para que pueda comprarse otra estatua»[64].

Agradecido, antes de que la compañía saliera del pueblo, el abad fue a rogarles que asistieran a la misa que quería celebrar en memoria de todos los compañeros muertos. «Sé muy bien quiénes sois. Yo quiero celebrar la misa por el reposo de todos los soldados muertos en el combate, por todos, cristianos, judíos, musulmanes y también por los otros. No quisiera que me dejarais solo». Según cuenta el capitán Dronne, salvo los soldados de guardia, todos los españoles asistieron. Uno de los hombres de La Nueve no dudó en comentar: «Si hubiéramos tenido curas como este en España, es posible que las cosas hubieran ido de otra manera…»[65]

La nueva imagen del Sagrado Corazón comprada por el abad con el dinero de los republicanos españoles presidió durante muchos años el altar principal de la iglesia de Écouché. En 1985, el nuevo abad decidió sustituir la imagen por un retablo del siglo XVIII… La imagen del Sagrado Corazón «republicano» pasó a presidir la capilla de la iglesia del cementerio. Y allí sigue.