Tras la batalla de Écouché, el general Leclerc bullía de impaciencia por llegar a la capital francesa. Para los americanos, París no era un objetivo militar. En su plan, tenían previsto desplegarse hacia el norte y el sur de la capital para cerrar en tenaza a las tropas alemanas y provocar su rendición, sin necesidad de lucha. Para ellos, enviar a París las tropas con los víveres para alimentar a una población de cerca de cinco millones de habitantes hambrientos y enviar igualmente el combustible necesario, en un momento en el que las operaciones militares necesitaban utilizar el total de los medios de transporte, significaba debilitar el dispositivo de las fuerzas aliadas y privarse de un potencial indispensable para proseguir los combates. Por otro lado, no querían asumir el riesgo de entablar una larga y costosa batalla en la amplia aglomeración parisina. Algo que según ellos retrasaría el final de la guerra. Preferían rodearla y aislarla. En su programa, la liberación de París se llevaría a cabo a mediados de septiembre. Una liberación americana, por supuesto.
De Gaulle y Leclerc deseaban otra cosa. Para De Gaulle era evidente y esencial que la liberación de París —simbólicamente, la liberación de Francia— fuera llevada a cabo por las tropas francesas. A finales de 1943, ante su insistencia, el general Eisenhower se lo había prometido. Para Leclerc era un objetivo militar desde hacía mucho tiempo. Los dos hombres sabían que de ello dependía mucho el futuro de la nación francesa. Leclerc fulminaba, exasperado, deseando enviar sus tropas hacia la capital.
Ante la imposibilidad de conseguir la autorización del alto mando americano, el día 21 de agosto Leclerc decidió tomar la iniciativa de lanzar hacia París —sin autorización americana— un destacamento de infantería blindada ligera a las órdenes de uno de sus hombres de confianza, al mismo tiempo que enviaba una misiva a De Gaulle: «Desde hace ocho días, el mando nos está marcando el paso. Toman decisiones sensatas y juiciosas, pero generalmente cuatro o cinco días más tarde de lo debido. Me aseguran que el objetivo de la Segunda División es París pero ante la parálisis actual he tomado la decisión de enviar a Guillebon con un destacamento ligero en dirección a Versalles, con la orden de tomar contacto, de informarme y de entrar en París si el enemigo se repliega. Sale a mediodía y estará en Versalles esta tarde o mañana por la mañana. Desgraciadamente, no puedo hacer lo mismo con el resto de la división por cuestiones de aprovisionamiento de carburante y con el fin de no violar abiertamente todas las reglas de la subordinación militar» (carta del Estado Mayor de la Segunda División Blindada, enviada con fecha 21–8–44, copia en poder de la autora). De Gaulle le contestó de inmediato: «Apruebo su intención»[66], al mismo tiempo que pedía de nuevo a Eisenhower que procediera con rapidez en dar la orden de ocupar París. Más tarde, Leclerc escribiría: «Estábamos decididos a vencer los obstáculos, dejando incluso de lado las razonables reglas del arte de la guerra»[67].
La orden llegó por fin al día siguiente, por la noche. El mismo día que daba por terminada la batalla de Normandía, el general Patton, jefe del Tercer Ejército norteamericano, aprobó que la División Leclerc fuera en vanguardia hacia París. Eisenhower, también. Por su parte, el general Gerow, puesto al corriente de la desobediencia de Leclerc, le había enviado una orden taxativa de volver a su destacamento recordándole que estaba bajo sus órdenes y sometido a la disciplina como cualquier general americano. Ante el caso omiso de Leclerc, Gerow aseguraría luego, furioso, que si Leclerc hubiera sido americano, lo habría enviado a un consejo de guerra, de inmediato.
Al alba del día 23, la división se puso en marcha, con el Regimiento del Chad en cabeza y La Nueve en primera línea. Durante el día, las tropas avanzaron casi 210 kilómetros de una tirada, algo bastante excepcional para una división blindada con más de 4000 vehículos de todas clases, avanzando durante gran parte del camino, bajo una lluvia diluviana.
El mando americano había ordenado que se rodeara París, precisando que la División Leclerc tendría que ampararse de inmediato en los puentes del Sena y que en caso de encontrar una fuerte resistencia, debería pararse y situarse en defensiva hasta que llegara la 4.ª División de Infantería americana que avanzaba hacia la capital, a las órdenes del comandante Gerow. Una orden que Leclerc, una vez más, desobedecería. Desobedeció igualmente la orden del itinerario marcado por los aliados, prefiriendo establecer su propia ruta y dirigirse hacia la capital por pequeños caminos, a través de campos y bosques. Al llegar a las aglomeraciones, la acogida de las tropas era entusiasta. El peligro y los enfrentamientos no habían impedido que muchos jóvenes les acompañaran algunos tramos, corriendo detrás, galvanizados por el espectáculo de la rápida columna liberadora avanzando como una caballería al galope. El 24 por la mañana, aún bajo la lluvia, las tropas de Leclerc abordaban ya las defensas exteriores de París y algunos avistaron por primera vez, desde muy lejos y surgiendo de una bruma azulada, la puntiaguda figura de la Tour Eiffel.
Un cinturón de hierro alemán —numerosos tanques «tigres», artillería y ametralladoras de todo calibre— rodeaba la capital francesa. Los alemanes lanzaban desesperadamente todas sus fuerzas a la batalla, liberando incluso y armando a los condenados militares alemanes que tenían en prisión. Durante muchas horas, las tropas de Leclerc intentaron romper el cerco. Los combates entre los cañones 88 alemanes y los blindados de La Nueve fueron apocalípticos. Granell, Moreno, Montoya, Bernal, Elías y Campos participaban con sus hombres en primera línea de fuego. Montoya fue herido en aquel combate pero se negó a ser evacuado.
En una crónica publicada en The New York Times el 26 de agosto de 1944, su enviado especial Charles C. Wertenbaker, describía el ambiente:
[…] emprendimos la marcha hacia París y al llegar al pueblo de Antony fuimos detenidos por un escuadrón motorizado de republicanos españoles. La lucha en aquel sector se había recrudecido y aquellos aguerridos muchachos de la República española consideraron peligroso nuestro avance. Aproveché la circunstancia para entablar conversación con ellos… Según el comandante Putz, todos son expertos en las modernas armas motorizadas y demuestran un valor extraordinario. Sus tanques y auto–blindados llevan pintados en la parte delantera y en sus lados nombres tan sugestivos como Ebro, Guadalajara, Belchite… y enarbolan la bandera republicana. Proseguimos la marcha y antes del mediodía alcanzábamos los arrabales de la capital, siempre precedidos por los republicanos españoles, que eran aclamados con un indescriptible delirio por la población civil.
Desde cuatro días antes las Fuerzas Francesas del Interior (FFI), estimuladas por la llegada de las tropas aliadas, actuaban ininterrumpidamente en la capital. La prefectura de policía y los alrededores se habían convertido en una ciudadela en manos de los FFI, entre los que se encontraban numerosos españoles. La mayor parte de las alcaldías parisinas habían sido ocupadas y se levantaban barricadas por todos lados, esperando la ayuda militar.
Al atardecer del día 24, ante la dificultad de vencer la resistencia alemana y temiendo que las fuerzas americanas llegaran antes, el general Leclerc ordenó al capitán Dronne que se filtrara con La Nueve entre las tropas de combate del comandante Putz y el coronel Warabiot y entrara aquella misma noche en la capital. Dronne consiguió reunir rápidamente dos secciones de infantería con sus half–tracks, un pelotón de tres tanques Sherman y una sección de Genio. Con este destacamento se lanzó hacia el corazón de la capital.
Amado Granell, siguiendo otro itinerario con una sección, fue el primero que llegó a la plaza del Ayuntamiento. El edificio estaba ocupado desde hacía varios días por el Comité Nacional de la Resistencia. Granell, ya en la alcaldía, había enviado un mensaje a Dronne: «manden refuerzos».
Viviendo clandestina desde hacía cuatro años en un pequeño apartamento de la capital, Victoria Kent, la antigua ministra de Prisiones de la República española, escuchaba en aquellos momentos la radio.
El silencio se había extendido lentamente en el atardecer parisino. Un silencio indefinible, sorprendente, sólo roto por el bisbiseo de la radio. Atravesando diversas resonancias, un locutor seguía aconsejando prudencia y anunciando la llegada inminente de las tropas aliadas.
Victoria Kent observaba la calle desde la ventana, silenciosa, inmóvil. Tres días antes, amigos cercanos le habían asegurado que los alemanes saldrían de París aquella misma tarde y que los aliados entrarían de inmediato en la ciudad. Poco después, la radio había anunciado que los aliados estaban todavía lejos de la capital y se ignoraba cuándo podrían llegar. La angustia la había invadido de nuevo. Volvió a serenarse cuando escuchó en la radio que los heridos alemanes eran evacuados y que prisioneros aliados atravesaban París: eso significaba que el frente estaba cercano.
Por fin, la noche del 22, la radio comunicó que las tropas aliadas estaban «cerca de París». Los dos días habían transcurrido muy lentos, provocando grandes tensiones, pero al mismo tiempo arrastrando la sensación de algo inminente.
Los alemanes seguían ocupando la ciudad. Era imposible saber exactamente lo que estaba ocurriendo. De vez en cuando seguían oyéndose explosiones, tiros y ráfagas de ametralladora. Los SS seguían combatiendo y al mismo tiempo se veían salir grandes camiones cargados de maletas, colchones, bicicletas y paquetes diversos, conducidos por alemanes que abandonaban la capital con rostros duros e inquietos.
Desde hacía varias semanas, en la pared de la habitación empapelada con motivos florales de rosas, anémonas y peonías, Victoria había clavado diversos mapas y los iba marcando con puntos rojos. En el plano de Francia, los puntos le permitían visualizar la proximidad de las tropas aliadas.
Las noticias, en la vieja radio, habían confirmado que la policía parisina se había declarado al lado de la resistencia, que los resistentes iban ocupando París y que se había hecho llamamiento a una huelga general. Anunciaban también cortes de gas y el reparto de una sopa popular con las cartas de racionamiento.
La insurrección se había ido extendiendo por todo París, del bulevar Saint Germain al Panteón, la República o la plaza de la Bolsa, acompañada de barricadas, tiros y explosiones. Aquella mañana ella misma, la clandestina, con nombre y papeles falsos, durante tanto tiempo buscada y considerada en búsqueda y captura por la falange franquista y la Gestapo, había salido y circulado en bicicleta bajo una fuerte lluvia y había participado también, junto a hombres y mujeres sin nombre, arrancando el pavimento, amontonando adoquines, cortando ramas y levantando barricadas en diversos lugares, mientras de vez en cuando se oían tiros, ráfagas de ametralladoras, gritos y carreras.
Victoria había bebido ese clima de tensión, impaciente y decidida. El día anterior se había escapado ya del encierro, sin miedo, y mientras pedaleaba en su bicicleta por la avenida de Versalles, expuesta a controles y sin ninguna documentación, había ido gritándose por dentro «no temas nada, no temas nada». Y luego se había murmurado a sí misma, sonriendo: «La libertad, la libertad, ¿qué es la libertad? Porque durante estos cuatro últimos años el aire era denso y entraba con dificultad en mis pulmones y hoy es ligero, suave y se respira fácilmente, ¿por qué?».
Desde la ventana de su habitación, Victoria observaba la calle vacía y pensaba en lo que podía pasar. Todo podía ocurrir todavía, pero no sentía ningún miedo. Lo había sentido pocas veces, a pesar del riesgo. En algún momento, sí, había temido un final oscuro. Como el de tantos hombres y mujeres, el de tantos españoles que había visto desaparecer en los últimos cuatro años en París.
Hacía calor y se sentía cansada. La última noche no había podido dormir. La tristeza, contra la que trataba de luchar, le había ganado la partida. Los recuerdos se habían amontonado y habían surgido a golpes las vidas deshechas y la angustia de su propia vida en los últimos tiempos. Se sentía como un árbol sin raíces y sin hojas.
En la soledad nocturna había recordado el dolor intenso cuando recibió en París la noticia de la caída de la República y su dolor por la España desangrada. El dolor inmenso también cuando vio, desde un banco del parque, la entrada de las tropas hitlerianas en París. Aquel día había salido un sol radiante y desde muy temprano había oído los primeros cantos nazis. Luego supo que los soldados del Reich habían desfilado graves y marciales por los Campos Elíseos, mientras la bandera de cruz gamada ondeaba, gigantesca, en el Arco de Triunfo.
En las horas de vigilia nocturna había recordado también a muchos de sus amigos y había pensado una vez más —aunque trataba de evitarlo— en la inmensa masa de republicanos españoles que habían poblado los campos de concentración franceses, tratados como perdedores infames, golpeados por la miseria y la humillación. Había recordado la triste despedida de Manuel Azaña, en la estación de Lyon, una noche fría de febrero. Y el dolor cuando recibió la noticia de la muerte de Machado, allá en Collioure, con su trozo de poema inacabado en un bolsillo del pantalón. Había pensado en Lluís Companys, en la entrega francesa al bando golpista y su fusilamiento. Cada vez le subía la misma pena que cuando le habían dicho que Companys se había quitado los zapatos para morir pisando directamente la tierra catalana. La muerte de Azaña, en una triste habitación de hotel, defendido por un puñado de españoles mutilados. La tristeza de las noticias había empañado muchas de sus noches.
Los amigos que la escondían le seguían rogando que no saliera del piso, porque día a día aumentaba el peligro de enfrentamientos. Ellos se habían ocupado de abastecerla con lo necesario para sobrevivir. Y sobrevivía escondida, esperando. Durante muchas semanas, durante horas infinitas, había aceptado el encierro en aquella enorme habitación, yendo de una butaca a otra, leyendo, escribiendo, moviéndose de un lado a otro, mirando y mirando aquellas cortinas ni azules, ni verdes, de color indefinido.
A veces había sentido ganas de reír, de gritar, de correr y terminaba sin fuerzas, hablando con la mesa, con el péndulo, con los cuadros. Soportando los cortes de luz constantes, soportando el calor o el frío. Sola. Sin noticias de tantos, escuchando difícilmente la radio, esperando lo peor en muchos momentos. Señalando en los mapas colgados en las paredes los diversos movimientos de las tropas aliadas, con flechas, círculos y signos especiales, calculando por el avance cuándo llegarían a París y cuándo podrían entrar luego, en España. Después del anuncio de que ya llegaban, ya no podía quedarse encerrada. No quería. No podía.
El péndulo oscilaba, monótono. La tristeza comenzaba a invadirla de nuevo a pesar de las noticias esperanzadoras. Abrió la ventana y respiró profundamente. El aire era algo más fresco. Los árboles cercanos, altos y frondosos, filtraban al anochecer el calor de la tierra. Necesitaba llamar a sus amigos. Necesitaba información, calmar la angustia. La oscuridad de la noche volvía a ahogarla. Se acercó hasta el teléfono y marcó un número, mientras la radio seguía emitiendo voces inaudibles y ruidos.
De repente quedó paralizada, con el auricular en la mano: en la radio, surgiendo de un enorme estruendo, una voz jadeante y mucho más clara, explicaba que los tanques de la División Leclerc acababan de llegar a la alcaldía de París, que había entrado en la capital, que había sido duro y emocionante llegar hasta allí… que durante todo el trayecto, las tropas del general Leclerc habían despertado oleadas de entusiasmo. El locutor hablaba rápido, excitado: «Los vehículos de la División Leclerc llegan conducidos por españoles».
Victoria se apoyó en la pared. ¡Conducidos por españoles! ¡Los vehículos de Leclerc habían llegado! ¡Iban conducidos por españoles! Se cubrió la cara con las manos: españoles… ¡Españoles en la División Leclerc! Había comprendido, lo había oído con claridad: los hombres de las primeras tropas liberadoras que habían entrado en París no eran los americanos que esperaban, eran los hombres de Leclerc, republicanos españoles.
Una emoción intensa llenó sus ojos de lágrimas. Cuántas cosas pagadas en un momento. Eran las nueve y veintiséis minutos de la noche. Unos instantes después; un intenso clamor de campanas fue multiplicándose y multiplicándose, por todo París[68].
Llegaron zigzagueando con rapidez por diversas calles, desde la Puerta de Italia y después de haber atravesado el puente de Austerlitz, la columna de la Segunda División Blindada tomó la orilla del Sena, siguió el muelle de la Rape, el de Enrique IV y luego el de los Celestinos, hasta desembocar en la plaza del Ayuntamiento. Los hombres de La Nueve ocuparon con rapidez el terreno. Eran las nueve de la noche y veintidós minutos.
La historia oficial francesa explica de esta forma la llegada de las tropas francesas a París, omitiendo generalmente la participación española e insistiendo en el hecho de que se trataba de tres tanques con nombres franceses, sin reconocer en ningún momento el papel jugado por Amado Granell y sin explicar que el destacamento del capitán Dronne se dividió en dos secciones. Una de ellas, al mando del teniente Granell, siguiendo otro itinerario, fue la primera en llegar a la alcaldía y Amado Granell, el primer oficial del Ejército francés recibido por el Consejo Nacional de la Resistencia, que ocupaba el palacio municipal desde unos días antes. Georges Bidault, presidente del Consejo, posó a su lado en la única foto que se conoce de aquel momento histórico y que sería publicada al día siguiente en la portada del periódico Libération, con el título: «Ils sont arrivés».
Al llegar a la plaza, el primer vehículo de la sección mandada por Dronne, el half–track Guadalajara, atravesó la plaza y se instaló junto a una acera de la calle de Rivoli, cerca de las tiendas Les ciseaux d’argent y Zapatos Mansfield. Zubieta, Abenza, Luis Ortiz, Daniel Hernández, Argüeso, Luis Cortes, alias el Gitano, Ramón Patricio, alias Bigote, junto al sargento jefe, De Possese, saltaron del blindado y se instalaron en posición de defensa, con las ametralladoras en la mano. «¡Son los franceses!», gritaba la gente que iba llegando, señalando a los españoles.
Amado Granell los estaba esperando en la puerta del Ayuntamiento. Cuando llegó el capitán Dronne, entregó el mando de la columna a Granell y, escoltado por el armenio Pirlian, el capitán de La Nueve subió la gran escalera central del edificio, donde ya le esperaban Bidault y los jefes de la Resistencia del interior, felices de encontrar por fin a un soldado francés… Los vehículos militares de La Nueve habían sido instalados en forma de erizo, alrededor de la plaza. El Teruel se instaló enfrente, junto al Sena. Germán Arrúe se situó delante, metralleta en mano.
Poco después, desde unos tejados cercanos, se dispararon varias ráfagas de ametralladora contra el Ayuntamiento. Desde el half–track Ebro, Manuel Lozano, Fábregas, Campos y Bullosa respondieron de inmediato al ataque. Las ametralladoras fueron neutralizadas con rapidez. Todos temieron una masacre, dada la enorme cantidad de gente que iba acudiendo a la plaza. Desde que la radio había anunciado la llegada de las tropas francesas, una multitud iba viniendo para darles la bienvenida. Al anunciar también que los vehículos eran conducidos por republicanos españoles, numerosos compatriotas en la capital llegaban de todas partes, entusiastas, sobre todo los españoles integrados en la resistencia del interior. Los abrazos se sucedían, entre lágrimas y vivas. Los soldados de Leclerc y los soldados de París no ocultaron la emoción.
De pronto, por encima del alborozo general y de las entusiastas estrofas de La Marsellesa, comenzó a oírse un doblar de campanas. Primero fue el grave sonido del bordón de Nôtre–Dame y poco después, en eco luminoso, comenzaron a repicar todas las campanas de París. Durante un largo rato de emoción intensa, más de doscientos campanarios repicaron por toda la capital el anuncio de la liberación.
El entusiasmo se prolongó durante la noche. París, que durante tres años había estado en la oscuridad, se llenó de golpe de luz, sin tener en cuenta el peligro de la aviación enemiga. La gente encendió todas sus lámparas y abrió de par en par las ventanas. A las dos de la madrugada, el capitán Dronne, instalado en un rincón de la plaza de la alcaldía, muerto de fatiga, se durmió escuchando las canciones de los numerosos españoles reunidos en círculo junto a la calle de Rivoli. Sus voces roncas entonaban con fuerza los himnos republicanos de la Guerra Civil. Dronne reconoció los cantos que tantas veces había oído entonar a aquellos hombres. Lo último que oyó antes de dormirse fueron las estrofas del Ay, Carmela. Más tarde, recordando aquellos instantes y rindiéndoles honores, escribiría: «Qué satisfacción y qué felicidad para aquellos españoles, combatientes de la libertad. París era un extraordinario símbolo para ellos»[69]. París era en aquellos momentos, si duda, un excepcional símbolo para el mundo entero.
A la mañana siguiente, muy temprano, en contacto con La Nueve, la Segunda División Blindada, articulada en tres columnas, entraba en París por tres lugares diferentes. Una enorme multitud la aclamaba a su paso. Más de 20 000 alemanes seguían ocupando la capital, armados con tanques y ametralladoras. El general Leclerc, acompañado por su Estado Mayor, llegó por la Puerta de Orleans. El general fue acogido por una delegación de las Fuerzas Francesas del Interior y de allí se dirigió a la estación de Montparnasse, donde el general De Gaulle le había dado cita.
En el orden del día, el general Leclerc había organizado la división en varias columnas, cada una con la misión principal de llegar por las vías más directas hasta el hotel Meurice, donde se encontraba el general Von Choltitz —gobernador de la capital— y su Estado Mayor, conseguir su rendición e instalarse. Las otras debían encargarse de la capitulación de otros centros fortificados donde los alemanes se habían atrincherado, principalmente el Ministerio de la Marina en la plaza de la Concordia, la Cámara de Diputados, el Ministerio de Asuntos Exteriores, el hotel Majestic cerca de la plaza de la Estrella, el Cuartel de la plaza de la República, el jardín de Luxemburgo, el Senado y la Escuela Militar.
Aquel día, al alba, una pequeña columna de La Nueve, la sección de Elías, fue enviada para desalojar la central telefónica cercana, ocupada y minada por los alemanes. En los combates fueron heridos gravemente el teniente Elías y el soldado José Cortés. Este, tras largos meses de convalecencia, contraería matrimonio con la enfermera–jefe que lo había recogido herido del suelo. La central fue liberada y los alemanes supervivientes, obligados a desmontar, con mil dificultades, los artefactos con los que habían minado el edificio.
Las fuerzas de la 2.ª DB se desplegaron y combatieron por toda la ciudad, apoyadas por la resistencia del interior que las conducían directamente hacia las bolsas de alemanes atrincherados. Más de 3000 republicanos españoles participaban en la insurrección parisina y jugaron un papel importante en los combates de la Opéra, el hotel Meurice, la plaza de la República, el jardín de Luxemburgo y la Escuela Militar. La Opéra fue desalojada por una sección de la 11.ª compañía apoyada por numerosos resistentes españoles, consiguiendo 250 prisioneros, incluido el coronel de mando.
Al final de la mañana de ese día 25 —al mismo tiempo que un destacamento francés conseguía izar una inmensa bandera francesa en lo alto de la Tour Eiffel y que en el consulado de España un antiguo maestro y resistente, Julio Hernández, ocupaba el recinto y reemplazaba la bandera nacional por la bandera republicana—, en los alrededores del hotel Meurice, donde seguía alojado el Alto Estado Mayor alemán, comenzó el ataque. Horas antes se había enviado un ultimátum a través del cónsul de Suecia, al que Von Choltitz, no había dado respuesta.
Defendido por fuerzas de elite alemanas, los duros combates contra el hotel Meurice duraron más de hora y media. Sólo se podía atacar el hotel de frente y tras haber liberado totalmente de alemanes la calle de Rivoli. La batalla estuvo dirigida por el comandante La Horie, apoyado por un grupo de asalto, compuesto en su mayoría por españoles. El asalto final al hotel se desarrolló a la granada y la ametralladora.
Fueron algunos de esos españoles, el extremeño Antonio Gutiérrez, seguido por el aragonés Antonio Navarro y el sevillano Francisco Sánchez, los que lograron atravesar el cerco de defensa alemán, cruzar entre el fuego y el humo, subir hasta el primer piso donde tenía su puesto de mando el general Von Choltitz y su Estado Mayor y desarmarlos, encañonándolos con sus ametralladoras. Como según las leyes de la guerra un oficial debía rendirse a un oficial, Von Choltiz pidió que requiriera a un oficial de mando francés. Gutiérrez lo hizo, desde la puerta, sin dejar de encañonarles. Primero llegó el teniente Franjoux, después el teniente Karcher y por fin el comandante La Horie, ante el que Von Choltiz capituló. Antes de salir de su guarida, el general se quitó su reloj y se lo regaló a Gutiérrez, agradeciéndole haber respetado las leyes de la guerra[70].
Dirigido después a la prefectura de París, Leclerc lo esperaba para firmar la rendición. Una vez firmada, fue conducido a la estación de Montparnasse. El general De Gaulle llegó poco después. A las tres y media de la tarde se daba la orden general de alto el fuego en París.
Al margen de la batalla, en las alturas políticas, la situación se consideraba muy delicada frente al vacío de poder y ante las supuestas pretensiones comunistas de establecer un gobierno popular. Para evitarlo, De Gaulle se autonombró ministro de la Guerra en la misma estación de Montparnasse y pidió a Leclerc que permaneciera en París con sus tropas para restablecer el orden.
Una orden que iba contra las del obstinado general Gerow, que manteniendo la misión de perseguir a los alemanes al noroeste de París y contando entre sus fuerzas con la 2.ª DB, seguía enviando misivas incendiarias a Leclerc, ordenándole que continuara de inmediato la marcha. Leclerc desobedeció una vez más, prefiriendo ejecutar las órdenes de De Gaulle. Para suavizar las amenazas de «fusilamiento», el general Bradley tuvo que intervenir de nuevo. La 2.ª DB se quedaría en París e integraría el 7 de septiembre el ala derecha del XV Ejército norteamericano, en su avance hacia el este, tras las tropas alemanas.
La batalla de París continuó todavía algunas horas, mientras se extendía la noticia de la rendición. Una de las secciones que más se distinguió en los combates callejeros de aquel día fue la mandada por Martín Bernal, Garcés, compuesta por los blindados Belchite, Ebro, Teruel y Libération. Martín Bernal sería citado en la Orden del Cuerpo del Ejército. Estos hombres y otros soldados de La Nueve, además de enfrentar los residuos de combatientes alemanes, se opusieron también al intento de muchos civiles que querían linchar a los que se habían rendido y al espectáculo de grupos de gente que arrastraban, exhibían, insultaban y golpeaban a numerosas mujeres que ya habían rapado y desnudado, acusándolas de salir con alemanes. Para proteger a los prisioneros y a las mujeres detenidas, los soldados españoles no dudaron en amenazar con las armas a los más excitados. Al anochecer de aquel 25 de agosto, las tropas de Leclerc, apoyadas por los miembros de la resistencia interior, habían amasado más de 12 000 prisioneros.
El mismo general Leclerc daría algún tiempo después su opinión sobre la situación de París en aquellos momentos.
[…] en cada calle, en cada bulevar de la capital se desarrollaba el mismo espectáculo: nuestros tanques, nuestros soldados, conducidos por la población hasta los focos enemigos, apoyados por elementos de la Resistencia, nuestros heridos recogidos y atendidos por los ciudadanos y la población rindiendo honor a nuestros muertos.
Después fue el triunfo y el alborozo. Las avenidas de París eran demasiado estrechas para recibir a todos los que se agrupaban. Para mis soldados y para mí, desde ese 25 de agosto, el parisino se convirtió en el amigo recobrado en el más bello campo de batalla. Amigos fieles puesto que muchos de ellos ya no quisieron dejarnos y nos acompañaron en la lucha para liberar la Lorena y Alsacia.
París, después del 25 de agosto, representó para nosotros la gran Francia puesta de nuevo en pie, jurando recobrar su grandeza frente a todas las dificultades.
El sábado 26 de agosto, París deliraba de entusiasmo. La gente se lanzó a la calle para aclamar a sus liberadores. Alineada en formación junto al Arco de Triunfo y la Tumba del Soldado desconocido, La Nueve recibió los honores, saludada militarmente por el general De Gaulle, como reconocimiento a las primeras fuerzas militares que habían entrado en la capital. Un honor que según diversas declaraciones no gustó a muchos militares franceses. Tampoco gustó que un español, Amado Granell, abriera el desfile y que cuatro half–tracks de La Nueve, servidos por republicanos españoles enarbolando junto a la bandera de la Francia Libre una pequeña bandera republicana española y con nombres tan evidentes como Guernica, Teruel o Guadalajara, sirvieran de escolta y protección a De Gaulle durante el desfile hasta Nôtre–Dame y de que fueran ellos los que recibieran el gran homenaje de la población de París, con vítores y aplausos. Los vehículos avanzaban lentamente, el Guadalajara delante, a la izquierda. Los soldados eran aclamados. Una inmensa bandera republicana española de más de 20 metros de largo fue desplegada por un grupo de españoles, enardecidos. Para muchos, aquel desfile era el preludio de la victoria próxima en España.
Con fecha 18 de septiembre de 1944, los servicios consulares franquistas en París enviaron al Ministerio de Asuntos Exteriores de Madrid un informe «confidencial–reservado» (número 576 o 676 —apenas descifrable—, en posesión de la autora) sobre «disposición gobierno francés respecto a España», en el que relataban su visión particular de aquel desfile.
[…] En el abigarrado desfile de las tropas que seguían al general De Gaulle en su entrada oficial en París, observó el público con sorpresa las banderas republicanas españolas que adornaban algunos de los tanques que formaban el cortejo. El más curioso o avisado pudo también satisfacer su curiosidad o completar su conocimiento leyendo los nombres con los que habían sido bautizados dichos carromatos evocadores de hechos y batallas de la Guerra Civil de España e impuestos en los mismos por sus tripulantes, españoles enganchados en África y recogidos en Francia conforme avanzaban por la metrópoli las tropas desembarcadas del general Leclerc.
Al día siguiente, mientras una parte de las tropas continuaba luchando contra algunos reductos alemanes en el extrarradio parisino, el resto de los hombres fue instalado en el bosque de Bolonia, convertido en campamento militar. Cada día, los soldados recibían numerosas visitas, entre ellas las de muchos otros refugiados españoles. Victoria Kent llegó también una mañana y pasó el día con ellos. «Parecía muy feliz, y no paraba de preguntarnos cosas. A nosotros nos inspiraba mucho respeto —contaba Manuel Lozano (entrevista con la autora)—. Yo fui uno de los que la acompañó luego a su casa, en un jeep. Los soldados le habían entregado antes un gran ramo de flores y le habían regalado té y chocolate».
Las historias amorosas se sucedieron también. Aquellos hombres, verdaderos héroes para la población, tenían mucho éxito con las mujeres, según confesaron algunos. Por todos lados eran acogidos con los brazos abiertos, festejados, invitados. La estancia en el bosque les sirvió para reponerse (como en luna de miel) y al mismo tiempo para poner al día el material y los nuevos efectivos. Cada día llegaban hasta allí numerosos candidatos para enrolarse con las tropas de Leclerc.
El día 8 de septiembre llegó la orden de marcha. Despedidas desgarradoras. Las tiendas de campaña fueron plegadas. La 2.ª DB volvía a integrarse en las tropas americanas. Dirección Vittel.
Algo parecía haber cambiado, sin embargo… Los españoles recibieron la orden de retirar de sus half–tracks las banderas republicanas.
El día 9 de septiembre las tropas de Leclerc —integradas en el XV Ejército americano, al mando del general Haislip—, se pusieron en marcha, con La Nueve en vanguardia. Comenzaba un largo camino en el que, de Andelot a Berschtesgaden, pasando por Estrasburgo y Grussenheim, en combates épicos, caerían la mayoría de los soldados españoles de La Nueve.
El 12, en Andelot, con las secciones de Montoya, Campos y Bernal, Garcés, en cabeza, participaron en un fulminante combate que costaría a los alemanes más de 200 muertos, varios centenares de heridos, 800 prisioneros y gran cantidad de vehículos. La Nueve perdió al sargento–jefe Morillas y tuvo dos heridos, que no quisieron ser evacuados.
El 13, en Dompaire, afrontarían una de las más violentas batallas de blindados de la campaña de Francia. Las tropas de la 112.ª Panzer–Brigade perdieron 59 de sus tanques. La Nueve sufriría varios muertos y heridos.
Tras distinguirse después en los combates de Châtel y Vaxancourt (con varios muertos y heridos graves en la compañía), tres españoles de La Nueve serían condecorados por el mismo general De Gaulle en Nancy: el sargento–jefe Campos y el sargento Pujol recibirían la medalla militar, y el cabo Carino López la Cruz de Guerra con palma.
El 14 de octubre, Fábregas y Vázquez morían ametrallados en una emboscada en los alrededores de Xaffévilers, donde varios españoles más fueron gravemente heridos.
Vacqueville —donde destrozarían una de las unidades más prestigiosas de la Wehrmacht— y Badonvillers —donde bajo el mando de Amado Granell desalojaron calle por calle y casa por casa los núcleos de resistencia alemana—, a pesar de la lluvia de proyectiles consiguió más de 300 prisioneros y abrieron una brecha en el sistema ofensivo alemán, pero esto costó la vida a muchos hombres de La Nueve.
El 23 de noviembre, a las 10.30 de la mañana, el general Leclerc recibió un mensaje cifrado: «tejido está en yodo». El juramento de Kufra se había cumplido… Sus tropas Habían entrado en Estrasburgo, su gran objetivo estratégico. Doce mil militares y veinte mil civiles alemanes se rindieron en pocas horas. Aquella gesta se convertiría en uno de los más brillantes episodios de la historia militar francesa… Los soldados de la 2.ª DB, lanzados en cinco columnas —tantas como los caminos que conducían a la ciudad— llegaron velozmente y ocuparon la ciudad con un mínimo de víctimas. La Nueve entró en vanguardia, al lado del coronel Putz. Poco después, la bandera francesa ondeaba en la cúspide de la catedral. La promesa de liberar Estrasburgo estaba cumplida.
Después de la intensa batalla y la gran victoria de Estrasburgo, los hombres de Leclerc esperaban impacientes atravesar el Rin y avanzar más allá del Danubio, hasta el corazón del III Reich. Fue imposible. La batalla política en Francia, las ambiciones manifiestas en las alturas del Estado Mayor del Ejército y la querella entre generales llegados del petainismo y generales que habían conseguido sus galones en los combates de primera hora de la Francia Libre, como Leclerc, provocaron decisiones nefastas… El general De Gaulle entregó el mando de la campaña de Alsacia al general De Lattre de Tassigny. El general Leclerc, en desacuerdo furioso, decidió instalarse en París, dispuesto a combatir para hacer cambiar el curso de los acontecimientos militares.
Las batallas que siguieron, bajo las órdenes del nuevo mando, fueron las más mortíferas para la Segunda División Acorazada. Cada pueblo conquistado a los alemanes fue cobrado con un elevado precio en vidas. Entre ellas, la del coronel Joseph Putz, en la batalla de Grussenheim, el 28 de enero de 1945. En aquellos enfrentamientos, a más de 20 grados bajo cero, murieron 28 oficiales y más de 250 suboficiales y soldados.
La lucha continuó pero la separación del general Leclerc y la muerte de Putz habían desmoralizado profundamente a los hombres de la Segunda División Blindada. A finales de febrero, agotada, diezmada, moralmente sin empuje, La Nueve fue retirada del frente para descansar unas semanas. Cincuenta días de reposo en la región de Chateauroux para intentar cicatrizar heridas.
A finales del mes de marzo, cuando ya nadie lo esperaba, fue solicitada de nuevo para el combate. Junto a varias unidades de la Segunda División Blindada fue dirigida hacia el frente del Atlántico con la misión de reducir la bolsa de Royan. La división pagó también allí un duro precio en muertos.
En Chateauroux, los soldados del Regimiento de Marcha del Chad, los restos de La Nueve y el 501 RCC de tanques, creían que ya no participarían en el final de la guerra. Todas las miradas convergían ya hacia el este, donde los americanos habían entrado en Alemania y libraban duras batallas contra los jóvenes SS de las juventudes hitlerianas o los más viejos de la Volksturm, viejos soldados que habían sido formados en los últimos tiempos para paliar la falta de efectivos de la Wehrmacht.
El 22 de abril, inesperadamente, llegaron nuevas órdenes. Leclerc lo había conseguido: la 2.ª DB era incorporada de nuevo al VII Ejército americano (con el que ya habían luchado y al que les unía una gran complicidad) y «el patrón» asumía de nuevo el mando de su división.
Como siempre, el general Leclerc había estado dispuesto y vigilante, esperando la oportunidad que no tardó en presentarse. Del Estado Mayor llegó la noticia de que la 12.ª División Blindada americana no había podido recuperar una de sus unidades de tanques, indispensable para continuar la ofensiva hacia el sur. Leclerc ofreció de inmediato su comando táctico de combate que fue rápidamente aceptado e incorporado.
Los primeros elementos de combate, entre ellos La Nueve, se pusieron de inmediato en marcha. El 27 de abril atravesaron el Rin y el 29 habían llegado ya al Danubio. Todavía desmembrada, la división atravesaba Alemania al galope, intentando reagruparse en el camino. Todos los soldados de Leclerc habían adivinado la orden que no tardaría en llegar, clara y precisa: llegar hasta Berschtesgaden, hasta el refugio de Hitler.
Rápidamente, avanzando junto a los americanos pero por su propio cauce, Leclerc llegó hasta el pie de los Alpes y desde allí, a pesar de las cumbres cubiertas de nieve y el frío intenso, se lanzó con todos sus blindados al ascenso de los 3000 metros de altura que los separaba de la guarida del Führer.
Las tropas americanas tenían el mismo objetivo y en su plan de combate era evidente que no figuraba ninguna intención de ceder el terreno a los franceses. Como tampoco habían deseado cederlo en la campaña de París ni de Estrasburgo. Los hombres de La Nueve lo sabían.
Tras una carrera de doscientos kilómetros, las tropas llegaron al mismo tiempo a Bad Tölz, santuario de los Waffen SS, escuela de formación de los oficiales del Führer. Durante diez años, este centro había servido de refugio a los que se consideraban la elite de la raza de los Señores y en él se habían fabricado los oficiales más fanáticos, disciplinados e intransigentes de las tropas nazis.
El monasterio del Orden negro estaba en ruinas. Los americanos decidieron instalarse en ellas para descansar. Las tropas de Leclerc, a pesar de la fatiga, continuaron la marcha, aumentando la velocidad de los blindados hasta alcanzar casi los 80 kilómetros por hora. Poco después, por una carretera en zigzag, iniciaban la ascensión hacia Berschtesgaden.
Berschtesgaden era una pequeña estación de montaña, a unos cincuenta kilómetros al sur de Salzburgo, situada en el hueco de un circo montañoso donde se unían tres torrentes, antes de saltar a Austria por una única garganta. Hitler se había instalado en un contrafuerte cercano que dominaba el pueblo, el Obersalzberg, la célebre residencia del Berghof, el Nido de Águilas.
Suspendido en el picacho rocoso de Kehlsteins, a 1800 metros de altura, el acceso a la residencia del Führer se efectuaba desde el pueblo por un camino de montaña y los últimos cien metros, en un ascensor tallado en la roca. El búnker estaba construido en la cima, incrustado entre las rocas, repleto de numerosos túneles subterráneos lujosamente instalados para vivir largo tiempo, cómodamente. Alrededor de su mansión y detrás de las residencias de sus guardas de seguridad y las de Borman y Goering, Hitler había hecho construir un pequeño pueblo, Platterhof, con una caserna de SS, un hospital, un hotel para invitados, un centro de correos, garajes y dependencias de servicios diversos.
En el ascenso, los hombres de Leclerc tuvieron que afrontar las armas enemigas emboscadas y conquistar con muchas dificultades un pueblo en el que se habían instalado dos compañías alemanas. La tropa francesa no tardó en conseguir la rendición de numerosos soldados. El día 5, durante todo el día, los hombres de La Nueve, junto a un pelotón de spahis y un batallón de paracaidistas americanos que los iba siguiendo, ejercieron una vez más sus talentos de alpinistas en los desfiladeros del ascenso, frente a grupos de jóvenes nazis bien armados y decididos a resistir y defender hasta la muerte el bastión donde seguía instalada la cruz gamada del régimen hitleriano. Explicando los duros enfrentamientos con los jóvenes SS nazis, un soldado español de La Nueve lamentaba haber tenido que matarlos a todos. «Eran gente muy, muy joven. Pero no nos dejaron otra opción».
Tras treinta y seis horas de combates, agotados, los soldados de La Nueve consiguieron llegar al pueblo, algunos a bordo de un autobús requisado a la Wehrmacht. Al llegar descubrieron que los americanos de la 3.ª División que tenían como objetivo Salzburgo, habían avanzado en paralelo y ya estaban allí. Habían subido por la carretera más directa y habían llegado a la ciudad el día 4 por la noche.
El pueblo, inundado de banderas blancas como prueba de su rendición, estaba lleno de jeeps y de tanques Sherman. Los soldados americanos, bebiendo y cantando, se habían instalado en las calles y saludaban a los franceses recién llegados haciendo el signo de la victoria e indicándoles con un gesto que ellos habían sido los primeros…
Los primeros en llegar a Berschtesgaden, sí. Y allí se habían instalado. Pero…
Los franceses se dieron cuenta enseguida de que el Nido de Águilas no había sido conquistado. No perdieron tiempo. Un oficial francés, el capitán Tuyeras, cogió un jeep y salió rápidamente hacia el espolón rocoso donde estaba enclavado el búnker hitleriano, seguido por la segunda sección de la 12.ª Compañía del Regimiento de Marcha del Chad. Tres kilómetros de camino muy empinado. Cuando llegó al ascensor, este no funcionaba y el capitán Tuyeras escaló con rapidez el centenar de metros de la montaña. Sus compañeros le siguieron poco después.
En las fronteras de lo que había sido el territorio hitleriano, los bombardeos recientes habían creado un desestructurado paisaje de caos y destrucción. El capitán Tuyeras, de religión judía, avanzó entre los muros calcinados, entre las rocas pulverizadas y las vigas que todavía estaban ardiendo. Acompañado por sus hombres recorrieron en inspección algunas estancias esperando encontrar resistencia. Los SS que se habían refugiado en algunos de los diez pisos de túneles escaparon por salidas secretas. Sin combatir. Algo más tarde, sobre el muro de contención de la gran terraza donde habían sido recibidos tantos «grandes» del mundo y donde Hitler se creía indestructible, el capitán Tuyeras extendió una inmensa bandera tricolor francesa, encontrada en los cajones de un armario de la mansión. La Francia Libre inscribiría así su firma en la victoria contra Hitler.
Después, las diversas unidades de la división fueron llegando poco a poco. Con el fin de ser los primeros entre las tropas aliadas, los tanques del 501 habían bloqueado la carretera hacia el Berghof, «por avería», y habían ido filtrando el paso. Sólo habían podido pasar las tropas francesas.
Los americanos no apreciaron esta acción ni la ocupación del Berghof e intentaron desalojar del refugio a los soldados franceses. La llegada del general Leclerc calmó el ambiente. Sus hombres habían recorrido ya la casa y algunos subterráneos y habían recuperado de las bodegas numerosas botellas de Lanson y Pommery. Después, sobre una inmensa mesa redonda habían instalado las copas de champán con las iniciales A. H. Con ellas, Leclerc brindó con sus hombres y con algunos americanos que se les habían unido. Algo más tarde, llegó la noticia: la guerra había terminado.
Los republicanos españoles de La Nueve, entre los que se encontraban Moreno, Bernal, Arrúe, Lozano, Pujol y Hernández, vivieron con gran emoción el momento. Posiblemente con la misma emoción que sus compañeros, pero para ellos la guerra no había terminado. Todos esperaban continuarla en España, ayudados por las tropas vencedoras. Como muchos les habían prometido.
Contentos de haber podido participar en la última batalla, los hombres de Leclerc abandonaron Berschtesgaden al día siguiente, presionados por los americanos que no soportaban la presencia de aquellos soldados «franceses» sin grandes nociones de disciplina. Los oficiales americanos les reprochaban además el haberse dedicado al pillaje del búnker hitleriano. El capitán Dronne aseguraría más tarde que fueron sobre todo los G. I. los que desvalijaron el entorno, los que pretendían apropiarse de los numerosos objetos y los que deseaban sobre todo que los numerosos periodistas que llegaban vieran y entrevistaran solamente a los soldados americanos.
La mayoría de los soldados franceses y españoles, al salir de allí, llevaban en su equipaje diversos recuerdos de la morada de Hitler. Daniel Hernández, un ajedrez que vendería en París a un soldado americano por el equivalente de 10 000 euros hoy día. Otro, el cuadro de un gran pintor, recortado de su marco, cuya venta más tarde le serviría para montar un pequeño negocio, que a su vez le permitiría comprarse una casa y vivir correctamente en Francia, hasta el fin de sus días. Otros, una espada con remate de oro, libros antiguos de gran valor, objetos de plata, álbumes de sellos, cristalería tallada… Ningún soldado americano consiguió retirarles ninguno de aquellos objetos. Incluso cuando en algún momento se mostraron amenazadores, empuñando las armas. Sólo pudieron retirarles algunos de los numerosos camiones y vehículos alemanes de los que se habían apropiado. El alto mando francés aceptó abandonarlos porque tampoco quería ver la división transformada en una larga caravana «de estilo gitano». Del Nido de Águilas salió, sin embargo, una extensa caravana francesa. Entre sus soldados, sólo quedaban dieciséis españoles.
Los hombres de Leclerc descendieron las montañas con sus tanquetas al galope y fueron acantonados entre las riberas del Ammersee, cerca del lago Ammer, al sur de Múnich. El ambiente era jubiloso y festivo. El día 19 de mayo el general De Gaulle llegó en visita de inspección. La división se había reagrupado en el amplio terreno de aviación de Klosterlechfeld, con un fondo de Alpes nevados. Numerosos soldados recibieron medallas. Entre ellos, varios españoles.
Unas semanas después, el 22 de junio de 1945, en el bosque de Fontainebleau, cerca de París, el general Leclerc, destinado a un nuevo frente en Indochina, dijo adiós a sus soldados. El general traspasó el mando de la división al coronel Dio, uno de sus oficiales de la primera hora y visiblemente emocionado pronunció las palabras que ninguno de sus hombres olvidaría nunca. «Cuando sintáis flaquear vuestra energía, recordad Kufra, Alançon, París, Estrasburgo…».
Para los españoles de La Nueve fue un día amargo. La Nueve ya no era una compañía española sino franco–española. La mayoría de los compañeros habían caído y con el adiós a Leclerc, desaparecía la esperanza de volver a la lucha para liberar España.
Antes de la despedida, el general Leclerc les había pedido enrolarse con él para ir a la guerra de Indochina. Sólo unos cuantos españoles le siguieron. Los otros dijeron que en la guerra de Indochina no se les había perdido nada.
El 28 de noviembre de 1947, el general Leclerc moría en un accidente de avión. Un extraño accidente, según los españoles. Los supervivientes de La Nueve acompañaron el féretro en silencio. Pocos de ellos volvieron a verse. Todos guardaron un largo silencio.