(Ortega, el Mejicano)
«[…] Íbamos cantando a enfrentarnos a los alemanes».
Nací en Benaguacil, un pueblo a 20 kilómetros de Valencia, el 30 de agosto de 1917. Uno de mis abuelos era vasco. Mis padres se criaron en Valencia. Eran agricultores, tenían tierras y cultivaban legumbres y frutas, sobre todo cebollas y naranjas. A la región de Valencia se la llamaba entonces «el jardín de España» porque se cultivaba toda clase de frutas y legumbres. Hoy sigue siendo un verdadero jardín.
Mi padre era republicano y pertenecía a la Confederación Nacional del Trabajo. Yo era de las Juventudes Libertarias.
Cuando llegó la República yo tenía 14 años. No me acuerdo de la fecha. La mayoría de la gente del pueblo la recibió con mucha alegría. Había mucha emoción en toda España, mucha emoción. En el pueblo enseguida abrieron varias escuelas muy modernas donde se aprendía incluso el esperanto, la lengua internacional. En España, la República hizo muchas cosas importantes para el pueblo. Por eso la atacaron y quisieron hacerla desaparecer. Si los alemanes no lo hubieran ayudado, Franco y sus satélites no habrían ganado la guerra. Eramos muchos los que defendíamos la República y teníamos mucha fuerza pero nos faltó el armamento.
Cuando estalló la guerra, yo estaba en Teruel. Estábamos allí un grupo de Benaguacil que habíamos ido a trabajar, a recoger el trigo. Cuando llegó la noticia, yo no estaba con ellos y como no pudieron localizarme, mis compañeros recogieron toda la ropa, incluida la mía, y se volvieron rápidamente para el pueblo. Yo me quedé solo, y el amo, que se llamaba Fermín y era republicano, lo organizó para que saliéramos juntos de Teruel con un mulo y las herramientas, como si fuéramos a trabajar. Así pudimos pasar por delante del control sin que nos dijeran nada. Después, unos kilómetros más lejos, decidimos que él se quedaba allí y yo me marchaba a pie, campo a través, hasta donde pudiera llegar. Anduve unos cincuenta kilómetros, hasta que pude coger un coche que me llevó a Benaguacil. Cuando llegué al pueblo, todos me creían muerto. Allí, la mayoría de la gente me conocía por el nombre de «Tiroi».
Hice la guerra en Teruel, en Lérida y en el Ebro, formando parte de la artillería pesada. Estaba en el Quinto Ligero de Artillería. Me ocupaba de un equipo de camiones de transporte de municiones. Íbamos a buscar el material a Manresa y lo llevábamos al frente.
La batalla más dura fue la del Ebro. Allí participé en la construcción de puentes. No parábamos de construir y cada vez venía la aviación y los destruía. El río se llevó muchos, muchos cuerpos al mar. La artillería tiró tanto que la copa de la sierra de Pàndols fue reducida en más de un metro.
La Guerra Civil fue una guerra en la que luchamos sin armas y que duró veintisiete meses. En Francia, sin embargo, frente al mismo enemigo alemán, el Ejército francés fue vencido en muy pocos días. Y eso que decían que el Ejército francés era el mejor de Europa.
Pasé la frontera el 2 de febrero de 1939. La aviación alemana y la aviación franquista nos bombardearon hasta el último momento, por el camino. En pocos días llegamos a Francia más de medio millón de personas. A una mayoría nos dejaron en las playas como animales, sin ninguna protección contra el frío o la lluvia. Como animales. Lo único que podíamos hacer era juntarnos unos contra otros para protegernos del viento y del frío. En aquellos inmensos arenales nos agrupábamos miles de españoles.
Muchos de los heridos murieron por falta de cuidados médicos. Los enterraban en un cementerio que hicieron en uno de los campos. Un cementerio que algunos años después labraron, sin tener en cuenta nada. Hoy ya no queda ningún recuerdo de aquellos caídos por la República. Y fueron muchos miles.
A las mujeres se las llevaron a otros campos. Yo estuve en tres distintos, primero en Saint Cyprien, luego en Barcarès y más tarde en Argelès. En los tres nos moríamos de hambre. Había también un campo que era para los que querían irse con Franco. Allí parece ser que sí daban bastante bien de comer pero iba poca gente. Estuve en esos campos durante nueve meses. Nueve meses de miseria. Pasé tanta hambre que al final no podía ni ir al váter, estaba seco, como muchos de los que estaban allí. Mucha de esa gente murió.
Por entonces, México anunció que acogería a todos los republicanos españoles que quisieran irse para allí, pero en Francia no nos dejaban salir. Algunos lo consiguieron, pero muy pocos. En aquellos momentos nos sentíamos abandonados de todo el mundo. Estábamos muy desmoralizados, muy tristes.
Pocos meses después llegó la declaración de la guerra en Francia y enseguida vinieron a los campos para formar compañías de trabajo con los españoles. A mí me llevaron a una cantera. A un polvorín.
Cuando los alemanes invadieron Francia, me encontraba en la zona libre, pero sabía que si las cosas empeoraban vendrían a cogernos a todos. Para evitarlo y para ver si por lo menos podíamos comer, muchos nos fuimos a la Legión. Nos llevaron a África del Norte.
En África también había muchos españoles. Todos los que pudieron salir con barcos desde las costas del sur. A la mayoría de ellos los franceses los enviaron a trabajar a campos en el desierto, como Bou–Arfa, haciendo las vías del transahariano, un tren que tenía que cruzar el desierto. Allí estuvo trabajando Ricardo Sanz, el que había reemplazado a Durruti en Madrid. Yo le conocía bien. A Durruti, seguramente, lo mató por la espalda la Quinta Columna y menos mal que Ricardo Sanz y su primo pudieron salir con una barca para África porque si no los habrían matado también.
No estuvimos mucho tiempo en los cuarteles de la Legión porque enseguida nos llevaron a hacer la guerra de Túnez. Una guerra contra Rommel. Muy dura. La Legión quedó allí destrozada. Muchos murieron y muchos cayeron prisioneros. Yo creo que salí de esa guerra con cierta facilidad porque nunca he tenido miedo a morir. Siempre me he dicho que morir no es nada, que lo peor sería caer gravemente herido.
Cuando terminó la guerra, muchos de los supervivientes desertamos de la Legión y nos fuimos con el Cuerpo Franco de África que habían formado algunos oficiales próximos a la Francia Libre del general De Gaulle para luchar en Túnez. Fue entonces cuando conocí a Campos, un canario muy valiente y muy buena persona que era el que más se ocupaba de todos los españoles. Iba a buscarlos por todos sitios, los convencía para desertar y se llevaba camiones enteros para enrolarlos en las tropas de la Francia Libre.
Todos los españoles teníamos un nombre falso. A mí me llamaban el Mejicano. En las tropas americanas había mucha gente de América del Sur, de Chile, de México y con Leclerc también. Yo escogí el nombre de «José Ortega, el Mejicano», porque en el caso de que nos hicieran prisioneros, que no supieran que éramos españoles, porque siendo españoles y habiendo hecho la Guerra Civil, ya sabíamos lo que nos tocaba. En aquellos momentos ser español era difícil.
Fue en Marruecos, en la región de Temara, donde se formó la Segunda División Blindada. Era una división con más de 16 000 hombres de diversas nacionalidades, entre ellos muchísimos españoles. Los americanos nos dieron todo el material que necesitábamos, incluidos los half–tracks en los que íbamos nosotros. Estuve de instructor durante cinco o seis meses.
Los half–tracks eran coches blindados, semiorugas, con dos ametralladoras. Eran mucho más ligeros que los tanques y podían moverse a derecha o izquierda de ellos para protegerlos y más si eran tropas bien entrenadas como éramos los españoles. A nuestros blindados les pusimos los nombres de las principales batallas de la Guerra Civil, como Belchite, Guadalajara, Ebro y Madrid. El mío era el Teruel.
Cada español llevábamos también la bandera republicana española. Era de tela. Creo que fue Granell el que las consiguió. Ya nos había dado otra para luchar en Túnez. Unos la llevaban en el brazo, otros en el hombro. Otros la llevaban como redondelitos y luego, en Inglaterra, los tomaban por aviadores. Cuando algún compañero caía, si podíamos, lo enterrábamos con la bandera republicana.
Cuando se formó La Nueve yo no quise ser oficial, no quería ningún mando porque no me ha gustado nunca mandar. Entre nosotros, entre los compañeros de combate, nos arreglábamos muy bien. Todos teníamos la experiencia de nuestra guerra y sabíamos bien lo que teníamos que hacer sin que tuvieran que decirnos nada. Nos dirigíamos nosotros mismos. Los alemanes tenían miedo de encontrarse con nosotros. Eramos una compañía de choque y todos teníamos la experiencia de una guerra dura. Los alemanes lo sabían.
Durante el tiempo que estuvimos en Marruecos tuvimos una mascota. Era un mono que traía uno de los soldados y que terminamos por adoptar casi todos. Se llamaba Saud y venía también a hacer la instrucción cada día. Al final uno le hizo un fusil de madera y cuando íbamos a formar la compañía, él se ponía a nuestro lado con su fusil al hombro, como nosotros. Era casi tan alto como la mayoría de los soldados y muy inteligente. Tenía mucha gracia pero no tenías que engañarlo porque entonces se convertía en una furia. Por ejemplo, si metías una piedra dentro de un papel de caramelo, se vengaba destrozando todo lo que encontraba. Cuando íbamos a comer, él hacía la cola también, cogía un plato y le daban el rancho. Él no necesitaba cuchara, comía con la mano y mucho más rápido que nosotros.
Por las noches dormíamos en unas tiendas de campaña para dos y cada soldado llevábamos media tienda que uníamos en el momento de ir a dormir. Al montarla teníamos que llevar cuidado porque Saud entraba como una flecha y quitaba el puesto de uno y en ese caso era imposible hacerlo salir. Antes de dormir se tapaba también con la manta.
Cuando dieron la orden de salida, tuvimos que dejárselo a una familia en Rabat, porque no podía venir con nosotros. Me he acordado muchas veces de Saud. Todavía, sesenta años después, me acuerdo de él. Vivía con nosotros como un soldado más.
Una gran parte de la división salió entonces hacia Casablanca y embarcamos el material en más de treinta barcos. Los camiones y los blindados los instalamos arriba, en el puente, y los tanques abajo. Allí ya sabíamos que íbamos a enfrentarnos con los alemanes pero no sabíamos dónde. De lo que estábamos seguros es de que con la fuerza del material que llevábamos los alemanes iban a morir como ratones.
Los barcos nos llevaron a Gran Bretaña. Desembarcamos en Swansee. Los ingleses nos recibieron muy bien. Luego nos llevaron a Pocklington, cerca de York. Allí teníamos todo lo que nos hacía falta. Comíamos bien y nos dedicábamos a prepararnos con mucho ejercicio y al mantenimiento del material.
En el tiempo libre que teníamos empecé a cortar el pelo a unos cuantos y como no lo hacía mal y allí no había barberos, me dieron unas herramientas y me dediqué a cortar el pelo a toda la tropa. Incluso al general Leclerc y a Putz. A Dronne le arreglaba también la barba. El general Leclerc siempre quería darme algo de dinero pero yo no quise nunca. Cuando venía Putz hablábamos de la Guerra de España y siempre me decía que teníamos que ganar la batalla de Francia para luego ir a liberar España.
En aquel momento en Inglaterra estábamos instalados más de un millón de soldados, con los ingleses y los americanos, pero nadie sabíamos adonde iríamos a enfrentar a los alemanes porque todo era secreto. En aquel momento sólo se oían claves del estilo de «atención, atención, los pollos se han escapado del corral» y cosas así.
Cuando llegó la hora de irnos de Inglaterra, nosotros embarcamos en Primount. El material que tuvimos que embarcar era algo increíble. Después estuvimos algún tiempo en alta mar esperando la orden de desembarco. La infantería fue la primera en desembarcar para tomar el terreno.
Yo desembarqué en Sainte–Mère l’Eglise. Cuando pisé la tierra francesa me dije que ya estábamos en el mismo sitio pero ahora de forma muy diferente porque con todos aquellos blindados, los tanques, toda la fuerza móvil, todo el material, sabíamos que los alemanes lo iban a pasar muy mal. Nosotros desembarcábamos muy contentos. Nos fuimos a la guerra contra los nazis como si fuéramos a una fiesta. Íbamos cantando, aunque sabíamos que iba a ser duro y que a muchos nos iba a costar la vida.
La mayoría de los pueblos de la costa estaban destruidos. Todo estaba destruido, hasta los cementerios. Los bombardeos lo destrozan todo, es normal, las guerras no respetan ni cementerios ni personas. Era una guerra a muerte contra los alemanes. Había que ganar.
Un día nosotros mismos sufrimos un bombardeo de los aviones aliados porque nos confundieron y creían que éramos alemanes. Granell es el que nos salvó porque a pesar de que estaban bombardeando, salió corriendo para instalar en medio de la carretera un gran panel indicando que éramos las tropas de Leclerc. Enseguida lo vieron y eso nos salvó. Creo que muchos le debemos la vida.
A nosotros no hacía falta que nos mandara nadie. Dronne era nuestro capitán pero en realidad mandaba poco, nos bastábamos nosotros mismos. Hacíamos reuniones entre nosotros sobre la forma en que teníamos que atacar. Luego salíamos grupos de dos o tres con ametralladoras y bombas de mano, atacábamos las posiciones alemanas y regresábamos con los prisioneros. Era muy peligroso pero casi siempre nos salía bien.
Llegamos sin grandes problemas hasta las cercanías de París. Estando en las afueras, mientras nos enfrentábamos con los alemanes, llegó Leclerc preguntando por Dronne. Me fui a buscarlo y cuando llegó, el general le dijo que tenía que salir con la compañía hacia París, que teníamos que llegar aquella misma noche. Yo no había estado nunca en París.
Alcanzamos con rapidez el Ayuntamiento y nos instalamos a su alrededor, frente a los muelles del Sena y en todos los sitios estratégicos. Enseguida llegaron los maquis de la Resistencia y subían con nosotros y nos dirigían hacia donde estaban los alemanes.
Al día siguiente temprano limpiamos toda la zona, liberamos la calle de los Archivos donde todavía había fuerzas alemanas y después estuvimos en la plaza de la República donde había un cuartel ocupado todavía por una gran cantidad de alemanes. Después de un rápido enfrentamiento, nos llevamos detenidos a más de trescientos.
Allí tuvimos que ponernos duros porque muchos civiles que los insultaban intentaron también quitarles las botas y la ropa. Nosotros no los dejamos. No nos gustaba aquello, no lo encontrábamos noble. Después de toda la miseria que habíamos pasado nosotros por llegar hasta allí y una vez que toda esa gente estaba libre, no tenía por qué quitarles las botas a los prisioneros. Nosotros, en el frente, sí que les quitábamos relojes, anillos, plumas o cosas así, antes de entregarlos a los americanos, que se ponían muy contentos y nos daban muchas cosas a cambio porque así podían decir que eran ellos los que los habían cogido prisioneros. Un día, por un reloj que yo había cogido a un alemán, los americanos me dieron una pistola, un colt. En París, todos los prisioneros que cogíamos los entregábamos a los maquis y a los resistentes. Ellos se los llevaban.
Al día siguiente, cuando se celebró el desfile de la Victoria en los Campos Elíseos, La Nueve era la escolta del general De Gaulle. Nos pusieron allí porque creo que tenían más confianza en nosotros, como tropa de choque, que en otros. Había que ver cómo gritaba y aplaudía la gente. Al comenzar el desfile, vimos una gran bandera republicana española larga de veinte o treinta metros, alzada por un gran grupo de españoles que no paraba de vitorearnos. Poco después hicieron retirar esa bandera.
Después nos enviaron a descansar unos días al bosque de Bolonia, en las afueras de París. Estuvimos unas tres semanas y cada día venía muchísima gente a visitarnos, a saludarnos. Allí tuve ocasión de conocer y hablar largo rato con Federica Montseny, que vino con su compañero y con varios de la Confederación Nacional del Trabajo. Todos estábamos convencidos de poder ir pronto a liberar a España.
Los combates en Alsacia fueron muy rápidos. Cogimos Estrasburgo por sorpresa porque los alemanes creían que estábamos muy lejos y les caímos encima sin que se dieran cuenta. Llegamos tan rápido por el llano alsaciano que todavía había aviones en el aeropuerto y quemamos dos, a cañonazos.
Hizo mucho frío aquel invierno. Luchábamos a más de veinte grados bajo cero. Andábamos en medio de la nieve y el hielo. Tratábamos de movernos sin parar para luchar contra el frío. A muchos se les helaron los pies y los dedos de las manos. Sé que a algunos tuvieron que amputárselos. Murió mucha gente. Los tanques y los half–tracks no tenían que hacer ruido y teníamos que parar los motores. Pero de vez en cuando había que ponerlos en marcha para que no se helara el agua. Allí fue donde mataron también al coronel Putz. ¡Ah!, fue muy duro para nosotros…
No me acuerdo de muchos detalles pero luego cruzamos el río y continuamos sin grandes problemas hasta Berschtesgaden y hasta el búnker de Hitler. Yo no llegué hasta la casa de Hitler, me quedé en Berschtesgaden, pero los que subieron dijeron que el exterior estaba totalmente destruido. El interior estaba casi intacto. Muchos cogieron de allí lo que querían. Se trajeron muchas cosas. Todos los que subieron allí bebieron el champán con el general Leclerc. Todos sabíamos ya que la guerra estaba a punto de terminar. Tres días después lo anunciaron.
Nosotros pensamos entonces que llegaba la hora de ir a España. Teníamos muchas ganas, era como el que dice «voy a ir a mi casa». Yo habría estado muy contento de ir y de terminar la batalla en España. Pero no pudo ser… Yo no volví a España hasta que Franco murió.
Cuando volvimos, nuestra compañía se instaló en Voulx, un pueblo cerca de París. Allí nos desmovilizaron. Antes, el general Leclerc se había despedido de nosotros diciéndonos que nuestra división había trabajado bien, muy bien.
A él lo enviaban a Indochina y los franceses quisieron enrolarnos pero yo dije que no iba, que a mí no se me había perdido nada allí. Aquella guerra a nosotros no nos interesaba. Francia estaba ya liberada y se podía desenvolver sola. Fueron muy pocos españoles, cuatro o cinco. Yo recuerdo a uno que se llamaba Blanco y que murió allí.
Cuando nos reunieron nos ofrecieron también la nacionalidad francesa. Nos dijeron: «todos los que quieran ser franceses, que levanten la mano». Yo no la levanté. ¿Por qué tenía que querer ser francés? Yo había luchado por Francia y estimaba que después de lo que habíamos hecho yo era también francés, no nos podían decir que éramos extranjeros. En aquel momento habría podido elegir la nacionalidad que quería, francés, americano o inglés… pero yo nací en España, era de Benaguacil y quería seguir siendo español. Muchos años después, para facilitar la vida cotidiana, los papeles, el retiro y todo eso, me hice francés, también. Un francés de ocasión. Hoy soy español y francés y vivo en Francia y me voy a morir aquí. Pero me acuerdo mucho de España y de mi pueblo.
(Entrevista realizada el 5 de mayo de 2005).