(José Nadal Artigas)
«Nuestra llegada a París fue una gran fiesta…».
Soy catalán. Nací en Barcelona. Mi padre tenía un comercio de ropa en Sabadell. Nuestras ideas no coincidían demasiado. Éramos muy diferentes.
Cuando estalló la Guerra Civil, después de algunos enfrentamientos familiares, lo dejé correr todo y decidí marcharme al frente. Me alisté en el ejército republicano, en la Columna Durruti y posteriormente en la 26.ª División. Me nombraron jefe de Brigada política.
En aquel momento no había comunismo en España. Los que dicen otra cosa, mienten. Yo hice toda la guerra con los anarquistas. Con ellos defendí Barcelona y defendí Madrid. Cuando mataron a Durruti yo estaba allí, luchando. Me hirieron en Montenegrillo en 1937. Tenía entonces 20 años. Luché hasta el último momento, hasta que iniciamos la retirada.
El 17 de febrero de 1939 llegamos a la frontera francesa y cruzamos por el Perthus. Entramos todos los de la División Durruti, juntos. Fuimos los últimos en cruzar la frontera. Al entrar, los gendarmes que nos acogían nos desarmaron, nos cachearon y nos quitaron todo lo que llevábamos —chaquetas, anillos, relojes— y nos metieron en campos de concentración al aire libre, en la playa, sin barracas ni servicios sanitarios, sobre la arena, cercados por alambradas. En el campo me encontré con mi hermano Constant que también había hecho la guerra en España y no nos habíamos visto desde hacía tiempo. Estuvimos seis meses internados juntos en el campo de Argelès.
Todos estábamos vigilados por la tropa francesa y colonial. Si alguien intentaba escapar, los senegaleses tiraban a matar. Tenían el gatillo fácil. Murieron muchos. Los muertos eran enterrados en un viñedo cercano, en las afueras del campo, porque los municipios negaron el uso de sus cementerios. En aquella zona hay ahora un monumento dedicado a todos los que murieron allí.
La vida en el campo era dura. Por la mañana ya nos levantábamos mal porque no se podía dormir, unos porque tenían frío y los otros porque tenían demasiado calor. Los piojos y la sarna nos invadieron enseguida. Muchos heridos y muchos enfermos murieron porque nadie se ocupaba de ellos seriamente. Comíamos lo que nos daban, la mayoría de las veces sopa. Frecuentemente teníamos diarreas. Pasábamos mucha hambre, pero entre los españoles había solidaridad. Yo estaba con un grupo de catalanes que tratábamos de ayudarnos y siempre íbamos juntos. Al lado teníamos a un grupo de andaluces que también se habían unido y se ayudaban bastante. La mayoría de la gente se reunía así, en grupos diversos.
Después de seis meses de encierro estábamos tan hartos que un día decidimos arriesgarnos y escapar. Con mi hermano y unos amigos entramos en el mar y cada uno se fue por su lado. Algunos salimos tres o cuatro kilómetros más lejos. Allí nos encontramos con unos campesinos que al oírnos hablar catalán nos ayudaron. Mi hermano se fue por otro lado y no llegamos a encontrarnos. Los campesinos nos dieron de comer y nos vistieron, yo creo que porque éramos catalanes, como ellos. Luego nos fuimos a Lyon para ver a un diputado socialista que nos habían recomendado y que nos dijo que sólo había posibilidad de trabajar en las minas. No había otra alternativa. Aceptamos y estuvimos en Saint–Etienne trabajando en la mina al lado de muchos españoles que habían sido escritores, médicos, cirujanos, profesores, de todo.
Cuando dejamos la mina, unos meses después, nuestra única posibilidad era enrolarnos para ir a la guerra con los franceses o nos devolvían a España. A Companys acababan de matarlo en Montjuïc… Me junté con algunos compañeros y les dije que teníamos que coger un barco e irnos a Marruecos. Poco después conseguimos embarcarnos rumbo a Casablanca.
Al llegar allí no pudimos escapar de las autoridades francesas que nos obligaron a alistarnos en la Legión. Lo aceptamos como un mal menor porque al fin y al cabo los franceses en aquel momento eran también enemigos de los alemanes, como nosotros. Luego, cuando Francia firmó el armisticio y se convirtió en aliada de los alemanes, un grupo de amigos decidimos desertar.
En aquel momento estábamos destinados en Senegal y después del fracaso de De Gaulle en Dakar, organizamos la fuga y nos marchamos con todo nuestro equipo, incluidas las armas, en busca de las tropas franco–británicas que luchaban contra el Eje en las colonias francesas de África ecuatorial.
Al escaparnos, fuimos perseguidos como desertores y tuvimos que ir escondiéndonos, andando por la noche y durmiendo durante el día. Tardamos casi un mes en recorrer a pie los 4000 kilómetros que nos separaban de las unidades gaullistas que estaban en Brazzaville. Allí nos alistamos en una unidad de la Legión Extranjera que se había unido a De Gaulle y con esas tropas luchamos en Sudán, Siria, el Líbano y sobre todo en la batalla de Bir–Hakeim, en Libia, donde la 13.ª Brigada Media de la Legión Extranjera, donde había muchos españoles, se destacó defendiendo la retirada del VIII Ejército británico.
Las tropas de la Francia Libre en las que íbamos nosotros, consiguieron llegar a Marruecos y Argelia poco después del desembarco aliado en África, después de haber cruzado los 4000 kilómetros de desierto luchando contra las tropas italianas y las dificultades del terreno.
Ya en Argelia nos enteramos de que se estaba preparando un Cuerpo Franco de África, comandado por Putz, un coronel de las fuerzas de la resistencia española, un ex–combatiente de las Brigadas Internacionales. La mayoría de los españoles desertamos y nos fuimos con él. El Cuerpo Franco era un batallón irregular de 3000 hombres, casi todos españoles, que no tardó en enfrentarse con el Afrika–Korps de Rommel, en Túnez. Luchamos desde diciembre de 1942 hasta el 7 de mayo de 1943, fecha en que entramos en Bizerta. La unidad se disolvió poco después.
En Argelia me ocurrió algo increíble: formando la unidad, en un pueblo oigo voces y me parece la voz de mi hermano. Me dije que no era posible. Y sí, era él, llevábamos tres años sin vernos. Desde aquel momento ya no nos separamos. Hasta que lo mataron.
Cuando la unidad se disolvió, tras vencer a los alemanes, los españoles podían escoger entre integrarse en las unidades regulares del general Giraud, que era el ejército de Pétain, o las tropas gaullistas integradas a las órdenes del general Leclerc. Casi todos los españoles elegimos a Leclerc.
Con Leclerc nos fuimos a Sabratha primero y luego a Temara, donde comenzó la formación de la Segunda División Blindada, integrada sobre todo por árabes y españoles, además de algunos franceses. Los españoles procedían del Cuerpo Franco, de los desertores de la Legión y de los campos de concentración del norte de África.
Se rumoreaba que iban a crear un cuerpo español con unidades independientes y que estas lucharían bajo bandera republicana española, pero esto no llegó a concretizarse. La Nueve fue la única que estaba casi totalmente integrada por españoles y la única que llevaba la bandera republicana junto a la bandera de la Francia Libre.
La división, que contaba con cerca de 17 000 hombres, estaba integrada en el dispositivo del Tercer Ejército americano, al mando del famoso general Patton, un hombre que no quería ver negros en nuestra división pero que en el desembarco del 6 de junio «mató» a miles de los que llevaba en sus divisiones.
El general Leclerc no era así. No era nada racista. Respetaba a todo el mundo y nos apreciaba a todos. Antes de un ataque, bajaba de su half–track y se acercaba a los hombres para ofrecerles un cigarrillo. Después él se ponía en cabeza. Desde que nos había visto luchar, creo que tenía un gran respeto a los republicanos españoles.
Leclerc puso nuestra compañía al mando del capitán Dronne, un oficial que había sido herido en Trípoli y que era un verdadero zorro. Dronne mandaba una patrulla con mi hermano. La Nueve llevaba la vanguardia de los ataques y era la última en retirarse para proteger los repliegues.
En una de las batallas, en Écouché, un enclave estratégico esencial para las fuerzas alemanas, el capitán cometió un error que costó la vida a mi hermano y a mí que me hirieran en la cabeza. Estábamos muy cerca y vi cómo mi hermano, que con bombas de mano había puesto fuera de combate a varios alemanes, recibía una ráfaga en la cabeza, como yo.
Cuado me desperté estaba en el hospital. Estuve allí 24 horas. Hasta que un teniente me dijo que mi hermano había muerto. Enseguida salí del hospital dispuesto a matar a Dronne. Fueron mis compañeros quienes me lo impidieron. Después de la guerra, sin embargo, no sé cómo fue, nos hicimos amigos y después amigos de su familia. Todos me daban grandes abrazos cuando nos encontrábamos. La amistad duró ya hasta su muerte.
Mi hermano recibió la medalla militar a título póstumo y fue citado con la Orden del Ejército.
Hice la guerra contra los alemanes, odiándolos. Maté a muchos de ellos. Los mataba cuando los veía armados y sobre todo cuando descubría que eran SS. Capturamos a muchos prisioneros. Primero los entregábamos a los americanos, pero luego se los vendíamos.
Después de liberar Normandía, llegamos hasta París. Los americanos querían que nos paráramos en las afueras y dieron la orden a Dronne, nuestro capitán. Cuando llegó Leclerc le dijo que no tenía por qué acatar órdenes estúpidas y que entrara rápido en la capital, con nosotros. Dronne cogió a todos los españoles y a algunos franceses. Y con una sección de tanquetas y otra de tanques, llegamos hasta el mismo Ayuntamiento.
Fue sencillísimo. Como una fiesta. La gente nos vitoreaba por todo el camino, corría a nuestro lado, lloraba, aplaudía, saludaba, cantaba. El entusiasmo era increíble. Parece ser que por todos sitios cantaban «La Marsellesa», pero nosotros, con el ruido de los vehículos, no oíamos nada.
Poco después de llegar al Ayuntamiento comenzaron a sonar las campanas. Nosotros, aquella noche ya no nos movimos de allí. Cuando llegamos, la gente venía a preguntarnos si éramos franceses, y cuando les decíamos que éramos españoles, no se lo creían. Incluso vino un capitán de gendarmería y me preguntó: «Monsieur, ¿usted es español?». Y yo le dije: «Sí, ¿y usted?». «Yo soy gendarme», me dijo. «Ah, gendarme»… Pero yo no sabía qué era aquello, no sabía qué quería decir, no lo había oído nunca. Fue una gran fiesta aquella noche.
La cosa se envenenó al día siguiente, cuando los alemanes salieron. Habían puesto dinamita en diversos puntos de París y empezaron a atacar en Los Inválidos. Durante toda la mañana hubo enfrentamientos muy fuertes y muchos muertos. Hasta que el general Von Choltitz firmó la rendición.
Después estuvimos descansando en el bosque de Bolonia. Teníamos allí también al capitán Dronne y a un joven teniente que tenía cara de cura y que se acercaba a nuestras tiendas furioso porque en cada una estábamos con una mujer. Un día vino a despertarnos a las seis de la mañana para que formáramos de inmediato. El joven teniente nos dijo: «¿No queríais hacer gimnasia?, pues venga, a hacer gimnasia». Le dijimos que saliera corriendo rápido porque la gimnasia la iba a hacer él. Tuvo que venir Dronne y calmar la cosa. Nos dijo que lo dejáramos pasar. Después, a ese teniente le salvé la vida dos veces y siempre que nos encontramos da muestras de alegría. Él era muy joven, como muchos de los que entraron en París y no sabían nada de la lucha. Si no hubiera sido por nosotros, la mayoría de ellos habría muerto. Ellos mismos lo dicen.
Cuando salimos hacia la campaña de Alsacia, en Andelot cogimos más de 300 prisioneros alemanes. Durante el combate, un cascote de metralla me destrozó el casco. Fui herido de nuevo en Châtel–sur–Moselle. Allí, la metralla me alcanzó en el pecho, muy cerca del corazón. Tan cerca que no pudo ser extraída y ahí dentro la tengo.
Después de otros enfrentamientos, conseguimos llegar y liberar Estrasburgo. Aquello fue algo muy importante para todos nosotros porque allí cumplimos el juramento de Kufra que había hecho el general Leclerc.
Cuando llegamos a Alemania fuimos ocupando todos los pueblos, hasta llegar a Múnich. Al llegar, alguien nos dijo que en una cueva había muchos españoles. Fuimos a ver y descubrimos que eran españoles de la División Azul que se habían escondido allí. Eran unos treinta. Nos dijeron que se habían enrolado voluntarios con Franco. Desaparecieron todos.
Seguimos avanzando, sin apenas resistencia. Hubo enfrentamientos en Nuremberg, pero de esa zona se encargaron los americanos.
Pocos días después, tras algunos enfrentamientos bastante duros con jóvenes hitlerianos que defendían el búnker de Hitler, nuestra compañía llegó hasta el mismo Nido de Águilas, al mismo tiempo que anunciaban el final de la guerra. Lo celebramos en el mismo búnker de Hitler, que había sido bombardeado. Algunos compañeros se llevaron recuerdos de allí. Uno, sábanas con las iniciales de Hitler, otro, un ajedrez, cosas así. Yo no quise llevarme nada.
Nosotros teníamos la esperanza de seguir la lucha en España. Nos lo habían prometido, nos habían dicho que cuando terminara la guerra entraríamos en España a terminar la guerra. Leclerc lo había dicho y yo creo que lo deseaba, pero se lo impidieron. Los españoles estábamos dispuestos, teníamos todo el armamento y cuando todavía no estábamos desmovilizados nos decían: «pronto iremos a España, pronto». Hubo españoles que estuvieron tan desesperados al ver que no llegaba esa ayuda que perdieron la cabeza y se marcharon a la frontera, sin querer oír nada más… Los mataron a todos. Parece ser que hubo chivatazos y todo eso. A mí me dijeron que no fuera, que los habían matado a todos.
Me desmovilizaron en el mes de julio de 1945. Antes me habían ofrecido ir a Indochina pero yo les dije que a mí los chinos no me habían hecho nada. Preferí quedarme en París.
(Entrevista realizada en marzo de 1998).