La política y la historiografía francesa han olvidado o minimizado la participación de estos hombres en la lucha contra la barbarie. Todavía hoy, notables historiadores siguen ignorando en sus trabajos la importante presencia de los combatientes españoles en las fuerzas francesas durante la Segunda Guerra Mundial.
Poco a poco, sin embargo, se va demostrando que no fueron «un puñado», ni «unos cuantos», ni «algunos soldados» los que integraron esas fuerzas, sino miles y miles de hombres, errantes de patria y dispuestos a continuar la lucha por la libertad. Muchos miles de ellos murieron en ese combate.
Los supervivientes españoles, vencedores junto a los aliados en la gran contienda internacional, recibieron la victoria al mismo tiempo que la traición: las grandes potencias habían negociado ya con el franquismo. El nuevo orden eliminaba la esperanza de liberar España. Los soldados de ocho años de combate enfrentaron la paz con el sabor de una gran injusticia, presintiendo el comienzo de un oscuro y largo invierno.
Germán Arrúe conoció a la joven francesa que luego sería su mujer en París, en los días de la Liberación. En Voulx, donde La Nueve había sido instalada a su regreso de Alemania, volvieron a verse. En el pueblo, donde la compañía estuvo cuatro meses, los franceses reunieron a los españoles y les dijeron: «Todos los que quieran ser franceses, que levanten la mano». Arrúe se indignó: «Yo no la levanté. Yo había luchado por Francia y después venían a decirme si quería ser francés. Después de lo que habíamos hecho no podían decirnos que éramos extranjeros».
Cuando se reincorporó a la vida civil —sin patria, sin hogar, sin familia, sin profesión, sin reconocimiento, como todos sus compañeros— intentó trabajar como peluquero: «Había aprendido la profesión cortando el pelo a unos y a otros y había tantos, que cada vez lo hacía mejor. Me cogieron para trabajar en una peluquería de la calle Rivoli. Yo trabajaba más rápido que los otros y la gente quería venir conmigo… Pero aquello terminó aburriéndome y me marché». Arrúe se casó y se fue con su mujer a Lyon. Después de trabajar en una fábrica de ladrillos durante tres o cuatro meses, decidió que prefería ser chófer. «Como conducía muy bien, preferí irme a conducir camiones. Durante treinta años estuve rodando de un lado para otro con camiones de más de 30 toneladas».
Sus últimos años, Germán los vivió en el País Vasco francés, en casa de otro hijo, con la nostalgia de la pérdida de su mujer y de una hija a la que adoraba. Benaguacil y España eran su otra gran añoranza. El viejo anarquista murió en julio de 2007. Sus cenizas reposan en el cementerio de Benaguacil.
Al final de la guerra, Rafael Gómez volvió a Argelia para reunirse con su familia en Orán. Allí conoció a una bella oranesa de origen español con la que se casó poco después. Rafael volvió a su profesión de zapatero. Años de mucho trabajo. Nadie les facilitó la vida. Nacieron cuatro hijos, tres chicas y un chico. En 1957, hartos de dificultades, Rafael y su esposa decidieron emigrar al hexágono y se instalaron en Alsacia, cerca de Estrasburgo. Dos años como zapatero hasta que consiguió entrar como obrero en la fábrica Citroën. Por las noches, Rafael iba a la escuela profesional. Volvía a casa a las diez y media y volvía a comenzar a las seis de la mañana. Consiguió un diploma OP1 que le permitía una notable mejora profesional. Hasta su retiro, trabajó con cargos diversos en la industria del automóvil. Rafael hablaba poco de su vida de combate. En realidad, nada, según su esposa. Sus hijos, franceses, ignoraron durante mucho tiempo que su padre había sido uno de los hombres de La Nueve. Sólo recientemente, a través de la historia de su padre, largo tiempo ignorada, descubren un placer en reivindicar sus raíces españolas.
Daniel Hernández aceptó ir a Indochina con el general Leclerc. «Pasé mucho más miedo que en todo el tiempo que luché contra los alemanes. Allí murieron varios compañeros españoles. Cuando volví, en 1947, conocí a la que pronto sería mi mujer. Nos casamos al cabo de seis meses, en Nanterre». Se casó vestido de uniforme porque no tenía ningún otro traje que ponerse. «A la boda asistieron casi todos los españoles supervivientes de La Nueve. Mi suegro tenía una fábrica de porcelana. Trabajé con él durante muchos años. Cuando falleció, cogí la dirección de la fábrica». Vivían en las afueras de París. El matrimonio tuvo dos hijas. Su esposa murió de un cáncer algunos años después. Al cabo de cierto tiempo, Daniel volvió a contraer matrimonio. Durante toda su vida asistió a las conmemoraciones de las numerosas batallas en las que participó. «Siempre fuimos bien recibidos por las otras unidades. Yo creo que muchos veteranos han tenido y siguen teniendo un respeto por La Nueve. Ellos saben bien lo que hemos hecho pero el que no se nos haya destacado es por una cuestión de celos. Para la mayoría, el que fuéramos nosotros los primeros que entramos en París fue algo humillante. En realidad, nosotros hicimos lo que tenían que haber hecho ellos. Por eso prefieren olvidarlo». Daniel murió en Arcachon el 27 de septiembre de 2002. Había recibido numerosas medallas (Cruz de Guerra con estrella de bronce, medalla de la Resistencia, medalla de la Francia Libre, Presidential Citation americana, etc.), pero no la Legión de Honor, «porque no había sido herido en combate».
El gaditano Manuel Lozano (Queiroz Ruiz, sus verdaderos apellidos) conservó toda su vida un ceceante acento andaluz. De la guerra salía con la decepción de no continuar la lucha en España, con una Cruz de Guerra, cuatro menciones y varias medallas militares. Algo que según él no le servía para nada. Reincorporado a la vida civil se dedicó a trabajar como obrero de la construcción en París, ocupándose un poco de todo: albañilería, pintura, carpintería. Enamorado de una francesa de origen estoniano que conoció durante la liberación de París, se casaron poco después. Junto a ella, durante cincuenta años, Manuel se consideró siempre un hombre feliz. Su tiempo libre, Manuel lo dedicaba a sus amigos —en su mayoría anarquistas— y a sus dos pequeñas pasiones: la pintura y la poesía. No tuvieron hijos. La muerte de su compañera lo dejó con una gran tristeza que arrastraba cortésmente, sin ningún lamento. Todo el barrio conocía su figura erguida y frágil. De vez en cuando, cuando se sentía «un poco triste», bajaba hasta la guardería que había al lado de su casa y donde lo conocían muy bien y jugaba un poco con los niños. Los pequeños lo adoraban. Manuel seguía pintando un poco y desgranando pequeños poemas: «Cuatro muros y un techo, sin ojos que te miren, sin labios que te ofrezcan una sonrisa». Algunos meses antes de su muerte, fatigado de los centros de ancianos a los que le enviaban, dudó ante la posibilidad de volver a España. Al final dijo no, con una sencilla pregunta: «Me gustaría, pero ¿adónde voy a ir? No tengo a nadie, no conozco a nadie…».
Fermín Pujol fue desmilitarizado en julio de 1945, después de haberse negado a ir a Indochina. Tampoco pensaba volver a España. «Lo del valle de Arán fue un chivatazo. Los mataron a casi todos». En París encontró una habitación y enseguida buscó trabajo. Se presentó en la fábrica Renault, proponiéndose como pintor de coches. Le dijeron que no podían darle trabajo, ya que no era francés… Pujol sacó una carta del capitán Dronne y entonces le dijeron que la presentarían al director y que ya le avisarían. Pujol se limitó a contestarle: «Míreme bien porque mañana por la mañana, pase lo que pase, estaré aquí para trabajar». Al día siguiente se presentó. Comenzó a trabajar de inmediato. Poco después un contramaestre «bastante racista» con el que tuvo una discusión le llamó sale étranger. Fermín le rompió una pala en la cabeza. El contramaestre tuvo que ser llevado al hospital. Convocado ante la dirección, Pujol se limitó a decir: «Ese hombre me había insultado. ¿Qué querían que hiciera?». El jefe del personal había pertenecido a la Segunda División Blindada: se limitó a cambiar de puesto a Pujol. El catalán trabajaría allí durante treinta años. Casado con Amalia, una extremeña que había prometido no casarse nunca con un catalán, tuvieron una hija que murió a los 4 años. Años duros para la pareja. Algunos amigos de La Nueve estuvieron cerca. Tras la muerte de Franco, en 1978 Fermín quiso volver a España. «Al volver me di cuenta de que aquella España no tenía nada que ver con la España que yo recordaba y deseaba. Decidimos quedarnos en Francia». Cuando llegó la hora del retiro, la pareja dejó París y se instaló en Normandía, en Argentré, un pequeño pueblo cercano a Écouché. Fermín Pujol murió el 24 de junio de 1998. Reposa en un cementerio de los alrededores de París, junto a su hermano y su hija.
Al volver a la vida civil en París, Luis Royo fue acogido en casa de un amigo de Llansá, que tenía una peluquería cerca de los Campos Elíseos. Le había ofrecido quedarse en su casa hasta que encontrara trabajo y un lugar donde vivir. Pronto encontró trabajo en un taller de mecánica y una habitación para instalarse. Al cabo de un tiempo decidió hacer unos cursos para entrar a trabajar en la Citroën, donde pagaban mucho mejor. Consiguió el puesto. Más tarde, algunas promociones hasta llegar a ser jefe de equipo. Casado y viudo dos veces, Luis Royo tiene dos hijas y un hijo. Siempre tuvo contacto con el capitán Dronne y con algunos de sus compañeros, con los que se reunía con regularidad, en comidas y conmemoraciones diversas. En los últimos tiempos, sólo guarda contacto con Manuel Fernández, con el que habla por teléfono todas las semanas. Royo fue el único miembro de La Nueve que pudo recibir el primer homenaje oficial de la alcaldía de París y del Gobierno español, en 2004, con motivo de la instalación de una placa en memoria de los republicanos españoles de la Columna Dronne, en el muelle Henri IV, cerca de la alcaldía parisina. Desde hace muchos años, Royo vive en una barriada tranquila de los alrededores de París.
Tras su desmovilización, Faustino Solana se quedó en París, trabajando como peluquero. Se ganaba la vida correctamente, y hablando con los clientes aprendió poco a poco el francés. En 1950, visitando a un amigo que vivía en el pueblecito de Elbeuf, en la Alta Normandía, conoció a la que pronto sería su esposa, y decidió quedarse en la región. Allí vivió, instalado como peluquero, en un ambiente de gran camaradería con numerosos amigos de la pareja, todos franceses. Ellos fueron allí su familia. Para todos ellos, que lo apreciaban mucho, Faustino era «el amigo anarquista». Durante años, Faustino siguió manteniendo contacto con algunos de los antiguos compañeros de La Nueve y de la Segunda División Acorazada, participando una o dos veces al año en diversos actos conmemorativos. Volvió por primera vez a España y a su ciudad, Santander, en 1962, con pasaporte francés y acompañado por varios de sus amigos franceses. No tuvo problemas. Siguió haciendo algunos viajes, yendo con regularidad cada dos o tres años.
Manuel Fernández, gravemente herido en Normandía, pasó largos meses en el hospital militar de Val de Grâce, en París. Algunas familias iban a visitarlo con regularidad y cuando fue posible, lo invitaban a salir para comer el domingo fuera del hospital. Una de estas familias tenía una empresa de tapicería y ofrecieron a Manuel un trabajo y enseñarle la profesión, en cuanto le dieran el alta. El joven asturiano no lo dudó. En cuanto pudo reintegrarse normalmente a la vida civil, comenzó el aprendizaje. La misma familia le consiguió un contrato con el Ministerio de Trabajo y el Gobierno pagó durante un año a los patronos por enseñarle un oficio, y estos le pagaban a él un sueldo normal, aunque estuviera aprendiendo. Al cabo de un año, los mismos patronos le consiguieron un empleo mejor, como tapicero–decorador en las Galerías Lafayette. Allí trabajaría el resto de su vida profesional, muy respetado, asegura el mismo Manuel. Cuando había trabajos delicados, encargos de clientes exigentes —como los barones de Rothschild o equivalentes—, Manuel era uno de los que enviaban. Por aquella época conoció en una cena a una bella bretona que era secretaria de redacción en la Agencia France Presse de París. La bretona y el asturiano se casaron poco después. No tuvieron hijos. Han vivido juntos más de sesenta años. Cuando su esposa, Paulette, tuvo dificultades de salud y apenas podía moverse, los dos decidieron vender su bella casa en Bretaña, donde vivían desde 1966, para irse juntos a una residencia de ancianos, no lejos del paisaje que les había rodeado. Manuel se ocupó de ella hasta el último momento, sacándola a pasear cada día en la silla de ruedas, mañana y tarde, por el amplio jardín de la residencia. Tras la muerte de su esposa, en la primavera de 2007, Manuel, por orden del médico, continúa los paseos por la orilla del pequeño lago del parque. Varias veces al día. En solitario. Reviviendo recuerdos.
Con Víctor Lantes teníamos una cita para ampliar su testimonio de combate y hablar un poco de su «salida» de guerra y su incorporación a la vida civil. Su muerte impidió el encuentro. Desde el exterior, daba la impresión de un hombre satisfecho de su vida. Se le veía con una bella complicidad con su esposa, contento de tener cerca a sus hijos y a sus nietos y todavía con una salud que le llenaba de optimismo. Se le veía muy interesado por todo lo que ocurría a su alrededor y en el mundo. Su mejor amigo era uno de sus compañeros de combate. Los dos amigos y sus familias se reunían todos los años para pasar juntos unos días. Víctor había celebrado con una gran fiesta, a la que había invitado a sus numerosos amigos, los sesenta años de matrimonio. Murió unas semanas después.