(El Volcán)
«Me llevé como recuerdo un juego de ajedrez del Führer».
Estaba pescando con mi padre en la playa de los Pescadores, a veinte kilómetros de Orán, cuando vimos llegar unos barcos y vimos desembarcar una gran cantidad de soldados. Mi padre tuvo mucho miedo. Primero creímos que eran tropas alemanas o que eran las tropas de Franco —porque me pareció oír hablar español— y nos escondimos detrás de unas dunas. Pronto nos dimos cuenta, por sus uniformes y por una bandera con estrellas como las que yo veía en alguna película del Oeste, que eran americanos, pero debían de ser de Tejas o de California porque hablaban español. Como en la región de Orán los habitantes eran de origen español, los americanos habían enviado un cuerpo expedicionario hispano.
Enseguida entramos en contacto con ellos y yo mismo los guie hasta un pueblo del interior que estaba a cuatro kilómetros y donde había baterías de guerra de la 64.ª Artillería de Orán —que más tarde se uniría al general Leclerc—. Fui a ver a un teniente que yo conocía muy bien porque le vendíamos pescado y le dije que los americanos habían desembarcado, que no había habido enfrentamientos, que no habían pegado ni un tiro y que el coronel Ramírez que dirigía la tropa me había dicho que si se rendían no les harían nada. El teniente dijo enseguida que sí, que él no tenía nada contra los americanos. Me dijo también que no habría sido lo mismo si hubieran sido ingleses porque estos habían bombardeado Mers el–Kebir y habían matado a más de 2000 soldados franceses en 1940. Precisamente por eso, los americanos, que estaban aliados con los ingleses, prefirieron que fueran tropas americanas las que desembarcaran en el norte de África. Yo ya no me separé de los americanos. Tres días después me fui con ellos, enrolado en uno de sus batallones de infantería. Me faltaban dos meses para cumplir 17 años.
Mi familia era de Almería. Yo nací allí el 6 de enero de 1924. Mi padre era pescador, pero como había poco trabajo se fue como fogonero en un barco mercante.
En 1930, como seguían las cosas muy difíciles, toda la familia emigró a Argel y nos instalamos en el barrio de la Marina, donde vivimos con muchas dificultades y mucha miseria. Un año después nos trasladamos a Orán, donde trabajaba un hermano de mi padre que también era pescador. Llegamos allí sin nada y tratábamos de ganarnos la vida pescando clandestinamente. No recibimos ninguna ayuda. Ni los españoles ni los franceses de origen español querían saber de nosotros.
A pesar de las muchas dificultades, mi padre consiguió comprar un carrito y un caballo para repartir el pescado.
Mi padre era uno de esos pescadores andaluces que creían en la Virgen del Carmen y que no cortaban el pan sin haberse persignado antes, pero que al mismo tiempo tenía ideas republicanas y seguía de cerca las noticias sobre la Guerra Civil. Era un hombre que sabía leer y, como había muy pocos que leían, se reunía con algunos en la puerta de la casa y, a la luz de una vela o un quinqué, acompañados con una botica de vino y un poco de pescado salado, les leía el periódico y les contaba y comentaba lo que ocurría en el mundo.
En Orán, donde había un alcalde que era cura y petainista y estaba apoyado por muchos fascistas, fueron desembarcando muchos refugiados que llegaban de Almería, Alicante o Valencia, muchos en barcas de pesca y veleros. Todos estaban considerados como rojos y a muchos de ellos se los llevaban a campos de concentración situados en el sur de Argelia y los tuvieron allí hasta que desembarcaron los americanos, que fueron los que liberaron los campos. Nosotros sabíamos que en los campos los trataban muy mal.
Como los puertos estaban requisados por causa de la guerra, mi padre y yo teníamos que irnos a pescar a 20 kilómetros de Orán. Fue en la playa donde precisamente íbamos a pescar que nos encontramos con el desembarco americano.
Cuando me enrolé con ellos nos fuimos a Túnez a luchar contra las tropas de Rommel que intentaban conquistar África del Norte. Recorrimos más de mil kilómetros en camiones, armados con fusiles. Cada vez que parábamos, nos iban enseñando a utilizarlos. Yo no había cogido nunca un fusil pero en pocos días nos enseñaron. Ellos manejaban muy bien las armas aunque nunca habían combatido. Era la primera vez que iban a entrar en combate. Yo también. Apreciaban a los españoles y a mí especialmente porque me veían muy joven. Fueron ellos los que liberaron a los españoles de los campos de concentración franceses en África.
Después se formó el Cuerpo Franco de África, compuesto por tres batallones, el primero, el segundo y el tercero, formados en Marruecos, Argel y Orán, constituidos en un 80 por ciento por españoles. Más tarde, los españoles del primero y del segundo pasaron al tercero y así formaron un batallón completo de españoles al mando del almirante Buiza y del coronel Putz.
En Túnez, frente a Rommel, se demostró la superioridad anglo–americana y la modernidad de su armamento, tanto en blindados como en aviación. En los enfrentamientos conseguimos la rendición de más de 300 000 soldados alemanes.
En Bizerta presencié la llegada del general Leclerc, que venía del Chad y de Fezzan con una columna que se había hecho famosa. Su columna fue muy aplaudida por todos. La más aplaudida.
Fue allí, en Túnez, donde nos dijeron entonces que todos los que combatíamos con los aliados en territorio francés debíamos ser desmovilizados o teníamos que enrolarnos en las Fuerzas Francesas Libres de De Gaulle o en las del general Giraud. Los españoles nos enrolamos en las fuerzas de De Gaulle. Leclerc recuperó en Túnez los tres batallones de los Cuerpos Francos que estaban al mando del coronel Putz. En aquel momento yo también lo hice, pero con el alma partida porque habría preferido quedarme con los americanos. Yo quería luchar con ellos y luego irme a América. No fue posible y me enrolé con varios compañeros —Granell, Campos, el Gitano, Bamba y Ortiz— el 29 de mayo de 1943, voluntario por la duración de la guerra.
Las nuevas fuerzas que llegaban a la Francia Libre reemplazaron a los soldados negros del Regimiento de Marcha del Chad. Los soldados indígenas fueron dejados de lado —por órdenes superiores—, después de haber combatido tres años con el general Leclerc. Dicen que el general Leclerc no estaba nada contento, pero no pudo hacer nada.
Por problemas entre Leclerc y Giraud, Giraud, que mandaba en la zona, nos expulsó y nos envió a Sabratha, en Libia. Allí estuvimos hasta que se recibió la orden de dirigirnos a Temara, entre Rabat y Casablanca, donde se formó la Segunda División Blindada.
Allí se formaron los batallones y las compañías y durante seis meses no paramos de hacer maniobras. En La Nueve, formada por soldados españoles, teníamos un turuta que venía del tercio y cada mañana tocaba el despertar a la española. En realidad, todo era español: los soldados, los mandos, las órdenes y las conversaciones. Todos los españoles querían venir a La Nueve pero era imposible porque la compañía estaba completa. Éramos 156 hombres con 14 vehículos autoametralladoras llamados half–tracks, dos jeeps y un tanque. El half–track era un blindado semioruga, con cadenas, dos ametralladoras y diez hombres a bordo.
La Nueve tenía algo especial que no encontrabas en las otras compañías y creo que era la mezcla de hombres más jóvenes y más viejos, todos con una fuerza y un ardor de vencer que no tenían los franceses. Los españoles más mayores, que tenían mucha experiencia, nos ayudaban y nos aconsejaban, «ten cuidado», «no te atrevas a esto», «no corras tanto», «despacio»… Siempre estaban atentos y creo que salvaron muchas vidas.
Durante el tiempo de preparación, las maniobras se hacían con tiro real, con artillería real, y esto ocasionó muertos y muchos heridos. En poco tiempo todo el mundo sabía hacer de todo: conducir un half–track, un tanque, utilizar todas las armas, ligeras o pesadas, reemplazar a cualquiera de la compañía en todos los puestos.
En los primeros tiempos teníamos muy poca comida porque todavía no estábamos suministrados por los americanos. Nos moríamos de hambre. Yo tenía 19 años y me comía hasta las piedras. Un día bajé hasta la playa —estábamos en el Atlántico— y había marea baja y vi que había muchos agujeros con pulpos. Cogí la bayoneta y empecé a sacar pulpos de un lado y otro. Me llevé un saco lleno de pulpos y de mejillones. Cuando el capitán Dronne lo vio y yo le expliqué que mi padre era pescador, me dijo si quería ocuparme de pescar para la compañía. Le dije que sí, pero que me diera un jeep para traer la pesca. Me llevé una caja de granadas y unas horas después me traje el jeep lleno hasta el borde de toda clase de pescado. Tuve bastante éxito. Los compañeros lo apreciaron mucho. Dronne, que era un comilón, mucho más.
Al cabo de cinco meses, después de seguir de cerca nuestra preparación y comprobar nuestra capacidad, los americanos nos incluyeron en su III Cuerpo del Ejército americano. Poco después dieron la orden de salida. Todos íbamos muy contentos.
Yo embarqué en Mers el–Kebir, Argelia, el 20 de mayo de 1944. En el lado izquierdo de nuestras tanquetas llevábamos bien visible la bandera republicana española y a la derecha, la bandera de Lorena, de la Francia Libre. Cada español de La Nueve llevaba también cosida en el hombro una pequeña bandera republicana. La que llevábamos cada uno y la que llevaba nuestro coche nos las había dado Granell.
El barco nos llevaba hacia Gran Bretaña, pero nosotros no lo sabíamos en aquel momento. Yo embarqué con cuatro o cinco mil hombres en el Franconia, un crucero que había sido capturado a los italianos y que tenía más comodidades que los otros barcos. Desembarcamos once días después en Escocia.
Allí nos recibieron muy bien. Fuimos acogidos en casas particulares, en Pocklington, un pueblo a 20 kilómetros de York. Nos cuidaron muy bien, nos traían la ropa limpia y planchada, íbamos impecables. Pasábamos el tiempo entre entrenamientos y salidas por la noche.
Los americanos nos preparaban de forma muy dura, haciendo muchas maniobras de desembarque con tiros reales, como si fuéramos a desembarcar realmente. Varias veces nos embarcaron por la noche con todo el material completo. Dependíamos totalmente de los americanos, eran Patton y Bradley los que daban las órdenes.
En el tiempo libre, lo pasamos muy bien. Las inglesas y las americanas nos tenían mucha simpatía. Puede ser porque éramos jóvenes, teníamos buen aspecto y los españoles cantábamos y bailábamos muy bien. Era la época del «Amor, amor», «Bésame mucho» y cosas así. Sinceramente, teníamos más éxito que los franceses. Varios de La Nueve llegamos a formar una orquesta, cantábamos tangos, pasodobles y rancheras, y cada noche, en el pueblo, teníamos allí en bloque a la Royal Air Force que venía a aplaudirnos. Creo que todos nos apreciaban mucho.
Cuando supimos que a nosotros no nos incluían en el primer desembarco americano, muchos soldados desertaron, yo el primero, para enrolarnos con los paracaidistas ingleses porque iban a ir más pronto al combate. El general Leclerc vino enseguida a recogernos a todos. Nuestra división desembarcó en Normandía más tarde, el 31 de julio, porque para los tanques y los half–tracks que llevábamos era necesario disponer de un puente de desembarco que nos permitiera maniobrar y el tiempo era muy malo.
Cuando por fin desembarcamos, los americanos habían avanzado muy poco. Fuimos nosotros los que les ayudamos a liberar Avranches, Vitrée y Alançon, y después el bosque de Ecouves, que estaba lleno de alemanes. Y luego, Écouché. Allí nos enfrentamos a una de las batallas más duras, frente a dos divisiones alemanas, con tanques Tigres y Panzers. Como íbamos siempre en primera línea de combate, casi quince kilómetros delante de la división, los alemanes nos rodearon y toda la compañía quedó encerrada. Durante varios días estuvimos luchando como pudimos con bombas de mano, bazucas, ametralladoras y fusiles, hasta que la aviación aliada atacó a los blindados alemanes que habían estado disparándonos día y noche, sin parar. Allí perdimos a muchos compañeros —quince muertos y más de veinticinco heridos, algunos muy graves— pero los alemanes perdieron muchos más.
La verdad es que los alemanes nos tenían miedo. Cuando se atacaba a una división americana, para ellos era un folklore, pero sabían que con nosotros no había cuento, nosotros no retrocedíamos ni un palmo y atacábamos fuerte, sobre todo cuando sabíamos que eran fuerzas SS. Lo que sí puedo decir, a pesar del odio que les teníamos, es que yo no maté nunca a ningún alemán que no estuviera armado. En cuanto levantaban los brazos ya no podía hacerles nada. No tuve ninguna piedad con los SS en el combate, pero cuando se rendían, a sangre fría ya no podía hacerles nada, salvo quitarles el reloj y las armas.
Nuestra división tenía mucho prestigio y estábamos apoyados por el Cuartel General aliado que sabía que tenía delante unas fuerzas con las que podía contar. La prueba es que Eisenhower condecoró a toda la división con la Orden de la citación presidencial, que tenemos todos los soldados de Leclerc individualmente y que no consiguieron otras unidades, ni siquiera el general De Lattre de Tassigny ni otras fuerzas americanas, salvo una división de marines que había luchado en Guadalcanal y en el Pacífico.
La Legión de Honor francesa la consiguieron sin embargo muy pocos españoles. El capitán Dronne nos había dicho que todos los hombres de la compañía la merecían pero la dieron sin embargo a muchos franceses que no habían hecho ni una décima parte de lo que hicimos nosotros.
Cuando llegamos a París, el 24 de agosto, yo iba en el Guadalajara, la primera tanqueta que llegó a la plaza del Ayuntamiento. Íbamos tres tanquetas españolas juntas. Después llegaron los tanques y las otras tanquetas. Nos instalamos alrededor de la plaza en posición de protección, preparando las ametralladoras y los bazucas. Los resistentes FFI que iban llegando sólo tenían algunas pistolas y ametralladoras, casi nada, pero nosotros estábamos dispuestos para hacer frente a los alemanes. No hizo falta. No hubo enfrentamiento.
Al cabo de un momento, la plaza estaba llena de gente. Iban llegando por todos lados y el entusiasmo era increíble. Creo que había miles de personas. No paraban de abrazarnos. Yo estaba eufórico, como borracho sin haber bebido, algo inolvidable. Durante la noche bombardearon muy cerca un gran almacén y mataron a setenta personas. Nosotros hicimos saltar las puertas del metro que estaban cerradas, para que la gente que estaba allí pudiera refugiarse.
Al día siguiente llegó todo el resto de la tropa y limpiamos París de alemanes. Nosotros fuimos a atacar las fuerzas alemanas por la calle de Rivoli hasta la Concordia y en diversos puntos de París. En la plaza de la Concordia hubo un duro combate de tanques alemanes contra tanques franceses. Poco después se rindió el general alemán que dirigía las tropas en París.
El 26 de agosto, el día del desfile en los Campos Elíseos, fui con el Guadalajara en la escolta del general De Gaulle. Fue La Nueve la que formó su servicio de protección. Al comienzo del desfile, al lado del Arco del Triunfo, un enorme grupo de españoles había desplegado una inmensa bandera republicana española de más de veinte metros de largo. La habían cosido un puñado de mujeres españolas. La llevaban hombres y mujeres e incluso un grupo de niños. La bandera desfiló durante una media hora. Los franceses mandaron quitarla durante el trayecto. Tuvieron que plegarla antes del final del desfile. Después nos hicieron retirar también las banderas republicanas de nuestras tanquetas.
A medio camino, durante el desfile, unos milicianos empezaron a tirar contra la gente y nosotros nos encargamos de ellos. Hubo varios muertos.
Cuando llegamos a la iglesia de Nôtre–Dame, bajamos con las ametralladoras en la mano y de nuevo comenzó un tiroteo en la catedral. Todo el mundo se tiraba al suelo y sólo De Gaulle y Leclerc se quedaron de pie. De Gaulle avanzó por la nave central hasta el altar mientras los de La Nueve nos encargamos de los que habían disparado.
Aquellos días fueron increíbles. Cada hora pasaban cosas diferentes. Estábamos eufóricos. Encontrarse en París y como liberadores de la capital era algo increíble.
Desde que salimos de Inglaterra no habíamos dormido en una cama o en un sitio similar ni un momento. Dormíamos en cualquier sitio, una hora por aquí o por allá, sentados en un tanque, en el suelo, junto a un árbol. Todos estábamos igual, pero los mayores, más cansados. La guerra está hecha para hombres de 20 años. Incluso los que tenían 30 no aguantaban igual. Yo mismo me dormía de pie de vez en cuando, apoyado en el fusil. Hoy me cuesta comprender cómo podíamos resistir.
Después del desfile de la Victoria, nos dieron descanso y nos instalamos en el bosque de Bolonia, en pequeñas tiendas de campaña americanas. El general Leclerc pasó inspección. Allí venían a vernos cada día decenas y decenas de personas, venían también muchas chicas. Muchas. Fue algo extraordinario.
Unos días después iniciamos de nuevo la marcha, con muchos soldados jóvenes que se habían incorporado y que reemplazaban a los numerosos muertos que habíamos tenido en la compañía. Además de los franceses que se incorporaron, una docena de españoles de los que habían luchado en la Resistencia en París entraron también en La Nueve.
La lucha fue muy dura. Muchos de los jóvenes franceses, a pesar de que intentamos ayudarlos, murieron. No sabían luchar. En la guerra tienes que aprender con rapidez a combatir, si no estás perdido.
En Alsacia luchábamos con más de 20 grados bajo cero. Fue algo terrible. Nos dieron unas botas de caucho especiales que nos poníamos por encima de los rangers que teníamos y un traje blanco para la nieve. También unos gorros y guantes, pero era inútil, estábamos helados. Todo el mundo tenía un frío horrible y no podíamos encender fuego. No podíamos comer tampoco porque las latas de carne y judías estaban heladas. Temamos unas garrafas con vino de 12 grados y también estaba helado. Rompíamos las garrafas en dos, sacábamos el vino, lo partíamos a trozos y lo íbamos chupando para calentarnos un poco.
En uno de los ataques alemanes, en que llegaban con tanques inmensos, los americanos y los ingleses retrocedieron y nosotros aguantamos más de quince días contra cuatro divisiones alemanas. Allí fue donde destrozaron por segunda vez mi tanqueta, el Guadalajara. Tuvimos muchas bajas pero conseguimos mantenernos hasta que llegaron de nuevo las tropas americanas.
Por fin pudimos cruzar el Rin y llegar hasta Alemania. La atravesamos con rapidez, sin combate. La aviación americana había destruido casi todas las ciudades y llegamos sin problemas hasta Dachau. Fue algo horrible lo que encontramos allá. Los americanos se ocupaban ya de los supervivientes y nosotros continuamos, sin encontrar resistencia hasta que llegamos a Berschtesgaden. Allí sí que tuvimos que enfrentarnos con numerosos miembros de las juventudes hitlerianas que lucharon hasta la muerte. Eran muy jóvenes, altos, rubios… y tuvimos que matarlos a todos porque ninguno quería rendirse. Allí terminamos nosotros la guerra.
Cuando llegamos a Berschtesgaden, los americanos habían llegado un poco antes y se habían instalado. Nosotros, los de La Nueve, continuamos rápido hasta el Nido de Águilas de Hitler y logramos poner la bandera francesa. Yo fui uno de los que tuvo la alegría de entrar en la guarida nazi.
El búnker estaba derruido por fuera, pero por dentro era algo increíble, un verdadero palacio instalado en el interior de la montaña. En uno de los salones, entre los diversos objetos, vi un magnífico ajedrez del Führer y me lo llevé como recuerdo. Más tarde se lo vendí a un americano por 500 francos de la época. Para mí era mucho dinero entonces.
Dos semanas más tarde estábamos de regreso en París. La guerra había terminado y nosotros estábamos convencidos de que había llegado el momento de liberar España y de que Francia y los aliados iban a ayudarnos. No fue así. Algunos, desesperados, cogieron varias tanquetas cargadas con municiones y se fueron. Yo no me enteré. Creo que llegaron hasta Figueres. Si lo hubiera sabido, me habría ido con ellos…
(Entrevista realizada en septiembre de 1998).