La sangre había corrido. Los miles y miles de muertos fueron enterrados en cementerios, bosques, campos y cunetas de toda la geografía española. A finales de enero de 1939, el triunfo de las tropas franquistas en Cataluña anunció sin remedio el final.
Durante más de treinta meses, desde el 18 de julio de 1936, la España republicana había luchado contra las fuerzas de coalición del general Franco, Hitler, Mussolini y Salazar, y sufrido con mil desgarros la engañosa generosidad estaliniana, sin recibir ayuda de las otras democracias.
«La Guerra Civil constituyó la primera etapa de una campaña minuciosamente organizada contra la democracia europea y el principio de una Segunda Guerra Mundial, deliberadamente preparada», escribiría el embajador de Estados Unidos en España[7].
«Los demócratas españoles fuimos vencidos, en lucha desigual, por el fascismo internacional», escribiría el dirigente socialista Rodolfo Llopis[8]. «Nos dejaron luchar durante treinta y tres meses. En ese tiempo, el fascismo internacional pudo ensayar en nuestros propios pueblos y en nuestra propia carne […] los armamentos que preparaba para su futura agresión. La liquidación de la Guerra Civil no era sino el comienzo de la guerra europea». «Las primeras armas de la guerra totalitaria estuvieron empapadas de sangre española»[9].
En la última gran batalla de esa lucha española, en la batalla del Ebro, el río arrastró los cuerpos de muchos miles de combatientes sin vida: «Bajaba más sangre que agua», evocaba simbólicamente uno de los supervivientes[10]. Esos miles de cuerpos rotos, dislocados, destruyeron las últimas esperanzas de una victoria republicana. La guerra duró todavía varios meses, como una larga agonía. En el mundo se anunciaba una nueva época. Se preparaban nuevas contiendas.
A finales de ese mes de enero de 1939, tras la llegada de las tropas franquistas a Cataluña y la derrota de Barcelona, miles de combatientes y de civiles republicanos de todas las regiones de España, hombres, mujeres y niños de todas las edades y todas condiciones, muchos de ellos gravemente heridos, salieron hacia Francia en masa, provocando un éxodo sin precedentes en el país. Un éxodo que todo el mundo conocería como «la Retirada».
«Todas las carreteras secundarias, todos los campos y todas las colinas, eran un hormiguero de miles y miles de desventurados caminando hacia la frontera», escribiría en su periódico el corresponsal de The New York Times, Herbert L. Matthews, el 5 de febrero de 1939.
La inmensa marea humana, individualmente, en familia, por pequeños grupos o grandes formaciones huyó hacia la frontera francesa. La mayoría de ellos llegaron arrastrándose bajo la lluvia y la nieve, sorteando los cadáveres y los cuerpos de los que se derrumbaban, incapaces de continuar, esquivando los vehículos, paquetes y toda clase de objetos abandonados en el camino.
Aquella avalancha desesperada, la inmensa retirada, desbordó ampliamente las previsiones del gobierno francés que dio orden inmediata de cerrar las fronteras y entrar en contacto con el gobierno de Burgos para tratar de pactar con el general Franco la posibilidad de organizar una zona neutral entre Andorra y Port–Bou. El gobierno francés les proponía coordinar con otros países la posibilidad de acoger una parte de los refugiados. Franco no aceptó negociaciones, añadiendo que no permitirían ni zonas neutrales ni pactos de evacuación con los que sólo podía considerar como prisioneros de guerra.
El gobierno de Edouard Daladier, que había sucedido al gobierno socialista de Léon Blum y que había mostrado pocos deseos de solidaridad con los republicanos derrotados a los que mucha prensa francesa presentaba como rojos peligrosos, tuvo que abrir de nuevo sus fronteras bajo la presión de la multitud perseguida por las bombas franquistas y a causa de la opinión pública internacional que seguía de cerca los acontecimientos.
En los puertos fronterizos, los largos cortejos de heridos, ancianos, mujeres, niños y soldados fueron acogidos por gendarmes y soldados coloniales senegaleses «armados hasta los dientes», según Luis Royo. En pocos días entraron en el país galo más de 500 000 republicanos españoles. El gobierno Daladier, a pesar de numerosas advertencias, entre ellas la de su propio consulado en España, sólo había previsto algunos barracones para acoger a unos seis mil refugiados. La realidad desbordó de forma dramática todas las soluciones inmediatas.
En territorio francés, los recién llegados fueron separados de familias y amigos, y encerrados al aire libre en numerosos campos cercados por barreras de alambres de espino. Hambre, sed, frío, desesperación, humillación, brutalidad, fueron las primeras experiencias francesas vividas por una gran mayoría de refugiados.
En palabras de Federica Montseny: «¿Quién puede olvidar esas horas, ese espectáculo de las montañas llenas de gente que acampaba bajo los árboles, temblando de frío y de terror?»[11]
El catalán Fermín Pujol, futuro soldado de La Nueve, lo contaba así:
Al entrar nos desarmaban, nos quitaban todo, anillos, chaquetas, carteras, todo, y nos enviaron a una playa al aire libre, sin ninguna protección, rodeada de alambradas y vigilada por militares armados. La sarna y los piojos fueron enseguida nuestros compañeros. Si alguien se escapaba, la tropa colonial senegalesa tiraba a matar.
Enrique Líster escribió:
¡Fue para mí el momento más amargo de mi vida! Era terriblemente doloroso e injusto que combatientes curtidos en tres años de continuo pelear tuvieran que entregar sus armas para ser conducidos a campos de concentración. Y ese dolor lo aumentaba la falta de dignidad de algunos oficiales franceses que, sin esperar siquiera nuestra marcha para repartirse el botín, se abalanzaban sobre las pistolas según iban cayendo a tierra, arrancándoselas literalmente de las manos unos a otros[12].
«Nos dejaron en las playas sin ninguna protección contra la lluvia y el frío, como si fuéramos animales», me confesaron el valenciano Germán Arrúe y el andaluz Rafael Gómez, también futuros combatientes de La Nueve. A su vez, el zaragozano José Borrás recordaba:
Llegamos hasta el campo que nos habían destinado, acompañados por gendarmes a caballo y con látigo. Aquellos hombres no dudaban en pegar a los que agotados, sin fuerza, se quedaban atrás, gritándoles, «Allez, allez, allez». Recuerdo aquellos primeros meses como una infamia, humillados por el trato, la miseria, los piojos y la sarna.
Más de 15 000 refugiados murieron en las primeras semanas de encierro, a causa del frío, las heridas, la tristeza o la enfermedad. Muchos más no volverían a ver España.
Los centenares de miles de refugiados fueron concentrados en más de una veintena de campos, por todo el suroeste francés, de los Pirineos orientales a los Pirineos atlánticos: Argelès, Gurs, Agde, Brams, Septfonds… Nombres de campos desgranados como letanía de miserias. Algunos los llamaron púdicamente campos «de acogida» o campos «de retención», pero el ministro del Interior de la época, Albert Sarraut, no dudó en calificarlos como campos «de concentración»[13]. Sin ser asimilados a los campos de exterminio ni de trabajos forzados que luego se han conocido en territorio nazi o soviético, en muchos de aquellos campos franceses se darían las primicias de la brutalidad perversa e implacable que caracterizan la mayoría de los campos de concentración y sus guardianes.
Poco a poco, esos espacios de concentración fueron reservados exclusivamente para los milicianos y los soldados y gran parte de la población civil fue dirigida hacia otras zonas del interior del país, a otros centros de acogida (campos, antiguos conventos, prisiones, casas o escuelas abandonadas) organizados a través de más de setenta departamentos franceses donde la disciplina y el orden fue más o menos duro, según la hostilidad o la solidaridad del personal y la dirección del centro. Muchos españoles recordarían numerosas muestras de acogida y solidaridad, y otros muchos, abusos, rechazos y humillaciones.
Centenares de heridos graves, en su mayoría soldados, evacuados en las peores condiciones, murieron desangrados por el camino o en los primeros días de entrada en los campos, atacados por la gangrena o por otras infecciones. Los supervivientes pudieron ser evacuados poco a poco hacia hospitales de diversas grandes ciudades y hacia los barcos sanitarios de la marina comercial inmovilizados en diversos puntos de las costas francesas, como el Asni y el Maréchal–Lyautey en Port–Vendres y el Patria y Providence, en Marsella.
En Argelès, inmensa zona a lo largo de una playa que limitaba al norte con un río de escasas aguas y hacia el oeste y el sur con un implacable cerco de alambradas, se agolparon más de 100 000 refugiados. Esos millares de seres, hacinados a la intemperie y barridos por la tramontana que azotaba sin piedad, se encontraron de inmediato abandonados a su suerte. Los mismos refugiados, cuando les facilitaron material, construyeron los primeros barracones para protegerse del frío y la lluvia. A pesar de la desesperada situación algunos de esos hombres fueron capaces de conectar con el humor, dando a las someras construcciones nombres de gloria como Hotel de las Mil y una noches o Gran Hotel de Catalunya.
Algunos campos, como los de Brams, Argelès y Saint Cyprien, recibieron a ciertas categorías de refugiados, hombres de edad avanzada, intelectuales, funcionarios y numerosos panaderos. El de Agde, reservado esencialmente para los catalanes; el de Septfonds, acogía a técnicos y obreros especializados; en el de Gurs se sucedieron vascos, aviadores y miembros de las Brigadas Internacionales; a Rieucros enviaban a las mujeres denominadas «peligrosas», a Le Vernet, campo disciplinario, una mayoría de anarquistas y de miembros de las Brigadas Internacionales.
De todos esos campos saldrían los miles de españoles que, durante cuatro años de guerra mundial, se batirían en todos los frentes donde lucharon las tropas francesas y aliadas, en Francia, Noruega, Gabón, Libia, Egipto, Siria, el Líbano, Túnez o Alemania. Entre ellos, los soldados de La Nueve.
El presidente de la II República española, Manuel Azaña, refugiado primero en el pueblo de La Agullana y después en el pueblecito de La Vajol, también cruzó la frontera francesa a pie, por el pico de Illa. Unos días antes, al despedirse de su escolta militar en plena montaña, Azaña les había saludado con un triste y emocionado, «¡Viva la República!».
En el mismo momento en que los refugiados españoles eran diseminados por todo el sur de Francia, en la Cataluña vencida, Franco llevaba a cabo una «rigurosa y severa limpieza», como escribiría en su Diario Político, Ciano, el yerno de Mussolini[14], que añadía: «También han sido detenidos muchos italianos, anarquistas y comunistas… el Duce me ordena que los haga fusilar a todos, diciéndome: los muertos no cuentan la historia».
Entre el 26 y el 31 de enero de 1939, más de 10 000 personas serían fusiladas por las tropas falangistas y fascistas, sin ningún proceso. En pocos meses fueron fusiladas más de 50 000.