Antonio Machado

«Estos días azules y este sol de la infancia…».

Como otros miles de españoles, el poeta Antonio Machado también llegó andando bajo la lluvia y el frío hasta la frontera francesa, después de haber escapado al bombardeo de la carretera y al vuelo rasante de las ametralladoras franquistas. Llegaba enfermo, caminando junto a su madre, enferma también, llevada en brazos por su hermano José y varios amigos. Cerca de la frontera, después de muchas horas de marcha, encorvado por el dolor y la tristeza, Antonio Machado había pedido que continuaran el camino con su madre pero que lo dejaran a él allí. Su hermano y sus amigos lo ayudaron a seguir andando, dejando en la cuneta el peso de una pequeña maleta donde Machado llevaba, entre otras cosas, sus últimos manuscritos. El poeta salía de España convencido de que no volvería a verla.

Los Machado y sus amigos llegaron hasta el puesto fronterizo, apiñados entre la masa de exilados. Uno de ellos consiguió llegar hasta el comisario de policía para explicarle quién era Antonio Machado: «el Paul Valery español» y hacerle comprender la imposibilidad de que continuara el camino dado su estado de salud[15]. El comisario puso su propio coche a la disposición de los Machado para conducirles hasta la estación de Cerbère. Un soldado español exilado contaría luego que había reconocido al poeta, sentado en un banco, junto a su madre, ateridos de frío y con una gran tristeza en el rostro. El soldado republicano se acercó a ellos, intercambió unas palabras y colocó su capote militar sobre los hombros de Antonio Machado[16].

Aquella noche, una noche de nieve y frío intenso, los Machado se apiñaron en un viejo vagón arrinconado en una vía sin destino. Al día siguiente, ayudados por la Cruz Roja, cogieron un tren para el pueblo costero de Collioure, acompañados por su gran amigo Corpus Barga.

El pueblo pesquero de Collioure, rodeado de pequeñas colinas pobladas de viñedos y de calas de agua transparente, habría podido ofrecer una imagen idílica para los agotados viajeros si hubieran podido mirar más allá de su tristeza. Pero ni eso era posible para el poeta Machado. A la llegada del tren a Collioure, el jefe de estación, Jacques Baills, que se convertiría luego en uno de sus amigos, contaría cómo vio bajar de un vagón a la familia Machado, «varios seres vestidos de negro y completamente desamparados», con una anciana que no podía andar y que, desvariando, no cesaba de preguntar, «¿Cuándo llegaremos a Sevilla?»[17]. Uno de los hombres se acercó a preguntarle si conocía alguna fonda que pudiera darles alojamiento y Baills les indicó el hotel de la familia Quintana, el único que conocía. Luego los vio dirigirse hacia allí andando muy despacio, tambaleantes. Antonio Machado —que apenas podía respirar— ayudado por su hermano y el amigo llevando en brazos a la madre que «pesaba como una niña», y que seguía preguntándole al oído, «¿llegamos pronto a Sevilla?».

La dueña del hotel Quintana les dio habitación. El poeta se inscribió como profesor. Él dormía con su madre en una habitación y su hermano José con su esposa, en otra. Antonio Machado pasaba largos ratos en la habitación, mirando por la ventana. Apenas salía, salvo para bajar a comer. Sólo en un par de ocasiones dio un pequeño paseo por los alrededores del hotel. Pocos días antes de su muerte, pidió a su hermano que lo acompañara hasta el mar, a unos trescientos metros de distancia. Allí permanecieron contemplando el horizonte, sentados sobre unas barcas varadas en la arena. «Quién pudiera vivir ahí, detrás de esas ventanas, libre de toda preocupación», dijo Antonio, señalando unas sencillas casas de pescadores[18].

La enfermedad se agravó rápido y Antonio Machado ya no pudo levantarse. En su habitación, en la otra cama, su madre yacía desde días atrás en un coma profundo. Los dos agonizaron casi al mismo tiempo. Antonio murió el 22 de febrero, tres días antes que su madre. Su hermano encontraría más tarde, en el bolsillo de su pantalón, un trozo de papel con las estrofas de un esbozo de poema, su último poema: «Estos días azules y este sol de la infancia…»[19].

La noticia de su muerte corrió como el viento. Decenas de refugiados fugados de los campos llegaron para rendir un último homenaje al gran poeta republicano. Su cuerpo fue envuelto con una sábana blanca, como él había deseado, el féretro cubierto con la bandera republicana y el puñado de tierra española que Machado guardaba, depositada junto a su cuerpo, como él mismo había pedido.

Seis oficiales del Ejército español, refugiados y recluidos en el castillo–prisión de Collioure, todos con uniforme, lo llevaron a hombros hasta el cementerio, seguidos por una gran masa silenciosa, entre la que se encontraba el ex ministro socialista de Gobernación, Julián Zugazagoitia, que sería fusilado por Franco un año después. El diario L’Independent, de Perpiñán, poco favorable a los republicanos españoles, publicó al día siguiente, en una línea: «En Collioure ha muerto Antonio Machado, poeta y miliciano español». En los campos de concentración cercanos, miles de españoles lloraron al poeta.

Unos días después del entierro, un vecino del pueblo que cruzaba temprano cerca del cementerio, escuchó «una música triste» que llegaba del interior. Al acercarse, a través de la puerta de rejas negras, vio al violonchelista Pau Casals frente a la tumba de Machado, interpretando en solitario y como homenaje al poeta desaparecido, una de sus más bellas composiciones: El cant dels ocells.

Entre el cementerio y la playa del pueblo de Collioure, se levanta un castillo. Esta antigua fortaleza templaria, compuesta por varios edificios militares y numerosos subterráneos que se prolongan hasta el nivel del mar, sirvió de celda–refugio durante las primeras semanas del exilio a los miembros de una de las columnas de caballería del ejército republicano, la Segunda Brigada, que había sido dirigida hasta allí, tras «la Retirada». Seis oficiales de esa columna fueron los que llevaron a hombros el cuerpo de Machado hasta el cementerio y los que le rindieron honores.

Los militares españoles, instalados en las celdas y en los calabozos del castillo con el estatuto de «internados provisionales»[20], podían salir al exterior del recinto y mantener contacto con alguna gente del pueblo, que les aportaban ayuda moral y material. Una libertad que duraría poco tiempo. Unos días después del entierro de Machado, la columna de la caballería española fue evacuada al campo de concentración de Argelès–sur–Mer y, por decisión militar francesa, la fortaleza de Collioure se convertiría en el primer centro disciplinario destinado a recibir a refugiados considerados «extremistas peligrosos».

Los nuevos internados en el fortín carcelar fueron también, en su mayoría, exiliados de la guerra española, entre ellos numerosos brigadistas. En pocos días, el famoso castillo–fortaleza se convirtió en uno de los centros de reclusión más duros para los españoles. Tratados como criminales por los oficiales y soldados franceses, sufrieron trabajos forzados, pésimas condiciones de higiene, celdas en sótanos húmedos e insalubres, hambre, castigos, aislamientos y calabozos sin apenas ventilación. La «perfecta ignominia», según Arthur Koestler[21].

Los malos tratos sufridos por hombres que no habían sido objeto de ninguna inculpación ni condena, la constatación de numerosas desapariciones y muertes en el interior del castillo, llegaron a conocimiento público y fueron denunciados por numerosas personalidades y asociaciones en Francia. El escándalo del trato indigno y cruel se fue conociendo y finalmente, tras un airado proceso que tomó dimensión nacional, el centro penitenciario fue cerrado en julio de 1939. Más de un centenar de hombres habían perdido la vida durante los meses de encierro. Los 348 prisioneros que quedaban fueron trasladados al campo disciplinario de Le Vernet o enviados directamente a campos disciplinarios en África del Norte.

Le Vernet, situado en la región del Ariège, a 80 kilómetros de la frontera franco–española, era un vasto terreno situado a dos kilómetros del pueblo del mismo nombre. El campo había sido creado durante la Primera Guerra Mundial y sirvió para internar a prisioneros alemanes. Abandonado desde muchos años atrás, el conjunto de la base reunía 19 grandes barracones en semirruinas. Calificado de «campo disciplinario», allí fueron enviados los soldados españoles que los franceses declaraban peligrosos, entre ellos la casi totalidad de los anarquistas de la 26.ª División, entre los que se encontraban numerosos grupos de dinamiteros que más tarde destacarían en la resistencia francesa. Entre los 10 200 internados de Le Vernet, más de 9000 pertenecían a la famosa Columna Durruti. Allí eran enviados también los «contestatarios» y «cabezas duras», además de muchos evadidos de los campos o de los entrados ilegalmente en Francia. Algunos de los hombres de La Nueve conocieron el campo de Le Vernet. Pasaron allí muchos meses viviendo, como todos, el maltrato, el hambre, la enfermedad, el barro, el frío y la falta de higiene. Los supervivientes vieron morir en aquella miseria a muchos de sus compañeros.

Considerados, como en Collioure, «elementos peligrosos», los prisioneros de Le Vernet estaban especialmente vigilados por las fuerzas francesas, sometidos a régimen militar y totalmente aislados de la población, a la que se tenía prohibido, incluyendo a los niños, acercarse a menos de 100 metros de las alambradas, bajo amenaza de brutalidades y castigo para los internados. Estos podían ser fácilmente enviados al «picadero», enclave disciplinario especialmente bárbaro, situado a la intemperie en el centro del campo, donde se les aislaba expuestos a todos los vientos. Allí eran enviados también todos los que intentaban fugarse.

En el Picadero —utilizado también en los otros campos— los castigos eran duros y, muchas veces, mortales. La repetición de esos castigos no tardó en provocar fuertes movimientos de protesta por parte de los refugiados que llegaron a manifestarse y a enfrentarse con los guardianes con las manos vacías frente a sus bayonetas caladas. La solidaridad de los prisioneros consiguió reducir los castigos practicados por guardianes y oficiales. La mayoría de los detenidos de este campo saldrían meses después convertidos en «carne de cañón» para alimentar las estructuras militares francesas y enfrentar en primera línea una guerra que no tardaría en aplastar a los franceses y, de nuevo, a una gran mayoría de los refugiados.

Mientras la caída de Barcelona en enero de 1939 provocaba la inmensa retirada hacia las fronteras del sur de Francia, el avance de las tropas franquistas hacia el este peninsular arrojó a otros muchos miles de republicanos españoles hacia las costas levantinas, como única posibilidad para escapar de la avanzadilla franquista y los ataques enemigos.

A pesar de ciertas resistencias y enfrentamientos, el derrumbe del Frente Popular fue una evidencia general cuando los gobiernos de Inglaterra y Francia reconocieron el régimen de Burgos y presentaron sus credenciales a Franco, el 27 de febrero de 1939.

La situación fue empeorando de día en día, tras la caída de Madrid, el 28 de marzo, la ciudad de Alicante se convirtió en la última esperanza de salvación para los civiles y soldados republicanos que todavía buscaban una posibilidad de retirada. Algunas noticias aseguraban que de allí saldrían los últimos barcos y la ciudad se fue llenando de miles y miles de refugiados llegados con la esperanza de ser evacuados a otros países. Algunos lograron abandonar el territorio español en pequeñas embarcaciones motoras, barcas de pesca o en navíos mercantes.

El 28 de marzo, desde Torrevieja, Manuel Lozano, uno de los hombres que integrarían La Nueve, salió con unos compañeros en una barcaza de pesca llamada La joven María. Jesús Abenza, futuro miembro de La Nueve, salía también de Alicante en una barca, acompañado por varios compañeros y varios kilos de naranjas como único alimento. Al atardecer de ese mismo día 28, salía del puerto de Alicante el Stambrook, un carbonero inglés de 1500 toneladas, último barco en zarpar con carga civil. El barco salió con más de 3000 personas a bordo, rumbo a Orán.

En el puerto de la ciudad levantina, hundidos en la tristeza y el silencio, quedaron sin auxilio miles de los republicanos llegados de toda España, y flotando en el agua turbia y rojiza de la dársena —como contaría más tarde el dirigente y testigo francés Charles Tillon— los cuerpos de los que no pudieron soportar la desesperación del avance de las tropas franquistas. Varias decenas de personas se suicidaron[22].

N. M. Orfila, uno de los soldados republicanos que no pudieron escapar del puerto de Alicante, evocaba aquellos momentos:

Muchos de los refugiados en el puerto llegábamos todavía con las armas. De vez en cuando oíamos un tiro por aquí, otro por allá… Era gente que se suicidaba. Yo vi a dos hermanos milicianos, uno de ellos muy joven, y al que el mayor le pegó un tiro antes de pegárselo él mismo, diciendo que a ellos no los cogerían vivos. Vi también a uno que se cortó el cuello de un tajo con una navaja… A los que se suicidaban, se les amontonaba en un rincón. Otros caían al agua. Veíamos muchos cuerpos flotando. Era duro… Por otro lado, ¡habíamos visto tantos muertos en las trincheras! Los que todavía llevábamos armas, habríamos preferido morir enfrentando a los franquistas, pero el puerto estaba lleno de niños y de mujeres […][23].

Una de ellas era Angelita Rodríguez. Había llegado a Alicante desde Ciudad Real, en un camión destartalado. Con unas compañeras que la acompañaban, se fue también hacia el puerto:

En el puerto, entre tanta gente desesperada, muchos luchamos por que no se perdiera la moral pero la verdad es que perdimos un poco el norte; sólo pensábamos en cómo solucionar lo que nos caía encima, en cómo teníamos que afrontarlo. De la llegada de los italianos recuerdo sobre todo el gran silencio que se hizo. Fue un silencio terrible, como cuando se muere una persona, como cuando ocurre una gran tragedia y se muere todo un pueblo… Eran miles y miles de personas en silencio. No se oía nada, ni tan siquiera el llanto de los niños. Cuando nos sacaron encañonadas, le pregunté a uno de los guardianes si había matado mujeres. Me dijo que sí, que había matado siete u ocho[24].

Manuel Benavente Navarro, un alicantino de Callosa de Segura que no iba a tardar en conocer los campos de concentración franceses en África del Norte, fue uno de los últimos en poder embarcar en el Stambrook:

Tenía 27 años y era instructor de las milicias. Llegué a las 5 de la tarde desde mi pueblo y el Stambrook estaba a punto de irse. Como no me dejaban pasar, eché mano a la ametralladora y enseguida me abrieron paso. Llegué corriendo hasta el barco y allí unos amigos, como ya habían levantado la escalerilla, ataron dos telas con un nudo y me lo echaron. Así pude subir. Yo diría que éramos más de 3000. El capitán se portó muy bien. Después de suplicar que nadie fumara, retiró la bandera inglesa, puso la española y así llegamos a Orán. Durante todo el viaje creí que el barco se iba a hundir de un momento a otro[25].

En aquel último navío habían embarcado también —sin conocerse entre ellos—, Federico Moreno, Jesús Abenza y Amado Granell, tres futuros oficiales de La Nueve.

Dos días después, el 30 de marzo de 1939, la ocupación de Alicante por las tropas italianas del general Gambara puso punto final a la Guerra Civil española y a un período histórico que había costado más de un millón de muertos en España y abierto las puertas a la Segunda Guerra Mundial.

El Stambrook llegó al puerto de Orán el 29 de marzo de 1939. Como otros barcos repletos de refugiados que fondeaban el puerto, el carguero fue declarado en cuarentena y amarrado en la rada, cerca del muelle del Ravin Blanc, considerado el muelle de los indeseables. Retenidos en el barco, los exilados no desembarcarían hasta cuarenta días después.

De muchos de aquellos barcos, los refugiados salían al cabo de unos días. Del Stambrook, al principio, sólo algunos heridos y algunas mujeres y niños, que fueron enviados directamente a la antigua cárcel de Orán, transformada en centro de albergue, controlado por los gendarmes.

El resto de los embarcados, apiñados en el puente y alrededor de las chimeneas, negros de humo, soportando el hambre y el frío, muchos de ellos enfermos también, fueron retenidos en el carguero, sin apenas agua potable ni comida, obligados a defecar por la borda y con mínima asistencia sanitaria. Unas barcas autorizadas llegaban una o dos veces al día para aportar raciones de pan, habas, dátiles, higos y alguna lata de sardinas, alimentos recogidos gracias a la solidaridad de muchos oraneses de origen español.

Cuando desembarcaron, tras la cuarentena, llenos de miseria y de piojos, los ex combatientes españoles fueron desinfectados en los mismos muelles y enseguida, salvo las mujeres y algunas raras excepciones, dirigidos en trenes y vagones de ganado, hacia diversos campos «de acogida» como Boghari, Morand o Suzoni.

En ese universo de concentración se amasaría rápidamente a varios miles de hombres con edades comprendidas entre los 19 y los 58 años, entre ellos numerosos cuadros militares experimentados, pilotos, mecánicos de aviación, toda clase de técnicos y obreros especializados, profesores, científicos, periodistas, filósofos, músicos o agricultores, transformados desde ese momento en trabajadores forzados bajo la vigilancia de las tropas de Vichy y las comisiones del armisticio alemana e italiana. La mayoría de esos hombres se vieron destinados a trabajar a pico y pala en zonas semidesérticas. Como los campos de concentración instalados en el hexágono francés, el régimen instaurado era duro y los castigos, frecuentes, según los numerosos testimonios.

Ante la inminencia de la guerra, otros 15 000 españoles refugiados en territorio nacional francés fueron trasladados también a África del Norte e internados junto a los españoles que se encontraban allí. La gran mayoría procedían de los campos de Le Vernet y Gurs y casi todos eran considerados «casos difíciles». Unos porque eran anarquistas y los otros por comunistas, en un momento en que Hitler y Stalin habían firmado una alianza que se conocería como el «pacto germano–soviético».

Algunos historiadores calculan que más de 30 000 españoles fueron encerrados en los campos más conocidos de Argelia, Túnez y Marruecos, como los de Relizane, Bou–Arfa, Camp Morand, Setat, Oued–Akrouch, Kenadsa o Tandara, entre otros y sobre todo en los campos de castigo de Hadjerat M’Guil, Ain–el–Ourak, Meridja o Djelfa. Más de cincuenta campos. Nombres grabados con fuego en la memoria de todos los hombres que escaparon con vida. Nombres olvidados durante mucho tiempo de la memoria francesa. Voluntariamente olvidados, sin duda.

Camp Morand fue uno de los más importantes. Estaba situado entre los pueblos de Boghari y Boghar y allí fueron internados más de 5000 españoles viviendo en barracas de madera de doce metros de largo por seis de ancho. En cada barraca vivían hacinados 48 hombres.

A pesar del trato miserable que recibieron desde el primer momento, cuando Francia declaró la guerra a Alemania, en septiembre de 1939, los españoles internados allí comunicaron de inmediato a la comandancia del campo que estaban dispuestos a alistarse en el Ejército francés. «Francia no necesita a los soldados de un ejército derrotado»[26], fue la escueta respuesta. Al cabo de unos días, sin embargo, la comandancia se dirigió a ellos para ofrecerles alistarse en la Legión. Los españoles se negaron en masa y contestaron que estaban dispuestos a luchar contra los nazis alemanes pero sólo en las filas de un ejército regular, como voluntarios. Las autoridades francesas no se dignaron contestar.

Algunos días después, desde la misma comandancia llegaba una nueva orden tajante para todos los extranjeros «apátridas»: todos los que desearan quedarse en Francia tendrían que solicitar «un derecho de asilo» y los que no lo hicieran serían devueltos a su país. La orden añadía que para conseguir ese derecho de asilo sería necesario efectuar dos años de «prestaciones», de acuerdo con el decreto–ley promulgado en ese momento por el gobierno Daladier. Este decreto permitía la militarización de los extranjeros «apátridas» en tiempo de guerra como «prestatarios» al servicio del Ejército. En Camp Morand se formó el 8.º Regimiento de Trabajadores Extranjeros, encuadrado por reservistas del Ejército y de la Legión, 12 compañías totalmente formadas por españoles republicanos.

Cada una de esas compañías estaba integrada por 250 hombres. Las primeras fueron organizadas de inmediato y enviadas a la región de Constantina. Las otras, formadas en pocas semanas, fueron dedicadas a construir pistas de aviones, canteras, edificios, o enviadas a talar árboles en diversas zonas. Otras fueron enviadas a las puertas del Sahara, en los confines de Argelia y Marruecos, para los trabajos de construcción de la vía férrea transahariana conocida como «Mediterráneo–Níger», que desde Colomb–Béchar debería unir Argelia con Nigeria.

Los trabajos de la vía férrea transahariana, habían comenzado durante la Primera Guerra Mundial con el trabajo obligatorio de los prisioneros de aquella contienda y fueron paralizados en 1918 tras la repatriación de los prisioneros alemanes. En 1939 volvieron a reanudarse las obras, esta vez con los españoles como prisioneros y tratados como esclavos, atentamente vigilados por el Ejército y la Legión. Bajo un clima de infierno durante el día y glacial de noche, mal vestidos, mal alimentados, calzados con alpargatas sobre una arena infestada de escorpiones y víboras, hombres de todas las edades, obreros, campesinos e intelectuales, trabajaron a pico y pala en la línea del ferrocarril. Instalados en tiendas de campaña para seis personas y en las que dormían doce, los trabajadores carecían de las más estrictas medidas de higiene, sin platos ni cubiertos para comer y sin apenas agua. Cada mañana, los hombres eran llevados a los tajos, amenazados por los fusiles. El periódico Aujourd’hui del 30 de marzo de 1941 anunciaba que la mano de obra principal de esos trabajos estaba proporcionada por «anarquistas españoles convertidos en pioneros de esta gran obra humana». En los planes franceses estaba previsto emplear el esfuerzo de 2500 hombres para realizar la red transahariana, pero debido al agotamiento de los trabajadores, maltratados y apenas alimentados, tuvieron que utilizar el esfuerzo de los miles de internados mantenidos como esclavos.

En Colomb–Béchar (oasis y base militar importante), como en los otros campos, la comida era escasa, infecta, y la disciplina, feroz. Con regularidad se aplicaban castigos a todos los que no cumplían estrictamente las órdenes de mando. Los castigados eran enviados a una unidad disciplinaria donde cumplían su servicio militar delincuentes y penados y donde entre otras infamias, les ataban las manos a la silla de un caballo y así ligados, les hacían correr seis o siete kilómetros por el desierto, de donde regresaban con numerosas heridas. Otros castigos consistían en ponerlos en la «tumba», una zanja abierta en el suelo sin nada para poder cubrirse del sol del desierto y sin nada para abrigarse del frío de las noches que podían descender a varios grados bajo cero.

Estos castigos ocasionaron reacciones y escenas insólitas, como la que vivió en Colomb–Béchar, la 5.ª Compañía, en la que estaba integrado Manuel Lozano. La dirección del campo había instalado —como en otros campos— lo que los españoles conocían como «la parrilla» o «el cuadrilátero», un recinto cuadrado, cercado de alambradas y a pleno sol, donde encerraban a refugiados castigados, procedentes de diversas compañías. A estos prisioneros, doblemente castigados, los obligaban a andar sin parar en el pequeño recinto y sin tener ningún contacto con los otros prisioneros.

Un día, por deficiencia en la comida y por maltrato, una docena de los españoles encerrados se puso en huelga de hambre. Aquello provocó una situación de gran tensión y el tercer día, por la mañana, desembarcaron en el campo un comandante y dos capitanes franceses, apelados en refuerzo. Los militares recién llegados entraron en el cuadrilátero de castigo, acompañados por seis mohaznies (una especie de milicia o guardia civil marroquí) armados con fusiles. Los reclusos continuaron la marcha normal, ignorando deliberadamente la presencia de los recién llegados. De repente, uno de los oficiales franceses, de un golpe violento, arrancó la boina de uno de los prisioneros, amenazándole con la fusta. La reacción fue inmediata: todos los españoles encerrados se agruparon enseguida junto al compañero maltratado, encarando a los militares. Bruscamente, uno de los capitanes dio una orden y los fusiles de los mohaznies apuntaron a los prisioneros. Varios españoles, con un mismo y rápido gesto, rasgaron sus camisas y ofrecieron el pecho descubierto, animándoles a disparar.

A pesar de los gritos del iracundo capitán, los mohaznies bajaron los fusiles. Al mismo tiempo, saliendo de diversos escondrijos, donde se habían ocultado, aparecieron españoles con picos y palas, con rastrillos, barrenas y mazos, e incluso uno, el cocinero del grupo, con un cuchillo en la mano. Todos se dirigieron hacia el cuadrilátero… El peligroso momento fue desarticulado por el ataque de epilepsia que sufrió uno de los prisioneros, que cayó al suelo con grandes convulsiones. Los compañeros corrieron a socorrerle y los militares franceses y los mohaznies aprovecharon el momento para salir del cuadrilátero y desaparecer rápidamente. Poco después del incidente, se decretó la disolución de la 5.ª Compañía. Sus componentes fueron dispersados por diversos centros y algunos de ellos enviados a Morand–Boghari, transformado en campo de represión.

Esta reacción colectiva en defensa de los compañeros maltratados, la resistencia a los actos de humillación y a los abusos —según numerosos testimonios— fue una constante entre los españoles encerrados en los campos, enrolados en la Legión o enviados a los diversos frentes de batalla.

Al campo de castigo de Berrouaghia eran conducidos los hombres con «malas notas» en los otros campos de trabajo. El director del campo era el mismo que el del penal de Berrouaghia, conocido como un implacable centro de castigo. La vigilancia estaba a cargo de guardias de prisiones de origen corso que tuvieron, según muchos testimonios, un comportamiento infame con los reclusos. Maltrataban de forma despiadada utilizando correas y garrotes en permanencia, asesinaron a patadas en muchas ocasiones —en una de ellas, haciendo estallar el bazo del prisionero—, o poniendo inyecciones letales a muchos de los que caían enfermos. El director era el que certificaba las muertes de acuerdo con el médico, que siempre dictaminaba «caquexia» (tuberculosis), «avitaminosis» (hambre), «hipotermia» (debilidad física, inanición, frío). El periódico argelino Fraternité del 28–12–1944 anunciaba con grandes titulares: «Dans l’enfer de la maison centrale de Berrouaghia, 750 hommes sont morts de faim, de froid et de sévices odieux, en 1941 et 1942». Tras el desembarco aliado y la liberación de los campos, el director y el médico de la central fueron juzgados y condenados… pero dejados en libertad condicional.

En Djelfa, el comandante Caboche recibía a los hombres con la fusta en la mano y con un amable saludo: «Españoles, habéis llegado al campo de Djelfa. Estáis en pleno desierto. De aquí sólo os liberará la muerte». En este campo se acogía a los «duros» castigados por el ejército y era conocido por su régimen excepcionalmente riguroso y arbitrario. Más tarde fueron enviados deportados franceses reacios al gobierno de Pétain (muchos de ellos, comunistas detenidos tras la firma del Pacto germano–soviético) y, a partir de abril de 1941, a combatientes de las Brigadas Internacionales y a refugiados españoles que llegaban del campo de Le Vernet y de Gurs, en Francia. Antonio Romo, uno de los internados, evocaría mucho después, en su exilio francés, las características del campo: «Djelfa era un poblado de los territorios del sur de Argelia. El campo estaba situado a un kilómetro del pueblo, tras unos peñascos de aspecto dantesco, hundido en un declive desértico de la extensa altiplanicie, a unos dos mil metros de altitud sobre el nivel del mar, entre las dos cadenas principales del Atlas, azotado muy a menudo por los vientos del Sahara, que lo cubrían de arenales y que las lluvias transformaban periódicamente en lagunas que el calor resecaba. En verano la temperatura alcanzaba más de 50 grados y en el invierno, con las grandes nevadas, descendía a menos quince bajo cero»[27].

Según Romo, en el campo había unos 800 republicanos españoles y 300 miembros de las Brigadas Internacionales. Manuel Lantes —hermano de Víctor, uno de los soldados de la 2.ª DB, que también testimonió para este libro— estuvo prisionero en Djelfa y avanza las cifra de unos mil españoles. A él lo trasladaron allí después de haber pasado 6 meses en el campo de Berrouaghia, otra gran central carcelaria de África del Norte. La acusación que pesaba sobre él era la de la gran mayoría: antifascista. «En total éramos unos 2500 prisioneros y una gran mayoría, españoles. El campo estaba rodeado de alambradas, electrificado y con cabinas de vigilancia y ametralladoras, cada 12 metros. Los soldados sacaban del campo a los que iban muriendo pero no sabíamos dónde los enterraban. Muchos murieron de tifus. Las congestiones pulmonares, las infecciones vehiculadas por las moscas, pulgas y piojos y agravadas por la mala alimentación y la ausencia de cuidados médicos, ritmaron la vida cotidiana en el campo. A la diarrea crónica provocada por la amibiasis, la poliuria caquéctica o los edemas de los pies, se añadió una epidemia de tifus que instaló el campo en cuarentena. Más de 60 internados murieron víctimas del hambre, las infecciones y los malos tratos constantes. El prisionero Braulio Aznar escribiría en uno de sus poemas, refiriéndose a los prisioneros “Como piltrafas humanas, restos de vida que fueron…”». Los españoles no olvidarían nunca el nombre de algunos de los verdugos que rodeaban a Caboche: Grissard, la eminencia gris, Scheneider, un alsaciano pro alemán, Gravelas, al que Max Aub dedicó también un poema que comenzaba «Cómo quieres que te olvide, tú, Gravelas, hijo de puta, hiel surcada de vinagres…».

Cuando después del desembarco aliado en África del Norte algunos diputados franceses visitaron Djelfa, todavía quedaban allí unos 650 hombres en un estado lamentable, muchos de ellos tuberculosos. El terror, la malnutrición, los golpes, la estancia prolongada a pan y agua, habían destrozado la salud de la mayor parte de los internados. En el informe final que hicieron para las autoridades de Argel, los diputados que visitaron el campo escribirían: «La visita de este campo deja una impresión extremadamente penosa que deshonra a nuestro país»[28].

El campo de Hadjerat M’Guil rebasó con creces el escarnio de la dignidad humana y del honor francés. Estaba situado en un desierto de piedras, entre Aín–Sefra y Colomb–Béchar, a dos kilómetros del minúsculo y miserable pueblo árabe del mismo nombre. El campo se encontraba al abrigo de un antiguo fuerte de los construidos al principio de la colonización francesa, como protección del ferrocarril que atravesaba aquellas tierras inhospitalarias. Hadjerat quería decir «piedra redonda» pero los habitantes de la región lo llamaban simplemente «el Valle de la Muerte», debido a la siniestra reputación que había conseguido en poco tiempo, tras haberse establecido como destacamento disciplinario de la Legión. En este centro no existieron los diabólicos refinamientos científicos de las cámaras de gas ni los artificios de los torturadores nazis, pero el trato a los hombres no fue menos inmundo.

Eduardo Ferri llegó al campo de Hadjerat M’Guil el 10 de septiembre de 1942: «Llegamos a las 11 de la noche. Nada más llegar, una docena de vigilantes armados de bastones nos golpearon salvajemente». Los hombres eran apaleados con frecuencia, indiscriminadamente y con total impunidad. «Hay que domesticarlos», explicaban sonriendo los guardianes del campo, protegidos por el teniente francés Santucci. Uno de los guardianes repetía con facilidad: «¿Creéis que llevo el revólver como decoración?»[29] Privados de todo, sometidos a una disciplina infernal, muchos prisioneros sufrieron roturas de brazos, piernas o de diversas partes del cuerpo a causa de los frecuentes bastonazos. La mayoría de los hombres concentrados allí llegaban de la Legión Extranjera francesa. Hombres de diversas nacionalidades, pero sobre todo españoles. Entre ellos, 27 marinos procedentes de la flota republicana española, refugiada en Bizerta. Los guardianes tenían orden de disparar si alguno intentaba fugarse.

Los prisioneros de Hadjerat estaban obligados a trabajar en diversas faenas hasta límites extremos, hasta quedar sin fuerzas. A muchos de ellos, por parejas, se les hacía transportar a diario tinajas de agua que pesaban 80 kilos y que tenían que vaciar a una distancia de 800 metros. Cada día estaban obligados a hacer numerosos viajes, recorridos bajo un cielo tórrido, con una temperatura que ascendía fácilmente a los 50 grados y en muchas ocasiones, a paso gimnástico. Toda infracción era sancionada con celda de castigo. En ellas se sometía al régimen de pan y sopa cada cuatro días, más el apaleamiento diario. El hambre se convirtió en algo perpetuo y obsesionante. Si no había castigo, los hombres recibían un cucharón de sopa diaria tres veces al día, con un trozo de pan. En una ocasión, durante seis semanas, sólo comieron sopa de cebolla. Tres veces cada día. Un día tras otro, mientras en los alrededores desaparecía totalmente todo lo que pudiera comerse. Algunos hombres recogían huesos de dátiles que luego tostaban, a pesar de que estaba prohibido encender fuego. Otros asaban lagartos y otros reptiles, o trataban de robar el pienso de los caballos.

Con regularidad se escuchaban los gritos, gemidos o estertores de los maltratados. Al médico le impedían con frecuencia ocuparse de los enfermos o heridos. En toda ocasión, era el ayudante–jefe el que decidía si un enfermo merecía o no que se le curara. Algunos morían sin recibir ninguna ayuda. Entre las torturas diarias, una fue hacer correr a paso gimnástico al coronel español Vergez, amputado de la pierna derecha. Otra, forzar a llevar una pesada carga a un judío alemán al que habían fracturado un brazo. Entre muchas otras, obligar a muchos a andar y correr con los pies desnudos, sobre los pedregales.

En el libro Un Buchenwald français sous le règne du Maréchal escrito por uno de los prisioneros del campo y publicado en Francia bajo el seudónimo de Golski, el autor describe el horror cotidiano del campo de Hadjerat y cuenta algunas vivencias, asegurando que nunca podría olvidarlas. Una de ellas, que él calificaba de momento «sublime», estuvo protagonizada por un español, al que el autor designó con el nombre de T. y que correspondía al del piloto de la Marina mercante española, Manuel Torregrossa Fuster:

T., era un obrero español. Le queríamos todos por su serenidad, su inteligencia y su generosidad. Un día fue encerrado en prisión por «mala voluntad», pretexto que los verdugos invocaban frecuentemente. Un día, T. llegó con las plantas de los pies ensangrentadas. Lo habían torturado y apenas podía andar. A pesar de ello, los guardianes empezaron a golpearle para obligarle a correr a paso gimnástico. T., sin tenerlos en cuenta, continuó andando. Sus guardianes fueron aumentando los golpes y T., con la espalda cubierta de varazos sanguinolentos, continuaba sin correr. Los golpes aumentaron pero no había nada que hacer, T. continuaba su calvario serenamente, exponiéndose a que los golpes que recibía redoblaran de violencia. Y redoblaban. De repente, estando a pocos metros de mí, se paró, se quitó la gorra y con una voz ahogada por las lágrimas, exclamó con fuerza: «¡Me cago en Dios!». Y entonces ocurrió algo increíble en aquella situación: T. se puso a cantar en español…

Era una canción que yo no había oído nunca. Yo no hablaba español y no comprendía las palabras, pero no importaba porque lo que sí comprendí y comprendieron todos es que ese canto era para T. la única posibilidad de afirmar y salvar su dignidad de hombre… Cantaba para él, cantaba para nosotros, cantaba para todos los desgraciados del mundo entero. Y todos los que estábamos allí empezamos a llorar. Llorábamos todos y T. seguía cantando, soportando los golpes… Y de repente, los verdugos dejaron de pegarle, perplejos ante tanta firmeza y tanto coraje… Fue un momento sublime.

T. fue condenado a cuarenta días de prisión. El motivo que invocaron: «Rehusó la formación, se puso firme y entonó una canción revolucionaria».

En Hadjerat M’Guil, varios internados fueron salvajemente asesinados —entre ellos, Nicolás Jaraba del Castillo, Francisco Lartedo, Francisco Ruiz Moreno, Francisco Pozas y José Álvarez Ferrer—, más de cien fueron mutilados y el estado de salud de la gran mayoría, gravemente alterado. Algunos de los supervivientes llegaron a perder más de 20 kilos durante su estancia en aquel Buchenwald francés. A principios de 1943, tras el desembarco aliado en África del Norte, los internados y prisioneros en estos campos fueron liberados y diversos guardianes —como el teniente Santucci y el cabo Riepp— fueron juzgados, condenados a muerte y fusilados por orden militar. El juicio duró tres semanas. Otros guardianes fueron condenados a trabajos forzados y cadena perpetua, algunos a veinte años y otros a diez años de prisión.

Durante las audiencias del proceso militar, el presidente Ohlmann acusó abiertamente a los inculpados: «Vuestros campos son más terribles que los hitlerianos»[30]. Pese a esto, el siniestro comandante Caboche que dirigía el campo de Djelfa y algunos otros guardianes consiguieron escapar con sólo dieciséis meses de cárcel.

Muchos de los prisioneros de esos campos y sobre todo la mayoría de los militantes de la CNT del campo de Djelfa, tras ser liberados se alistaron voluntarios en los Cuerpos Francos de África, entre ellos, Moreno, Campos y Lozano, que se enrolarían más tarde en la Segunda División Blindada del general Leclerc y formarían parte de los soldados de La Nueve.

La Legión francesa acogió a muchos de los refugiados españoles. Tras «la Retirada», a los hombres válidos que iban llegando a los campos, los funcionarios franceses les habían ofrecido sistemáticamente enrolarse en la Legión o volver a España. A España volvieron algo más de cien mil refugiados en los primeros meses, sobre todo mujeres, niños y ancianos. Combatientes, volvieron muy pocos. Una cierta cantidad, difícil de cuantificar por el difícil acceso a los archivos, fue entregada por los mismos franceses al régimen de Franco. Muchos otros prefirieron enrolarse en la Legión, eligiendo la lucha con las armas en la mano al maltrato y la humillación a que estuvieron sometidos en los campos. Así lo explicaría Enrique Ballester a Antonio Vilanova en su libro Los olvidados.

Para mí la guerra que llegaba representaba la continuación de la de España; por ello, sin sentir ninguna atracción por ella, preferí los riesgos del soldado en campaña a la humillante condición de refugiado entre los alambres que nos rodeaban… Por otro lado pensaba que si llegaba vivo al final de la guerra podría gritar a la faz del mundo que había ganado mi libertad con el fusil en la mano.

Más que las alambradas, el frío, la lluvia o el maltrato, el terrible dolor de muelas que sufría hizo claudicar al andaluz Manuel Fernández, internado en el campo de Saint Cyprien. Él mismo lo explicaba así en una entrevista con la autora, en 2004:

Cada día sacaban de allí decenas de muertos. Yo creí que iba a morir también. El dolor de muelas era insoportable y constante. Me volvía loco. Pronto comenzaron también la diarrea y los piojos. Los de la Legión venían incitando a que nos alistáramos. Al principio me negué, pensando en mi padre, porque él no habría querido que entrara en la Legión. Al final terminé aceptando: era la única forma para que me sacaran la muela y cesara aquel sufrimiento.

Le sacaron la muela. Cuando el dolor desapareció, Manuel ya estaba enrolado. Inmediatamente fue enviado a Marsella y después embarcado junto con varios centenares más hacia el cuartel general de la Legión de África del Norte, en Sidi Bel Abbes, a orillas del desierto. Allí se encontraban concentrados ya varios centenares más de españoles llegados de Francia.

A los españoles les dieron la posibilidad para alistarse por cinco años y más tarde, a finales de 1939 y principios de 1940 el poder hacerlo por «la duración de la guerra». Varios miles de refugiados aceptaron este estatuto y formaron en la Legión los batallones de marcha de Voluntarios Extranjeros. Estos batallones fueron concentrados en Francia, en el campo de Barcarès, donde poco después se formarían los regimientos números 21, 22 y 23, los dos primeros con más de la mitad de españoles y el tercero totalmente integrado por ellos. Más tarde se formarían en el norte de África seis regimientos más con miles de residentes y refugiados españoles o de origen español y dos de ellos —el 11 y el 12— enviados también a Francia, para ser incorporados a los ya formados en Barcarès. El regimiento número 11 fue destinado a la línea Maginot, en la región de Sierk (Lorena).

Cuando en diciembre de 1939 la Unión Soviética atacó Finlandia por haber rehusado una rectificación de su frontera, los gobiernos inglés y francés, en virtud de los pactos que tenían firmados con el gobierno de Helsinki, organizaron de inmediato el envío de tropas. Francia se había comprometido a enviar un cuerpo expedicionario de cien mil hombres y, para apoyar ese cuerpo, mandó formar de inmediato el 11.º Batallón de Marcha de Ultramar (integrado igualmente por numerosos españoles) además de una brigada de alta montaña (en la que también iban integrados una gran cantidad de españoles) y pidió a la Legión, estacionada en África, la formación de dos batallones especiales. Uno fue formado en Fez, Marruecos, y el segundo batallón en Sidi Bel Abbes, Argelia.

El núcleo principal de esos batallones estuvo integrado también por republicanos españoles alistados en la Legión. Los dos batallones fueron unidos poco después para formar la que sería la 13.ª semibrigada de la Legión Extranjera, la DBLE, una unidad especial que se convertiría en la más famosa de todas las unidades de la Legión francesa de la Segunda Guerra Mundial. La única, en toda la historia del Ejército francés, que sin ser una unidad política, luchó esencialmente por motivos políticos, lejos del clima de disciplina descarnada de otras unidades legionarias. La única también que desde el primer momento y a pesar de la divisa «Honor y fidelidad», a su regreso de la guerra nórdica elegiría la gran aventura de la Francia Libre junto al general De Gaulle.

Finlandia fue vencida poco antes de que las tropas, ya preparadas y en territorio nacional francés, embarcaran rumbo al norte de Europa. Al firmar la rendición en Moscú, a mediados de marzo, las tropas expedicionarias que debían ayudar a los finlandeses fueron desmovilizadas antes de haber entrado en combate. Los miles de hombres dispuestos al embarque fueron momentáneamente concentrados en territorio francés, reservados para las batallas que se presentían.

A primeros de mayo fue la Alemania nazi la que invadió Noruega y de acuerdo también con los pactos establecidos con este país, Inglaterra y Francia debían satisfacer el compromiso de defensa. La 13.ª DBLE fue movilizada y poco después embarcaba en Brest en dos buques, el General Metzinger y el Providence, rumbo a los fiordos noruegos. Cuando los barcos salieron del estuario y se alejaban del puerto, los soldados embarcados iban cantando, los franceses el himno de la Legión Extranjera y los españoles, entre los que iba el andaluz Manuel Fernández (entrevistado por la autora), los himnos de la España republicana. Para muchos de ellos sería el último viaje.

Las costas noruegas tenían una importancia capital para los aliados, sobre todo el fiordo de Narvik, el puerto más septentrional de Noruega, por el que la marina alemana podía controlar el Atlántico Norte y el océano Ártico y sobre todo porque era un puerto por el que salían cada año once millones de toneladas de hierro para el programa de guerra alemán. La operación franco–inglesa, denominada Avonmouth, tenía como objetivo desalojar a los alemanes y ocupar Narvik.

Narvik se encuentra al fondo del fiordo Ofoten, enclavada sobre un promontorio rocoso, en la punta de una península flanqueada por otros dos fiordos. Ocupada por los alemanes, los dos batallones recién llegados y lanzados a su conquista (integrados igualmente por gran cantidad de españoles) lucharon encarnizadamente durante horas. El pueblo fue conquistado tras un duro combate con granadas de mano y lucha cuerpo a cuerpo con bayonetas. En un libro sobre la Legión, el historiador Georges Blond describió a esos legionarios españoles de la 13.ª DBLE en los combates:

Había un fuerte contingente de españoles exilados políticos. Disciplinados, endurecidos, aceptando el duro régimen del Bel Abbes, los españoles, sin embargo, habían estado unidos en una solidaridad excepcional haciendo comprender a algunos suboficiales, un poco a la antigua, que el tiempo de las bromas y las burlas gratuitas había pasado. Muchos oficiales habían desconfiado de ellos llamándoles comunistas y lamentando que se les hubiera incluido en la expedición de Noruega. Sin embargo, herederos de las virtudes militares de su raza, estos rojos se batieron como leones en las sierras nevadas de Noruega[31].

Hubo actos de gran heroísmo. Los archivos de la Legión Extranjera guardan en sus carnets de marche numerosos ejemplos. Uno que ha sido citado en diversos libros escritos por autores de varias nacionalidades —Georges Blond, Erwan Bergot, Douglas Porch, A. P. Comor o Antonio Vilanova y Eduardo Pons Prades— explica el duro asalto a la cota 220, en la que participaron 39 legionarios, entre ellos 14 españoles. Los legionarios, situados bajo el fuego de cuatro armas automáticas, tuvieron que atravesar un torrente de agua y nieve que les llegaba hasta la cintura y luego, de piedra en piedra, protegiéndose y pasándose los fusiles, debían escalar la pendiente. Algo que parecía prácticamente imposible.

Con bombas de mano y a tiros pusieron fuera de combate a los servidores de tres de las máquinas, pero la última no cesaba de disparar y paraba en seco cualquier avance. Salir del resguardo de las piedras era exponerse a la muerte segura; pero era necesario hacerlo. Unos tras otros, los hombres fueron cayendo bajo el fuego alemán. El último asalto lo dieron tres legionarios españoles —Málaga, Pepe y Gayoso—, dos de los cuales no tardaron en desplomarse barranco abajo segados por los tiros de la cuarta ametralladora; el tercero consiguió poner pie en la cornisa, derribar la máquina de un puntapié, y de un culatazo derribar al oficial alemán, un capitán que con la ametralladora había estado protegiendo el repliegue de su compañía. Así fue ocupada la cota 220.

Gayoso fue el primer soldado de la 13.ª DBLE que recibió la medalla militar[32].

Narvik fue tomada el día 28 de mayo, tras atroces enfrentamientos, con temperaturas de 20° bajo cero, bombardeos y fuego de artillería. En ese ataque murieron más de 250 legionarios y otros tantos fueron heridos, muchos, gravemente.

Cuando las tropas franco–inglesas estaban a sólo 14 kilómetros de la frontera sueca y tenían prácticamente ganada la guerra contra los alemanes en Noruega, el ataque alemán contra el territorio francés motivó la orden de regreso inmediato.

Entre las cifras desiguales de los historiadores, algunos afirman que en los fiordos y los cementerios de Noruega quedaron varios centenares de españoles. Sólo los nombres de dieciséis de ellos figuran en las tumbas del cementerio de Narvik.

En nuestros días, la bandera de la Legión francesa enarbola la Cruz de Guerra con palma colectiva, conseguida por la campaña de Noruega.

De los españoles supervivientes, una parte quedarían integrados en la 13.ª DBLE y volverían con ella a Marruecos (como Serapio Iniesta y Gayoso), otros integrarían las tropas inglesas (como el andaluz Manuel Fernández, homónimo del asturiano con el mismo nombre) y otros —unos 600— entrarían en la que durante cierto tiempo llamaron 14.ª media brigada de la Legión Extranjera, fuerza «disidente» creada por la Francia Libre del general De Gaulle en Inglaterra con los restos de la 13.ª DBLE. Poco después, tras el fracaso de Dakar, volvería a recuperar su nombre de 13.ª DBLE. Desde allí, los combatientes españoles saldrían para seguir luchando en las diversas batallas donde combatieron los franceses durante la Segunda Guerra Mundial, de Kufra a Bir Hakeim, el Líbano, Siria, el–Alamein o Túnez, entre otras.

Según diversos testimonios, el número de los españoles enrolados en la Legión Extranjera francesa osciló entre los doce y quince mil hombres. Al final de la guerra, en 1945, habría perecido el 65 por ciento de esos efectivos.

Además de enrolarlos en la Legión y en los Batallones de Marcha, los franceses formaron también compañías de trabajo obligatorio y militarizado, donde integraron a otros varios miles de españoles que no querían ser devueltos a España. Para que no pudieran negarse a integrar esas compañías, el gobierno de Vichy decretó en octubre de 1939 que todos los extranjeros comprendidos entre los 18 y los 55 años refugiados en Francia y sin trabajo fueran integrados en grupos o compañías de trabajo obligatorio, especificando: «Estos grupos de trabajadores serán puestos a disposición del ministro de la Producción Industrial y del Trabajo, el cual fijará las condiciones de su empleo y los podrá poner a disposición de patronos particulares. Los extranjeros afectados a estos grupos no recibirán ningún salario. Sin embargo pueden recibir, en algún caso, una prima de producción». Más tarde, el 13 de enero de 1940, un nuevo decreto «autorizaba» a los extranjeros y apátridas beneficiados del derecho de asilo a incorporarse como trabajadores extranjeros al servicio del Ejército francés.

En el hexágono, las compañías, compuestas por grupos de 250 hombres, estaban dirigidas por dos mandos, uno francés, encargado de la dirección, administración, control y custodia de los españoles movilizados, y otro español, encargado de coordinar la labor y cumplimentar las órdenes del mando francés. Estas compañías fueron dedicadas principalmente a trabajos de construcción de carreteras, de tala de bosques o faenas agrícolas, pero sobre todo a trabajos relacionados con la industria de guerra. De los más de ochenta mil españoles integrados en esas compañías, una gran mayoría fueron enviados a trabajar en la fortificación de la frontera franco–alemana, la famosa línea Maginot, una barrera de acero y hormigón armado única en Europa que los estrategas franceses consideraban inexpugnable.

La línea Maginot estaba prevista para impedir la entrada de las fuerzas alemanas en Francia y era un muro que debía extenderse desde Burdeos hasta la frontera belga y de la que un gran técnico del ejército francés, el coronel Charles de Gaulle, había advertido que la construcción no resistiría frente a un ataque alemán. Los expertos franceses no lo creyeron así. Cuando los alemanes atacaron y vencieron rápidamente a los ejércitos belga, francés e inglés, las tropas derrotadas trataron de escapar, dejando a los españoles abandonados en primera línea.

Tras el retroceso de las posiciones francesas, el 11.º Regimiento Extranjero, con numerosos españoles, recibió la orden de ocupar y defender el bosque de Inor, cerca del Mosa. Los legionarios españoles la defendieron a muerte, soportando el bombardeo diario de los stukas, el ataque de los blindados y de la infantería nazi. Cuando después de una heroica resistencia recibieron la orden de retroceder, las fuerzas restantes se encontraban completamente cercadas por las tropas alemanas. Para abrirles una vía por donde pudieran retirarse, fue designado el 2.º Batallón, que en el intento sufrió un 75 por ciento de bajas. El 12.º Regimiento tuvo que proteger por su lado la retirada de otras unidades, aguantando también bombardeos y artillería. El número de bajas fue inmenso. Cuando se firmó el armisticio, de todos los batallones apenas quedaban doscientos hombres.

Los tres Regimientos de Marcha formados en Francia, el 21, 22 y 23, con una mayoría de españoles, habían sido también enviados a primera línea del frente, mal equipados y peor armados. El 21.º Regimiento fue totalmente aniquilado. Del 22 y 23 quedaron muy pocos supervivientes. Los pocos que quedaron fueron hechos prisioneros por los alemanes y llevados al campo de prisioneros de Verdún. Las últimas líneas del parte de guerra del carné del 22.º Regimiento de Marcha eran explícitas: «aplastados por los tanques»[33].

La guerra directa entre Francia y Alemania comenzó en septiembre de 1939. Una curiosa guerra que el mundo entero conocería como drôle de guerre.

Como todos los militares activos de Francia, el capitán De Hauteclocque fue movilizado y enviado con la Cuarta División de Infantería al Estado Mayor de las Ardenas, en Varsberg, cerca de la frontera alemana. Jefe del Tercer Mando de la División Acorazada francesa, instalado en la parte norte del bosque de Warndt, muy cerca de la línea Siegfried, el capitán participó con sus soldados en los raros combates y acciones de patrulla contra el enemigo. Acciones contra un enemigo alemán apenas visible, presente pero discreto, más ocupado en la invasión y reparto de Polonia y las tierras bálticas con los rusos.

Salvo algunas escaramuzas, en esas operaciones militares los soldados enemigos evitaban los enfrentamientos, vigilándose desde cada lado de sus fronteras sin llegar a combatir. Todos esperaban el resultado de los numerosos contactos diplomáticos que se llevaban a cabo. «No atraveséis nuestra frontera y no tiraremos contra vosotros», señalaban enormes carteles alemanes instalados en el linde fronterizo.

Este simulacro de guerra, considerado absurdo y humillante por el capitán De Hauteclocque, provocaba su indignación y aumentaba sus críticas hacia los generales del Estado Mayor francés, a los que reprochaba una conducta inconsecuente, acusándoles de utilizar estrategias basadas en tácticas de infantería y artillería de corte napoleónico.

Philippe de Hauteclocque, que había seguido atentamente el desarrollo de la Guerra Civil y los experimentos de la Legión Cóndor, había comprendido muy pronto la importancia de los nuevos métodos militares y la eficacia del conjunto «infantería, avión y tanque de asalto». Una innovación militar que coincidía con las teorías de los libros Al filo de la espada y Hacia un ejército profesional, escritos por Charles de Gaulle. Los libros, vilipendiados por muchos oficiales franceses —generales incluidos— y poco difundidos, habían sido sin embargo muy apreciados por el joven y destacado capitán de caballería.

Inmerso en el conflicto y ante la inevitable catástrofe que auguraba desde hacía tiempo, el capitán De Hauteclocque, que no dudó en enviar por escrito algunas reflexiones al Estado Mayor francés. En su mensaje, lamentaba que el alto mando siguiera creyendo enfrentar una nueva guerra 1914–1918 y no se preparara para lo que él llamaba, «la guerra del futuro». Ninguno de los generales franceses tuvo en cuenta las recomendaciones del joven e impaciente capitán. Ninguno se dio por aludido. El Ejército francés se consideraba en aquellos momentos «un gran ejército», «uno de los mejores del mundo», y la hipótesis de una derrota —a pesar de las experiencias militares recientes— parecía inconcebible a los dirigentes del Estado Mayor francés.

La famosa línea de defensa Maginot que habían construido, la numerosa caballería de que disponían sus tropas, las 110 divisiones movilizadas y la técnica que controlaban hasta ese momento, bastaba para tranquilizar los espíritus castrenses de ese Estado Mayor, confiado en el aparente inmovilismo alemán y muy lejos de comprender todavía lo que significaba la nueva y estrecha colaboración de ese triángulo aviones–tanques–infantería, señalado por el capitán De Hauteclocque.

Algunos meses después, tras una guerra liderada por los aliados germano–soviéticos, tras decenas de miles de muertos en Polonia, Finlandia, Dinamarca y Noruega, y mientras que en el norte los rusos imponían a la vencida Finlandia sus exigencias territoriales y su soberanía, las tropas de Hitler prepararon la ofensiva al oeste.

El día 10 de mayo de 1940, con órdenes de batalla denominadas Dantzing y Augsbourg, el Ejército alemán desencadenó el ataque: 130 divisiones de infantería alemana, apoyadas por diez divisiones blindadas, 1300 aviones de caza y 1300 bombarderos… En pocas horas, las tropas ocuparon Holanda, Bélgica y Luxemburgo.

En Francia, la misma mañana en que comenzó la ofensiva alemana, el general Gamelin, jefe de las fuerzas militares del territorio, se mostraba todavía optimista y sonriente, declarando su confianza en la fuerza y la potencia militar francesa. El brutal ataque alemán dejó sin aliento al arrogante mando francés.

Como todas las otras, la 4.ª División de Infantería en la que estaba integrado Philippe de Hauteclocque fue de inmediato enviada al combate. Las tropas no pudieron entrar en acción. El moderno armamento alemán y sus monstruos de acero decapitaron rápidamente los mandos directivos de las tropas, dejándolas sin defensa y provocando una inmensa desbandada. Cerca de dos millones de soldados del Ejército francés fueron hechos prisioneros. Más de cien mil cayeron en los primeros enfrentamientos. Entre ellos, miles de españoles.

A pesar de la falta de armas, los españoles alistados en los batallones y en las compañías de trabajo, abandonados por sus mandos, se convirtieron con rapidez en combatientes. Muchos de ellos, como lo muestran algunos archivos, lucharon hasta la muerte contra las tropas nazis.

Uno de los numerosos ejemplos de esa lucha es la que llevaron a cabo el extremeño de Garrovillas, Manuel López y sus compañeros, contada por Antonio Vilanova en Los olvidados[34]:

Manuel López combatió en Las Rozas, Arganda, Guadalajara y Levante; ascendió a teniente. En Francia fue internado en un campo de concentración y de allí salió con una compañía de trabajo a abrir trincheras en la frontera franco–belga. Allí lo encontró el avance alemán. Un día, en la compañía corrió el rumor de que Giraud, jefe del ala izquierda del Ejército francés, había caído prisionero, que los belgas habían pedido el armisticio y que los ingleses se replegaban hacia Dunkerque. Tronaba el cañón en Lille, Roubaix y Turcoing.

Una madrugada, la compañía de trabajo fue subida a unos camiones y trasladada al parque de un castillo cercano. Todo el día estuvieron derribando árboles, abriendo zanjas y levantando parapetos. Un batallón de Infantería francesa en retirada se alojó en el castillo. Por la mañana, al despertar, los españoles se dieron cuenta de que el batallón se había ido, así como los mandos de la compañía de trabajo. Quedaban apenas un centenar de hombres, españoles todos, veteranos de la Guerra Civil española.

Al penetrar en el castillo se encontraron en la planta baja a un sargento y varios soldados franceses heridos. Aquel no cesaba de maldecir, furioso, a sus compañeros que lo habían abandonado. Celebraron consejo. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? Desconocían la región y sabían que había alemanes infiltrados por todas partes. Unos querían marchar y otros esperar a los alemanes, cuando la discusión fue interrumpida por una detonación y se alzó una humareda en el parque. Cuando se hubo disipado vieron, sobre la carretera que pasaba cerca de las verjas, una docena de carros de asalto. El primero acababa de cañonearles. Instintivamente, con el impulso rápido y maquinal que da la experiencia en situaciones análogas, entraron al castillo buscando armas, algo con que defenderse. El sargento, que comprendió sus gestos y gritos, les indicó que debajo de la gran escalera había elementos de defensa. Efectivamente, allí encontraron cuatro ametralladoras, muchas cintas de balas, varias docenas de fusiles y algunas cajas de cartuchos.

—¡Con esto hay bastante para hacerles daño! —exclamó uno de ellos, antiguo estudiante de Medicina en Madrid, capitán durante la guerra.

Le nombraron jefe, se distribuyeron las armas, se instalaron las ametralladoras en cuatro ventanas bajas. Entonces, uno de ellos, que había estado callado, se desabrochó su vieja y manchada chaqueta y desenrolló de su cintura un largo y ancho lienzo tricolor. Le rodearon atónitos, porque lo que enrollado en torno a su cuerpo semejaba una faja, era la bandera republicana, roja, amarilla y morada.

—La salvé en la retirada —exclamó—, desde entonces la llevo siempre conmigo. Creo que debemos batirnos con ella.

Y así lo hicieron. El capitán puso la bandera fijada con clavos a un palo en los barandales del balcón central. A su vista, los alemanes se dirigieron al castillo. Tabletearon las ametralladoras, rugió la fusilería y los soldados germanos, sorprendidos, retrocedieron para regresar al poco rato en mayor número, con algunas piezas de artillería ocupando los setos y árboles del parque, desde donde hacían fuego. El viento mecía la bandera y los proyectiles le hicieron multitud de agujeros pero seguía ondeando, desgarrada y magnífica.

Al anochecer se habían encasquillado tres de las ametralladoras. Se acababan las municiones. Se contaron; quedaban ilesos unos treinta solamente. Otros setenta estaban muertos o gravemente heridos. El capitán tenía dos balas: una en un brazo y otra en el muslo.

Bruscamente los alemanes hicieron un asalto inesperado y penetraron por todas partes. Los españoles levantaron los brazos y quedaron prisioneros. El oficial alemán preguntó qué bandera era aquella que él no conocía. Le explicaron: somos refugiados políticos españoles de una compañía de trabajo y la bandera es la republicana española.

Algunos minutos más tarde, todos los que pudieron valerse fueron subidos en camiones y trasladados a un campo de prisioneros cerca de un pueblo a orillas del Yser. Y a la noche siguiente, cinco de ellos, entre los cuales estaba Manuel López, se escaparon.

Muchos otros españoles, sin armas, fueron hechos prisioneros junto a los militares franceses y dirigidos hacia la frontera belga donde se les separaba por nacionalidades y luego eran conducidos a campos instalados por los alemanes en territorio belga. Los prisioneros españoles fueron los primeros en ser seleccionados y enviados a los campos de concentración en Alemania, trasladados en trenes de miseria, apiñados en vagones de mercancías, como animales de carga.

Otros refugiados españoles, huyendo del avance alemán, erraron durante semanas por la geografía francesa antes de poder alistarse en la Legión para salir de Francia o terminar de nuevo internados en los campos del sur francés. Muchos otros —más de 20 000, según Antonio Vilanova— avanzaron, siguiendo a las tropas inglesas y francesas diseminadas por el norte de Francia tras la derrota del Ejército belga. Las tropas franco–británicas se habían encontrado aisladas en toda el ala izquierda del frente de batalla y cercadas por el ejército alemán. Amenazadas de destrucción, los altos mandos las dirigieron hacia las costas de Dunkerque donde los ingleses, a la desesperada, establecieron un plan de evacuación en una zona de embarque que comprendía unos veinte kilómetros de playas.

Alrededor de 338 000 hombres lograrían escapar de lo que el mundo conocería como «la bolsa» o «el infierno de Dunkerque». Los que pudieron conseguirlo fueron embarcados hacia Inglaterra a través de una gigantesca operación militar planeada por el Estado Mayor inglés y llevada a cabo bajo la dirección del vicealmirante británico Ramsay. Del total de soldados evacuados, 215 000 eran británicos, 123 000 franceses, entre ellos varios centenares de españoles integrados en esas tropas francesas.

En esa extraordinaria operación de salvamento —denominada «operación Dynamo»— fueron utilizadas más de 343 embarcaciones de todas clases —de guerra, comerciales o de pesca, lanchas motoras, yates particulares o esquifes a remos— y 63 de ellas fueron hundidas por la aviación, la artillería o las minas alemanas. Muchas de las embarcaciones efectuaron tres, cuatro y hasta cinco viajes de rescate, durante los diez días que duró la operación.

Además de los evacuados con las tropas francesas, reconocidos como combatientes, miles de otros españoles se encontraron desamparados en las playas. Todos procedían de las compañías de trabajo militarizado y todos habían sido abandonados por sus mandos. Algunos de esos hombres consiguieron escapar en embarcaciones construidas por ellos mismos. Muchas de esas barcazas naufragaron durante la travesía, otras lograron llegar hasta las costas inglesas y otras fueron recuperadas y remolcadas por algunos barcos. Uno de ellos, el Leopoldo Anna, el último que salió de Dunkerque antes de que llegaran los alemanes, remolcó una balsa hecha con tablones que navegaba a la deriva con 26 españoles totalmente extenuados[35].

Gran parte de los españoles que no pudieron salir, por no ser reconocidos con estatuto de soldados franceses, se vieron obligados sin embargo a proteger la retirada de las fuerzas aliadas, junto a otras fuerzas que también habían sido condenadas al sacrificio, entre ellos, cuatro mil soldados británicos y miles de soldados franceses. El alto mando alemán declararía luego haber capturado en Dunkerque a soldados[36]; entre ellos, soldados sin patria, los numerosos españoles desperdigados entre los soldados franceses y británicos. Los españoles fueron enviados a los campos nazis, una gran mayoría de ellos, a Mauthausen. Miles de ellos morirían allí.

Las operaciones de salvamento de Dunkerque quedaron en los anales de la historia de la Segunda Guerra Mundial como un extraordinario éxito estratégico y como una gran acción militar de los aliados franco–británicos. En la memoria de los supervivientes españoles quedarían como el recuerdo de un auténtico infierno.

Tras el gran descalabro militar sufrido, ningún político francés en el poder se atrevió a asumir la responsabilidad del desastre. El pueblo francés, mayoritariamente pasivo hasta entonces, había contemplado la terrible derrota sin llegar a comprender cómo su ejército, heredero de gloriosas batallas, había sucumbido en apenas 40 días ante los vencidos de 1918.

Tres días después del ataque alemán, el general Hering, gobernador militar de París, había declarado la capital «ciudad abierta», y al día 14 de junio los alemanes habían entrado marcialmente en un París de avenidas solitarias y ventanales herméticamente cerrados.

El gobierno galo dimitió hundido en la vergüenza y el deshonor. El presidente Paul Reynaud presentó su renuncia, y el 16 de junio la Cámara de Diputados y el Senado francés, reunidos en Asamblea Nacional, votaron «todos los poderes al gobierno de la República bajo el mando del mariscal Pétain», por 468 votos contra 80 y 20 abstenciones. Este voto consagraba el final de la III República francesa, abandonada por una clase política cobarde, incompetente y desfasada.

Con sus nuevos poderes, Philippe Pétain, héroe de la Guerra de 1914–1918, gran amigo del general Franco y defensor del golpe militar español, fue el encargado de formar nuevo gobierno, de promulgar una nueva Constitución y el encargado de negociar el armisticio con los alemanes. En su primer discurso radiofónico, el mariscal de Francia afirmó magnánimo: «Me entrego a Francia en estas horas difíciles, esperando suavizar su desgracia»[37].

El que estaba considerado como la encarnación del «gran soldado», el artífice y héroe de la batalla de Verdún y mariscal del ejército más potente del mundo, Philippe Pétain, había conocido al entonces coronel Francisco Franco en Ceuta, en 1925.

Según Pétain, el entonces joven militar español le había seducido de inmediato por «su inteligencia, la lealtad de su carácter y su intrepidez»[38]. Los dos hombres estuvieron de acuerdo enseguida sobre la necesidad de una colaboración militar franco–española en Marruecos con el fin de eliminar la ofensiva del jefe rebelde Abd el–Krim, que mantenía en jaque a las fuerzas francesas y españolas. La cooperación de los dos ejércitos, bajo las órdenes de Pétain, permitió a Franco ilustrarse en el desembarco de Alhucemas y conseguir más tarde, por decreto real, el título de general.

En su colaboración militar con España, Pétain había apreciado y compartido con el gobierno español de Primo de Rivera los valores de unión nacional, de orden y defensa de la patria que este representaba. Unos valores que le incitarían a servir y legitimar los intereses de los conjurados en el golpe militar del 18 de julio de 1936. A causa de esos mismos valores, el mariscal Pétain siempre mostraría su preferencia por las tropas franquistas, rechazando categóricamente que el gobierno francés (en aquel momento dirigido por Léon Blum) interviniera a favor del gobierno republicano de Madrid, y oponiéndose a las medidas de intervención que deseaba el Frente Popular.

El 27 de febrero de 1939, antes del final de la Guerra Civil española, Francia reconoció el gobierno de Burgos y poco después el mariscal Pétain aceptaba el cargo de primer embajador francés en la España franquista. Un cargo que, según declaraciones de la señora Franco, que recoge Seguela, hizo llorar de emoción a su marido.

Poco después de su nombramiento, el nuevo embajador desarrollaría todo su poder diplomático y militar para ayudar a Franco a recuperar las cantidades de oro depositadas en Francia por el gobierno republicano español, así como la flota republicana refugiada en Bizerta.

Durante sus meses de embajador en España y a pesar de su amistad con el dictador español, Pétain confesaría haber sentido un cierto malestar por el carácter represivo del régimen franquista, una irritación por los sentimientos antifranceses de sus ministros y un profundo desagrado por el desarrollo del culto a la personalidad de Franco. Sin embargo, la complicidad entre los dos soldados se mantuvo hasta el último momento firme en «la defensa de los más puros ideales de la civilización occidental»[39].

Cuando los alemanes invadieron Francia y el gobierno le pidió que regresara de inmediato, Pétain se despidió de Franco, anunciándole: «Mi patria ha sido vencida. Me reclaman para hacer la paz y firmar el armisticio». Más tarde, tras ser nombrado en su nuevo cargo de Jefe de Estado, el viejo mariscal requeriría de inmediato la ayuda de Franco para que interviniera ante sus aliados alemanes, con el fin de que aceptaran la demanda francesa de armisticio. Franco aceptó la misión de intermediario y encargó a Félix de Lequerica, primer embajador de su gobierno en Francia, que transmitiera a Hitler la petición francesa. El Führer la aceptó, tras exigir que la rendición se firmara en el mismo vagón de ferrocarril donde Alemania había firmado su capitulación en 1918.

El documento de la derrota francesa fue firmado por el general Charles Huntziger el 22 de junio de 1940. Entre otras condiciones, la capitulación otorgaba tres quintas partes de Francia a la ocupación militar alemana, cien mil hombres destinados a mantener el orden y un millón y medio de prisioneros de guerra que sólo serían liberados cuando los dos países firmaran la paz.

Pétain, que a pesar de las duras condiciones, consideró a salvo el honor francés, agradeció ampliamente la intervención de Franco, afirmando su deseo de colaboración y facilitando como prueba, entre otras, la detención y extradición de numerosas personalidades y refugiados políticos en Francia, entre ellos, en aquel momento, la del ex presidente de la Generalidad de Cataluña, Lluís Companys, y la de Julián Zugazagoitia, ex ministro de la Gobernación, que fueron sometidos a juicios sumarísimos y fusilados. El presidente Manuel Azaña, el primero en la lista de extradición solicitada por Franco, murió unas horas antes de que las fuerzas de Pétain y los falangistas españoles fueran a detenerlo en su refugio de Montauban. El mismo día del entierro del ex presidente republicano, Pétain llegaba en visita oficial a Montauban.

Tras la firma del armisticio franco–alemán, una masa humana de más de seis millones de civiles salió huyendo de la zona ocupada hacia el territorio declarado «zona libre», en el sur de Francia. Miles de los soldados abandonados en la derrota por sus oficiales de mando se unieron a la fuga de esas poblaciones, provocando en territorio francés un éxodo sin precedentes en la historia contemporánea del país. Una «Retirada francesa» dolorosa y trágica, similar a la que habían vivido los republicanos españoles un año antes. Unos españoles que habían combatido durante más de treinta meses contra los mismos enemigos que en cuarenta días habían vencido a los franceses.

En pleno desastre, el capitán De Hauteclocque no quiso aceptar la derrota ni admitir la idea de ser apresado por los soldados del Reich. Decidido a seguir combatiendo, destruyó sus documentos militares y cruzó las líneas enemigas vestido de civil. A pie y en bicicleta atravesó una parte del país ocupado, fue detenido dos veces por los alemanes y las dos veces consiguió escapar. Por fin, cerca del Marne, se unió de nuevo a la lucha con el 7.º Ejército del general Frère, que había conseguido levantar una unidad de caballería y de tanques con los restos de tres divisiones francesas y de una brigada de acorazados polacos. Destinado al Segundo Grupo acorazado, el capitán integró de inmediato la primera línea de combate. Unos días después fue herido en la cabeza por la explosión de una bomba alemana y a pesar de su oposición fue evacuado a un hospital del que se escapó poco antes de que el centro médico cayera en manos alemanas.

Después de una variopinta fuga atravesando la zona ocupada, llegó a París el 25 de junio y fue acogido y escondido por unos amigos, que le informaron del llamamiento realizado por el general De Gaulle en Londres y de su invitación a continuar la lucha al lado de la Francia Libre. El coronel De Hauteclocque no lo dudó. Esquivando de nuevo numerosos controles, logró reunirse con su familia, despedirse de ellos y salir de Francia cruzando la frontera española en bicicleta. Después, tras algunas peripecias, atravesó España en tren, llegó a Portugal, y el 17 de julio llegaba a la embajada británica de Lisboa. Allí, ayudado por el cónsul y los servicios británicos, embarcó hacia Inglaterra el día 20, a bordo del carguero Hilary.

El 25 de julio de 1940, apoyándose en un bastón, el capitán Philippe de Hauteclocque entró en el número 4 de Carlton Gardens, cuartel general de las Fuerzas Francesas Libres en Londres.

«Llegaba de Francia, a través de España, con la cabeza vendada por una herida recibida en el combate y con signos evidentes de fatiga —escribiría el general De Gaulle—. Enseguida me di cuenta de quién tenía enfrente y no dudé sobre su destino inmediato»[40].