INSTALADO EN NUEVA YORK desde principios de 1939, el gran poeta inglés W. H. Anden rememoró un decenio «bajo y rastrero», el marcado por la amenaza del fascismo y la guerra en España. Sobre esta última ya había escrito un poema que luego repudió. Rememoró los amargos años treinta en otro poema, no menos espectacular, al que dio por título la fecha en que Hitler invadió Polonia. Veinticuatro horas después, el 3 de septiembre, el Reino Unido y Francia declararon la guerra al Tercer Reich. Daba comienzo el conflicto europeo. Seis meses antes, la República española había implosionado, incapaz de resistir a la superioridad de Franco, al constante apoyo que el Eje le había prestado a lo largo de dos años y medio y a la hostilidad británica. Anden no había tenido acceso a los documentos confidenciales de Whitehall pero con razón envió al basurero de la historia los ensueños y las vanas esperanzas de la política de «apaciguamiento». No fue el único.
En aquel clima conceptual y político únicamente una parte del pueblo español, los variopintos republicanos, se negaron con terquedad a deponer las armas contra la agresión que el Eje naciente había iniciado en Europa, empezando por España. En circunstancias crecientemente adversas, abandonados por las democracias, su combate continuó en tierras extranjeras, en lo que Secundino Serrano ha denominado su «última gesta». En el período sobre el que versa este volumen fueron numerosos los que vanamente creyeron que para contener la dinámica hacia un conflicto europeo, Francia y el Reino Unido romperían el cerco político, diplomático, militar y de aprovisionamientos que les habían impuesto desde agosto de 1936. Mantuvieron así dos batallas en favor de un régimen asaltado desde el interior y desde el exterior. Su cruz y su gloria, que aprisionó en versos inmortales Jesús López Pacheco.
En la soledad republicana, el único país que les otorgó ayuda, si bien limitada, fue la Unión Soviética. Stalin expuso con claridad a los líderes republicanos los objetivos que inicialmente perseguía. No se consideraba el valladar de su régimen. Eran las potencias democráticas occidentales quienes debían constituirlo. La URSS, envuelta en las grandes purgas de 1937 y 1938 que él mismo desencadenó, colaboraría con la República sólo en la estricta medida de sus posibilidades. Dicha estrategia, que favorecía la seguridad colectiva frente al impulso expansivo del fascismo, estaba condenada al fracaso. Stalin minusvaloró los temores que la URSS despertaba en los sectores más conservadores de Francia e Inglaterra y el papel que en ellos se atribuía a la Comintern así como las consecuencias de la admiración, apenas velada, que en los círculos de la derecha franco-británica más reaccionaria despertaba Hitler, con su «modélica neutralización» de la izquierda alemana. Tras Munich, la raciónale de Stalin cambió. Que fuese un maestro consumado en el uso del terror no significa, como hace ya tiempo subrayó Carley, que su política hacia fuera resulte igualmente execrable. Me sitúo en una línea que ha ilustrado Roberts y que Beevor, Bennassar, Payne y Radosh, entre muchos otros, ningunean.
El presente volumen es un análisis político, desde la perspectiva adoptada en la trilogía que cierra, de una gran parte de la gestión del Gobierno Negrín. Se centra en aspectos básicos y sobre los cuales se ha cebado durante setenta años la polémica. En general, desde una triple óptica: la de los ajustes de cuentas entre los vencidos, obsesionados por explicar las causas del desastre y por echar la culpa a los demás; la de los vencedores, que aún pulula en una literatura de cuño neofranquista que invade las grandes superficies de las ciudades españolas, y la pergeñada por numerosos historiadores en un molde conceptual todavía preso de la atmósfera de la guerra fría.
Es axiomático que en un conflicto armado la primera víctima es la verdad, concepto elusivo si los hay pero que debe ser, en mi opinión, el norte y el guía del historiador. El enfoque utilizado en esta obra otorga prioridad absoluta a los documentos de archivo y, en lo posible, de época. No sólo por razones metodológicas sino también por experiencia personal. Cuando dejé la Comisión Europea en 2001 me propuse analizar cómo se habían concebido, formulado e instrumentado ciertas políticas a las que estuve íntimamente ligado, entre ellas la de derechos humanos. Como era la más reciente lo hice prácticamente de memoria en un primer borrador. Cuando cotejé el resultado con mi documentación personal (hoy en los archivos de la Unión Europea en Florencia) mi sorpresa fue mayúscula. Episodios y situaciones de pocos años antes, que creía grabados a fuego en mis recuerdos, no se veían apoyados por la realidad de los hechos, reflejada en los papeles coetáneos. Naturalmente, cambié de método y me atuve a lo que se desprendía de la documentación. Me pregunto, pues, en qué medida pueden reflejar autores como Ansó y Vidarte, mucho tiempo después, episodios y conversaciones que sientan cátedra. Por no hablar de otras memorias que con frecuencia añaden una apenas disfrazada exculpación.
La argumentación desarrollada en este volumen se focaliza en particular en dos ámbitos. El primero es la desmitologización del vector soviético. Conlleva una cierta reinterpretación de la guerra civil. A pesar de los denodados esfuerzos de los autores profranquistas, hoy no pueden confirmarse las interpretaciones de la dictadura. No fue una cruzada contra el comunismo. Tampoco había peligro de que España se convirtiera en un remedo de República popular avant la lettre. El único riesgo que existía era si, en función de quién resultase vencedor, España se alineaba con las democracias o con el Eje. Esto último es, precisamente, lo que ocurrió. Negrín nunca asumió compromisos con la URSS que pudieran influir en el futuro. Quien sí lo hizo con respecto a sus protectores fue Franco y sólo él.
El segundo ámbito se refiere a la conducta hacia la República de los Gobiernos británicos de la época, ¡cómo para haber situado en Londres las cuantiosas reservas de oro españolas! La rodeó una hostilidad que percibieron desde fecha temprana la mayor parte de los decisores y altos cargos republicanos. Pero ¿qué cabía hacer? Azaña, Negrín y Prieto cortejaron constantemente a París y Londres. Sin el menor resultado. Los Gobiernos de Baldwin, Blum y Chamberlain no dudaron en tergiversar, mentir y engañar a su opinión pública. Todas las batallas mediáticas, alguna de las cuales analizó minuciosamente el lamentado Herbert R. Southworth, no les llevaron nunca a dar su brazo a torcer. Es cierto que Francia y el Reino Unido necesitaban tiempo para ponerse en condiciones de confrontar a los dictadores fascistas pero dilapidaron un bien raro e irrecuperable cuyo no aprovechamiento tampoco les sirvió de mucho. Al hacerlo, disociaron lo que era una agresión exterior en toda regla contra un Estado al que negaron su derecho inmanente a la legítima defensa. Creyeron que la no intervención limitaría a la península las salpicaduras del conflicto. Siempre fue una noción falaz, como muestran las interceptaciones británicas de masas de telegramas italianos y las valoraciones del Deuxième Bureau francés. Según señalaron protagonistas ulteriores (Churchill, Roosevelt), ministros prescientes (Auriol, Cot) o altos funcionarios (Collier, Cusin) no se domaría a tigres a base de concesiones. Tenían razón.
Los Gobiernos de las democracias sacrificaron a la República española a un designio estratégico sostenido por dos puntales. El primero fue la creencia de que el Reino Unido podría influir en un Franco victorioso de tal manera que sería posible impedir su temida alineación como dictador menor con los grandes, entre los cuales se intentó introducir una cuña. Francia se acomodó. El segundo, que era deseable «neutralizar» los experimentos políticos y sociales que se desarrollaron en zona republicana. Sólo Hitler, al no acceder a los ensueños imperiales franquistas, encubrió el irrealismo del primer objetivo. No así el del segundo, cuya defensa sigue siendo una piedra fundamental de toda una historiografía de extrema izquierda. Fracasaron los repetidos cortejos republicanos hacia Londres y París para demostrar lo que estaba en juego: la posibilidad de resistir al Eje cuando todavía era débil. Las democracias y la URSS sólo materializaron un frente común a partir de 1941, cuando Hitler había invadido a esta última, su gran objetivo tras la debelación de Francia. Fue entonces cuando el Reino Unido ya luchaba por su supervivencia, cuando el viejo orden francés, orgulloso y despectivo para con los republicanos españoles, había sido barrido del mapa y conocía en carne propia las bondades de un régimen para-fascista.
Este volumen ilustra mi convicción de que de todos los políticos republicanos durante la guerra fue el doctor Juan Negrín, no Azaña, Prieto o Largo Caballero, el único que llegó a desarrollar talla de estadista y el único que no se hundió en la adversidad. No se trata, sin embargo, ni de una biografía (ya se dispone al efecto de los excelentes trabajos de los profesores Miralles y Moradiellos), ni de una semblanza (elaborada por el profesor Jackson). Tampoco es una hagiografía, como las que siguen escribiéndose sobre su vencedor. Pero todavía hay autores, insensibles a la evidencia, que tachan a Negrín de procomunista o de «el hombre de Moscú». Además de falso, presentan como demérito lo que generalmente se considera como una constatación trivial: el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Churchill, anticomunista feroz, no tuvo inconveniente en aliarse con Stalin. Por no hablar de Roosevelt.
Hay otros protagonistas en esta obra cuyo papel debo resaltar: dos grandes embajadores de la República, Pablo de Azcárate y Marcelino Pascua. El primero no necesita presentación. Sus memorias son una referencia obligada. Su archivo, hoy depositado en el Ministerio de Asuntos Exteriores, es una mina. Algunos de sus despachos, elegantemente escritos, siempre profundos y medidos, se reproducen en el apéndice. El segundo ha tenido peor fortuna: no dejó memorias. Pero sus papeles, en el Archivo Histórico Nacional, son otra[1]. Tuvo la mala suerte de que un doctorando norteamericano decretara que su misión en Moscú fue un fracaso. Este libro le presenta como eficaz regateador con Stalin, algo que, de haber sido estadounidense o británico, sin duda le hubiera granjeado una gran fama. Los dos fueron íntimos colaboradores de Negrín. Sin ellos, su política y su gestión hubieran sido más difíciles.
La trilogía prometida finaliza con el presente volumen. Debo a las persuasivas argumentaciones de Luis Domínguez, viejo amigo de Marcial Pons, mantener el plan original aunque la temática no quede agotada. No he utilizado mucho material ya fotocopiado (hubiese debido anunciar una tetralogía, si bien cuando inicié mi investigación no tenía idea de lo que podría encontrar). Tampoco he escudriñado todo el existente. En los archivos de la antigua Unión Soviética (los presidenciales y los ministeriales, en particular) hay masas de documentación inaccesible que, sin duda, llevarán a modificar o, ¿por qué no?, a invalidar mis tesis. En el Reino Unido, paradigma de una organización de archivos excelente (un país que se respete debe aspirar a contar con la mejor posible), sigue siendo inconsultable la documentación del M16. Han desaparecido, además, fondos esenciales, quizá por la actuación de algún que otro fantasma fibrófago, que no es desconocida en los archivos españoles. Afirmar, como han escrito algunos autores, que los enigmas de la guerra civil están ya resueltos significa dar muestras de petulancia intelectual y de indigencia profesional. El conocimiento histórico genuino es cumulativo y provisional. Los avances logrados pasarán a la retaguardia del conocimiento al que se llegue en el futuro y sus posibilidades de supervivencia son, cuando menos, limitadas. Pero no todo está permitido y subsisten enfoques, enraizados en los tiempos del conflicto mismo, cuya aplicabilidad para explicar el pasado resulta dudosa.
Una novedad con que cuenta este libro es un amplio apéndice documental. Para no engrosar indebidamente el texto, la editorial ha optado por reproducirlo en un CD adjunto. Fue seleccionado una amplia gama de documentos representativos. Varios de entre ellos se encuentran en el dominio público desde hace años, si bien por lo general en obras de difícil acceso para el lector común y corriente. Algunos son extremadamente significativos para apreciar la intensidad y regularidad de los suministros nazi-fascistas a Franco y no sorprende que en la literatura hagiográfica que se ha dedicado a los vencedores no se hayan utilizado en demasía. Cuantificar la evolución de la dependencia del bando ganador hasta el final de la guerra con respecto a las potencias del Eje no es algo que haya despertado demasiado entusiasmo entre tales autores. Otros documentos ilustran puntos que hemos rozado en el texto, pero en los que no hemos profundizado. Con todo, la mayor parte son inéditos y de procedencia entremezclada. Los del bando vencedor, y muchos de los del perdedor, se encuentran en archivos plenamente accesibles. Al lector quizá le llame la atención, como a quien esto escribe, que los autores profranquistas los hayan rehuido cuidadosamente. Sin duda no encajan con la pseudohistoria que propalan, sobre todo en la relacionada con los aspectos internacionales, que son los que más duelen, ya que muestran la dependencia estructural respecto a los protectores fascistas. Sería para el autor un motivo de satisfacción si la consulta del CD pudiera ser útil tanto para el lector curioso como para el experto.
En El escudo de la República expresé la profunda deuda que siempre he tenido con el profesor Rafael Martínez Cortina, quien no pudo ver sino el primer resultado de mis investigaciones. Aquí he de deplorar que no haya visto el segundo y este tercer volumen el profesor Enrique Fuentes Quintana. Fue él quien, hace más de treinta años, me embarcó en la investigación de los aspectos económicos de la guerra civil, quien dirigió mi tesis doctoral sobre los antecedentes de la intervención nazi y quien me pidió que investigara el destino del oro español. Entre las personas a las que este volumen va dedicado no puede faltar su nombre. Las palabras de Salustio son el mejor elogio clásico que he encontrado para evocar su recuerdo al cumplir tan triste deber. También he de mencionar a la añorada, añoradísima, Solita Salinas. Todos los historiadores españoles pasados por Harvard University, cuando estaba allí con su esposo el profesor Juan Marichal, tendrán presentes, como quien esto escribe, su entrañable hospitalidad y su inimitable encanto.
No ha cesado de incrementarse el número de personas a quienes he de reconocer un tributo de gratitud. En el mundo académico al rector Carlos Berzosa y al vicerrector Carlos Andradas, de la Universidad Complutense, y a Alicia de Benito; a los profesores Julio Aróstegui, Juan Andrés Blanco, Gabriel Cardona, Javier Cervera, Carlos Collado Seidel, Joan B. Culla, Antonio Elorza, Eduardo González Calleja, José Luis de la Granja, Santos Julia, Eutimio Martín, Andreu Mayayo, Manuel Medina Ortega, Ricardo Miralles, Enrique Moradiellos, Antonio Niño, Alberto Reig Tapia, Hernán Rodríguez, Glicerio Sánchez Recio, Ismael Saz, Antoni Segura y José Félix Tezanos. Y, naturalmente, a los miembros de los Departamentos de Historia Contemporánea y Economía Aplicada I de la Universidad Complutense, empezando por sus directores, los profesores Octavio Ruiz-Manjón y Luis Hernández.
Fuera del mundillo universitario he de citar a Joaquín Almunia, miembro de la Comisión Europea y exministro; Octavio Cabezas, biógrafo de Indalecio Prieto; Alfonso Guerra, exvicepresidente del Gobierno y presidente de la Fundación Pablo Iglesias; el senador Joan Lerma; Carlos Miranda, embajador de España ante la Corte de San Jaime; Rafael Núñez Florencio, de El Cultural de El Mundo; José Andrés Rojo y los amigos de El País; David Solar, director de la revista La aventura de la Historia, y su equipo y, no en último término, Jorge Semprún, exministro de Cultura. También a los directores de los Institutos Cervantes en Bruselas, Francisco Ferrerò; Moscú, Víctor Andresco; París, José Jiménez, y Tel-Aviv, Rosa Moro de Andrés, quienes, con sus respectivos colaboradores, me han permitido presentar algunas de mis tesis ante las más variadas audiencias.
Reconozco mi gratitud con Sergei Abrosov, gran estudioso de la actuación de la Fuerza Aérea soviética en la guerra civil; con Enrique Álvarez Moreno quien nunca me ha fallado; con Teresa Cordón, por su inestimable ayuda; con la doctoranda Louiza Iordache, cuya infinita amabilidad me ha permitido disponer de ciertos papeles de Luis Nicolau d’Olwer, gobernador del Banco de España en la época; con la profesora Clara E. Lida, del Colegio de México; con la profesora Vera Malay, de la Universidad de Belgograd; con Monsieur Raymond Moch, quien autorizó mi consulta de los archivos de su padre; con Olga Novikova, puente entre la cultura rusa y la española, que me ha dado innumerables pistas; con el reverendo padre Hilari Raguer, que puso a mi disposición su impresionante conocimiento de los archivos romanos; con Enrique Moral Sandoval, director gerente de la Fundación AENA, y con Paul Preston y Marlene Sidaway, por haberme invitado a pronunciar la séptima Len Crome Memorial Lecture en el Imperial War Museum. Naturalmente, ninguno de los nombrados es responsable de las interpretaciones, y por supuesto de los errores, que contiene esta obra.
Es una agradable obligación reiterar un mínimo de agradecimientos, no por repetidos menos indispensables: al doctor José A. Durango, por darme la oportunidad de consultar de nuevo su tesis doctoral no publicada; a Gerald Howson, quien ha revisado mis incursiones en los suministros aeronáuticos; a Fernando Hernández Sánchez, cuyo inmenso conocimiento sobre la política del PCE en la guerra civil, objeto de una tesis doctoral en elaboración que marcará un hito, puso amablemente a mi disposición; a Evgeny Kuznetsov, Mikhail Lipkin y Jorge Marco, por su apoyo de siempre; a mi editorial, Crítica, y a la confianza que en mí depositaron desde Gonzalo Pontón, Carmen Esteban, el profesor Josep Fontana y Merce Portabella hasta Silvia Iriso, Eva Bargalló y Eva Artero para llevar a buen puerto una trilogía que ha representado una inversión considerable, financiada, ¡ay, ay!, con gran esfuerzo e íntegramente con fondos propios; a la familia Orellana-Negrín quienes han vuelto a apechar, sonrientes, con las peticiones de un investigador insaciable. Last but not least, a Helen y a nuestros hijos, Laura y Daniel, que toleraron mi absorción durante tantos años en el trágico destino de la República. De cara a Helen, las palabras de T. S. Eliot, tomadas de uno de los inmortales versos que dedicó a su esposa, recogen sólo muy imperfectamente mis propios sentimientos.
Bruselas, julio de 2008