Epílogo

Un post-mórtem

y un destino soviéticos

LA UNIÓN SOVIÉTICA fue el pilar externo fundamental de la resistencia republicana. Su aportación en armas, combate y asesoramiento fue siempre muy por delante de los limitados apoyos de los Gobiernos franceses que hemos identificado en esta trilogía. Una de las consecuencias fue la gran expansión del papel y de los efectivos del PCE. En paralelo, en la zona franquista la Falange se desarrolló ampliamente al socaire de la influencia fascista, aunque su impacto en la política interna estuviese cortocircuitado por la espada militar y el carácter de la naciente dictadura. Dada la heterogeneidad republicana, manifestación del carácter esencialmente democrático del régimen, también fuente de debilidad, no es de extrañar que los papeles de la URSS y del PCE hayan sido objeto de múltiples deformaciones, pasadas por los prismas de los ajustes de cuentas entre los vencidos y el más perdurable de la guerra fría. Confiamos en que nuestra reconstrucción, documentada hasta donde nos ha sido posible con evidencia de la época, haya podido aclarar algunos temas todavía controvertidos y hecho avanzar las fronteras del conocimiento. El método seguido ha sido estrictamente inductivo.

Los análisis moscovitas sobre las causas de lo que fue igualmente una derrota soviética merecerían un examen pormenorizado que no podemos abordar aquí. Al terminar la guerra civil, se hicieron varios intentos para determinar las razones de la republicana. Se conocen algunos: la valoración inmediata del propio Stalin, el informe de Togliatti del 21 de abril y, desde hace pocos años, el más global y engañoso de «Stepanov». No se sabe mucho de los realizados en el Comisariado de Defensa, salvo lo que ha revelado Rybalkin. Una lástima, porque los informes del coronel Sapunov deben de haber sido muy interesantes. Se ignora totalmente lo que se hiciera, si se hizo, en la NKVD o al menos en el INO.

La valoración de Stalin se refleja en el diario de Dimitrov (Banac, pp. 99s). La expresó someramente en una reunión en el Kremlin en la que también estuvieron presentes José Díaz y Manuilsky de un lado y Molotov y Beria de otro. Beevor, en una de sus distorsiones de temas importantes, afirma (pp. 594s) que Stalin «anatematizó al PCE». No fue así. Tampoco me parece correcta la interpretación de Elorza/Bizcarrondo (p. 437) de que «no admitía que se hubiera abandonado el terreno sin ensayar las últimas posibilidades de combate». Lo que Stalin habría deseado (en la perspectiva de que todo el mundo puede equivocarse) era que el PCE se hubiera comportado con mayor claridad. Por su importancia, la valoración —muy sumaria— de Stalin merece reproducirse en su totalidad:

Los españoles son valientes, pero descuidados. Madrid estaba casi en manos comunistas y de repente otras fuerzas se hicieron con el poder y empezaron a matar a los comunistas. No está claro cómo pasó lo que pasó. Parece ser que los comunistas más o menos se evaporaron y dejaron a las masas solas y sin líderes. El fin no estriba en luchar en cualesquiera circunstancias, incluso cuando las fuerzas propias no lo permiten. Si la situación hubiera sido insostenible el partido hubiera podido anunciar que consideraba posible sustituir al Gobierno por otro, más adecuado al momento, y entonces disponerse a terminar la guerra.

¡Pero el partido está obligado a pronunciarse claramente ante las masas!

Hay momentos en los que no se dispone de fuerzas suficientes para continuar la lucha.

Hay momentos en que uno es derrotado.

«Nos han vencido», ya lo dijo Lenin en 1905.

No estamos obligados a mantener la ofensiva pase lo que pase, pero el partido debe decir a las masas explícitamente lo que hay que hacer en vez de abandonarlas y dejarlas desorientadas.

El partido hubiera debido explicar por qué el Gobierno se retiró sin lucha. Adoptar una postura clara en lo que se refiere a la Junta de Madrid.

El mayor fracaso fue el que Miaja y los demás ya estaban conspirando encubiertamente y operaban como tales. Hicieron una trinchera en Madrid mientras la guerra se desarrollaba en Cataluña.

¡Madrid había cambiado!

¡Los comunistas fallaron en darse cuenta de ello!

Cómo luchar contra el enemigo es algo que los comunistas españoles demostraron hasta la saciedad ganando una enorme experiencia.

Cómo ceder el poder y retirarse es algo que fueron incapaces de demostrar.

Habría que organizar una conferencia de comunistas españoles para aclarar estas cuestiones e identificar lecciones para otros partidos.

También hay que aprender de las experiencias negativas.

Con todo, terminaremos este volumen con la referencia a un análisis de época que hasta ahora no hemos visto tratado en la literatura occidental, aunque algunos investigadores rusos —pocos— ya lo han consultado. Es un análisis más próximo a los acontecimientos que el de Stalin, quien al fin y al cabo reconoció que habían ocurrido cosas que todavía no estaban claras. Su autor tenía todas las cualidades necesarias, no en vano había sido el encargado de negocios soviético en Valencia y Barcelona durante la mayor parte de la gestión gubernamental de Negrín y se había codeado con lo más granado de la política republicana y de la actuación militar, amén claro está con el PCE. Nos referimos a Marchenko[1].

El 16 de mayo se entrevistó con Dimitrov (Bayerlein, p. 255) y se pusieron de acuerdo en que redactaría un informe sobre los acontecimientos de España. El post-mórtem resultante se concentró en primer lugar en las causas de la caída de Cataluña, que atribuyó básicamente al poderío y superioridad numérica del adversario. Ello no obstante, detrás de la derrota aletearon otros fenómenos. Cataluña podría haber aguantado, afirmó, de no haber sido por la situación económica y política y por errores del mando militar. Esta valoración es posible que la hubiesen compartido muchos de aquellos republicanos que se sentían razonablemente seguros respecto a la capacidad de resistencia del EP.

El aspecto económico no ha aflorado demasiado en esta obra, lo cual no significa que no sea importante. Marchenko pintó un cuadro muy sombrío. Desde abril de 1938 la Cataluña industrial se había desorganizado. Tras el avance de Franco, la energía eléctrica que suministraban las centrales hidráulicas empezó a escasear. El resultado fue el paro de un gran número de empresas, incluidas las textiles. Había casos en que sólo se recibía energía ocho horas por semana. Únicamente las empresas dedicadas a la producción de material de guerra pudieron apañarse. Más de cien mil trabajadores se quedaron parcial o totalmente sin trabajo. Para colmo, a finales de 1938 se agudizó el hambre, que como hemos visto había dado comienzo un año antes. Incluso en Barcelona la ración de pan de 150 gramos no se despachaba con regularidad. El mercado dejó de existir a causa de la inflación y por la carencia de abastecimientos procedentes del campo. Desaparecieron los productos industriales, en particular los textiles. El Gobierno hubo de hacer frente a un sabotaje en toda regla, tanto en los núcleos urbanos como en los pueblos. Los productos se escondían. Todo el mundo se dedicaba a tal labor, incluidos los sindicatos anarquistas y socialistas, estos para mayor inri dirigidos por el PSUC. La política económica no ayudó. Marchenko criticó duramente en este punto al subsecretario de Economía, Demetrio Delgado de Torres. La consecuencia fue que aumentó la dependencia de las importaciones y ello contribuyó a agotar las reservas de divisas.

A las tensiones económicas se añadieron las políticas. Se multiplicaron las discusiones sobre cómo orientarse hacia Francia o el Reino Unido y si establecer o no un Gobierno alternativo al de Negrín. Este se enfrentó a los embates de las principales organizaciones políticas, empezando por ERC, pero también al PSUC y los anarquistas, una parte de los cuales consideraban al Gobierno como contra-revolucionario y antiobrero. Surgió una oposición militar (Perea, Asensio, Casado) a la que protegían los confederales. La resistencia exigía grandes sacrificios y siempre hubo sectores que se aprovecharon de las dificultades para minar la capacidad combativa de Cataluña, sembrar la incredulidad y acentuar la desmoralización propiciada por el cansancio y el hambre. El PCE carecía de una base organizativa fuerte. El Gobierno, temeroso de tomar medidas drásticas, daba largas. Le atosigaba el pánico a que pudiera tachársele de bolchevique. Esto no es, precisamente, lo que se esperaría de un Gobierno presuntamente subordinado a los designios moscovitas, según subrayan machaconamente ciertos historiadores.

Se añadieron los errores militares, a pesar de que diez días antes de la ofensiva se sabía con precisión por dónde se iniciaría. Esto es cierto. Las directivas del 1 de diciembre preveían que el ataque se haría por la zona de Balaguer/Tremp y Seros, como así ocurrió. El conocimiento del adversario era exhaustivo, como muestra la documentación conservada por Negrín. Sin embargo, Marchenko afirmó que no se habían adoptado las medidas adecuadas[2]. Las reservas acumuladas tuvieron que saltar a cubrir la brecha. Hubo cambios de mandos inexplicables. Ordenes de gran importancia no llegaron a tiempo a las unidades. Una parte de las fortificaciones de primera y segunda línea, construidas con grandes esfuerzos, se entregó sin combatir ante el peligro de verse rebasadas. Barcelona no estaba preparada para la defensa. Los refuerzos de la zona Centro-Sur llegaron tarde y mal, a veces sin armamento. Tras la caída de la Ciudad Condal el pánico se apoderó de todos y muchos oficiales —también comunistas— huyeron hacia la frontera. Marchenko criticó al mando de las FARE. Si se hubieran tomado medidas de precaución se habría asegurado el traslado de 60 cazas, casi todos nuevos, a la zona Centro-Sur. Esto influyó en la evolución que se registró en la misma. Sin entrar a discutir lo que de cierto o incorrecto haya en el breve resumen anterior, queda claro que, para Marchenko, la caída de Cataluña no estaba predeterminada. Es la misma actitud que había coloreado las esperanzas del Gobierno Negrín y, por lo que sabemos, del Comisariado de Guerra, si hemos de creer a las consignas que reproducimos en el CD del apéndice.

Tras la derrota en Cataluña empezaron a surgir dudas sobre si no habría sido un error cruzar el Ebro en julio de 1938. ¿No hubiera sido mejor conservar las fuerzas, sin agotarlas en prolongados y duros combates, y recibir la ofensiva franquista con toda la potencia del Ejército del Ebro entero? Lo cierto, reconoció Marchenko, era que el cruce resultaba necesario ante el peligro de que cayese Valencia (e incluso gran parte de la zona Centro-Sur). Coincidía con Zugazagoitia. Además, fue uno de los avances más afortunados que realizaron las fuerzas republicanas. En su momento no sólo fortaleció la situación militar sino también la postura política del Gobierno dentro y fuera del país. Otra cosa fue que la coyuntura no se aprovechara para adoptar todas las medidas necesarias. El PCE, en particular, no presionó lo suficiente para lograr, por ejemplo, cambios en los mandos de la flota y en los frentes.

Una de las cuestiones suscitadas en este post-mórtem fue la de si no habría sido también un error la salida de las BI. Marchenko advirtió de lo exagerado de las nociones acerca de su papel en los últimos tiempos. Su retirada se justificaba por la necesidad de evitar roces que aumentaban con el incremento de los efectivos del EP y de los mandos, por la conveniencia de reforzar la conciencia nacional y por el deseo de conservar cuadros. El que saliera un 1 por 100 de los efectivos no tenía importancia bélica pero, en cambio, fortaleció el prestigio del Gobierno.

En relación con la zona Centro-Sur, Marchenko destacó tres factores: el descontento campesino debido esencialmente a la prohibición de vender alimentos en los mercados libres; la debilitación del PCE en Madrid, tras el traslado de las mejores unidades a los frentes activos, y la oposición de Miaja a desprenderse de tropas recibiendo en su lugar las que necesitaban descansar después de duros combates[3]. Recordó que era significativo que ya en abril de 1938 Sapunov sugiriese la adopción de medidas contra Miaja, que ni Negrín ni el EMC aceptaron. Tampoco el PCE, que alegó que sería muy difícil encontrarle un sustituto. Respecto a la flota, Marchenko había propuesto la separación de González de Ubieta en numerosísimas ocasiones, sin éxito alguno. Varias ofensivas se frustraron por la oposición de Miaja y de la Armada. Un ayudante del jefe de la zona aérea, Antonio Camacho, desertó llevándose los planes para un ataque. Aunque Camacho era comunista ya en abril de 1938 se supo que su esposa estaba mezclada en actividades sospechosas. El PCE recomendó su expulsión, sin resultado. Marchenko afirmó que en noviembre-diciembre de 1938 Casado había entrado en contacto con los servicios de inteligencia británicos (un rumor que pulula por la literatura pero que no se ha demostrado convincentemente). Otro error había sido nombrar a Jesús Hernández como comisario de Miaja. Llevaba la misión de influir en él y neutralizarlo pero no fue capaz de ello. Su gestión generó innumerables quejas: no visitaba las unidades, ni el frente, ni tenía relación con el grueso del EP, ni con los mandos, ni con los comisarios, ni realizaba el duro trabajo de organización. Lo fiaba todo a sus colaboradores. Negrín dijo a Uribe en alguna ocasión que Hernández se había desacreditado.

El exencargado de negocios aludió a las discusiones en el Consejo de Ministros del 3 de febrero de 1939. Según le había contado Uribe, en el Gobierno se extendía el deseo de capitular, alimentado por la información que había proporcionado Rojo. Destacaron Blanco, González Peña y Giral. El primero había recalcado que no era posible ganar la guerra, que chocaban con la fatalidad y que había que buscar la forma de salvar todo aquello que pudiera salvarse. Recordemos que se trataba del representante de la CNT/FAI. El segundo había propuesto que se iniciaran conversaciones aunque sin perder el honor y el tercero le había apoyado. Sobre la evolución subsiguiente, Marchenko pensó que Negrín no había querido luchar por el poder y que en ello influyó la dimisión de Azaña. Para Negrín, que siempre había procurado preservar ante los ojos del mundo la legalidad republicana, tal escapada debió de ser un duro golpe.

Sobre uno de los aspectos más controvertidos, las posibilidades de aguantar algunos meses más, Marchenko creía que hubiera sido factible si el Gobierno hubiese manifestado mucha más dureza, decisión, operatividad y flexibilidad. Dicho esto, el de Negrín había sido el mejor Gobierno que tuvo el Frente Popular y este último había, más o menos, funcionado. Para cualquiera, afirmó Marchenko, que «conociera la situación política interior en España y la correlación de fuerzas, era obvio que en cualquier momento de la guerra civil la ruptura del Frente Popular hubiese significado el final inmediato de la República, ya que todo poder creado sin los comunistas y en contra de ellos hubiera sido lo mismo que un poder a lo Besteiro-Casado. Por otro lado, pasar el poder a un Gobierno con una clara y manifiesta mayoría comunista … hubiese desatado una guerra civil [en la guerra civil] y provocado una intervención directa del Reino Unido y Francia a favor de los sublevados». En mi opinión, la primera, idea es bastante correcta, aunque la última parte de la segunda es, obviamente, reveladora de la psicosis soviética y del descontento contra las potencias democráticas que predominaban en el período en que se redactó el informe. Marchenko, sin duda, escribió midiendo bien sus palabras.

Algunas de sus apreciaciones subsiguientes son de gran interés. Destacaremos cinco. La primera recayó sobre Prieto. La sustitución de Largo Caballero por él habría sido un paso hacia adelante ya que Prieto, a diferencia del viejo líder ugetista, entendía la necesidad de centralizar la dirección del ejército, del mando único, de limpiar la retaguardia, de un ejército regular, de crear una auténtica industria de guerra y de utilizar los viejos y nuevos oficiales. Pero Prieto terminó convirtiéndose en un freno al desempolvar la idea de que sería posible ganar la guerra sin los comunistas o castrando políticamente al EP. Su salida del Gobierno fue adecuada porque de lo contrario la República hubiese sido derrotada antes.

La segunda apreciación tuvo que ver con Negrín. Este había comprendido la situación política y los problemas militares no peor que los comunistas, si bien no actuó de forma suficientemente decisiva. Ponía en práctica con mucho retraso las medidas que se le sugerían. Tenía en cuenta («exageradamente») lo que pudieran pensar los países democráticos y los restantes partidos del Frente Popular. No era buen organizador y se fiaba demasiado de la gente, incluso de personas ineficaces. No eligió una línea adecuada en su relación con Rojo, a quien confió enteramente la dirección militar. Negrín tardó en darse cuenta de que Rojo era un ejecutor pero que la política no tenía por qué dictarla un profesional y que era él quien debía ocuparse directamente de los problemas del EP. Reverente hacia la autoridad técnica de Rojo, terminó cayendo bajo su influencia. Sin embargo, a pesar de sus defectos, Negrín fue la única figura posible para estar al frente del Gobierno y del EP como ministro de Defensa. Un comunista era imposible y entre los no comunistas no había nadie que pudiera sustituirle.

La tercera apreciación se refirió a la influencia o presión ejercidas por el PCE sobre Negrín en relación con algunos problemas políticos y de organización. Había sido insuficiente, sobre todo en el último período. Obsérvese que se trata de una valoración que está en contra de lo propalado por la propaganda antinegrinista y de la que se hace eco una historiografía de combate. No dio la importancia que merecía a la política de cuadros. En términos generales, Marchenko se preguntó: «Puede plantearse la cuestión de si no hubo sectarismo en la política del partido, si no se indisponía a los aliados con su postura no conciliadora, si ello no habría perjudicado al Frente Popular, si no habría acelerado el desenlace, si no fue en su tiempo un error apartar a Largo Caballero o a Prieto…». Se trata de cuestiones esenciales a las que Marchenko no contestó o si intentó contestar no queda rastro ya que en el análisis falta una parte del texto, posiblemente porque en él se criticaba la política del PCE y alguien la quitó.

La cuarta apreciación concernía a Rojo. La relación con él siempre había sido de mucha precaución. No obstante, hasta los últimos tiempos no había dado motivos serios para que pensara que pudiera cometer una traición (sic). No estaba ligado con los casadistas, ya que el propio Casado siempre había sido adversario suyo. La «oposición militar» —Asensio, Perea y otros— le odiaba y le desacreditaba todo lo que podía. Rojo estaba lejos de la política. Era un profesional solitario, que realizó su trabajo con lealtad mientras creyó en las posibilidades de resistencia. Por ello, según el diplomático soviético, en cuanto perdió la fe descuidó la dirección del EP.

La quinta y última apreciación se refirió al papel de los oficiales profesionales comunistas. Muchos eran masones. El PCE les había considerado, con frecuencia, como miembros completamente normales, al igual que los jóvenes oficiales salidos del pueblo, y les apoyaba. Más tarde, cuando las cosas empezaron a ir mal, desertaron, cuando no traicionaron. Entre ellos figuraban Miaja, Burillo y Ortega.

En lo que respecta a la relación entre el Gobierno, el Frente Popular y la democracia, Marchenko afirmó que los órganos dirigentes de la mayoría de los partidos y organizaciones resultaron un freno. Obstaculizaron la labor del Gobierno a la hora de llevar a cabo una política enérgica, imprescindible en una guerra que se había complicado enormemente. En los momentos decisivos, sólo pudo apoyarse en el PCE y en parte de la dirección del PSOE, sometido este a continuas oscilaciones. La actuación gubernamental se hizo mucho más compleja. Necesitaba una base más amplia que la del Frente Popular, que tenía congeladas sus estructuras. Aquí Marchenko retomó la noción estalinista que nos es conocida del capítulo séptimo: durante la guerra ninguna de las organizaciones convocó congresos ni se celebraron elecciones. En las masas se habían producido, sin embargo, desplazamientos que no encontraron el correspondiente reflejo en las organizaciones sindicales y en sus aparatos, ni en los del PSOE ni entre los republicanos de izquierda.

Este análisis permite hacer dos afirmaciones. En primer lugar, por las cualidades y experiencia profesional de su autor no cabe minusvalorarlo. A su misma altura, no hubo ningún otro funcionario soviético que gozara de los contactos de Marchenko. El polo de referencia de Togliatti y de «Stepanov» fue esencialmente el PCE, sin duda importante, pero no lo suficientemente representativo de la pluralidad política e institucional republicana. Sus principales contrapartes no estaban en la Administración o en el Ejecutivo. En segundo lugar, nada de lo que señala Marchenko hace pensar que Negrín, el Gobierno republicano o el mando del EP, en particular Rojo, actuasen al dictado de Moscú. En repetidas ocasiones Marchenko subrayó, antes bien, que sus consejos o sugerencias fueron desatendidos, que no se hacía una política de suficiente dureza, que la discordia interna acentuó la dependencia de los comunistas pero sin que estos pudieran hacer valer sus concepciones. Es, más o menos, lo mismo que dijo Negrín y que retomó Azaña. Sólo al final, la influencia comunista aumentó claramente. Esto es consistente con nuestra tesis, a la que hemos llegado por otras vías en el capítulo precedente.

Para obtener una visión más completa del marco en el cual evolucionó la actitud soviética hacia la España republicana ha sido preciso enmarcarla en la estrategia global que, naturalmente, se establecía en Moscú. Al hacerlo, sobresalen, al menos, ocho grandes aspectos:

  1. En contra de temores de franceses, británicos, norteamericanos y otros, Stalin no pretendió establecer en España un anticipo de república popular como en Europa central y oriental tras la segunda guerra mundial (e incluso la interpretación ortodoxa a este último respecto ha sido impugnada recientemente por Roberts). Ni las circunstancias geoestratégicas ni las geopolíticas lo permitían. Su análisis de la situación española fue muy diferente de lo que han supuesto muchos autores[4]. Sus propósitos, debidamente fundamentados, los comunicó por diferentes vías a los dirigentes republicanos que nunca pudieron llamarse a engaño. Stalin aspiraba, a tientos y frecuentemente con escasa mano izquierda, a dar un empujoncito a la voluntad francesa para oponerse a las aventuras expansionistas del Eje, aun a sabiendas de que no había mucho que esperar de París. Desprejuzgado, Marcelino Pascua no se cansó de repetirlo. En la misma senda se situó uno de los más destacados sovietólogos del Foreign Office, Laurence Collier, a quien la historia todavía no ha reconocido la justeza de sus percepciones. Más tarde, Stalin intentó aproximarse al Reino Unido queriendo evitar la posible materialización de un «pacto a cuatro» que aislase a la URSS y la dejara sola frente a la amenaza nazi, como empezó a apuntar en Munich. A pesar de sus gesticulaciones y de una diplomacia de jugadores de póquer, los soviéticos no querían quedarse solos en la confrontación con el fascismo que se avecinaba. Lord Chilton, embajador en Moscú, no se llamó a engaño. Fue entonces cuando la ayuda a la resistencia en España adquirió una connotación nueva. Incluso aunque las potencias democráticas hubiesen dejado de lado a la República, la oposición a la expansión nazi no terminaba. No hemos podido entrar a valorar la experiencia que a Stalin le deparó la guerra civil respecto al comportamiento de las democracias y su incidencia, si la hubo, en su personal manejo de la política exterior en el agitado período que medió entre marzo y junio de 1939. En nuestra opinión, quizá no estuviese demasiado ausente de la ecuación que poco a poco fue estableciéndose en el Kremlin y que discurrió por dos fases. En primer lugar, por la búsqueda de un arreglo defensivo con Francia y el Reino Unido. En segundo lugar, por su descarte, al presumir que, en el fondo, no estaban demasiado interesadas en una triple alianza contra el fascismo. Fue entonces cuando Stalin aceptó la sorprendente oferta de Hitler que condujo rápidamente al pacto Molotov-Ribbentrop. Por fortuna para las democracias, Hitler sólo tardó dos años en invadir la URSS, su objetivo esencial, y con ello contribuyó a excavar su propia tumba[5].
  2. El apoyo soviético desde una segunda línea, antes de pasar a la primera, permitió la subsistencia de la República. Se plasmó en suministros de armamento moderno, en el reclutamiento de las BI, en asesoramiento militar y en la participación activa de tanquistas y aviadores mientras los pilotos españoles y ciertos cuadros del EP y de las BI se adiestraban en la propia URSS. Al tiempo, los PC nacionales y la IC aventaron sentimientos de solidaridad en todo el mundo. Eran conscientes, como los republicanos, de que en España se prefiguraban los frentes de un futuro conflicto y de que para el expansionismo fascista la República era un primer bocado. Con el Anschluss y Checoslovaquia, Hitler se zampó otros dos. Sin embargo, nunca fue posible a los dirigentes soviéticos llegar a un acuerdo operativo con Francia. Tampoco pudieron los republicanos, a pesar de su cortejo constante de las democracias, bien fuese por vías diplomáticas o a través de gestiones más discretas, hacerles comprender que lo que ocurría en España daba alas a los dictadores fascistas y que en tierras españolas se representaba el primer acto de la jugada que tarde o temprano surgiría a nivel global. Tal valoración la hicieron desde los primeros meses, con independencia de las coyunturas políticas, militares e internacionales, o de los hombres que dirigieron el combate desde Madrid, Valencia o Barcelona. Salvo por lo que se refiere a la enajenación del oro, condición sine qua non para financiar el conflicto, y de la que la URSS se benefició junto con Francia, ni de cara a las democracias ni con respecto a Moscú hubo contrapartidas. Los republicanos perfilaron algunas, eso sí, en las primaveras de 1937 y de 1938 con respecto a las primeras. No se ha demostrado que hicieran nada similar ante la segunda. O, por lo menos, todavía no se ha documentado.
  3. La ayuda de la URSS tuvo resultados de los que Pablo de Azcárate advirtió inmediatamente a sus amigos británicos. No le hicieron caso. Los efectos reforzaron en un primer momento los temores de Londres a una eventual implantación soviética en la península y, en tal sentido, potenciaron el círculo vicioso que atenazaba a la República. Por otro lado, propiciaron la expansión del PCE, un recién llegado a la gran escena política republicana y que alteró radicalmente el peso relativo de los distintos segmentos de la variopinta izquierda española. Los anarquistas, un sector de los socialistas y los partidos nacionalistas vascos y catalanes se vieron confrontados con las demandas y exigencias de un nuevo actor, que apoyaba, sí, el esfuerzo bélico pero con intereses propios que empujó a veces con gran sectarismo. La creencia, que ya denunció Togliatti, pero de la que también se hizo eco Marchenko, de que sólo los comunistas sabían hacer las cosas bien tuvo efectos devastadores. Hemos archidemostrado, en la senda abierta por Elorza/Bizcarrondo, que el PCE contó siempre con el apoyo intelectual y teórico que le prestó la Comintern. En realidad fue el único partido en el bando republicano que gozó de asistencia externa. Ahora bien, la estrategia establecida en Moscú chocó en ocasiones con los deseos locales y hubo que adaptarse a las condiciones españolas. En dos momentos señeros (septiembre de 1937 y febrero/marzo de 1938) con escaso éxito. Como ya indicó Azaña, una cosa eran los intereses de la URSS y otra los del PCE. Por lo demás, los planteamientos elaborados en el marco de la Comintern siempre anduvieron a la zaga de los intereses políticos y de seguridad que definían Stalin y la troika, el Buró Político (cuando se le consultaba) y el Sovnarkom, por este orden. Quedarse en la Comintern es, pues, insuficiente. Es necesario integrar en el análisis, en la medida que resulta posible en el estado actual de la apertura documental, la política inspirada por el dictador y la troika soviéticos y su instrumentación a través de los Comisariados de Asuntos Exteriores, Defensa y Comercio Exterior (amén de la NKVD). Sólo en último término viene la Comintern. El impacto global suele interpretarse, siguiendo la mitología franquista o de un sector de los vencidos, como ejemplo paradigmático de la imposición de los designios estalinistas a la compleja realidad republicana. Los «hechos de mayo», la sustitución de Largo Caballero y la salida de Prieto del Ministerio de Defensa se presentan hasta en los momentos actuales como triunfos comunistas (en un tributo no reconocido a la propia mitología de victoria del PCE, que ya denunció Togliatti). A Negrín, en particular, se le proyecta como una marioneta del PCE o, peor aún, de los gerifaltes del Kremlin. Varios autores recientes (Beevor, Bennassar. Payne, Radosh, por no alargar la lista) se han labrado una reputación regurgitando tales viejas tesis, que ya condimentó Bolloten. Hemos visto, no obstante, cómo la evidencia no permite sustentar ese tipo de afirmaciones y demostrado los desvaríos de algunos de los más destacados practicantes de la manipulación del pasado.
  4. Negrín, el PCE y la URSS se esforzaron por ganar la guerra. Ninguno de los planes que esbozaron fue suficientemente detallado y siempre será especulativo basarse en meras intenciones. El futuro, por definición, es impredecible. No está claro por ejemplo que Negrín hubiese querido hacer un remedo de «movimiento nacional». Lo que sí está claro es lo que hizo Franco, que se sirvió de él como mera hoja de parra para cubrir su traición a la Corona y su dictadura personal basada en la integración de tres componentes, encantados y a su vez engañados con respecto a lo que estaba en juego: el Ejército, la Iglesia y el partido fascista (que en el mundo post-1945 ya no sería de recibo). También el PCE quiso ganar. Los comunistas y Negrín (junto con un sector del PSOE) marcharon de la mano un largo trecho, confiando en la capacidad de resistencia de un EP revigorizado y en que las circunstancias internacionales, como creyó Auriol, ayudarían en último momento a la causa republicana. A medida que la situación empeoraba, se acentuó la tendencia comunista al numantinismo. Fue cuando se esbozó con claridad la diferenciación de estrategias entre el PCE y Negrín, atento este esencialmente a la salvación del mayor número posible de vidas republicanas. Que las estrategias no coincidieron sino temporalmente se observa por lo demás en la intención de Negrín de prescindir de los ministros y de una gran parte de los mandos comunistas si las democracias cubrían la brecha. En cuanto a Stalin, ¿podría haber hecho más? Sin duda. Desde Shtern a Malinovski, desde Marchenko y Maisky a Litvinov, desde Dimitrov y Togliatti a Gerö se solicitó ayuda adicional, sin contar con los amables «achuchones», pero peticiones al fin y al cabo, por parte republicana. Stalin las ignoró todas hasta después de Munich. La República pagó los platos rotos, como advirtieron Pascua, Giral, Negrín y Azaña, sin contar los italianos, británicos, franceses y franquistas. Esto significa ni más ni menos que en la escala de prioridades del dictador soviético, España estaba en un escalón comparativamente inferior. Lo afirmó Pascua sin la menor sombra de duda. Es curioso que ello coincidiese en sus efectos con las críticas de Nin, y en parte de Trotsky, esencialmente teológicas, de que Stalin ponía por delante los intereses soviéticos a los de la revolución proletaria, ya fuese mundial o en su versión española. Ninguna gran potencia y muy escasos países dejan de lado consideraciones de Realpolitik cuando lidian con temas de guerra y paz. Con independencia de las oleadas de propaganda soviética para consumo interno y externo, la política de Stalin ha de enfocarse dentro de las coordenadas de su estrategia de política exterior y de seguridad, con sus constreñimientos y limitaciones. Los efectos de la ayuda a los nacionalistas chinos lo evidencian. Con un error inicial, que llevó al hundimiento del Cabo Santo Tomé, el deseo de no involucrarse en incidentes navales en el Mediterráneo fue en la misma dirección. La comparación entre la política soviética y la británica ante la guerra civil permite advertir que la primera fue más realista —y a la postre más enfocada— que la de apaciguamiento de Chamberlain.
  5. Nada de lo que antecede significa olvidar que la ayuda soviética a la República tuvo un lado oscuro y otro semioscuro. El oscuro es obvio: la exportación a España, a través especialmente de la NKVD, de la lucha sin cuartel contra el «trotskismo». Este lado se manifestó de forma oculta e insidiosa en la incitación a las matanzas de Paracuellos y en el asesinato de Andreu Nin. Sobre ambos episodios conviene hacer unas puntualizaciones. En relación con el primero, hay que destacar la incapacidad de la literatura académica por avanzar, con escasas excepciones, en el conocimiento de los hechos. Sólo los profesores Aróstegui y Martínez intentaron determinar documentalmente las responsabilidades en cuestión, merced a su sistemático estudio de las actas de las reuniones de la Junta de Defensa de Madrid. La evidencia española es condición necesaria, pero no suficiente. La clave se encuentra en su entrecruzamiento con la soviética y, en particular, con uno de los informes claves de Goriev, conocedor directo de los hechos in situ, que permite apuntar, sin demasiadas sombras de duda, hacia Orlov o alguno de sus secuaces. En relación con el segundo aspecto, conviene subrayar que en él también estuvo implicada la misma persona, el killer Orlov, ulteriormente protegido por los servicios de inteligencia norteamericanos y que probablemente falleció encantado de haber engañado a sus colegas de la CIA y del FBI durante tantos años. Es más, de ser cierto lo que se recoge en Ocherki (p. 146) se las apañó para no comunicarles nada que pudiera perjudicar realmente a los servicios de inteligencia soviéticos o a la propia URSS.

    Ahora bien, casi sin excepción (si la hay no la conozco) todos los eminentes historiadores, publicistas y «camelistas» que se han acercado al tema, han ignorado por completo hasta ahora dos aspectos que permiten encuadrar el asesinato de Nin en un contexto histórico equivalente. Ante todo, el que Franco, todavía no consagrado permanentemente bajo el palio de la Iglesia Católica española, no tuviera el menor empacho en autorizar la liquidación física de Negrín, con Álvarez del Vayo como plato de acompañamiento. Desafía, en efecto, la imaginación que el coronel Ungría pudiera dar la luz verde a una acción tal sin el correspondiente respaldo del único que podía hacerlo. Por otro lado, todos quienes han destacado, y destacan, el asesinato de Nin como ejemplo paradigmático de la actuación de Stalin en la República podrían meditar, aunque no lo hayan hecho nunca, si no merecería también la pena enjuiciar por el mismo rasero la política de seguridad norteamericana habida cuenta de los innumerables intentos de la CIA de liquidar a Fidel Castro, amparados en órdenes ejecutivas secretas, no disimilares a las que en su época daba el dictador del Kremlin.

    Ciertamente, hubo más exacciones de la NKVD: en las propias filas, sobre todo después de la defección de Orlov, contra los anarcosindicalistas, contra los poumistas y contra brigadistas considerados poco fiables, con razón o sin ella. La fiebre conspiratoria hizo caer a demasiada gente. Mucho se hizo de forma reglada. Una parte ilegalmente. Pero no conviene olvidar que la República luchaba por su supervivencia y que un componente integrante y esencial del combate fue la represión de las actividades de espías, saboteadores, derrotistas y quintacolumnistas. Los agentes soviéticos, criados en un régimen hipersensible al enemigo interno, contribuyeron a crear, ampliar, reforzar y tecnificar los servicios republicanos[6]. En Ocherki, p. 132, se ha destacado el bajo nivel de cualificación y eficacia iniciales de los mismos. Los efectos se han exagerado probablemente en la literatura. No atajaron los manejos sediciosos de, por ejemplo, nacionalistas vascos y catalanes. El «adversario interior» estaba dentro de los partidos políticos mismos. Con todo, es indudable que la actuación de la NKVD contribuyó a manchar la ayuda soviética. Un análisis más detenido del tema, que no hemos podido desarrollar, debería, en cualquier caso, tener en cuenta sus paralelos en el otro bando. Es poco lo que se conoce del apoyo de la Gestapo y de las SS a la represión franquista o de la ejecución de los acuerdos firmados por Martínez Anido, que implementó Serrano Súñer. Son aspectos que, imagino, los verdugos franquistas o sus sucesores se habrán preocupado de borrar cuidadosamente. Por otra parte, si nuestra explicación de las motivaciones de Stalin para ayudar a la República es correcta, las consideraciones ideológicas de lucha contra el «enemigo trotskista» también tuvieron que ver con su decisión. En tal sentido, su exportación a tierras españolas habría sido un correlato casi inevitable de la ayuda soviética a la República.

    Que todavía hoy es difícil lidiar con ese lado oscuro se pone de manifiesto en el trato dado en Ocberki a los «hechos de mayo» y al papel que al margen desempeñó uno de los acólitos de Orlov, Josif Grigulevich (mencionado por uno de sus noms de guerre: «Max»). Ya lo documentamos en El escudo de la República (pp. 544ss). Se reconoce que llegó a Barcelona el día 3 (nosotros especulamos si no habría sido el 5) al frente de un grupo especial (diez funcionarios de Seguridad), pero se presenta la algarada como resultado de la retirada a la Ciudad Condal de las tropas anarquistas y poumistas del frente para dar un golpe y hacerse con el poder. En estas circunstancias, «Max» y sus muchachos se enfrentaron con el problema de parar inmediatamente el baño de sangre, detener a los dirigentes del motín y a los jefes de las tropas sublevadas. No se dice cómo pero sí se afirma que lo consiguieron ya el primer día y, sobre todo, el 5, con apoyo de los refuerzos que empezaron a llegar (lo hicieron el 7). La versión superedulcorada de Ocherki no corresponde en modo alguno a la realidad, salvo en lo que se refiere a la actividad represiva, sobre la cual se tiende un espeso velo. Y, naturalmente, se obvia la participación de «Max» en el asesinato de Nin, cuyo impulsor no fue otro sino Orlov[7].

  6. El lado semioscuro tiene que ver con algunos aspectos de la dimensión financiera del apoyo soviético. No tanto con la idea, que sigue aflorando persistentemente entre algunos autores, insensibles a la evidencia documental, de que con el envío de las reservas de oro a Moscú la República cayó en una dependencia fatal con respecto a la URSS. Como ya mostré en dos ocasiones (Viñas, 1976 y 1979), el estudio minucioso de la contabilidad conservada por Negrín permite pensar que los rusos se comportaron correctamente. En este volumen hemos reforzado nuestro argumento con nueva documentación, republicana y soviética. La cumplimentación de las órdenes de venta y la ejecución de las transferencias del contravalor en divisas se hizo sin grandes dificultades y, en ocasiones, con premura. El embajador en Moscú, Marcelino Pascua, a quien nadie en su sano juicio podría tachar de procomunista o prosoviético, detector de los menores vaivenes de la política hacia la República, profundamente imbuido de la necesidad de mantener la seguridad más absoluta, no tuvo inconveniente en recomendar a Negrín y Méndez Aspe que, al final de la guerra, se centralizaran los activos financieros en las instituciones moscovitas. Por algo habrá sido.

    Ningún autor, serio o no, ha demostrado hasta ahora que hubiera alternativas viables a la decisión del Consejo de Ministros de octubre de 1936 de poner a buen recaudo las reservas de oro fuera de España. La inicial venta en Londres de pequeñas cantidades, por mediación de Gabriel Franco, que tales autores ignoran persistentemente, hubo de suspenderse apenas comenzada, dadas las trabas administrativas con que tropezó. Los franceses expoliaron a la República en 1938 el depósito en Mont-de-Marsan. ¿Qué hubieran hecho si el grueso de las reservas se hubiera situado en París?

    Ahora bien, no sólo se trataba de poner el oro a buen recaudo sino de movilizarlo para la guerra: forjar la base indispensable del «escudo». ¿Dónde se hubiera vendido el metal amarillo en condiciones de total discreción? ¿Quién lo hubiera transformado en divisas, dólares, francos y libras? ¿Quién hubiera ejecutado los millares y millares de operaciones financieras internacionales? Conviene reflexionar sobre la evidencia empírica de la «no intervención», tal y como se configuró, y que los republicanos sin duda alguna temían.

    Por otro lado, la tan decantada dependencia en que la República cayó con respecto a la URSS (no suele acentuarse en este contexto la que ligó a Franco con las potencias fascistas) no fue financiera sino, sobre todo, de suministros de material de guerra. Uno puede tener divisas y no poder comprar armas modernas. ¿De dónde se hubieran surtido los republicanos? ¿Del Reino Unido? ¿De Francia? ¿De Estados Unidos? ¿Del contrabando, que bien o mal permitían los franceses, sometido a los vaivenes de una política errática? Los Gobiernos de los otros dos países se merecen un cero absoluto. El honor británico lo salvaron los liberales, ciertos sectores laboristas y los brigadistas. No las élites gubernamentales o financieras, que favorecieron sin pudor, y desde fecha temprana, al bando sublevado. Y el norteamericano lo salvó la sociedad civil, también los brigadistas que ha ensalzado una literatura que parece resentir un problema agudo de mala conciencia.

    En general, autores serios (no pienso en los meros propagandistas de las falacias franquistas) suelen olvidar tres aspectos. El primero es el marcado tono de hostilidad hacia la República por parte del Gobierno británico, y que consignó Pablo de Azcárate en numerosos informes, algunos de los cuales hemos reproducido en el CD del apéndice. Autorizar la movilización del oro hubiera casado mal con la tónica general de la política de los Gobiernos conservadores (sobre todo el de Chamberlain). El segundo se refiere a los efectos de la «acción voluntaria», consagrada en la inclinación de los operadores financieros a no hacer nada que desagradara de forma significativa al Gobierno. La alumbramos en el segundo volumen, al igual que los deseos de Edén, tan mitificado como adalid de la lucha contra los dictadores, de promover, vía el CNI, el bloqueo o neutralización del oro. El tercer aspecto forma parte de la sociología de la interacción entre los conservadores y financieros británicos por un lado y los aristócratas y monárquicos españoles con entrada en la City o en el mundo de los clubs por otro. No suelen levantarse actas de los intercambios en torno a un almuerzo bien regado o de contactos personales pero en los que era fácil deslizar la idea de que no había que ayudar a aquellos malditos republicanos. Aun así, hemos sugerido, y reiteramos, que los rectores financieros de la República contaban con informaciones acerca de los casos del Midland Bank y del Martin’s Bank y sus obstrucciones a ciertas transferencias urgentes. En este volumen hemos añadido el caso del British Overseas Bank, cuando el cerco legal al Banco de España republicano se apretaba tanto en Londres como en París. No he visto que ningún especialista lo haya detectado. Hemos, por último, subrayado el papel de Ventosa, posterior paniaguado del régimen en las turiferarias Cortes franquistas. No fue el único.

    Ahora bien, si cabe entender, explicar e incluso justificar la decisión republicana de situar la base financiera del «escudo» en la URSS, no cabe olvidar que, a diferencia de lo que ocurrió con China, los soviéticos apenas si corrieron riesgos financieros en el caso de España, salvo quizá en la parte final de la guerra. Todo se pagó, como ya dijo en su momento Augusto Barcia en un librito olvidado. Sabemos que el BCEN transfirió sus saldos finales cumplimentando las instrucciones de Negrín y Méndez Aspe que le transmitió Pascua. Pero no es posible apartar las sospechas que penden sobre la política de precios en lo que se refiere al armamento enviado. Aunque sean válidos los argumentos aducidos en el segundo volumen para desbancar la tesis de la posible manipulación de los tipos de cambio, lo cierto es que parece haber habido considerables diferencias entre los precios internacionales y los cargados a la República. Es un tema este que requiere un análisis más pormenorizado y que no hemos estado en condiciones de abordar.

  7. Por último debemos expresar nuestro repudio al enfoque adoptado en una de las obras más grotescamente ensalzadas por una historiografía profranquista, conservadora y/o de la guerra fría que sigue siendo de combate. Nos referimos a los comentarios con que Radosh et al., han salpicado su sesgada colección documental. No son comentarios a los que tales autores hayan llegado siguiendo un método inductivo sino en aplicación de tesis preconcebidas que los documentos mismos no amparan. No les salva la también grotesca apelación a Trotsky al ponerlos bajo el pomposo título de España traicionada. Hablar de «traición» en las relaciones entre Estados, y en particular en temas de paz y guerra, constituye, en mi opinión, un enfoque extraño. Ahora bien, puestos a hacerlo quizá hubieran debido aplicarlo no tanto a la política de Stalin sino a la francesa, y en particular a la de Blum, ante el conflicto español.

    Secundariamente, nuestra trilogía habrá revelado que tampoco las teleológicas tesis de Bolloten y sus seguidores salen indemnes. Producto de la guerra fría, por no hablar de motivaciones sobre las cuales sólo cabe especular, era preciso pasarlas por la criba documental, no la derivada de las rencillas y despechos de los vencidos, sino la de la época, republicana, franquista y soviética. Deben quedar como un monumento típico de un momento histórico y de una ideología que ha permeabilizado demasiado la forma en que se ha escrito, y en ocasiones todavía se escribe, la historia de la guerra civil.

Este epílogo debe terminar con una breve nota sobre Sergei Grigorievich Marchenko, cuyo rastro se ha esfumado en las brumas de la historia[8]. Admira que en la literatura se haya vertido tanta tinta sobre Rosenberg, que apenas si estuvo seis meses en España y de los cuales una parte no desdeñable la pasó en Moscú, y apenas se haya escrito nada sobre Marchenko, que al fin y al cabo fue el polpred efectivo casi todo tiempo que duraron los Gobiernos de Negrín. Ni Radosh, Kowalsky o Beevor han dicho una palabra al respecto (por no hablar ya de quienes no han puesto sus pies en los archivos moscovitas como Bennassar, Payne o Vidal). Demos, pues, una sorpresa al lector y digamos de entrada que Marchenko no era su verdadero nombre, sino el pseudónimo que utilizó en España y, que sepamos, en ningún otro país. Se trataba de un armenio llamado Tateos (o Tadeo) Guegamovich Mandalian. Había nacido en 1901, en un pueblecito de Erivan y en el seno de una familia de comerciantes. En 1917 se adhirió al partido socialdemócrata obrero de Rusia. En los años 1920-1923 actuó en el Cáucaso, según recogen Bayerlein et al. (Kommentare, p. 549). En este último año empezó a trabajar en la Internacional Sindical Roja (Profintern). Tal vez llegó a conocer a Nin. La Profintern no era una organización inmensa y su Secretariado no podía ser muy numeroso. Trabajó con Bujarin sobre temas chinos y estuvo en tal país entre 1926 y 1927. Degras (II, p. 359) le menciona entre otros representantes de la Comintern. Smith ha aclarado que formaba parte de su Oficina de Extremo Oriente en Shangai y era uno de los cuatro miembros de que se componía (los otros tres eran Grigori Voitinski, jefe; A. E. Albrecht, responsable de organización, y M. N. Nasonov, por la Juventud Internacional Comunista). Broué exhumó uno de sus escasos artículos en el órgano de prensa de la IC. Apareció en abril/mayo de 1927 en Correspondencia internacional y en él defendió la más pura ortodoxia.

Entre los años 1930 y 1934, Mandalian fue miembro de la poderosa Comisión Central de Control del PCUS, elegido en su congreso. Posteriormente se trasladó al Secretariado de la IC. Según una anotación del diario de Dimitrov del 10 de diciembre de 1936, cuando Rosenberg trató con él de temas españoles (Banac, p. 40), se decidió destinarle a España para que se ocupara de temas políticos y organizativos, quizá en relación con las BI. Que sepamos, en aquel mismo momento seguía trabajando sobre China porque participó cinco días más tarde en una reunión al respecto en compañía de, entre otros, Manuilsky y Togliatti (Bayerlein, p. 139). Probablemente, aunque no hemos podido documentarlo, su nuevo destino ha de verse en el marco del reforzamiento de la presencia de funcionarios fieles a la línea cominterniana ya que debió de coincidir, más o menos, con la designación de «Stepanov». Esto significa que Dimitrov colocó a dos hombres de su confianza en puestos claves de la presencia soviética en la España republicana.

La carrera que siguió Mandalian fue diferente a la de «Stepanov». Desde el verano de 1937 a este último la Comintern envió a Togliatti por encima. «Marchenko», incrustado en la embajada en la que había pasado a ser el número dos, tras el ascenso de Gaikis al puesto de embajador, se convirtió en el encargado de negocios cuando llamaron a este último a Moscú y no regresó. «Stepanov», lidiando con el PCE, no flexionó demasiado en su sectarismo. Marchenko, por el contrario, no parece que tuviese mucha dificultad en transferir su lealtad al NKID. En los documentos internos que nos ha sido dable consultar no hemos encontrado críticas a su gestión y sí algún que otro consejo que en ciertos momentos le dio Litvinov, quizá para familiarizarle con los procedimientos del Comisariado. Su correspondencia muestra que desarrolló una visión más amplia de la política republicana, obviamente a consecuencia de sus contactos con los niveles ministeriales, gubernamentales y militares. No hemos podido determinar por qué se le mantuvo tanto tiempo de encargado de negocios. Lo normal hubiera sido que, ya que no se envió a un embajador en sustitución de Gaikis, se hubiese enviado al menos a un diplomático lo suficientemente sénior como para hacerse cargo de la embajada. Es lo que hicieron los republicanos cuando se trasladó a Pascua a París: unos meses más tarde llegó Martínez Pedroso como encargado de negocios pero la situación de interinazgo la cubrió Vicente Polo. Quizá fuera consecuencia de que en el NKID y en el Kremlin estuvieran contentos con la gestión de Marchenko.

Ahora bien, esto no le salvó. Tras visitar a Dimitrov en mayo de 1939, Marchenko redactó su informe. Por razones que no hemos logrado clarificar no tardó, sin embargo, en entrar en la misma vía que los jefes de misión que le habían precedido en la España republicana. Fue detenido el 22 de agosto, víspera de la firma del pacto Molotov-Ribbentrop. El 7 de julio de 1941, cuando la URSS ya estaba en guerra con el Tercer Reich, Marchenko fue condenado a muerte por la Sala de lo Militar de la Corte Suprema de la URSS (la tristemente famosa VKVS)[9], acusado de participar en alguna de las organizaciones terroristas que surgían como las setas en otoño en la febril imaginación de la NKVD. Es verosímil que se le tachara de «trotskista». Su ejecución tuvo lugar el 28 del mismo mes[10]. Se le rehabilitó en julio de 1955. Marchenko fue una más de las innumerables víctimas de las purgas de Stalin. En su variedad de posiciones, tareas, puestos y confrontación con temas de gran complejidad, ejemplificó en aquella época un destino soviético.