[d1] Pablo de Azcárate sobre la actitud británica
hacia la República
I
Marzo-abril de 1937
1. En primer lugar, una ojeada de conjunto sobre la actitud general de la opinión pública. Al inglés medio le repugna profundamente toda idea de dictadura y más militar. Le repugnaría hasta grado extremo si se tratara de establecerla en Inglaterra. Le repugna, aunque con menos agudeza, cuando se trata de establecer la dictadura en otro país. Pero hay que reconocer que, en todo caso, le repugna. Por ello creo que en Inglaterra la solución «Franco» de la cuestión española ha contado siempre con pocos partidarios, en el sentido de gentes que consideran en principio, por su propia naturaleza e independientemente de las circunstancias particulares de la situación actual, una dictadura militar como solución satisfactoria de un problema político.
Pero en cambio ese mismo inglés medio está dominado, obsesionado por el horror al comunismo… y el Gobierno español, tomado en bloque, sin analizar (y el inglés detesta analizar) es para él algo que entra dentro de ese complejo que se llama el comunismo. Y esto en gran parte por la terrible impresión que causó aquí el desorden de los primeros tiempos de la rebelión, objeto al principio de una tremenda propaganda (a la que nadie se opuso eficazmente hasta octubre) que, a pesar del enorme terreno ganado, sólo ahora empieza a no ser uno de los factores más importantes en el juicio del inglés medio respecto de España. Y en segundo lugar, las continuas noticias e informes que circulan dejando una impresión de conjunto según la cual toda la estructura capitalista de la economía española se derrumba a empuje no de una acción ordenada y autoritaria del Estado sino como resultado de ataques incontrolados de grupos sociales aislados.
El terreno ganado en estos últimos tiempos en todo esto ha sido inmenso. Pero conviene ver la realidad tal como es: el punto de partida en octubre era sencillamente aterrador; el ambiente era irrespirable; nuestra situación desesperada; y es sabido lo lento que es el inglés por cambiar… y lo que queda todavía por hacer para que un cambio completo esté totalmente justificado.
No hay, pues, que hacerse ilusiones. El inglés medio mira a Franco con repugnancia, pero nos mira a nosotros, todavía, con grandísimo recelo, con honda preocupación. Esto explica un fenómeno curioso: que ni los rebeldes ni nosotros tenemos una gran masa de partidarios resueltos, decididos, entusiastas. Salvo dos minorías pequeñas y sin gran peso a la extrema derecha y a la extrema izquierda, la opinión se divide entre el Gobierno y los rebeldes, sin entusiasmo, sin verdadera ilusión, como quien se ve obligado a defender una causa no por lo que valga en sí, sino porque la otra alternativa es peor. Es un apoyo con fondo de reserva y fácil a la crítica, es decir, la clase de adhesión que nosotros tenemos por parte del partido laborista, en su conjunto (dejo aparte ciertas personalidades y grupos) y el que tiene Franco por parte del partido conservador.
Quedan, como digo, aparte de este cuadro de conjunto, de una parte ciertos sectores de opinión, por ahora escasos en número e influencia, a la extrema derecha y a la extrema izquierda que consideran de corazón y sin reservas, unos al Gobierno y otros a los rebeldes, como heraldos y campeones de fórmulas políticas ideales, o acaso como defensores en la civilización contra ideologías destructivas. Y, de otro, personalidades de gran relieve moral e intelectual (profesores, escritores, hombres de ciencia) que llevan todavía viva en su espíritu la llama liberal y que, impulsados violentamente por ella contra todo régimen de fuerza, se han colocado abiertamente y sin reserva del lado del Gobierno.
Todo esto explica igualmente otro rasgo característico de la manera como el pueblo inglés reacciona ante la cuestión española: el humanitarismo. No sólo por lo que el espíritu de este pueblo tiene siempre de particular tendencia a la filantropía y su magnífico y generoso impulso de socorro ante la desgracia y el sufrimiento. Hay, a mi juicio, otro elemento que entra en juego. El socorro humanitario (relief) constituye una manera de interesarse en la cuestión española, incluso de mostrar su preferencia y hasta prestar una ayuda positiva sea al Gobierno sea a los rebeldes, que implica un mínimo de responsabilidad política. El fenómeno se aplica quizá más al Gobierno. Ese estado de espíritu favorable al Gobierno en lo que representa y significa, teñido de una cierta preocupación y reserva por las crueldades y violencias sobre las que durante dos meses se ha hecho una propaganda desenfrenada y por la incertidumbre de lo que podrá en definitiva resultar («no habrá algo de verdad en lo de “comunistas” y “rojos”», se pregunta mucha gente que en general simpatiza con nosotros), ha encontrado en el relief una excelente forma de acción que les permite actuar a favor del Gobierno sin posible remordimiento de conciencia.
Ahora bien, reconociendo todo lo que ese impulso humanitario puede representar para nosotros no sólo moralmente sino desde un punto de vista práctico, no puedo menos de insistir una vez más sobre los peligros que encierra. Si se llegara a extender desmesuradamente acabaría por desvanecer el aspecto político de la cuestión dejándola reducida a una mera cuestión humanitaria. Y esto tendría graves consecuencias. No es posible ni sería justo desestimar el valor moral y práctico del esfuerzo realizado en ese sentido, ni cabe dar signo alguno en el sentido de no reconocer y apreciar ese valor, pero se impone gran cautela por nuestra parte en todo cuanto pudiera ser iniciativas destinadas a impulsarle o provocarle. Lo más eficaz sería una buena organización de abastecimientos por el Estado mismo, cuya propia existencia, una vez conocida, desvanecería esa atmósfera que España no dispone de los medios financieros necesarios para procurarse aquello de que tiene necesidad en los distintos órdenes de su vida presente, tanto para atenciones militares como para las relativas a la población civil.
2. En su conjunto, el Gobierno es un fidelísimo exponente de la manera de reaccionar que queda esbozada. Pero probablemente, y en la mejor de las hipótesis, la mayoría de los elementos llamados «oficiales» (ministros, altos funcionarios, etc.) son de los que, aunque con repugnancia (al menos una buena parte de ellos), se inclinarían más a una solución dictatorial que a lo que el Gobierno significa y representa. No creo que sea indicado ni necesario personalizar, pero creo que tomando, por ejemplo, el Gabinete en su conjunto no hay duda de que con los matices que corresponderían a la personalidad de cada uno de sus miembros, esa sería la nota dominante. Y no se invoque el argumento de los peligros que haría correr a intereses vitales británicos el establecimiento de una dictadura militar en España que estaría de hecho controlada por Berlín y Roma. Sería absurdo imaginar que peligros tan evidentes no iban a ser vistos por los hombres de Estado británicos. Los ven con toda claridad, pero conviene tener presente, primero, que siendo como son radicalmente conservadores prefieren afrontar esos peligros a los que, a su juicio, haría correr al sistema económico capitalista la solución encarnada en el Gobierno. Tanto más cuanto que estos peligros siguen apareciendo todavía a las clases conservadoras inglesas exagerados y deformados por la propaganda. Es un caso más, ni el primero ni el último, en que los intereses de clase logran dominar e imponerse a los llamados intereses nacionales o «patrióticos». Pero, además, los peligros para el Imperio, cuya existencia y realidad nadie desconoce, se presentan a los ojos de los estadistas conservadores ingleses como mucho menos graves de lo que se dice. Creen que alemanes e italianos, después del triunfo, no podrían mantener su control sobre el país y tienen una fe ilimitada en la capacidad del español para sacudirse toda injerencia extranjera, sobre todo si, como sería el caso con alemanes e italianos, se presentan en forma dominadora y arrogante. Y, entonces, llegaría el momento, para los británicos, de imponer su influencia por medios mucho más sinuosos y seguros. Entre otros el financiero.
El flamante dictador español después del tiempo se encontraría ante la imperiosa necesidad de procurarse los medios financieros indispensables para sostener y hacer funcionar su dictadura. ¿En Alemania o Italia? No tendría más remedio que venir a la City y aquí ya se le impondrían las condiciones adecuadas para eliminar todo lo que su régimen político pudiera tener de peligroso para el Imperio. No digo que todo esto sea justificado. Sólo trato de explicar por qué en el espíritu de un estadista conservador inglés esos «peligros» no presentan la tremenda y amenazadora gravedad que se les atribuye desde la otra banda.
3. En cuanto al Parlamento, las mismas consideraciones expuestas más arriba respecto a la opinión pública en general serían aplicables. El partido conservador, incluyendo a los rebeldes, a Franco, pero sin entusiasmo por su íntima repugnancia a la idea de una dictadura militar como solución admisible de un problema político; los partidos laborista y liberal a favor del Gobierno pero quebrado su ímpetu por la campaña de crueldades y por íntima preocupación sobre la posibilidad de que el Gobierno tenga que evitar que todo esto desemboque en un movimiento popular caótico y finalmente en un régimen comunista. Entre ellos mi impresión es que los liberales, en conjunto, sienten más calor en su apoyo al Gobierno que el partido laborista. En este último, el anticomunismo es violento; además cuenta con un poderoso sector católico que actúa como contrapeso de su entusiasmo; y lleva otro potente freno en los órganos y hombres directores del tradeunionismo. En cambio, la mentalidad liberal reacciona con mayor sensibilidad y viveza contra una dictadura y está más dispuesta a creer en el triunfo final de la democracia contra una posible dictadura del proletariado.
Lo mismo que cuando se trataba de la opinión pública, en general, conviene señalar la existencia, en el Parlamento, de personalidades aisladas que mantienen un punto de vista diferente del mantenido por el partido a que pertenecen.
PABLO DE AZCÁRATE
Fuente: AMAE, FPA, caja 106, y AB, cajas 35, E45 y 135, E 11.
II
Valencia, 20 de agosto de 1937
1. En estos últimos meses Inglaterra ha intensificado su propósito de llegar al extremo límite en todo cuanto pueda alejar peligros inmediatos de conflictos. Dominada por el choque tremendo que fue para ella el descubrimiento de su indefensión, especialmente en el aire, su política responde, consciente o inconscientemente, a este estado de espíritu muy semejante a un verdadero «complejo de inferioridad». Todo antes que verse obligada a hacer frente a la guerra en la situación actual. Rearme, sobre todo aéreo, a toda prisa y en proporciones astronómicas, a fin de acabar de una vez con la pesadilla de la vulnerabilidad de Inglaterra y hacer posible que esta vuelva a desempeñar en condiciones normales su papel en la escena internacional.
2. Para conseguir este resultado, el Gobierno británico, y con él la masa media de la opinión pública del país, están dispuestos a llegar al último extremo en una política de concesiones, transigencias y compromisos que permitan ir liquidando «por las buenas» las dificultades de cada día. En suma, la política británica se inspira por ahora en aquello de que «cuando uno no quiere, dos no riñen».
3. A esto, el nuevo Gobierno y especialmente su presidente han añadido un cierto elemento positivo. Es decir, que a sus ojos esta política de blandura y claudicaciones diarias no sólo tiene por objeto ir evitando cada día los riesgos de un conflicto sino que puede llegar a la larga a hacer posible, por lo menos en Europa central y en el Mediterráneo, una fórmula permanente de solidaridad internacional. El reciente cambio de cartas entre Mussolini, aun reducido a su justo valor, bien inferior al que la propaganda italiana ha querido atribuirle, constituye ciertamente un signo claro de esta concepción política.
4. En todo caso la idea del Gobierno británico y muy especialmente de su presidente es que mientras la cuestión española no esté resuelta sería inútil intentar ningún arreglo permanente de las dificultades europeas. Pero en cuanto a la manera de resolver esta cuestión no puede decirse que se haya producido ni en el Gobierno ni en la opinión pública británica un cambio fundamental. El Gobierno británico deseaba sinceramente el retiro real y efectivo de los elementos no españoles que toman parte en la lucha, por estimar que una vez llevado a cabo quedaría el campo abierto para lo que ha sido siempre el norte de toda su política respecto de España: una intervención que permitiera llegar a una fórmula de concordia entre las dos posiciones antagónicas representadas respectivamente por el Gobierno y los rebeldes. Para obtener el retiro de extranjeros, Inglaterra hubiera estado dispuesta a pagar a Alemania e Italia el precio del reconocimiento de beligerancia, tanto más cuanto que ese precio no sólo no representaba para ella ningún género de sacrificio sino que tenía ventajas prácticas muy apreciables, sobre todo en el mar. El fracaso del plan británico marcó un compás de espera en la política británica respecto de España que, salvo incidentes, será probablemente mantenida hasta que se vea, de una parte, lo que puede resultar políticamente de la Asamblea de la Sociedad de Naciones y lo que pueden dar de sí las conversaciones anglo-italianas del próximo otoño, en caso de que lleguen a tener lugar.
5. La fuerza de la posición británica deriva de la perfecta articulación entre su política general respecto de los problemas europeos y su actitud ante la cuestión española. La cuestión española no es más que un reflejo de la situación europea. Una política europea inspirada en el propósito de arreglar por las buenas cada día las dificultades a que puede ir dando lugar la actitud provocadora y arrogante de Alemania e Italia requiere, respecto de la cuestión española, una actitud de «neutralidad» entre el Gobierno y los rebeldes; actitud que a juicio del Gobierno británico le coloca en la postura más favorable para, llegado el momento oportuno, intentar una mediación. Otra cosa es saber si esta política es, tanto desde el punto de vista europeo como desde el punto de vista español (por lo demás indisolublemente unidos), la más acertada para lograr el común objetivo de mantener, o más bien restablecer, la paz en Europa. Pero el objeto de esta nota no es más que el de exponer algunos de los elementos de la política británica sin intentar discutir su valor.
PABLO DE AZCÁRATE
Fuente: AMAE, FPA, caja 106.
III
15 de febrero de 1938
… La política inglesa en general, y respecto de España, está dominada por la obsesión de evitar a todo trance y como sea cuanto pueda aumentar un riesgo de conflicto y hacer todo lo posible para ir remendando la dificultad de cada día, aun a costa de ir dejando hecha jirones su propia autoridad en el mundo. Para ver claro en su actitud hay, sin embargo, que distinguir entre dos cosas: su actitud respecto de la situación en España y su actitud ante la situación general, caracterizada por la creciente agresividad e insolencia de los Gobiernos totalitarios. Creo que esta segunda es la fundamental; la primera no es más que una consecuencia.
Sin entrar en el análisis de sus causas, es un hecho que Inglaterra está decidida a no hacer frente a la política agresiva de Alemania, Italia y el Japón. Por convicción o por necesidad, los hombres que dirigen hoy su política exterior mantienen la tesis que nada se opone, en principio, a la posibilidad de una pacífica convivencia y colaboración entre democracias y dictaduras, y que nada sería más peligroso que dividir el mundo en dos campos hostiles e incompatibles: el de las democracias y el de las dictaduras. Bien sea que mantengan esta tesis por ser la que justifica su política de expedientes, bien sea lo inverso, el hecho es que por ahora Inglaterra sigue en Europa una política que se caracteriza por el esfuerzo constante de limar cada día las aristas y las puntas a las insolencias fascistas, y por el propósito de aprovechar todas las ocasiones para establecer contactos que puedan disminuir la tensión internacional. No entro ahora a analizar ni discutir esta política; personalmente me parece catastrófica y así lo considera una inmensa parte de la opinión pública inglesa, pero la lentitud con que esta se moviliza permite que esa política pueda continuar sin ataque serio ni riesgo grave para el Gobierno que la mantiene.
Vengamos ahora a España. Mientras el Gobierno inglés mantenga esa política ante la situación en Europa, no puede adoptar respecto de España otra actitud que la de una hipócrita imparcialidad, manteniendo en lo posible el equilibrio entre lo que ellos llaman both sides. Cualquier signo de apoyo o preferencia a uno u otro constituirá un obstáculo a su política de remiendo diario, hoy con Italia, mañana con Alemania; o a su unión con Francia; o constituiría un motivo de dificultades con la URSS, cosa que tampoco pueden permitirse en vista de la situación en Extremo Oriente. Además, hay que reconocer que con excepción de dos minorías reducidas y extremas, una a la derecha y otra a la izquierda, la gran masa de opinión del país acepta sin grave dificultad esa política respecto de España. Sin que hasta muy recientemente haya tenido gran fuerza aquí el argumento del riesgo en que pondría un triunfo de los rebeldes a los intereses vitales del Imperio. Sólo últimamente empieza esto a minar la actitud de la clase conservadora inglesa, que nunca se había dejado impresionar incluso por voces muy autorizadas de su propio seno. Su respuesta era que, en definitiva, Franco victorioso se desentendería rápidamente de la influencia italiana y alemana y que, como por otra parte sólo en Londres podría encontrar el dinero necesario hacer marchar su dictadura, ya tendría ocasión Inglaterra de imponerle sus condiciones y de restablecer y consolidar su influencia. En todo caso, hay que hacer justicia al conservador inglés de haber ofrecido por su conducta una plena y entera confirmación de la tesis marxista: no ha vacilado un momento en preferir los riesgos que el triunfo de los rebeldes podrían hacer correr al Imperio a la amenaza que el triunfo del Gobierno pudiera representar, aún remotamente, a sus intereses de clase. No hay que olvidar que al conservador inglés se le ha aparecido durante una porción de meses esta amenaza deformada por una propaganda según la cual el triunfo del Gobierno significaba simplemente el establecimiento de un régimen comunista y soviético en España. No sin trabajo se ha ido logrando combatir esta concepción, pero lo malo es que por mucha hipocresía que queramos emplear en nuestra propaganda (y no es arma de fácil manejo) es imposible que logremos ocultar, por lo menos a los elementos responsables del capitalismo británico, que el triunfo del Gobierno en España ha de significar fatalmente una intensísima transformación del régimen social, económico y financiero del país. Y esto, que quizá puede tranquilizar a la masa amorfa conservadora, no deja de constituir un motivo serio de inquietud para su minoría directora, quizá tan serio como el del establecimiento brusco y precipitado de un régimen comunista que por lo mismo podría considerar como precario. En suma, que todo bien ajustado, no podemos extrañarnos de que una Inglaterra que, tomada en su conjunto, constituye hoy el más poderoso baluarte del capitalismo en el mundo, gobernada por sus elementos más reaccionarios y conservadores, no esté dispuesta a favorecer el triunfo de la República en España, con todo lo que afortunada e inevitablemente ha de representar hoy la República en España como transformación hondísima en todos los órdenes de vida. Y hasta si me apuras diría que lo sorprendente es que no hayamos encontrado por parte de la Inglaterra reaccionaria y conservadora, que es hoy la que manda, una mayor hostilidad …
Lo verdaderamente grave es que esta política de expedientes diarios lleva consigo, cuando se enfrenta con regímenes como el de Hitler o Mussolini, una serie de claudicaciones y sumisiones que de una parte minan y quebrantan la fuerza moral del Imperio británico en el mundo y de otra parte no hacen sino alentar la política de fuerza y de agresión que los caracteriza. Con lo cual, en definitiva, obtienen a la larga un resultado diametralmente opuesto al que se proponían, puesto que ese aliento dado a Hitler y Mussolini no hace sino aumentar cada día los riesgos de guerra y así resulta que está sacrificando estérilmente todo lo que representa en el mundo, moral y materialmente, el Imperio.
Hay otro factor que influye de manera decisiva en la determinación de esta lamentable política de Inglaterra y es el rearme. Un buen día, Inglaterra se dio cuenta de que estaba prácticamente sin defensa y, de hecho, en la imposibilidad de asegurar eficazmente la protección de Londres contra un posible ataque aéreo y de hacer frente a sus obligaciones en Europa y especialmente en el Mediterráneo. Se produjo una especie de pánico. La vulnerabilidad de Londres por aire constituye una verdadera obsesión de todo inglés. A toda prisa se puso en marcha el rearme, que se lleva con un grado de intensidad y rapidez asombroso, pero se creó a la vez un estado de opinión en el cual le fue al Gobierno facilísimo hacer prevalecer la idea de que mientras el rearme no estuviera completo Inglaterra no tenía más que una política internacional posible: la de eliminar, reducir y limitar por todos los medios, a toda costa y por encima de todo, cuanto pueda ser origen próximo o lejano de una conflagración europea. Y a esto ha venido ahora a añadirse el Extremo Oriente.
Pero por más vueltas que da uno a la situación, la conclusión es siempre la misma: con esa política se deja que crezca y se agudice cada día la gravedad de la situación internacional a la que finalmente las democracias deberán hacer frente si no se resignan a sucumbir moralmente. Mientras que parece evidente que todavía hoy, mejor ayer y peor mañana, una política activa, firme y enérgica por parte de Inglaterra y Francia pondría un dique eficaz a la ola de audacia, de violencia y de agresividad que ha roto sobre España y que en cualquier momento puede romper sobre otro país de Europa. Como ya ha roto, ¡y con qué violencia!, sobre China; y en forma, si cabe, más descarada y violenta que en España, porque no hay ni siquiera el pretexto de una lucha interna. Y China da quizá, más brutalmente que España, la medida de lo que las grandes democracias, y especialmente Inglaterra, están dispuestas a aguantar. Porque en China no hay «capitalismo o Imperio», como en cierto modo ocurre en España. Allí dejan hundirse en la misma hoya los inmensos intereses económicos y financieros británicos en Shangai y Hong-Kong con todo el esplendor del Imperio en el Extremo Oriente…
Fuente: de una carta a Fernando de los Ríos,
embajador en Washington. AMAE: FPA, caja 104, E2 <<