Conclusiones
LA GUERRA CIVIL fue la mayor quiebra de la historia española desde la de la independencia. Durante ella, la hora de España, por primera vez en ciento y pico de años, coincidió de nuevo con la universal. En siete decenios de discusión y miles de obras que se han aproximado a la misma desde una gran variedad de ángulos, han arraigado interpretaciones poderosas. El progreso no ha sido uniforme en ciertos temas esenciales. La hoguera del tiempo tampoco ha consumido las pasiones. No se explica, de lo contrario, que en los últimos años se hayan popularizado en España unas docenas de libros basados en lo que en otra ocasión he denominado tecnología del fraude. Precisaré aquí que no sólo tosca sino provista también de acentos cómicos.
La trilogía que termina con este volumen ha vuelto a las fuentes primarias para reconstruir, con el mayor respeto documental posible, el círculo vicioso en que la República se vio atenazada desde la sublevación militar de julio de 1936. Si bien no es una historia completa de la guerra, ha combinado factores externos e internos, vectores económicos y políticos, el papel de las grandes potencias y los mecanismos esenciales de la discordia interna. Mi intención ha estribado en ofrecer al lector una interpretación asentada sólidamente en fuentes extraídas de más de veinte archivos en media docena de países para explicar las diferentes fases de una guerra que tuvo un componente de lucha de clases, de batalla ideológica y, no en último término, de pugna internacional por interposición.
No es posible resumir aquí las conclusiones desgranadas a lo largo de casi dos mil páginas de texto y documentos. Sólo se dará una brevísima ojeada a las más importantes. Nuevas fuentes o una más acertada reinterpretación de las descubiertas podrán obligar en el futuro a modificarlas. Escribir sobre temas muy debatidos de historia contemporánea es como moverse en el proverbial filo de una navaja cortante.
- Se ha afirmado hasta la saciedad que la guerra civil ha de entenderse como resultado de los movimientos convulsivos por los que atravesó la sociedad española en los años treinta del pasado siglo. Son innumerables las obras que meten la República y la guerra en el mismo saco y presentan esta última como la conclusión lógica, a veces casi inevitable, de la evolución de aquella. Con todos mis respetos hacia una tradición acrisolada, una de cuyas plasmaciones es la obra de Ranzato, precedida por la versión de Habeck, esta trilogía objeta. La guerra, tal y como se configuró, no puede abstraerse del expansionismo de las potencias fascistas en una coyuntura que les fue extremadamente favorable. Mussolini se había desenfangado en su aventura abisinia y Hitler franqueado el Rubicón en su progresivo desmantelamiento del sistema de Versalles, comprobando que Francia, su objetivo a medio plazo, se comportaba como un mero tigre de papel ante la remilitarización de Renania. Hitler quería una guerra y necesitaba prepararla. Su intervención en España, no programada, fue al principio un salto en el vacío pero que mantuvo consistentemente durante años. No por azar. También quería destruir a la Unión Soviética, su objetivo a largo plazo, y se sirvió del miedo cerval al comunismo para enmascarar sus planes. Al igual que Mussolini, se apresuró a presentar su ayuda a los sublevados como si fuera para evitar que España se hundiera en las abismales simas del bolchevismo. Continuó sosteniendo externamente tal tesis hasta la victoria y no es de descartar que terminase creyéndosela. Ciertamente, todavía en Munich la defendió con sin igual descaro.
- En tanto que fenómeno específicamente español, la evolución podía conducir a un golpe de Estado. Ya hubo uno en 1932. Cuatro años después estalló otro. Este segundo golpe, a la vez semiexitoso y semifracasado, no fue como el primero ni tampoco un remedo de las asonadas decimonónicas. Su preparación había echado raíces en una dinámica específica: la renuencia de un sector del Ejército, amparado por intereses socio-económicos poderosos, a aceptar las consecuencias políticas, económicas y sociales del proceso de modernización que había iniciado la combinación republicano-socialista. Sin embargo, la guerra como tal NO fue la culminación inevitable de dicho proceso. Lo que fue GUERRA, y de larga duración, la hizo posible la ayuda que la Unión Soviética prestó al Gobierno republicano, cuando este cedía en todos los frentes ante el empuje de unas fuerzas dirigidas por profesionales y nutridas por tropas mercenarias (Legión Extranjera y soldados coloniales, preexistentes o reclutados a toda prisa en el inagotable vivero marroquí). No es contractual afirmar que, de no haberse producido tal ayuda, la República hubiera sufrido un descalabro más o menos inmediato. Los británicos ya habían empezado a preparar sus arreglos con el inevitable vencedor.
- Este deslizamiento hacia una victoria temprana de los sublevados se explica porque la República se vio atenazada no sólo por el acoso a que la sometieron desde el primer momento las potencias fascistas sino, y sobre todo, por el abandono en que la dejaron los Gobiernos de las democracias. Francia rompió compromisos existentes y en vez de exigir, como había pedido Auriol, el mantenimiento de una no intervención auténtica acudió al expediente de suministrar armas, en escala minúscula, durante unas pocas semanas para repudiarle a toda prisa después. El Reino Unido jamás advirtió a los republicanos de lo que se cocía. La no intervención consagró el interés franco-británico en evitar que del naciente conflicto pudieran desparramarse efectos contraproducentes sobre el resto de Europa, pero negó a un Gobierno con el que se mantenían relaciones normales su derecho inmanente de legítima defensa. Británicos y franceses supieron inmediatamente que lo que hacían era una payasada. Ambos rastrearon con detenimiento, desde el principio hasta el final, hasta qué punto las potencias fascistas ayudaron a Franco con hombres y material. Tampoco se necesitó un gran acumen político-estratégico para predecir que los acontecimientos no quedarían confinados al espacio en el que unos españoles considerados como seres un tanto despreciables (recuérdense las observaciones cuasi racistas, cuando no racistas, de tantos y tan distinguidos diplomáticos británicos en documentos internos) podrían dedicarse con fruición a una de sus ocupaciones favoritas: matarse entre sí. Por el contrario, los dictadores fascistas no albergaron dudas de que convenía a sus intereses geoestratégicos y geopolíticos contribuir a un cambio de régimen en España. Su intención estribó en sustituir al republicano, potencialmente proclive a Francia, por otro que fuera adverso a la III República, exageradamente apaciguadora cuando no había que serlo, enfeudada profundamente al Reino Unido y dirigida por un jefe de Gobierno, Léon Blum, mitificado hasta hoy, pero pusilánime. Le costó más de año y medio reprobar, por vías indirectas, y cuando ya era demasiado tarde, lo que había constituido su gran innovación de 1936. Los republicanos, por lo demás, cometieron un fallo garrafal al no oponerse con dureza numantina a la aceptación del CNI por la Sociedad de Naciones. La evaluación del delegado mexicano, Isidro Fabela, ha permanecido ignorada durante demasiado tiempo.
- La revolución social que se desató en la España republicana, y que dotó a la inicial pugna de un componente obvio de lucha de clases, sirvió de hoja de parra más que bienvenida a unos y a otros. Todos vieron en ella la demostración evidente, a manera de self-fulfilling prophecy, de que la República se despeñaba por el precipicio que conducía a un régimen para-soviético. El gabinete británico, en el cual había figuras cuyo background tenía mucho que ver con el mundo oscuro de los servicios de inteligencia, aceptó sin chistar valoraciones que merecen figurar en el Guinness de los despropósitos históricos: una revolución sovietizante impulsada por los anarquistas, es decir, una première. Fue víctima de sus propios prejuicios y de la sesgada información de algunos de sus representantes en España, en particular de Sir Norman King, cónsul general en Barcelona, que reciclaron las viejas y sectarias interpretaciones de la derecha española más dura que ha destacado Hugo García. Tales informaciones acentuaron la propia retracción hasta llegar a adoptar posturas hostiles que el Gobierno conservador apenas si se molestó en encubrir. Ni que decir tiene que sus posibilidades de aumentar la presión letal se hubieran multiplicado, caso de haber contado con el oro, algo que no suelen desarrollar los críticos de la decisión del Gobierno republicano. Londres no creyó, por el contrario, lo que le decían sus servicios de espionaje, su embajada en Moscú, los sovietólogos del Foreign Office o lo que se desprendía de la descriptación sistemática de telegramas foráneos, desde los de la Comintern a los italianos. Metiendo en el mismo tiesto a anarquistas, socialistas y comunistas, Whitehall y la City no valoraron que la cruenta revolución social fue esencialmente consecuencia de la sublevación misma, al cercenar la capacidad coercitiva del Estado. Este era uno de los objetivos esenciales en los sanguinarios planes del general Mola, cuya aplicación en las diversas regiones en que triunfó el golpe militar constituye hoy una de las más prometedoras líneas de investigación, aunque siempre haya algún que otro historiador extranjero que la ningunee. La política británica reveló características de clase, algo que probablemente no es de buen tono subrayar hoy. Más tarde, cuando las emociones que despertaba el «peligro soviético» se calmaron, tomó el relevo la estrategia chamberliniana del apaciguamiento de los dictadores fascistas y del intento, un tanto absurdo, de separar a Mussolini de Hitler, seguida por los franceses en lo sustancial, aunque con desviaciones coyunturales.
- Frente a tan letal conjunción, la República sólo contó con un protector. Su escudo, formado por la ayuda soviética y el montaje acelerado del EP, descansó sobre la movilización de las reservas de oro del Banco de España, primero con Francia, algo que sigue sin penetrar en un sector de la historiografía profranquista; más tarde a través de la Unión Soviética. Con independencia de que haya autores que, contra toda evidencia empírica, sigan tachando de error tal apelación a Moscú, es difícil pensar que sin ella el empeño de Stalin se hubiera mantenido durante algo más de dos años. Aun así, aflojó a lo largo de doce meses cruciales, de noviembre de 1937 a noviembre de 1938. En cualquier caso, no fue suficiente para colmar las deficiencias materiales del EP ni mucho menos para compensar los continuos suministros que Franco recibió hasta el final de Italia y del Tercer Reich. Las estadísticas sobre expediciones marítimas (incluso sin tener en cuenta las aéreas) del apéndice, que la historiografía profranquista ha ninguneado y ningunea sistemáticamente, revelan todo su ritmo e intensidad. Cuando Negrín asumió la presidencia del Gobierno, la República tenía ya, técnicamente hablando, perdida la contienda. El problema estribaba en qué hacer: ¿resistir?, ¿buscar un acomodo?, ¿implorar una mediación internacional?, ¿capitular? Franco sólo aceptó esta última alternativa porque conectaba con sus ambiciones ideológicas de romper, de una vez para siempre, la espina dorsal de la izquierda española. La reciclada tesis de Payne de que se puso cual soldadito valiente a las órdenes de Hitler en el punto crucial de la guerra es, por supuesto, risible. Por su lado, los bienintencionados Azaña y Besteiro no comprendieron cabalmente lo que estaba en juego y terminaron asestando una puñalada a la última resistencia, de por sí sin perspectivas. Con su actuación dieron cobertura a la desesperanza militar y, en el caso del coronel Casado y sus inmediatos adláteres, pura y simplemente a la traición.
- En comparación con aquel círculo vicioso, Franco se benefició desde el primer momento de uno de corte virtuoso. General mediocre, merced a una constante política de halagos y cesiones, cuyas primeras manifestaciones ante los italianos captaron inmediatamente los británicos, supo mantener y acrecentar el apoyo que le prestaron sus protectores fascistas. Quizá no leyera muchos libros de historia militar en su vida pero sí llevó rígidamente a la práctica uno de los dichos que suelen atribuirse a generales mucho más eficientes que él, Eisenhower o MacArthur: There is no substitute for victory. Hemos destacado sus contraprestaciones orgánico-militares, comerciales, económicas y contractuales como preludio de las políticas, que también hizo y que llegarían a fruición después del triunfo. Es obvio que las armas solas no lo garantizan pero, al fin y al cabo soldado, se cuidó mucho no sólo de que no le faltaran sino de solicitarlas constantemente. Encontró en Mussolini una espita mucho más generosa que la que abrió Hitler. Si las consiguió a crédito, no fue por méritos propios sino por el interés que pusieron ambos dictadores en garantizar su victoria y/o en que confirmara concesiones sustanciales. Sus patéticas súplicas al Führer durante la batalla del Ebro para que enviara ¡hasta pólvora!, así lo demuestran, por mucho que sus panegiristas lo oculten. También hay que señalar que ni su conducción de la economía o de la industria amainaron su dependencia estructural. Al contrario, se acentuó con el paso del tiempo. La guerra, gracias a la tenaz resistencia republicana, terminó convirtiéndose en un conflicto moderno y que Franco, a conciencia, deseó alargar. La tentación de poder seguir matando «rojos» y de disciplinar a sus generales fue irresistible y constituyó una de las mejores inversiones que jamás realizó para asentar una dictadura de base militar y clerical, recubierta de un espeso manto fascista, y ocultar su traición a la Corona espejeando el temor al «comunismo». Sin el apoyo indirecto del Reino Unido y de Francia lo hubiera tenido más difícil pero, como Negrín y los republicanos temían, en cuanto pudo se aprestó a pasar una tarjeta de visita a las «decadentes democracias inorgánicas». Naturalmente, de haber llegado a la acción hubiera entrado en guerra con el Reino Unido, que ya anticipó en junio de 1940. Quizá no hubiera sido una mala lección para los dreamers de la City y del Foreign Office. Afortunadamente para el mundo civilizado, Hitler no quiso cohonestar sus ensoñaciones y contribuyó involuntariamente a que la postura estratégica británica no empeorase. La victoria franquista impidió, por último, que se desplegaran las potencialidades del giro republicano en política exterior, con su cortejo de las democracias y su buena relación con la URSS. Propició su antítesis y, como consecuencia, el aislamiento internacional de España hasta bien entrados los años cincuenta, amén de su incapacidad por acceder a los restrictivos clubes europeos de integración económica y euroatlánticos en materia de seguridad. Un lastre inmenso para la sociedad española y un retraso de casi cuarenta años en el proceso de las necesarias europeización y democratización, posibles tras el paso de Franco a la Historia.
- Los intentos republicanos por resistir hasta enlazar con un eventual conflicto europeo o inducir a Franco a negociar en condiciones que no fueran de capitulación total y absoluta resultaron baldíos. El objetivo, reposara sobre un análisis frío de la realidad internacional o fuese subproducto de meros deseos, era correcto pero las posibilidades de implementación escasas. Tampoco es seguro que, aun resistiendo algunos meses más, la República lo hubiese conseguido. Con Franco camino de la victoria, franceses y británicos siempre hubieran podido preferir la compra de su neutralidad. El escenario que Auriol quería dibujar ante Negrín en el entorno de la crisis de Munich no tenía por qué materializarse necesariamente. En cualquier caso, no hubiera dependido de la República. Frente a esta se agolparon obstáculos insalvables. En primer lugar, la debilidad comparativa del EP. La estrategia diseñada por Rojo no fue mala, por mucho que un autor que se precia de conocer la historia militar como Beevor la haya impugnado con argumentos especiosos. Los republicanos sintieron hasta septiembre de 1938 que el viento todavía podría soplar a su favor y estaban dispuestos a perder todas las batallas salvo la final. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos no pudieron recomponer su desgaste en aquel gran espasmo que fue el Ebro, aun cuando los soviéticos se movieron esta vez, y después de Munich, con inusitada rapidez. Los reveses militares azuzaron las reavivadas discordias de la retaguardia, con la quiebra del PSOE y las puñaladas traperas (o Alleingange, por utilizar un término frío) de los nacionalistas periféricos. En un sistema que tuvo a gala mantener en circunstancias atroces sus rasgos civilistas y democráticos más fundamentales, al final la discordia terminó siendo disfuncional para el esfuerzo bélico, como bien apreció Negrín, y como ya lo había sido al principio. Conviene, sin embargo, no exagerar. Las divergencias internas se situaron en primera línea cuando muchos ya no veían futuro alguno a la resistencia. Constituyó un error sustancial no declarar antes el estado de guerra, en las condiciones previstas y que hemos documentado. Una enorme responsabilidad histórica recae sobre los hombres del PCE que a ello se opusieron.
- La interpretación de la guerra en plan de cruzada antimarxista pura y dura vino muy bien a Franco, tanto para explicar algunas de sus más inquietantes actuaciones como para, después, invirtiendo sus protecciones exteriores, estilizarse nada menos que de «centinela de Occidente», el invicto general que había sido el primero en derrotar al comunismo en el terreno elegido por este: el de la batalla. Sin esta imposición ideológica, que prendió en un público sometido a un continuo lavado de cerebro y a los no tiernos cuidados de la Brigada Político-Social, la Guardia Civil, el TOP y una legislación cuasi guerrera, la trayectoria de la dictadura quizá hubiese sido diferente y no hubiera, tal vez, gozado de las mieles de un protector al que no podía tachársele de profascista, Estados Unidos, pero dispuesto a dar su apoyo político y militar a cambio del arrendamiento de algunas porciones del territorio peninsular que Franco aceptó gustosamente a precio de saldo rabioso. La perdurabilidad hasta los momentos actuales de aquella leyenda en ciertos sectores de la sociedad española es uno de los lastres más sorprendentes de la resaca ideológica que dejó tras de sí la guerra civil y que amamantó cuidadosamente el franquismo, con su nunca lamentado Ministerio de (Des) Información.
- Las controversias entre los vencidos han dado pábulo a muchas leyendas. No hay nada de extraño en ello. Pero las leyendas terminan pereciendo y las fuentes primarias sirven, entre otras cosas, para poner a cada uno en su sitio. La figura de Juan Negrín, en particular, ha estado envuelta hasta fecha reciente en una penumbra intencionada. Su papel durante la guerra civil fue de primera categoría. No en vano como ministro de Hacienda, presidente del Gobierno y ministro de Defensa Nacional sucesivamente constituyó el alma de la resistencia. La interpretación que sobre él tejió Prieto está basada en pilares que, como hemos argumentado, carecen de fundamento. Con todo, ha despertado mayor interés la figura de Manuel Azaña, hasta en las filas de una cierta derecha que en los años noventa llegó a reclamarse de él. Innecesario es señalar que se trata de una figura respetabilísima pero, en la guerra civil, ineficaz. Su aportación fue más bien endeble y sus injerencias en las responsabilidades del Ejecutivo hicieron, me parece, más daño que bien desde la temprana fecha de septiembre de 1936. A Negrín, pragmático y acostumbrado a tomar decisiones difíciles (aunque los soviéticos y alguno de sus colaboradores le acusaran de debilidad de carácter y de indecisión), moviéndose siempre en un avispero con equilibrios de funámbulo y sin base de poder propio, le costó digerir su escapada final. Ello no obstante, fue uno de los pocos que acudieron a dar el último adiós a Azaña en sus horas postreras. En la tarea, propia del historiador, de colocar a cada cual en su sitio, gracias al análisis de las fuentes primarias relevantes, hemos avanzado algo en el esclarecimiento de las relaciones entre Negrín y Prieto, quien contribuyó más que ningún otro a dibujar al primero una leyenda negra, posiblemente por rencor, si no envidia, y en todo caso por razones que no tienen que ver con lo que realmente ocurrió en la guerra. Prieto, naturalmente, tenía su base de poder propio en el PSOE, lo que le vino muy bien para capear futuros temporales. También hemos tratado de documentar los factores que, en nuestra opinión, debieron de mover a Negrín en las turbias semanas que precedieron al golpe de Casado. Es un período sobre el cual los autores de las más distintas tendencias han escrito como si hubiera sido poco menos que un punching-ball. La historiografía comunista no le presenta bajo buenas luces. Tampoco lo hace la de orientación anarquista, poumista e incluso estrictamente republicana. Hemos mostrado que, incluso en aquellas semanas dramáticas, Negrín, «científica y filosóficamente materialista» según se autodefinió, se movió siguiendo unas líneas lógicas, jugó todas y cada una de las escasas cartas que le quedaban y, naturalmente, cometió errores. Sabía muy bien, como Azaña y Prieto, que era imposible ganar la guerra. Y estos sabían que lo sabía. Pero, a diferencia de ellos, no se doblegó. No le fue posible, sin embargo, sortear tres obstáculos que se sustraían a su influencia: el comportamiento de Azaña, la imparable dinámica hacia el reconocimiento franco-británico de Franco y la sensación, ampliamente extendida fuera de los círculos comunistas, de que ya no existía capacidad de prolongar la resistencia. Negrín quería salvar vidas republicanas. Al final, la guerra civil terminó como había empezado la sublevación militar: con la escisión de las fuerzas armadas y la traición.
- A lo largo de esta trilogía hemos ido destruyendo mitos. Han quedado puestas de manifiesto las contorsiones de una literatura, española y extranjera, de tono fuertemente ideologizado. Hemos esclarecido el origen de la crucial decisión de enviar a Moscú dos tercios de las reservas de oro del Banco de España. Ha caído en la cuneta la idea de que fueron los soviéticos o los comunistas quienes auparon a Negrín a la presidencia del Gobierno en búsqueda de apoyo para sus nefandos propósitos. Se ha eliminado la especie de que el asesinato de Nin pueda ponérsele en su debe. Hemos dilucidado con nuevo soporte documental la sustitución de Prieto en el Ministerio de Defensa así como la naturaleza de las relaciones de él y Negrín con el PCE. Al recuperar la realidad documentable hemos tenido que avanzar, siquiera a trompicones, en el comportamiento político de este último, identificado alguno de sus virajes y desmontado lo que hay detrás de las dos grandes «conspiraciones» que acentúa desmedidamente una historiografía poco proclive a la investigación en fuentes primarias. Hemos rechazado, por último, la noción de que Negrín fuese un mero instrumento de los comunistas, españoles o soviéticos. También hemos resituado el predominio comunista en los meses finales de la República. No todas las cuestiones están aclaradas y aún queda terreno por desbrozar, en lo cual está avanzando con rapidez Fernando Hernández Sánchez. Ahora bien, si la guerra es, tópicamente, un crisol, es evidente que demostró en abundancia las cualidades del profesor universitario, del investigador eminente y del español profundamente europeizado que fue Juan Negrín. Un científico moderno para su época y un político que se asemejaba al tipo culto y refinado que no sorprendía entonces demasiado fuera de España aunque sí en esta. Está muy bien que el PSOE le haya rehabilitado, con 35 compañeros más, a los 69 años de concluida la contienda.
Es posible que para ciertos sectores políticos o ideológicos la historia no sirva para nada («History is bunk», en la caracterización atribuida a Henry Ford) pero lo cierto es que, a los setenta años de su final, la guerra civil sigue pesando sobre la sociedad española. Como ha mostrado el debate sobre la mal denominada ley para la recuperación de la memoria histórica, subsisten innumerables heridas. Las interpretaciones que en su día propalaron los vencedores todavía encuentran eco. Los resultados de la investigación universitaria no calan en el público. Era necesario poner los puntos sobre las íes. Esta trilogía se ha escrito rehuyendo el formalismo del lenguaje académico pero con una atención hiper-escrupulosa a las fuentes. No toda la verdad está en ellas, pero su análisis habrá mostrado que ciertos paradigmas de corte ideológico no por ser populares resisten la contrastación con la evidencia empírica. Hemos tenido en cuenta que, durante demasiado tiempo, España ha sido el único país de Europa occidental en el que han podido darse, a guisa de meros ejemplos, circunstancias como las siguientes:
- Un día cualquiera (lo cuenta de sí mismo Jason Webster en un librito muy superficial) un inglés se compra en una parte alejada del Maestrazgo una masía derruida. Cuando se instala en ella, una pastora a la que conoce sacrifica a una de sus cabras que se ha roto la pata tras caerse en un pozo. Por razones no identificadas vuelven a la masía por un camino diferente del habitual. A los pocos kilómetros la pastora le dice de sopetón que han llegado al lugar donde se encuentra una fosa perdida en la que yacen los cadáveres de numerosos soldados republicanos ejecutados a sangre fría después de rendirse. Nadie conoce lo ocurrido, salvo ella porque lo vio cuando tenía ocho años. No es un caso que pueda darse en Francia, Bélgica, Holanda, Italia, Alemania, países que también sufrieron mucho durante la segunda guerra mundial.
- Por lo demás, nunca fue preciso en ellos que se produjera la movilización de una parte de la sociedad civil para que surgiera una campaña de búsqueda de centenares, quizá millares, de fosas olvidadas en que se cebó la venganza de los vencedores. Ni siquiera en Francia, donde los mismos comunistas que aplaudieron el pacto germano-soviético hicieron de las suyas con los colaboradores en un contexto de lavado de cara por la afrenta de Vichy y la pusilanimidad que numerosos conciudadanos habían mostrado ante el ocupante nazi. Menos comprensible aún es que aquella campaña haya chocado con una resistencia a ultranza a que «se reabran las heridas» del pasado. En general, en Europa occidental forman parte de la historia asumida. Todo el mundo tiene esqueletos en el armario. No he leído que en España se haya hecho demasiado hincapié en que hasta los SS, que no eran precisamente hermanitas de la caridad, tuvieron derecho en los países europeos occidentales a una sepultura decente. Y, a veces, entremezclados con los soldados de la Wehrmacht, como se reveló cuando el presidente Reagan se vio obligado a declinar una visita al cementerio de Bitburg en Alemania.
Es, pues, ilusión vana afirmar que la interpretación del pasado pueda desligarse de las preocupaciones del presente. En el período 2006-2009, en el que se conmemora el LXX aniversario de la guerra civil, la sociedad española, bajo una Monarquía que no tiene nada en común con la alfonsina, se ha visto desgarrada por tensiones que algo me recuerdan las conmociones de las culture wars de los sesenta. Continúa el combate por la profundización de la democracia y por la extensión de los derechos y libertades individuales y colectivos. Continúa la pugna por traducir a términos operativos el precepto constitucional (art. 16.3) de que ninguna confesión tendrá carácter estatal. Continúa el divorcio entre un país crecientemente multi-cultural y cada vez más sensible a las pautas que dominan en la mayor parte de Europa occidental y una Iglesia católica cuya jerarquía parece querer desempeñar un papel muy diferente al de sus homologas en la mayor parte de los países que nos rodean. Se han desorbitado los presuntos peligros que, según algunos, acechan a la unidad de la Patria.
Preocupaciones similares, en una situación infinitamente menos estabilizada, afloraron en los años anteriores a 1936. La respuesta que les dieron entonces las fuerzas políticas ansiosas de modernizar España equivalió a un cornetín de enganche para los sectores más retrógrados e iliberales y para unas fuerzas armadas cuyo papel fundamental estribaba en mantener a raya al «enemigo interior». El proceso que iniciaron unos militares reaccionarios, situado en coordenadas concretas de tiempo y de entorno, se ha manipulado para servir a las pugnas políticas e ideológicas del presente. No llevó inevitablemente a la guerra civil. El horror de entonces no puede ser guía para la acción hoy.
Es falso que en la historia que hacen los hombres, en condiciones dadas y objetivas, quien ignora el pasado esté condenado a repetirlo, dictum que por mucho que se repita no resulta más venerable.
Al disociar, siquiera analíticamente, la guerra civil como producto de la irrupción de los vectores internacionales en la vieja piel de toro y la evolución endógena que se registraba en esta, queda claro que aquella fractura violentísima fue algo irrepetible. Al verse obligada a afrontarla, la República enlazó con la dinámica externa en la época de expansión del fascismo. De conflicto de clases se pasó a una guerra ideológica y a una pugna internacional por interposición. Tal proceso la puso en primera línea de combate. En ello estribó su honor pero, adelantada antifascista que fue, también su talón de Aquiles. Como ya Azaña reconoció lúcidamente, la República podía luchar contra Franco pero no a la vez contra Alemania e Italia, potencias agresoras, y contra el Reino Unido, potencia debilitadora. A ello habría hoy que añadir que sólo la auxiliaron unos franceses inconstantes y un Stalin sometido a dinámicas muy diversas. No hay deshonor en haber sucumbido ante la conjunción de fuerzas internas y externas abordada en esta trilogía.
Los polacos, violados por el águila nazi y el oso soviético, han sabido extraer de su derrota nacional en 1939 renovadas señales de identidad. Estas se les niegan al pueblo republicano en la mitología que siguen propalando ciertos autores de fuera y de dentro. Menos aún se ha reconocido a Juan Negrín lo que pudiera considerarse como leit-motiv de su estrategia para contener el hundimiento de las esperanzas depositadas en la «niña bonita»: con las democracias siempre que posible, con la Unión Soviética todo lo necesario. Lo cual no significa ignorar las dificultades por disciplinar, en la medida y continuidad necesarias, el esfuerzo de guerra ni el autodescuartizamiento del Frente Popular ni las actuaciones que abrieron las puertas al colapso final. No hay, en modo alguno, lugar para la autocomplacencia. Ahora bien, incluso en lo que constituye el capítulo más negro de la República, en el período anterior a la gestión negrinista, las víctimas de Paracuellos y las de la revolución social (incluidos los mártires de una Iglesia traumatizada), los números palidecen ante las matanzas disuasorias y punitivas diseñadas por los conspiradores y puestas en práctica por los sublevados en el comienzo de la rebelión y durante y después de la guerra.
Ya uno de los grandes historiadores de la revolución francesa, Jules Michelet, comentó que, muertos por muertos, todo el Terror revolucionario (que a los diplomáticos británicos tanto les recordó el de la España republicana) no pesó mucho más que las víctimas de cualquier jornada de las guerras napoleónicas. Conscientes de este dictum, hemos subrayado la importancia cuantitativa y cualitativa del alargamiento que auspició Franco y contrastado, hasta donde nos ha sido posible, las patrañas que han enmascarado su dirty little secret por antonomasia. El trabajo historiográfico estriba en poner de relieve la verdad o, por lo menos, lo que es documentable. Esta exigencia es más necesaria que nunca de cara a alguien que se declaró responsable sólo ante Dios y ante la Historia. Ningún historiador podrá intuir jamás el juicio del primero, pero tampoco ha de mantener al vencedor bajo el equivalente de los loores del nacional-catolicismo y del palio con que la Iglesia católica le cubrió durante casi cuarenta años, preludiados por la coyunda que hemos recordado en este volumen.
Lo realmente curioso es que en los últimos tiempos hayan proliferado autores que en ciertos círculos se han hecho un pequeño nombre, sobre todo entre la derecha política actual, dedicándose a múltiples ejercicios de mixtificación, manipulación, tergiversación y, en último término, enganche de simples engañabobos.
Hemos identificado a algunos —los más representativos— con nombres y apellidos y puesto de relieve cuatro de sus rasgos de comportamiento más importantes:
- Santo temor a la investigación, conscientes de que en los archivos siguen durmiendo serpientes venenosas que es mejor no despertar. Cuando, raramente, se entra en ellos o se dice que se entra en ellos, la mirada es la más superficial posible.
- Aplicación sistemática de la tecnología del fraude. Es decir, se cortan, manipulan, subvierten y en general se alteran textos y documentos. Según convenga.
- Negación, sin pudor alguno, de todo lo que no encaja con tesis predeterminadas o preconcebidas. Una mentira que se repite cien veces termina transformándose en verdad. Ya ilustró la metodología necesaria uno de sus avezados maestros, Joseph Goebbels, quien evidentemente sesenta años después de su suicidio sigue reclutando partidarios.
- Mucho ruido mediático. Cuanto más, mejor.
Sin embargo, lo cierto es que como ha dicho Jorge Marirrodriga (El País, 13 de marzo de 2008), al evocar un proverbio judío que cabe aplicar al caso, «con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver». Lo escrito, escrito queda. Los equivalentes de nuestros días de los repelentes Eduardo Comín Colomer, Mauricio Carlavilla, Luis Bolín y demás especímenes de la corte de los milagros franquista continúan las andadas de sus predecesores. Les aguarda un similar destino. No han tenido en cuenta las dos máximas para escribir la historia que, siguiendo a Hilari Raguer, he tomado prestadas a León XIII.
Y de la República, ¿qué? Hemos tratado de recuperar su honor, con frecuencia manchado por algunos de sus defensores. Pero honor tanto o más deslumbrante —si bien trágico— que el que empañaron los Gobiernos de algunas de las democracias que la dejaron caer y sostuvieron después la dictadura. Un caso de Realpolitik, de temor al comunismo y de análisis sesgado de la historia. En el LXX aniversario de la derrota republicana cabría retorcer un poco uno de los versos inmortales de los cantos de Huexotzingo y preguntarnos: ¿es así como la República habría de quedarse, como las flores que perecen, como el capítulo que pinta la historiografía franquista o conservadora o de la guerra fría?, ¿no habrá otra interpretación documentable?, ¿no cabe hacer nada de su épica? ¡Al menos, que la documentación refulja! ¡Que los mitos se derrumben! ¡Que el pasado se aclare! Los republicanos tienen poco de qué avergonzarse y, desde luego, de mucho menos que sus vencedores, españoles y extranjeros. Naturalmente soy consciente de que, probablemente, esto no sea sino un pío deseo, a juzgar por lo que numerosos autores-basura han desparramado en los últimos años en materia de «interpretaciones» o «historia». La omisión de temas o aspectos relevantes, la manipulación más desvergonzada, las fullerías y «truquitos», la falsificación y la tergiversación han añadido su potencial maléfico a las costras creadas por el franquismo y el temor al pasado, por quienes no son capaces de entrar en archivos incómodos y, no en último término, por los guerreros de la guerra fría que aún subsisten. Que encuentren lectores no es de extrañar. Los largos años de la dictadura han dejado huellas sociales y psicológicas muy extensas y profundas. Pero lo que escriben no es historia. Es, por pedir de nuevo prestado el término al profesor Reig Tapia, «historietografía».