Se debilita la cohesión interna
AZAÑA TUVO RAZÓN al considerar que el otoño de 1937 fue la época crucial de la guerra. En tal período se potenciaron varios de los factores que terminaron agostando el esfuerzo bélico republicano. En los capítulos anteriores hemos pasado revista esencialmente a los externos. Es hora de abordar los internos. Unos y otros se entremezclaron de tal manera que su separación analítica es artificial pero no hay otro remedio. El desafío para el historiador es que los factores internos han atraído, como es lógico, atención prioritaria y que se han creado costras magmáticas de difícil penetración. Sólo el recurso a las fuentes primarias permite desentrañar algo mejor la compleja red de interacciones subyacentes. Fue una época en la que empezó a extenderse el sentimiento de que la guerra estaba perdida. Azaña comprobó que su «lúcido pesimismo» lo compartían varios ministros y altos cargos republicanos. Sobre tal sentimiento gravitó un nuevo contratiempo externo ligado a la política británica.
PESIMISMO DE LA CÚPULA A LA BASE
A finales de agosto, Azaña se entrevistó con Giral. Ambos tenían la misma opinión. De no retirarse los contingentes extranjeros, resultaba imposible ganar la guerra. El balance de recursos estaba ya muy desequilibrado a favor de Franco y los suministros a la República se reducirían en el futuro a causa del bloqueo. El aspecto financiero no ayudaba. Azaña creía que mientras hubiera una esperanza razonable de resistir habría que hacerlo, pero ¿cuándo la resistencia dejaba de ser razonable? En otra conversación ulterior, Giral abundó en pronósticos sombríos. Negrín replicó que no ignoraba los apuros y que necesitaba repetirse constantemente que la guerra no estaba perdida para poder seguir adelante. El 8 de septiembre, Azaña comprobó que el ministro de Transportes, Comunicaciones y Obras Públicas, Bernardo Giner de los Ríos, también veía la situación como él. Le alarmaba la posibilidad de que Franco pudiera cortar el territorio (como ocurrió en abril de 1938). Si se producía sería el principio del fin. Giner no supo decir lo que pensaba al respecto su jefe político, Diego Martínez Barrio. Azaña lo constató a mitad de mes: también había perdido la esperanza de ganar. Al igual que los soviéticos creía que ese tenor general dominaba en Cataluña. Prácticamente se lo había dicho Companys. Confesó que había hablado con Prieto, quien no le había contradicho pero sí asegurado que nadie se atrevería a plantear el tema abiertamente en el Consejo de Ministros. Para Martínez Barrio la conclusión es que convenía llegar a una suspensión de hostilidades antes de que terminase el año.
Las memorias de Azaña reflejan una serie ininterrumpida de diagnósticos y pronósticos crecientemente sombríos. El 15 de septiembre, Prieto se alineó con su análisis de que en la opinión pública existía un deseo generalizado de que la guerra acabase de cualquier modo. Un poco más tarde reflejó su opinión de que Inglaterra deseaba la ruina total de España para que el vencedor quedase a su merced. En octubre fue Nicolau d’Olwer el que dio a conocer su impresión de que la República no triunfaría. El día 20 otros políticos catalanes abundaron en la misma opinión. El 3 de noviembre, cuando Stalin dio su tajo inicial, Azaña apuntó que tanto Negrín como Giral consideraban «utilísima» una suspensión de las hostilidades. El problema de siempre era cómo preparar el terreno. Los diques se rompieron el día 6, cuando Prieto declaró sin tapujos que ya se había perdido la guerra. El EP no tenía empuje ofensivo pero podía defenderse. El desgaste de la aviación era muy considerable. Franco podía reponer sus pérdidas día tras día. La República, no. ¿De dónde obtenía apoyos? De la Unión Soviética y esta, por desgracia, no suministraba. Un eventual corte del territorio, añadió Azaña, implicaría el fin. Prieto asintió[1].
De aquí se deduce, incontestablemente, que la alta cúpula republicana no desconocía la situación y que la opinión sobre las posibilidades de futuro era ampliamente compartida. ¿Qué hacer? ¿Cómo actuar? Prieto intentó identificar alguna salida. Aunque la documentación directa es escasa existe evidencia circunstancial en las informaciones de «C», el agente confidencial de Negrín. En la segunda mitad de 1937 y primeros meses de 1938, los datos que proporcionó articularon tres grandes temáticas:
Sobre el primer tema, «C» anunció el 2 de julio que muchos de los enviados de Prieto para comprar material bélico se habían negado a adquirirlo en buenas condiciones, unas veces porque excluían la posibilidad de ganarse alguna sustanciosa comisión, otras porque en el fondo no deseaban que las fuerzas republicanas pudieran resistir los embates del enemigo. Anunció que «de una y otra cosa tengo abundantes pruebas, que le llevaré cuando vaya a verle». Lo habitual era servirse de intermediarios, que elevaban los precios, a veces hasta duplicar los fijados por los vendedores. Prieto depositaba su confianza en gente que no la merecía.
En aquellos días de trueno, en los que todavía retumbaba la caída de Bilbao, «C» acusó directamente al coronel… de haber desaprovechado la oportunidad de adquirir aviones en Checoslovaquia, que renovaba su flota aérea, bajo el pretexto de que eran anticuados. También de haber procedido de igual manera con cuatro aviones británicos. Algunos socialistas franceses se encargaron de hacer llegar a Prieto los detalles de la operación pero no recibieron respuesta y el coronel siguió en su puesto. «C» llegó a preguntarse si el ministro no aprobaría incluso tal conducta.
El segundo tema es más delicado. «C» dio nombres y mencionó situaciones. Algunos ocupaban puestos importantes, otros no. A finales de septiembre indicó un caso paradigmático. Uno de los compradores llegado de España no pudo hacer grandes adquisiciones, vistas las dificultades de toda índole que siempre entrabaron la operación, pero gastó dinero como si las hubiera hecho. Se informó a Prieto de algunas de las maniobras y se le pidió que comparara gastos y compras. En vano. Otro botón de muestra:
Por medio de la embajada de México en París obtuvimos recientemente algo que nos era preciso; algo, desde luego, muy importante. En los trámites con el personal de la citada embajada había intervenido el camarada … Llegado ya a España, felizmente, lo que la embajada de México se había ocupado de enviarnos, al camarada … no se le ocurrió otra cosa que entregar a un alto empleado de aquella un sobre cerrado, sin más explicaciones. Abierto el sobre, se encontró que había en él cien mil francos, que fueron devueltos al camarada … con una breve nota en la que se le decía que allí se trabajaba por España, desinteresadamente.
Los informes no dibujan un cuadro glorioso de las actividades de los agentes de compras republicanos[3]. Uno de los que aparecieron en varios informes fue el entonces director de CAMPSA en París. Cuando «C» se extrañó, el 19 de noviembre, de que no se hubiera tomado ninguna medida contra él y preguntó a Negrín si por un azar no había leído su correspondencia, la reacción fue inmediata. Se le sustituyó de golpe y porrazo[4]. Es un ejemplo de que los informes servían para algo, sobre todo cuando se relacionaban con materias sobre las cuales Negrín tenía directamente la vara alta. Sin embargo, no todos eran corruptos, sobornables e ineficaces. En otra ocasión «C» citó a una persona de comportamiento ético irreprochable, cuyo ejemplo avergonzaba a sus compañeros. Se le llamó a Valencia y al bajar del avión se le llevó directamente a una prisión clandestina. De aquí se deducía que la operación en París contaba con apoyos en la capital republicana. En este caso, y por lo que valga, no estará de más mencionar su nombre, cuya suerte ignoramos: coronel Luis Monreal[5].
El 15 de octubre, «C» describió los detalles de una operación de exportación y venta ilegales en Marsella, importante centro de actividades subterráneas. Al amparo de connivencias en las aduanas y de alguno de los agentes del contraespionaje republicano destinado en el consulado, salían al mercado negro cajas repletas de objetos artísticos, que los traficantes desaprensivos trataban de adquirir a precio de saldo. Cuando visitó Marsella había en Aduanas una gran cantidad de cajas. Inspeccionó el lugar y le pareció que no sería fácil que alguien las robase, aunque ya se había extraído una cajita con joyas de gran valor. La policía se puso en movimiento pero, aparte de bloquear el retiro, no se sacó nada en limpio.
Al compás de tales fenómenos, en la zona republicana disminuían a ras de suelo, como ha señalado Seidman (pp. 146ss, 151,153, 161-164), los incentivos para sacrificarse por la causa. Inducían a tal desgana numerosos factores, casi todos ligados con la intendencia: magras raciones; dieta monótona; falta de racionalidad en la distribución de ropa, uniformes y artículos de primera necesidad (incluido el tabaco); controles excesivos que no lograban erradicar las carencias. Se añadieron las enfermedades, la falta de higiene y la relativa ausencia de servicios médicos eficientes. Aumentaron las deserciones, lo que implicó castigos más duros. Proliferaron las ejecuciones. Todo ello redundó en una baja de la moral.
Los despachos de observadores extranjeros permiten comprobar que las potencias democráticas no ignoraban lo que ocurría. Ya en junio, por ejemplo, se había dicho a Morel que la influencia comunista en el EP aumentaba a través del Comisariado. Era la única solución para evitar una descomposición general, pero el informante dudaba de que el éxito fuese duradero. En el Ejército del Sur los soldados no querían luchar. Les mantenían en filas el temor a los jefes y la soldada con la que alimentaban a sus familias[6]. No sólo era en Andalucía. El 10 de septiembre, Sir Norman King confirmó un profundo deterioro de la situación de abastecimientos en Barcelona. La carne había desaparecido prácticamente de las tiendas, los huevos y pescados apenas si se veían y las verduras escaseaban. Gran parte de la población se alimentaba de pan y arroz, aderezado con frutas. La carencia de buenos transportes y su desviación hacia el frente no ayudaban a mantener la moral. La ración de pan, que hasta hacía unos meses era de 1200 gramos semanales, se había reducido a la mitad (TNA: FO 371/21300). Los ejemplos podrían multiplicarse.
Ahora bien, tampoco hay que exagerar los efectos. El agregado militar británico lo señaló específicamente. El EP, la policía y los trabajadores recibirían sus raciones y los campesinos ya se apañarían. El sufrimiento de la población restante se ignoraba. Aunque el EP tenía una capacidad ofensiva limitada no había signos de desmoralización militar y no cabía pensar que Franco pudiera conseguir la victoria en el próximo futuro (telegrama del 19 de octubre de 1937. TNA: FO 371/21300).
FRICCIONES CON LA GENERATLITAT
Un factor adicional, que ya ha surgido de refilón en anteriores capítulos, vino a complicar la situación. Con la pérdida del Norte, de sus recursos y de los efectivos en él concentrados, el papel económico y logístico de Cataluña aumentó más que proporcionalmente. No era, sin embargo, una situación de fácil manejo para el Gobierno central. Aparte del desánimo abundaban los desplantes mutuos entre las autoridades, cuando la disciplina del esfuerzo colectivo de cara a la guerra era más necesaria que nunca.
Las memorias de Azaña y de Zugazagoitia permiten colegir varios puntos de fricción. Algunos los hizo valer el Gobierno central: investigación de casos de ocultación de oro y mantenimiento de valores extranjeros por los particulares cuando expiró la fecha para su entrega voluntaria; prohibición de su exportación ilegal, en la que tenían interés algunos protagonistas de la política catalana, según afirmó Prieto; dificultades sin cuento con las industrias de guerra (le llegaban constantes quejas sobre Tarradellas)[7]. Otros agravios los subrayaron las autoridades catalanas: desconsideración hacia Companys; actuaciones sentidas como violaciones del Estatuto; disposiciones sobre el comercio exterior o sobre los billetes de circulación local; deudas a la Generalitat no saldadas; cambios en las plantillas de las fuerzas de orden público; quejas contra la censura, etc. Quizá lo que fuera el meollo de la cuestión lo apuntó el consejero de Cultura y exalcalde de Barcelona Caries Pi i Sunyer: la influencia de Cataluña en la política general era, en los años de paz, más o menos proporcional a su importancia en relación con el territorio. Al disminuir el controlado por la República, aumentó el peso del catalán. De aquí se derivaba que la influencia política de Cataluña hubiese debido aumentar en proporción al achicamiento geográfico. Lo que, sin embargo, había ocurrido era precisamente lo contrario. Aunque este sentimiento fuera amplio, no por ello dejaba de traslucir un claro localismo. Se reconocía, con todo, que no era posible romper la baraja. Lo que más preocupaba en los círculos nacionalistas era lo que pasaría después. ¿Recobraría Cataluña su régimen propio? Siempre hubo voces que, a la vista de lo que ocurría con las provincias vascas, adujeron que la República era mejor apuesta que la rendición[8].
Ni las fricciones ni la caída de la moral fueron un misterio para los soviéticos. En septiembre, mientras Stalin y la Comintern reflexionaban sobre qué hacer en España, llegaron las noticias que por aquel entonces enviaba Strajov, al frente del Consulado general tras la marcha de Antonov-Ovseenko. Según sus informes el 15, por ejemplo, se había producido una reunión secreta entre ERC y la CNT/FAI. Esencialmente se habría decidido estrechar relaciones para atacar al PSUC. Se consideraba que la Generalitat estaba en crisis pero que convenía no anunciarlo públicamente y actuar en pos de la formación de dos nuevos gobiernos, en Cataluña y en el resto de la República. Participarían la CNT, los republicanos de todos los matices y los caballeristas. El PSUC y el PCE quedarían excluidos. Strajov aportó datos, algunos pintorescos. El 17 había tenido lugar una manifestación, sobre todo de mujeres, en la que se dieron gritos de «¡Viva Franco!» (sic). Hubo destrozos de tiendas y panaderías. Varios de los detenidos llevaban el carnet de Falange (sic). Al día siguiente se reanudaron las manifestaciones en contra de la falta de alimentos y la carestía de vida. Cuando se registraron algunos domicilios se encontraron provisiones. De aquí Strajov dedujo que se trataba de manifestaciones apañadas y de claro tinte fascista. También informó de la distribución de octavillas en contra del Gobierno republicano, firmadas por Falange Española. En algunas se defendía, ¡horror de los horrores!, al POUM. Por correo se habrían enviado varios miles de cartas de contenido sedicioso. El 20 de septiembre la policía y la Guardia de Asalto intentaron registrar el edificio de los Escolapios donde se había ubicado el cuartel general de la juventud anarquista. No se les permitió entrar y se les hicieron varios disparos intimidatorios. Hubo que formalizar el cerco y utilizar ametralladoras y artillería. Gracias a la mediación de varios miembros del comité regional de la CNT se obtuvo la rendición y la policía se encontró con un auténtico arsenal[9].
Todo ello parecía a Strajov que apuntaba hacia una repetición de los «hechos de mayo»[10]. El diplomático desconfiaba, en cualquier caso, de Companys, que habría dicho a Vidiella que se sentía desanimado, que el Gobierno central hablaba mucho y hacía poco, que no cumplía lo que prometía, que los distintos sectores catalanes no eran capaces de trabajar juntos, etc. Strajov subrayó que la situación era, por el contrario, muy diferente: ERC no representaba ya una gran fuerza política (la había desplazado el PSUC) y, según se rumoreaba, varios catalanes sostenían conversaciones en Hendaya con representantes de Franco. Companys lo sabía y no lo apoyaba pero tampoco osaba decirlo públicamente. De aquí que quisiera tirar la toalla antes de que su Gobierno se hundiera. Por lo menos así salvaría su nombre[11].
Strajov exageraba. Informaciones posteriores pusieron las cosas en claro. En lo que se refiere a las causas de las protestas populares la razón había que encontrarla en que, a principios de septiembre y de forma inesperada, el Gobierno decretó precios fijos para una serie de productos alimenticios. En algunos casos, fueron inferiores a los de los años de paz. Los soviéticos llamaron la atención sobre las peligrosas consecuencias de tales medidas siempre que no fueran acompañadas de otras que asegurasen el abastecimiento ininterrumpido de alimentos. Como no se hizo nada, desaparecieron los productos en los mercados. El Gobierno publicó, eso sí, disposiciones adicionales que incrementaron la represión contra los especuladores, lo cual echó leña al fuego. Se volatilizaron no sólo la carne y el pescado sino también las patatas, los tomates y toda clase de verduras y frutas. Con las cartillas de racionamiento sólo se repartía pan. Los demás productos racionados (a excepción del arroz), tales como el azúcar, el bacalao y el jabón, no se distribuían[12].
La caída de Santander no causó una impresión tan deprimente en la población. Según Marchenko, la idea detrás de la arbitraria fijación de precios estribaba en frenar los apetitos de los sindicatos y de los colectivos agrícolas que, después de almacenar alimentos, inflaban los precios. En la práctica, las medidas se dirigieron contra los pequeños vendedores y los tenderos mientras que los grandes tiburones (sic) del sector y los campesinos atesoraban los productos. Los soviéticos se extrañaron de que ni siquiera el PCE se hubiera ocupado del problema (aparte de campañas de prensa en contra de los especuladores y a favor de la fijación de precios). Cuando preguntaron a Uribe qué pensaba hacer el Gobierno, respondió que el problema no era de su departamento. De ello se ocupaba un comité especial para el abastecimiento que dependía de Negrín y de cuyos planes no sabía nada. Marchenko habló seguidamente con Prieto. Este le desarmó diciendo que el establecimiento de precios fijos era una tontería y que él tampoco sabía nada, insinuando que la responsabilidad recaía sobre Negrín.
No se trataba de una información adecuada. Fernando Hernández Sánchez ha rastreado Mundo Obrero y comprobado que la campaña contra el encarecimiento de la vida se articuló en torno a dos ejes: a) la urgencia del abastecimiento a Madrid para sostener la moral y la resistencia de la población, y b) la necesidad de crear un sistema de cooperativas de suministro y consumo sin el cual la fijación de precios no produciría sino ocultación, escasez y subidas. Ello estaba en línea con la estrategia de la Comintern.
Marchenko aclaró que, a pesar de los insistentes rumores, la dirección anarquista no tenía intención de realizar ningún tipo de levantamiento. Si la CNT/FAI hubiera estado preparando alguna acción en gran escala parecía extraño que hubiese entregado con tanta facilidad los stocks de material de guerra que tenía acumulados. Ello, por supuesto, no excluía la posibilidad de roces locales, promovidos por extremistas[13]. Togliatti, en su carta del 13 de septiembre, deshizo la idea del putsch y la atribuyó a sectores interesados en provocar un enfrentamiento entre anarquistas y comunistas. Si las informaciones procedían de la policía de Perpiñán, no sería de extrañar, especularemos nosotros, que detrás se situaran los servicios italianos. Así habían actuado ante los «hechos de mayo».
¡A BARCELONA!
Una de las decisiones más controvertidas de Negrín fue la de abandonar Valencia e instalar el Gobierno en la Ciudad Condal. El traslado comenzó a finales de octubre y concluyó el 24 de noviembre, no obstante haber dicho a Azaña (p. 381) que con él probablemente se quedaría algún ministro. El último en marcharse fue Prieto. La idea había ido cociéndose durante meses. Tenía ventajas e inconvenientes. Las primeras no eran obvias y las razones que las justificaban no se divulgaron. Las que se dieron a conocer fueron vagas e insuficientes. Los inconvenientes eran visibles: se reforzaba el carácter peripatético del Gobierno y se daba la impresión de que la República estaba contra las cuerdas. Dos factores parece que pesaron sobre Negrín. El primero la sospecha de que pudiera producirse una traición por parte nacionalista. Fuera o no verdad, todo hace pensar que Negrín lo temía. Zugazagoitia destacó, además, la necesidad de incorporar Cataluña a la guerra y de recortar las extralimitaciones de la Generalitat. El segundo factor es que tarde o temprano pudiera producirse un corte entre Cataluña y el resto de la España republicana que dejase fuera del control del Gobierno la crítica frontera con Francia[14]. Era conveniente prevenirlo y, sobre todo, forzar el flujo de suministros a través de ella. No en vano una de las constantes de la actuación de Negrín consistió en actuar en tal sentido sobre los franceses. Ya en agosto, Azaña consignó en sus memorias (p. 223) que Pascua le había dicho, como opinión o consejo de Moscú, «que debía insistirse en París para obtener el libre tránsito de material». Las dificultades, ciertamente, no eran sólo francesas. A mitad de septiembre, por ejemplo, había en Cerbére 500 vagones detenidos cargados con mercancías porque no existía material para transbordarlos. Se habían interrumpido las comunicaciones tras un bombardeo. Lo que pudiera filtrarse de material de guerra, que no podía ser gran cosa, cabía desviarlo sobre los puertos de Séte y Pouillac (ibid., p. 280). No era solución.
Indudablemente, la cuestión revestía una importancia primordial. Perder, en el otoño de 1937, el control de la frontera equivalía automáticamente a perder la guerra. En cualquier caso, la propuesta de traslado a Barcelona encontró un eco favorable en la Administración y en las organizaciones políticas y sindicales que lo aceptaron[15]. Azaña estaba en contra (p. 259), ya que se situaba en la perspectiva de un corte del territorio[16]. Si el Gobierno se quedaba en Valencia, Cataluña se rendiría entre convulsiones anárquicas. Si se trasladaba, quedaría separada de la mayor parte del territorio que, sin dirección, caería «en el desorden de juntas y gobiernitos, entregándose poco a poco». Una visión apocalíptica que no llegó a producirse, parcialmente, hasta el amargo final.
El PCE también estuvo en contra. No entró en el fundamento de las razones aducidas por Negrín. Sin embargo, no se pronunció a favor del traslado por los siguientes motivos:
Los comunistas hubieron de plegarse ante la amenaza de Negrín de plantear la cuestión de confianza, algo que no suele resaltarse en la literatura. Los aspectos positivos fueron el impulso dado a las actividades generales políticas y económicas en Cataluña y la ralentización de las tendencias autonomizantes, que aflorarían al año siguiente. Azaña dejó constancia de que era preciso desconocer la situación para creer que el Gobierno favorecía la política del PCE. En no pocas cuestiones, afirmó, la había frenado. En otras ocasiones, como le dijo Negrín, se había empezado a atar corto. Lo que ocurría es que la estrategia absorbente de los comunistas, su ruidosa propaganda y el crecimiento de sus efectivos suscitaban recelos, antipatías y miedo. «Todo el mundo —escribió (pp. 240s)— sabe que están bien aconsejados desde fuera y parece seguro que en Moscú no piensan en un régimen español comunista. Pero ya el recibir y necesitar los consejos de fuera, aunque sean prudentes, discretos, es peyorativo. Y no falta quien crea que los propósitos de Moscú puedan ser unos y los de aquí acariciar otros, para el soñado día de la victoria». Es difícil ser más preciso. Azaña distinguía, analíticamente, entre los intereses de la URSS y los de los comunistas españoles y suponía que en ocasiones eran estos últimos los que determinaban el comportamiento del PCE.
LONDRES MUEVE FICHA
En tales circunstancias, los británicos echaron un jarro de agua fría. El colapso del Norte no sólo tuvo consecuencias estratégicas y operativas profundas en el plano militar sino también en el diplomático. En este abrió las puertas a una institucionalización de los lazos entre el Reino Unido y Franco, al socaire de consideraciones objetivas. Después de ello sólo había un camino: el de su reforzamiento. Se ha dicho tantas veces que la caída del Norte determinó el signo de la guerra que se ha convertido en un lugar común. Es un error de perspectiva. La República la tenía perdida mucho antes. Esto no significa, sin embargo, que la caída del Norte no tuviera consecuencias dramáticas. Añadió recursos económicos importantes a los activos con que contaba Franco: mano de obra abundante, minería, industria y conexiones con el exterior. La República no había sabido qué hacer con ellos. Franco los aplicó al esfuerzo bélico. A partir de entonces pudo redesplegar efectivos de tierra y aire en otros teatros sin tener que preocuparse demasiado por un amplio enclave a las espaldas que distraía fuerzas. Al liberarse la Armada en el Cantábrico, se acentuaron las posibilidades de bloqueo de las costas mediterráneas. Como se muestra en el CD del apéndice (doc. 8), incluso numerosos barcos soviéticos con carga inocente y que, a mayor abundamiento, no se dirigían a puertos españoles fueron objeto de interceptación. Muchas de estas tendencias existían previamente[18] pero entonces se acentuó la percepción psicológica de que la República sólo cosechaba derrotas. Las había sufrido durante los Gobiernos de Giral y Largo Caballero. También las sufría bajo el Gobierno Negrín.
Esta percepción la potenció el hecho de que Londres y Burgos intercambiasen representantes. No era un reconocimiento de iure pero sí de facto y cayó como una bomba[19]. Veló que la política de no intervención del Gobierno conservador hacía tiempo que había basculado del lado franquista. A la cúpula republicana la noticia no la pilló desprevenida. Sabía lo que se estaba fraguando. Conocía que en septiembre había habido contactos entre el jefe del gabinete diplomático de Franco, José Antonio Sangróniz, y el embajador Sir Henry Chilton. En ellos se habría discutido del reconocimiento de representantes con prerrogativas diplomáticas y derechos de extraterritorialidad. También sabía que, después de algunos esfuerzos, se había identificado la fórmula más conveniente: la utilizada en 1919 para reconocer a la Rusia soviética y la empleada en Italia, donde el Gobierno concedió ciertos derechos al representante del sindicato de la nafta rusa[20]. Obsérvese que todo este movimiento se aceleró desde la conferencia de Nyon, pero el disparo lo habían dado la caída de Bilbao (Moradiellos, 1996, pp. 193-196) y la pugna entre el Reino Unido y el Tercer Reich por el reparto del mineral de hierro. Eden sugirió un intercambio de agentes ya a finales de agosto (DBFP, XIX, doc. 114).
A lo largo de este proceso hubo siempre ministros, como Sir John Simón, canciller del Exchequer, que creyeron incluso que sería conveniente reconocer a Franco los derechos de beligerancia, un tema que levantaba ampollas y gran oposición en el CNI. En su entender, y en el de muchos otros, las autoridades de Salamanca («Salamanca Government» como ya aparecía en algunos documentos internos) cumplían sin la menor duda todos los requisitos. No se concedieron tales derechos pero, en las discusiones interdepartamentales, quedó claro que sería Franco el que más y mayores ventajas extraería[21].
El intercambio de agentes contribuyó a airear los límites de una política «de transacciones, compromisos y, si es necesario … claudicaciones»[22] que se traducía, respecto a la República, en no tomar partido abiertamente. Hubo un tira y afloja porque Franco solicitaba el mayor reconocimiento posible y los británicos se resistieron, por temor a la oposición laborista. A principios de octubre el gabinete aprobó la idea (DBFP, XIX, doc. 143) y a finales de mes prácticamente se había llegado a un acuerdo. Su publicación se demoró a causa de un pequeño incidente (Moradiellos, 1996, pp. 211s)[23].
El 6 de noviembre, Azcárate se entrevistó con Eden quien, con una mezcla de viveza y cordialidad, le explicó los argumentos técnicos que aconsejaban el intercambio: Inglaterra tenía importantes intereses económicos y numerosos ciudadanos cuya protección no podía desatender; ya en julio de 1937 la presión de los intereses comerciales había estado a punto de llevar a una decisión análoga; él la había contenido (sic) pero no podía aguantar más; no cabía confiar la tarea a los cónsules porque sólo había en Sevilla, Vigo-Coruña y Bilbao (en este caso no de carrera); la alternativa hubiera sido nombrar más así como un cónsul general pero ello supondría pedir el exequatur a Franco y aceptar contrapartidas equivalentes. Los agentes no lo necesitaban y eran un instrumento rápido y eficaz para hacer gestiones ante las autoridades. Intentó «vender la moto»: Salamanca estaba muy molesta por el bajo nivel de representación que ello implicaba y Alemania e Italia irritadas por si los británicos ganaban influencia con Franco. No llegó a afirmar que la República debería estar contenta pero procuró demostrar que Londres se inclinaba ante las circunstancias.
Azcárate replicó que comprendía las necesidades «técnicas» pero ¿y las repercusiones políticas? ¿Por qué no transfería el Reino Unido su embajador a la capital de la República? Eden no supo qué contestar pero utilizó los mismos argumentos un par de días después en los Comunes. El que la sugerencia quedase sin respuesta tenía un significado político que no pudo ocultarse al Gobierno republicano. Ponía al descubierto que Londres jugaba un doble juego y que medía con un doble rasero. La conclusión inmediata que extrajo Azcárate fue que representaba un sustancial incremento del peso que los británicos ponían en el platillo franquista. No había mucho que hacer porque era inviable la ruptura o degradación de relaciones diplomáticas con el Reino Unido. ¿Qué repercusión tendría sobre la conexión con Francia, absolutamente básica? ¿Qué diría la URSS? ¿Y cuál sería el efecto en la propia Inglaterra? ¿Estaba todo perdido? Azcárate puso el ejemplo de Churchill:
Durante meses y meses ha estado dominado por la idea de que la victoria del Gobierno sería una verdadera catástrofe, por representar, en el fondo, la victoria del influjo comunista y soviético en Europa occidental y que, con todos sus peligros, el triunfo de Franco era preferible desde el punto de vista británico … La opinión de Churchill hoy es completamente opuesta y considera la victoria del Gobierno como única solución compatible con los intereses vitales y permanentes del Imperio[24].
El agente, Sir Robert Hodgson, fue nombrado el 16 de noviembre y un mes más tarde llegó a Salamanca[25]. Chilton le dio doctrina y le cedió a su consejero comercial, Cecil Bertram Jerram. Sir Robert llevaba consigo un primer secretario, T. W. Pears, que también había trabajado con Chilton. El equipo lo completaban el coronel Renzy-Martin, ayudante personal; un agregado militar, el comandante Desmond Mahony, cuya esposa era sobrina del almirante Cervera, y el conde de Albiz, es decir, aquel señor Comín por cuya suerte tanto se había preocupado la embajada británica en los días de plomo de Madrid, de la que era asesor jurídico. Hodgson se encontró con una presencia diplomática no desdeñable (aparte de las potencias del Eje y Portugal, había ya representantes de Japón, Manchukuo, Grecia, Hungría, Irlanda, Polonia, Checoslovaquia, Holanda, Rumanía, Suiza, Yugoslavia, Turquía y Uruguay, aunque en los últimos ocho casos a nivel de agentes). Albania y Nicaragua todavía carecían de representación, a pesar de haber reconocido a Franco (Hodgson, pp. 79-83)[26].
En este contexto tiene interés sacar a relucir uno de los últimos despachos de Chilton con las impresiones que le había dado Sangróniz, anglofilo y monárquico convencido. Debieron recibirse como bálsamo en el Foreign Office, no en vano confirmaban la apuesta que desde hacía tiempo había hecho el Gobierno conservador. Sir Henry se sentía relajado. También lo estaba Sangróniz, tras un éxito diplomático rotundo. La conversación fue un intercambio íntimo, alejado del protocolo. El tema estrella fue el porvenir político de España tras la victoria. Sangróniz no dejó lugar a dudas de que era difícil que los monárquicos jugaran un papel preeminente. Él lo lamentaba porque habían sido los más activos en la preparación del movimiento que culminó en el 18 de julio, a lo que habían sacrificado en muchos casos sus vidas y sus fortunas. El futuro apuntaba más bien hacia un tipo de régimen fascista. Con todo, había que contar con el carácter español, poco proclive al fascismo o al comunismo y más bien orientado hacia el anarquismo (sin saberlo reproducía el mismo análisis que pocos meses antes había hecho Morel en sus informes a París). Aparte de ello, España no estaba afectada por tensiones demográficas y no tendría apetencias territoriales. La guerra había mostrado a los españoles las muchas riquezas que encerraba su suelo y lo más normal es que se volcaran en la reconstrucción. No ocultó que las naciones amigas, y en particular el Tercer Reich, desempeñarían un papel prominente. Al tiempo, confiaba en que también se abriría un amplio margen para la iniciativa privada británica. Las relaciones bilaterales mejorarían (música, sin duda, en los oídos de los funcionarios del Tesoro y del Board of Trade amén de los operadores de la City). En realidad al Reino Unido se le presentaba una oportunidad dorada. España ocupaba una posición geo-estratégica de gran importancia para los británicos. El establecimiento de un representante deparaba una posibilidad para que Londres conociera más íntimamente las realidades españolas.
Sir Henry rememoró el papel de Sangróniz. Gracias a él se había mantenido un elevado nivel de interlocución con los «nacionales» y resuelto muchos de los problemas surgidos. El establecimiento de un puesto en Salamanca abría un nuevo capítulo en las relaciones bilaterales. Abundó en algo que también sonaría a música celestial a los mandarines del Foreign Office. Si algo había aprendido en los meses de guerra es que las grandes cuestiones de política exterior no podían abordarse desde una perspectiva emocional. La escena internacional estaba entreverada de grandes movimientos que no podían controlarse con discursos de Ginebra, protestas oficiales, debates parlamentarios, etc. El Gobierno conservador había sufrido innecesariamente durante el último año y medio por mor de una oposición parlamentaria mal informada y emotiva que, si bien preocupada con razón por la expansión fascista, había jugado a favor de esta al constreñir las posibilidades de trabajar con los «nacionales». Estos consideraban que estaban empeñados en una lucha contra las fuerzas oscuras de la anarquía (¿y quiénes eran los ingleses para darles lecciones sobre lo que les convenía?) y en los próximos años el Reino Unido tendría que recorrer un camino erizado de peligros. No era posible permitirse perder a un amigo potencial, a saber, la España que surgiera del conflicto si, como era de esperar, Franco ganaba la guerra.
Hemos traído a colación este despacho como ilustrativo de la mentalidad de amplios sectores del Foreign Office. Es obvio que, con ellos, la República no podía haber esperado nunca nada del Gobierno británico, en cuyas filas se encontraban ministros incluso más conservadores y profranquistas. Los republicanos no lo ignoraban. Aparte de las agudas observaciones de Azcárate los servicios de espionaje siempre habían concedido atención prioritaria a la presencia británica en Barcelona y Hendaya. No estaban a la altura del mítico MI6 pero se enteraron de cosas. Sabían que Chilton era muy contrario a la República y que había informado sesgadamente, en tanto que Thompson era más objetivo[27].
En el clima político londinense, las observaciones del líder de la oposición laborista, comandante Clement R. Attlee, que visitó España por aquel tiempo, no pesaron nada. Attlee destacó que la situación del EP le había impresionado mucho y que no creía que Franco pudiera hacerse con la victoria en el futuro inmediato. Subrayó que los comunistas no constituían una influencia peligrosa y que los anarquistas habían comprendido que una guerra no podía ganarse desde los principios libertarios. Sus opiniones se hicieron llegar al gabinete pero ya uno de los altos funcionarios del Foreign Office indicó que el Gobierno de S. M. había tomado su decisión y con un éxito inicial nada desdeñable[28]. Esta percepción se acentuaría en el futuro.
SOBRE ARENAS MOVEDIZAS. PRIETO Y LOS COMISARIOS: SEGUNDO ACTO
Todo lo que antecede hace un tanto inexplicable el comportamiento del ministro de Defensa Nacional. ¿Buscaba una salida a la guerra, más o menos como ya había hecho Azaña poco antes del verano? ¿Por qué arremetió contra el Comisariado? Es habitual considerar que tal comportamiento iba dirigido contra los comunistas y estos lo percibieron así. El propio Prieto hizo de ello un leitmotiv de sus declaraciones cuando dejó el Gobierno. Pero ¿fueron las cosas tan simples? Prieto no carecía de control sobre el Comisariado, antes al contrario. En virtud de una OM del 29 de septiembre de 1937 se estableció un censo. Desde entonces, los sucesivos nombramientos se hicieron periódicamente. En AJNP existe una relación exhaustiva de los acaecidos tras una reorganización. El resumen dio 26 comisarios de división, brigada, cuerpo de ejército y ejército; 140 de batallón y 39 de compañía para el período comprendido entre el 15 de noviembre y el 27 de diciembre de 1937. Todos eran comunistas, prueba del interés que el PCE seguía prestando a tal organización. El 6 de diciembre (D. O. n.º 292) se nombraron 20 comisarios de batallón eventuales y 39 de compañía de los que no había antecedentes de que hubiesen ejercido con anterioridad. En siete ocasiones los nombramientos recayeron sobre comisarios de división o de brigada anarquistas que sí habían ejercido pero que tenían nota descalificadora en su expediente o habían sido separados del Comisariado. En ocho casos, referidos a militantes del minúsculo partido sindicalista, se habían registrado ciertas irregularidades. Esto podría indicar que otras fuerzas políticas no disponían de candidatos cualificados.
Nada de lo que antecede significa desconocer que el comportamiento del PCE había soliviantado a muchos. Generó gran polémica una famosa circular de Prieto del 4 de octubre, que ya anticipamos en el capítulo cuarto. Contenía toda una serie de prohibiciones a los oficiales y jefes del EP: participar en actos públicos de carácter político; hacer declaraciones a los medios de comunicación y solicitar autorización para realizar desfiles y exhibiciones militares. Lo curioso es que pocos días después el BP del PCE dio su adhesión a la misma. Morel afirmó que nada permitía sospechar de la buena fe de los comunistas. Por otro lado, con ocasión de la formación del XXI Cuerpo de Ejército, Prieto autorizó a los jefes militares a que participasen en una demostración política con el objetivo de poner de relieve la unidad de los partidos antifascistas. Morel, que contaba con una amplia red de contactos, cuestionó los motivos de Prieto para adoptar una disposición que, en el plano estrictamente militar, resultaba irreprochable. Eran las circunstancias las que la hacían criticable. Recordó que Prieto había, no hacía mucho tiempo, contribuido a eliminar de la vida política a Largo Caballero, su antiguo adversario. Se había apoyado en delegados de varios sindicatos de la UGT que ya no representaban el medio obrero que los había elegido años antes. Esta observación es muy importante. Prieto no había encontrado dificultades porque la retaguardia estaba ahíta de pugnas estériles y todos los elementos vivos y dinámicos de los sindicatos se encontraban en el frente. Era la reacción de estos lo que Prieto podía temer. De aquí las amplias referencias en la exposición de motivos de la OM a los sindicatos o al juicio de la historia.
El militar francés entendía que no se trataba, sin embargo, del único cuidado de Prieto. También le preocupaba un Comisariado controlado por Álvarez del Vayo, de quien se había rumoreado que hubiese podido acceder a la presidencia del Gobierno o resultar un posible sucesor suyo en Defensa. Chismorreo o no, Morel pensó que Prieto apuntaba contra el Comisariado por razones oscuras, ya que era difícil concebir un ejército apolítico si había en él comisarios. No era evidente que la doctrina prietista coincidiera con el ejercicio de la autoridad tal y como la ejercían estos. De aquí que en el fondo la medida fuese dirigida contra Álvarez del Vayo y los comunistas. El EP no ganaría en dinamismo, aunque sí saldrían ganando el orden y la disciplina. La cuestión estribaba en saber si lo que se consiguiese en estos dos ámbitos compensaría la pérdida de plan combativo.
Es más, Prieto podría tener en su punto de mira la popularidad de ciertos jefes militares. Aparte del perenne temor al cesarismo, muy acusado entre los políticos civiles y civilistas, si el ministro de Defensa deseaba poner término a la guerra por medios diferentes a los de la lucha armada, quizá temiera que algún jefe pudiese adelantársele privándole de medios de autopublicitarse al socaire de un partido político. Convenía prevenir un nuevo «abrazo de Vergara» y para ello nada mejor que privar de apoyos a eventuales candidatos. Prieto tenía todo el interés del mundo en que el EP fuese obediente y obedeciera al mando, es decir, a él mismo[29].
Al lector de nuestros días las interpretaciones de Morel, y en particular su referencia a Álvarez del Vayo, que no tardó en presentar la renuncia a su cargo, pueden parecerle un tanto absurdas. El consenso hoy existente se refleja en análisis como los de Miralles (pp. 187-191), por lo demás excelentes. Pensar que Prieto dirigiese su poderosa artillería contra el comisario general, a quien probablemente despreciaba, suena raro. Sin embargo, hacer cambios profundos en el Comisariado afectaba directamente a su jefe. ¿Cabía fiarse de él? La escasa evidencia documental disponible permite plantear tal cuestión. A los pocos días de cesar como ministro de Estado, Álvarez del Vayo se apresuró a afirmar, nada menos que ante Léon Blum, que temía mucho al comunismo en el futuro de España. Blum se lo contó a Eden el 23 de mayo (DBFP, XVIII, doc. 532). Sin duda, tales declaraciones no ayudaron a Negrín. Desvelemos algo, pues, de un capítulo de la vida de Álvarez del Vayo que jamás alumbró en las diversas versiones de sus memorias. Su inaudito comportamiento bien pudo deberse a la combinación de dos factores muy abundantes en política: otras lealtades y el despecho. Su conjunción suele ser explosiva.
Según hemos visto en El escudo de la República, Álvarez del Vayo se autoconsideraba caballerista. La salida de Largo Caballero debió de dolerle. El hecho es que, como registró posteriormente Marchenko, criticó al Gobierno Negrín-Prieto desde posturas escasamente amables, es decir «enemigas» (el adjetivo es del encargado de negocios)[30]. Es verosímil que adoptase tal actitud entre bastidores o que Marchenko exagerase, ya que no parece que Álvarez del Vayo le inspirase demasiada simpatía. Al menos se hizo eco de críticas externas y añadió las propias: «Se le considera un individuo sin voluntad, sin carácter, blandengue. No obstante, esa falta de voluntad es unilateral ya que los comunistas no son capaces de lograr ni que critique a Caballero ni que critique al trotskismo». No se recató en afirmar: «Puede parecer que exijo demasiado a nuestros amigos, a los intelectuales pequeñoburgueses a los cuales pertenece. No obstante, yo entiendo que dadas las condiciones españolas estamos en nuestro derecho de pedirles algo más, ya que el que no se define claramente acaba en el campo de los enemigos».
Marchenko subrayó que Álvarez del Vayo no se manifestó una sola vez contra la «campaña antisoviética» que los caballeristas llevaron a cabo durante algún tiempo y que hizo verter ríos de tinta a los observadores soviéticos y de la IC. Ligó su comportamiento con el hecho de que había sido, junto con Araquistaín, uno de los grandes popularizadores de Trotsky en España tiempos atrás. En aquella época, en Moscú no se era nunca suficientemente antitrotskista. Es más, convenía mucho no aparentarlo lo más mínimo. Sobre el despecho cabría señalar que a Marchenko le llegaron informaciones de que durante cierto tiempo Negrín había considerado a Álvarez del Vayo para el puesto de embajador en Moscú (lo cual era cierto), quizá para alejarle de España y que fuese útil en un destino clave. Según afirmó, tal era el motivo del envío con toda urgencia de los detalles anteriores, no porque no considerase poco apto a Álvarez del Vayo sino porque a través del embajador en Moscú pasaban una serie de asuntos muy delicados. Finalmente, no sólo era preciso tener en cuenta los rasgos personales sino también los de su esposa suiza, cuya hermana —mujer de Araquistaín— se decía que estaba rodeada de agentes alemanes. «Claro que no se excluye que ella no tenga nada que ver». Marchenko rogó al comisario que no creyera que él pudiera ser tan ligero como para haber sugerido que se negara el plácet.
Es documentable que a Litvinov le preocupó la posibilidad de que Álvarez del Vayo fuera a Moscú. El NKID hubiese quedado en una posición difícil caso de tratar con toda seriedad los datos que enviaba Marchenko. Un eventual rechazo habría originado la impresión más grave posible entre los círculos progresistas europeos en los que Álvarez del Vayo era muy popular[31]. De todas maneras, Litvinov no dudaba de su lealtad a la causa republicana y siempre le había considerado como la persona más próxima a los soviéticos de entre todos los políticos españoles[32]. El comisario pensaba que el haber sido apartado del Gobierno le había provocado un fuerte resentimiento que le llevó a una nueva aproximación a Largo Caballero. Estimaba que desaparecería en cuanto obtuviera un puesto adecuado. Negrín lo resolvió de un plumazo nombrándole, en la crisis de abril de 1938, ministro de Estado[33]. Todo ello permite pensar que las noticias de Morel tenían un sustrato que no dejaba de responder a ciertas tensiones internas en la cúpula republicana de las que, por desgracia, apenas si hemos encontrado rastro documentado.
Respecto a la reacción formal del PCE al decreto del 4 de octubre, Alpert ha escrito (pp. 233-235) que Pasionaria hizo un vibrante alegato sobre la política comunista en el Comisariado y en el EP en la reunión del CC de noviembre. Lamentó un exceso de celo, que había levantado resentimiento. En la medida en que el PCE se había para entonces convertido en el «partido de la guerra» no era ilógico que tratase de vertebrar la moral de resistencia. La actitud de Prieto era, como enfatiza Alpert, un tanto contradictoria. La prensa comunista, que ha rastreado Fernando Hernández Sánchez, reflejó las líneas maestras en que se engarzaría la defensa del «ejército político». Para Pasionaria, que constataba el retroceso de la actividad del Comisariado a medida que los reclutas hacían perder peso a los voluntarios activistas de los primeros tiempos, resultaba vital la revigorización. Para Díaz, el Comisariado era el nervio que transmitía a los soldados de la República el auténtico sentido de la lucha nacional y popular (Mundo Obrero, 13, 15, 23 de noviembre). Ahora bien, los argumentos se expusieron zurrando más a Largo Caballero que a Prieto. Ya en Mundo Obrero (19 de octubre) apareció una defensa de los comisarios en términos que atribuían al primero y a Asensio el intento de desprestigiar al Comisariado. Claro que por aquel entonces el PCE tenía abierto otro frente, el bloqueo del intento caballerista de excluir a los sindicatos de obediencia comunista de la Ejecutiva de la UGT, para lo cual necesitaba el apoyo del sector prietista. También aspiraba a la creación del partido único del proletariado. Y Teruel se perfilaba como un éxito del renovado EP. No era el momento de centrarse en Prieto.
En aquella época, el 22 de noviembre de 1937, Negrín se confesó al encargado de negocios soviético, Marchenko. ¿Qué pensaba él y qué pensaba el general Shtern de la situación militar? La respuesta, ignorada en la literatura, fue que ambos habían llegado a la misma conclusión desde distintos puntos de partida. Shtern creía que, desde el punto de vista técnico-militar, el EP estaba en condiciones de repeler un avance franquista, a pesar de la debilidad de los cuadros. Se disponía de recursos, tanto materiales como personales, y de las suficientes reservas. Lo que ninguno entendía era por qué ni el Gobierno ni el ministro de Defensa Nacional no tomaban una serie de medidas importantes que proponían los expertos. Entre ellas figuraban:
La argumentación de Negrín fue particularmente débil. En lo que se refería al primer punto, él mismo había podido darse cuenta en sus visitas al frente del colosal trabajo de los comisarios y cómo cambiaban las unidades según estuvieran provistos de ellos o no. Prieto había prometido resolver el problema y él le empujaría a hacerlo. En lo que respecta al tercer punto, confesó que ni a él ni a Prieto les agradaban las distinciones. Comprendía no obstante que no había que guiarse por el gusto personal y que para el EP la concesión de medallas tenía una gran importancia. Se aplicarían (AVP RF: fondo 011, inventario 1, asunto 37, carpeta 4, pp. 144s).
Evidentemente, ni Prieto ni Negrín habían prestado demasiada atención a la cuestión central: ¿cómo podía un ejército tan fuertemente politizado despolitizarse de golpe? La argumentación prietista de que quería reequilibrar los porcentajes de afiliación de los comisarios parece débil. No todos los partidos se habían interesado por moldear el Comisariado ni disponían de los candidatos adecuados. Prieto hacía caso omiso de la dinámica que había revelado que los partidos de obediencia estrictamente republicana no hicieron grandes aportaciones, los socialistas se escindieron y los anarco-sindicalistas presentaron opciones difícilmente compatibles con la necesidad de disciplinar aceleradamente el esfuerzo bélico. En todo caso, no podía ignorar que el único mecanismo de defensa de la República había empezado su andadura durante el período de gestión de Largo Caballero y que a él, como ministro de Marina y Aire, le alcanzaba alguna responsabilidad en, por lo menos, lo que se refería a las FARE, donde la presencia comunista era más acentuada. Como ministro de Defensa tampoco desconocía el estado crítico del EP ni la crucial importancia de los armamentos soviéticos, que él mismo solicitaba en tonos de creciente desesperación. Es más, tras la caída del Norte ofreció de nuevo su dimisión. En el CD del apéndice (doc. 11[d11]) figura la carta en que lo justificó.
Negrín contó a Marchenko que había estado dudando sobre si aceptarla o no pero Prieto tenía grandes cualidades que sobrepasaban sus defectos (entre los cuales figuraba el de reaccionar de manera enfermiza a cualquier presión por parte de sus colegas) y que era imposible encontrar a un candidato alternativo. El diplomático se asombró. Ni por asomo podía pensarse en cambiar a Prieto. Lo que había que hacer era convencerle de la necesidad de introducir una serie de medidas urgentes de gran importancia para el EP, para el prestigio del Gobierno y para el mismo Prieto.
Una lectura apresurada del informe de la entrevista podría hacer pensar que Negrín rehuía un cara a cara con Prieto. Dijo a Marchenko que convendría que Shtern hablase seriamente con él de los problemas enunciados (a lo que el diplomático respondió que también sería necesario que el propio presidente interviniera). Negrín prometió hacerlo el mismo día. Es posible, no obstante, que estuviera jugando un juego algo más sutil. Negrín aludió, de pasada, al trabajo de Hernández y Uribe. Tenían carteras que le caían un poco lejos pero no estaba demasiado satisfecho de su trabajo. La actitud de Uribe en la fijación de precios agrícolas le parecía un tanto absurda. Se había abstenido de intervenir porque deseaba evitar que él, y el PCE, lo considerasen como un acto político en contra de los comunistas. Esto puede significar que Negrín estaba atento a no cargar el clima que, con sus acometidas, había creado Prieto.
En efecto, pensar que no tuvieran repercusiones los intentos de «despolitizar» al EP no podía ser algo que se escapase al agudo sentido de Prieto. Convenía no echar leña al fuego. Es en este punto cuando se suscitan preguntas para las cuales carecemos de una respuesta documentable: ¿Era Prieto consciente de que las reformas y cambios podrían reducir la eficacia combativa? ¿Estaba dispuesto a asumirlas, ofreciendo como moneda de cambio cabezas comunistas? ¿Hasta qué punto no perseguiría objetivos alternativos a los que después presentó como los suyos, en su inmensa bronca con Negrín y en su intento por pasar, en sus propios términos, a la historia de la guerra civil, de la República, del PSOE e incluso de España?
Morel, poco sospechoso de simpatías hacia el PCE, defendió al Comisariado en sus informes a Daladier. Hubiese sido nefasto, señaló, que los comisarios hubieran sustituido a los jefes militares, pero en un primer momento estos apenas si habían existido o su autoridad era casi nula. Sin los comisarios, que derrochaban en entusiasmo lo que no tenían en formación militar, el élan de las masas no hubiera podido mantenerse.
Cabe especular si al golpear al Comisariado político, el Sr. Prieto no adopta una decisión un tanto prematura. Los cuadros subalternos del ejército siguen siendo muy mediocres. Los superiores, mediocres o poco seguros. El comisario político es un mal pero probablemente un mal necesario. Representa la chispa del ardor revolucionario. La moral del ejército se verá afectada y no es por decreto cómo se le proporcionará la técnica militar que le hace falta[35].
Esta es una apreciación que nos parece justa. Podría objetarse, naturalmente, que los anteriores análisis estaban realizados por extranjeros. No es el caso de la valoración interna realizada por el general Rojo y que Negrín conservó entre sus papeles[36]. Con motivo de la réplica a una serie de deficiencias advertidas en el Ejército del Centro, Rojo se dirigió a Prieto de forma contundente. Desde luego, estimaba peligrosas las actividades de tipo político, sobre todo si se hacían clandestinamente y vulnerando las disposiciones oficiales. Ello no obstante, añadió:
Sin embargo, es justo ponerse en la realidad de la situación de nuestro Ejército, de sus orígenes, de las fases que ha tenido en su desarrollo y organización, para comprender que será difícil, no ya durante la guerra actual sino en un largo período de años, conseguir que se destierre de las unidades la acción política, realizada unas veces por los comisarios, otras por los jefes y, muchas veces, por simples componentes de la unidad.
A continuación dio una lección a Prieto sobre circunstancias que este, naturalmente, conocía bien:
La guerra que estamos sosteniendo es de tipo eminentemente político y no es extraño que esa política se desarrolle en el organismo más vivo de cuantos figuran actualmente en la sociedad española [el EP]. Considero inútil todos los esfuerzos que se intenten para desterrar la acción política pues incluso las entidades, organismos, partidos o agrupaciones de tipo político y sindical no renunciarán ni desde sus puestos de mando ni en sus relaciones con los afines que prestan servicio en filas a la labor de sostenimiento de sus partidarios y de acrecentamiento del número de estos. Pensar de otra manera cree el Jefe que suscribe que es un procedimiento inocente de engañarse a sí mismo y, por ello, cuantas medidas se dicten, por muy severas que sean, no conseguirán más que transformar en acción clandestina lo que puede o ha podido hacerse hasta ahora en forma clara y a la luz del día. Y en tal caso quizá resulte más perniciosa que beneficiosa la prohibición tajante de toda clase de propaganda política … El único procedimiento de evitar esa labor proselitista sería haciendo obligatorio el trabajo político sobre los mandos y la tropa; pero para ello sería precisa la fijación de fórmulas o consignas claras y concretas que reflejasen las aspiraciones comunes a todos los partidos y organizaciones que integran el Frente Popular[37]…
Cuando Rojo escribió este informe la cuestión del Comisariado había vuelto a ponerse candente. El pistoletazo de salida lo dio un comunicado del Buró Político del PCE adoptado en la reunión del 15-16 de enero de 1938 (pero publicado en Mundo Obrero el 27). A partir de entonces la campaña por el Comisariado será constante e intensa y se recurrirá, llegado el caso, al argumento de autoridad: «Un ejército que sabe por qué lucha es invencible. El camarada Stalin pronuncia un discurso en el que refuta las mentiras burguesas acerca del carácter apolítico de los ejércitos» (ibid., 9 de febrero). Conviene, pues, relativizar la encendida autodefensa que de su gestión política de cara al EP realizó Prieto y no hacer una lectura hacia atrás de escritos a posteriori. Sin duda desenfocó prioridades. Sánchez Cervelló (pp. 384ss) ha dado a conocer toda una serie de informes que Rojo elevó a Prieto para mejorar la desorganización militar republicana. Hasta febrero de 1938, por ejemplo, no se verificó el control del armamento. Era preciso cohesionar las unidades de un ejército que hasta entonces tenían distinta procedencia, distintos salarios, distintos reglamentos, etc. De todas maneras, para la República, que no estaba desprovista de activos, se levantaban nuevas oportunidades y nuevos desafíos. Los más inmediatos se examinan en el capítulo siguiente.