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Obispos y piratas apoyan a Franco

EL QUE FRANCO engrasara con concesiones económicas el continuado apoyo de las potencias del Eje fue una condición necesaria pero no suficiente a la hora de fortalecer sus apoyos exteriores. La guerra pintaba bien pero los republicanos habían empezado mostrar una tendencia preocupante: no sólo resistían sino que incluso, de vez en cuando, se salían del tiesto y contraatacaban. Una gran parte de la opinión pública internacional continuaba situada detrás de ellos. Aunque la retracción operativa de las potencias democráticas parecía sólida y la evolución en el CNI era algo de lo que Franco no podía quejarse, debió de pensar, no sin razón, que más valía hacer algo que reforzara su causa en el plano exterior. Encontró dos vías. La primera fue espectacular y pública: se decantó en el apoyo que le prestó el Episcopado español, tema suficientemente conocido pero que aquí abordaremos desde nuestra perspectiva. La segunda fue más notable pero quedó oculta en contactos confidenciales: un estímulo, recubierto de grandes dosis de azúcar, para que Mussolini intensificase su intervención. Tal combinación dulcificó para Franco el crítico verano de 1937, tras la ocupación de Vizcaya y al compás del avance por la zona Norte.

LA CARTA COLECTIVA DEL EPISCOPADO ESPAÑOL

Este documento, publicado el 1 de julio, fue un golpe de gran efecto propagandístico. Rasgos de su filosofía todavía subsisten en el momento en que se escriben estas líneas. En la catedral de Jaén, por ejemplo, cuatro grandes losas relacionan los nombre de los 125 «reverendos sacerdotes diocesanos asesinados en la revolución marxista» (Donaire/Planelles). La literatura «martirológica» de tal tenor es muy amplia. No es necesario detenernos en la génesis de la Carta. Baste con señalar que la incomodidad de la Santa Sede ante el combate de los nacionalistas vascos al lado de la República se remontaba a muy atrás. La combinación vasco/republicana daba un mentís a lo que Raguer (p. 152) ha caracterizado de «esquema simplista de una lucha entre católicos y bolcheviques, o entre Dios y el diablo»[1]. Ya en fecha temprana, diciembre de 1936, Franco deseaba una «desautorización de la conducta de los vascos por parte de la autoridad eclesiástica». Pacelli había sugerido una actuación de Pio XI cerca del clero vasco si Franco se comprometía a ciertas concesiones a los nacionalistas. El 22 de febrero de 1937, el cardenal Isidro Gomá, primado de España y representante oficioso provisional de la Santa Sede, envió una circular a los obispos planteando la posibilidad de redactar un documento (AG, doc. 3-192). Respondía a pulsiones de ciertos círculos católicos españoles deseosos de contrarrestar las campañas de prensa en el extranjero contra el «Movimiento nacional»[2]. Cuando los «hechos de mayo» pusieron al descubierto las fracturas del frente antifascista, Franco solicitó a Gomá el día 10 que el Episcopado publicase un escrito que sirviera de contrapeso a la simpatía de que gozaba la República en el exterior, incluso en medios católicos tan importantes como en Francia[3].

Gomá se apresuró a informar a Roma. Según dijo, Franco atribuía la avalancha de críticas a «malquerencia tradicional, a miedo a situaciones de dictadura, a la acción neutra del populismo contemporizador, a la influencia del judaísmo (sic) y la masonería y especialmente al soborno de algunos directores o redactores de periódicos» (AG-5, doc. 299). Obsérvese que, si transcribió correctamente tales interpretaciones, el ya semivictorioso Caudillo no ponía en primera línea la actuación de Moscú o del comunismo internacional. El 15 de mayo, Gomá se dirigió a los obispos y el 7 de junio les envió un proyecto. Al día siguiente lo remitió a Roma (ibid., docs. 6-49 y 6-55). Su correspondencia revela que fue él su redactor principal[4] y, como ha puesto de relieve Raguer, no recibió indicación alguna de la Santa Sede[5]. Gomá se preocupó, quizá para prevenir alguna reacción desfavorable, de informar a Pacelli que el escrito «obedece no tanto a la indicación del Jefe del Estado como a un verdadero anhelo de muchos señores obispos y de gran número de católicos».

Es imposible exagerar el efecto mediático de la Carta resultante. Con todo, un comentario es indispensable. Ni que decir tiene que, tratándose de un tema hiper-delicado y que puede herir la sensibilidad de algún lector, lo abordaremos con el máximo respeto. Teóricamente (en su aplicación las divergencias pueden ser profundas) no hay razón sustancial para discrepar de las palabras del cardenal arzobispo de Toledo y primado de España, doctor Antonio Cañizares, (caracterizado por el diario El País, 18 de abril de 2008, como «representante del ala más dura del Episcopado»):

La verdad no puede asustarnos ni la podemos, ni debemos, ocultar. Nuestra mirada no es de odio ni de rencor, ni de acusación ni condena de nadie. Es evocación de una historia que es parte nuestra, que pertenece a nuestra memoria y a nuestra identidad; que ha de ser asumida, y también superada en aquello que haya podido conducir otrora al enfrentamiento, al desgarro, a la violencia, a la lucha fratricida[6].

El mencionado cardenal tomó las palabras de un obispo, a quien no identificó, que, con ocasión del L aniversario del estallido de la guerra civil, pronunció las siguientes palabras, en general aceptables, salvo en la referencia al año 1931 (uno de los puntos que más y mejor ha clarificado Hilari Raguer):

No me parecería saludable que la guerra civil se convirtiera en un asunto del que no se pueda hablar con libertad y objetividad. Los españoles necesitamos saber, sin crispaciones, lo que verdaderamente ocurrió en España hace 50 años [hoy diríamos 70]. Los historiadores tienen que ayudarnos a conocer la verdad entera. Porque saber lo que sucedió en la guerra civil española es condición indispensable para superarla. Se habla y escribe mucho hoy de aquellos hechos. Sin embargo, no siempre se habla y escribe acertadamente. El intento de desfigurar los hechos omitiendo o aumentando cualquiera de sus elementos en favor o en contra de personas, ideologías o instituciones es inadmisible. Nunca se debiera utilizar, sobre todo en los medios de comunicación, una imagen distorsionada en favor o en contra de nadie. Saber perdonar y saber olvidar es una obligación cristiana, condición indispensable para el futuro de reconciliación y de paz. Ciertamente la Iglesia no pretende estar libre de todo error. Pero quienes le reprochan de haberse alineado con una de las dos partes contendientes deben tener en cuenta la dureza de la persecución religiosa desatada en España desde 1931.

Sentado lo que antecede, no es exagerado afirmar que la Carta deba considerarse como un documento de guerra política (lo que los anglosajones llamarían más tarde political warfare) que hizo suyos, con el marchamo de la autoridad eclesial, los puntos básicos que justificaban la sublevación de 1936. Esta se vio elevada a la categoría de «alzamiento cívico-militar» dirigido contra la amenaza de desgarramiento de la PATRIA, atenazada por las hordas marxistas.

Según afirmaron, los señores obispos no querían demostrar una tesis. Deseaban exponer «a grandes líneas … los hechos que caracterizan nuestra guerra y le dan una fisonomía histórica». De aquí que hubiesen emprendido su labor de manera «asertiva» y «categórica» y con «carácter empírico»[7]. Querían ofrecer «una estimación legítima de los hechos y … una afirmación per oppositum con que deshacemos con toda claridad las afirmaciones falsas y las interpretaciones torcidas con que haya podido falsearse la historia de estos años de la vida de España». Es este un propósito que algunos autores todavía utilizan (Martín Rubio, p. 90) pero del que no extraen conclusiones operativas o —en lenguaje un tanto cursi— epistemológicas. Daremos algunas ideas al respecto.

La Carta describió los horrores contra los religiosos y los ciudadanos católicos tras el estallido de la revolución social y el colapso del Estado. En ello mostraba hasta qué punto la Iglesia había quedado traumatizada, cosa absolutamente lógica. Menos lógico es que se dedicara una gran parte a la «persecución» republicana durante los años de paz, tesis con la que siguen comulgando algunos historiadores[8]. Aquí nos interesa destacar las «afirmaciones empíricas» sobre el significado internacional de la contienda y subrayaremos de nuevo que fueron los señores obispos quienes indicaron que respondían a la verdad histórica. Tres ámbitos nos parecen importantes.

En el primero se caracterizaban los sucesos de la España republicana y, en particular, las masacres de religiosos. La empiria inducía a la siguiente conclusión: «Enjuiciando globalmente los excesos de la revolución comunista española (sic), afirmamos que en la historia de los pueblos occidentales no se conoce un fenómeno igual de vesania colectiva ni un cúmulo semejante producido en pocas semanas de atentados cometidos contra los derechos fundamentales de Dios, de la sociedad y de la persona humana».

En el segundo se ubicaba el origen ideológico de tal catástrofe: «La revolución fue esencialmente “antiespañola”. La obra destructora se realizó a los gritos de “¡Viva Rusia!”, a la sombra de la bandera internacional comunista. Las inscripciones murales, la apología de personajes forasteros, los mandos militares en manos de jefes rusos, el expolio de la nación a favor de extranjeros, el himno internacional comunista, son prueba sobrada del odio al espíritu nacional y al sentido de la patria».

En el tercero se remachaba el sentido último de lo que estaba en juego: «Pero sobre todo la revolución fue anticristiana … Tal ha sido el sacrílego estrago que ha sufrido la guerra en España que el delegado de los rojos españoles enviado al Congreso de los Sin-Dios, en Moscú, pudo decir “España ha superado en mucho la obra de los soviets, por cuanto la Iglesia en España ha sido completamente aniquilada”»[9].

Estas tres afirmaciones suministraron una masa artillera propagandística más importante que la de varias divisiones bien dotadas. La sublevación militar se presentó como la respuesta a una situación cuasi de guerra; se identificó al enemigo mortal —el comunismo— y se cristalizó un esquema en blanco y negro: quien no está con nosotros, el Bien, está en contra nuestra y por ende se sitúa en el lado del Mal (¿anticipo del famoso poema de Pemán de la lucha entre la Bestia y el Ángel?). La culpa recaía, pues, en las doctrinas exóticas, una etiología cómoda porque evitaba cualquier autocrítica. De aquí que su corrección evitara otras maldades futuras. Es un tipo de argumentación que será seguido más tarde en otras ocasiones y que destaca, en particular, en el comportamiento de la Iglesia argentina antes y durante el golpe de fuerza militar de 1976.

LAS FANTASÍAS DE GOMÁ

Ahora bien, es altamente improbable que el cardenal primado dispusiera de agentes ocultos en la capital soviética que le enviaran las informaciones en las que se basó para redactar su tremendo alegato. Tampoco es verosímil que se las ofrecieran los especialistas y diplomáticos vaticanos. La explicación puede encontrarse en dos hipótesis, que no se excluyen entre sí. Una es que, a pesar de todas sus altas y claras proclamaciones de respeto hacia la verdad histórica, la Carta las tomara de las abundantes patrañas que había esparcido la prensa de derechas desde la revolución rusa y acentuado en los años republicanos (Hugo García, 2005), sobre la cual se construiría el discurso de la proclive a los sublevados, en y fuera de España. Naturalmente, no es posible descartar que, en la febril atmósfera de 1937 y en el deseo de agradar a Franco, Gomá no hubiera tenido el menor escrúpulo en tomarse más de una libertad.

La segunda hipótesis es documentable, aunque no conocemos autores —quizá por culpable ignorancia—, que la hayan abordado. La Carta reflejó con acrisolada fidelidad las percepciones, las obsesiones y las paranoias de su integrista autor[10]. Gomá ya había escrito en noviembre de 1936 un pequeño opúsculo titulado El caso de España. La literatura no suele mencionarlo demasiado ni hace de él grandes exégesis[11]. Con todo, y como Rodríguez Aisa (pp. 125-133) señaló y ha subrayado recientemente Hugo García (pp. 122 y 157), en su momento tuvo gran resonancia. Muchos de los periódicos en la zona sublevada lo publicaron y también se difundió en el exterior, sobre todo en Italia —no es de extrañar—, en Francia y Bélgica. Nuestro conocido, el general de Castelnau, se apañó para que en noviembre de 1936 apareciera una versión francesa en 20 000 ejemplares. Sorprende el silencio de los autores porque El caso de España anunciaba ya los grandes aspectos que nos interesan de la Carta. No en vano Gomá dejó en él constancia de que no renunciaba a tratar el tema «otro día, con mayor sosiego e información». Según sus propias declaraciones, El caso de España se destinaba a combatir la prensa extranjera, que «inventa hechos calumniosos o falsea los verdaderos», y lo redactó «creyendo interpretar el sentir del Episcopado».

El opúsculo presentó la contienda como una «guerra de principios, de doctrinas»: el materialismo marxista contra «los valores de nuestra vieja civilización». Gomá escribió que ignoraba «cómo y con qué fines se produjo la insurrección militar» pero no le cabía en duda que «estaba España ya casi en el fondo del abismo y se la quiso salvar por la fuerza de la espada. Quizá no había ya otro remedio». Contrapuso a los desmanes de un proletariado corrompido por las predicaciones marxistas una «espada» que «se ocupa en el esfuerzo heroico de pacificar España», es decir, un mero trasunto de la visión maniquea de Franco: la auténtica España contra la Anti-España. Esta «perla» encontraría su plasmación ulterior en la Carta pero ya en 1936 Gomá escribió:

Nadie ignora hoy que para los mismos días en que estalló el movimiento nacional había el comunismo preparado un movimiento subversivo. Un golpe de audacia en que debía sucumbir todo cuanto significase un apoyo, un resorte, un vínculo social de nuestra vieja civilización cristiana. La religión, la propiedad, la familia, la autoridad, las instituciones básicas del antiguo orden de cosas debían sufrir el tremendo arietazo de la revolución, organizada para destruirlo todo y para levantar sobre sus ruinas el régimen soviético. Cinco años de propaganda, de tolerancia inconcebible, de organización, de acopio de material de guerra permitían presagiar el estallido casi a plazo fijo.

Esta obsesión se declinó en diversas formulaciones sobre la «sovietización de explotaciones e industrias», en la referencia a la «mística fascinadora del comunismo ruso» e incluso en una mención, en la tradición más acrisolada del Volksgeist, del «alma tártara, el genio del internacionalismo comunista … que ha suplantado el sentido cristiano de gran parte de nuestro pueblo», por lo que «ha debido llegar el momento del choque entre las dos Españas, que mejor diríamos de las dos civilizaciones: la de Rusia, que no es más que una forma de barbarie, y la cristiana, de la que España había sido en siglos pasados honra y prez e invicta defensora». Gomá escribió su opúsculo, afirmó, «mientras miles de soldados procedentes de las estepas de Rusia desembarcan en Barcelona, junto con material copiosísimo de guerra, se constituye un Kremlin barcelonés, sucursal del Comintern ruso, cabeza de la República soviética del Mediterráneo y centro de bolchevización de los países occidentales de Europa». Dejó el mejor ataque para después:

Gente advenediza de toda Europa ha acudido a España a guerrear contra el ejército nacional. Un general ruso es el que maneja el núcleo más poderoso del ejército comunista. Chamarileros rusos son los que han dirigido el expolio de nuestras obras de arte, especialmente en nuestra Catedral de Toledo. Rusos y rusas son, estos días, los que han levantado con soflamas revolucionarias, en el mitin y por la radio, el espíritu de los ejércitos marxistas. Técnicos de todo país, reclutados en los Frentes Populares o en los ejércitos soviéticos, son los que dirigen las obras de defensa de los frentes de batalla. Los gritos de ¡Viva Rusia!, y ¡Viva España rusa! son, para nuestra confusión y vergüenza, digno colofón con que los oradores cierran sus discursos en las asambleas revolucionarias … Y como la balcanización, es decir, la división política de las naciones, es táctica que place al comunismo internacionalista, en España se ha producido ya el fenómeno de esta serie de pequeñas repúblicas o estados soviéticos que, si una mano militar y española, prudente y sabia, no redujese a los justos moldes de la unidad nacional, serían el mejor camino para llegar a la descomposición definitiva de nuestra patria[12].

La Carta, en definitiva, retomó tales fantasías y reutilizó los «camelos» montados por los falsificadores a sueldo de Franco (y que tan vigorosamente deshizo Herbert R. Southworth, aunque ya en los años sesenta del pasado siglo algunos de los más destacados historiadores franquistas dejaron de basar en ellos sus argumentaciones, que Bolín mantuvo hasta el fin). El documento hizo hincapié en los supuestos de la propaganda de los sublevados al presentar la guerra como algo necesario para impedir el establecimiento de un régimen bolchevique en España[13]. Por último, el desgarrador análisis de las atrocidades contra los católicos y el clero, regular y secular, pasaba por alto que en los momentos de la redacción de la Carta eran ya historia. Un católico a machamartillo como Manuel de Irujo era el ministro de Justicia republicano y la irresponsable exaltación, particularmente anarcosindicalista, que había llevado a los millares de asesinatos había, por fin, amainado (Raguer, p. 171). Claro está que nada de ello impide que haya autores, como Cárcel Ortí (p. 22), que todavía en nuestros días denuncian los «juegos malabares» (sus palabras), practicados por «algunos» historiadores, porque «todos sabían que la URSS aspiraba a hacer de España una “democracia soviética”»[14].

En una palabra, la Carta no puede considerarse fuera de su contexto específico: la necesidad de adaptarse a las conveniencias de Franco de disponer de un documento para conducir su guerra política y de propaganda. El soporte al bando que iba ganando prefiguraba uno de los resortes de lo que habría de ser el «nacionalcatolicismo». Tenía razón Irujo: la Iglesia figuraría como mártir en la zona republicana y como parte, a manera de segundona, de los piquetes de ejecución en la franquista[15].

Con todo, en términos operativos es dudoso que la Carta influyera decisivamente en la actitud de los cuatro Gobiernos que, con sus acciones y omisiones, conformaban el marco externo que determinaba en gran medida la evolución del conflicto. No afectó a los italianos ni a los alemanes, decididos a continuar su apoyo a Franco. Simplemente, les vino bien que estuviese escrita en clave ferozmente anticomunista. Seguía en la misma línea que utilizaban en su propia propaganda. La Carta apuntaba a la opinión pública católica de los países democráticos. Ahora bien, en Francia, donde tuvo gran repercusión, no modificó la actitud del Gobierno. Es más, poco después el gabinete Chautemps tomó algunas medidas prorepublicanas. Lo que dijeran los obispos españoles le traía sin cuidado. En el Reino Unido la política era firme y muy arraigada (si bien posiblemente contribuyó a mantener vivos los temores a un eventual futuro anarquista o comunista, que tanto había favorecido Paracuellos, en particular en el Foreign Office). Distinto era el caso en otros países (Bélgica) y, sobre todo, Estados Unidos, cuya opinión manipulaba la derecha antirepublicana, anticomunista, antiizquierdista y antirooseveltiana, y América Latina. En aquel tuvo un impacto tremendo, hiper-inflada por el verbo ardiente del padre Charles Coughlin que describió a Franco como «un rebelde por Cristo, un rebelde por amor a la humanidad», en lucha contra un régimen comunista que había asesinado a 300 000 mujeres y niños (Tierney, pp. 91s). Los católicos norteamericanos fueron la espina dorsal de la resistencia a que se aflojara el embargo de armas contra la República e incluso a que se intensificara la asistencia humanitaria.

La Carta vino como anillo al dedo para apuntalar la propaganda franquista, desde entonces hasta la actualidad. En este sentido, no deja de ser curioso que las extravagancias de la prensa de extrema derecha francesa y las fantasías de Gomá sigan inspirando hoy, por vía indirecta, una parte de la literatura. Menos impacto ha tenido en ella la política subsiguiente del Gobierno Negrín tendente a normalizar el culto en la España republicana y que pasó por dos fases, bien estudiadas por Raguer (pp. 321-358). En una primera se cerraron los ojos ante la práctica del culto doméstico, una vez que se doblegó la violencia anticlerical anarquista. A partir de la publicación de los «Trece puntos», en mayo de 1938, fue abriéndose más y más la mano. Ya en septiembre, Negrín jugaba con la creación de un Comisariado General de Cultos. No tardaron en organizarse exequias públicas en Barcelona, con toda solemnidad, para el entierro de un capitán vasco, profundamente católico, en octubre. La Gaceta del 9 diciembre publicó por fin el Decreto que creó el Comisariado, al frente del cual Negrín situó a uno de sus colegas, católico y catedrático de Fisiología, Jesús María Bellido. Era demasiado tarde y la medida no generó ninguna respuesta, salvo una cierta mofa entre los franquistas y sus medios afines. En la exposición de motivos se recogían en medida similar crítica y autocrítica:

No ha sido ciertamente el espíritu de libertad que a la República animaba el que ha determinado una situación de hecho que ha significado la anormalidad en el ejercicio de cultos. El olvido capital por parte de altos jerarcas de la Iglesia de los deberes de convivencia social que las propias convicciones religiosas hondamente sentidas obligan a guardar, han determinado reacciones de defensa del espíritu público en un sentido contrario a esa libertad…

El caso del Vaticano requiere una mínima apostilla. En la emoción provocada por la Carta, y dados los escarceos negociadores vasco-fascistas que mencionaremos seguidamente, la diplomacia papal movió sus piezas. Hasta entonces se había abstenido de hacerlo, con gran disgusto de las autoridades franquistas. En los primeros días de julio se decidió enviar a un visitador apostólico al País Vasco. El elegido fue monseñor Costantini, secretario de Propaganda Fide, quien no mostró demasiado entusiasmo. El adjunto de Pacelli, monseñor Pizzardo, confesó al embajador italiano que existían dudas sobre si Gomá y Franco le dejarían suficiente margen de maniobra. A los británicos les dijo que las dificultades internas francesas y la reticencia de Londres hacían inevitable la victoria franquista. Y caló en las previsiones del Gobierno conservador, el gran secreto de Polichinela: el Reino Unido estaría entonces en mejores condiciones que cualquier otro país para contribuir a la reconstrucción de España[16].

A finales de julio la decisión recayó en monseñor Ildebrando Antoniutti. Al tiempo se reconoció carácter oficial al representante, hasta entonces oficioso, del Gobierno de Burgos, Pablo de Churruca, marqués de Aycinena (DDI, VIII, docs. 49 y 54). Aunque ambas acciones se presentaron en la España franquista como un éxito diplomático inmenso, en Roma se optó por no dar un paso más hacia adelante. El establecimiento de relaciones a nivel de encargados de negocios hubo de esperar a septiembre y al de embajadores a mayo de 1938. El Vaticano no franqueó del todo el Rubicón hasta cuando la persecución del clero era historia. Como había dicho a principios de 1937 el embajador italiano ante la Santa Sede (ibid., doc. 183), la diplomacia vaticana siempre había sentido la necesidad absoluta de figurar entre los vencedores.

Todo ello fue aumentando el atractivo para Mussolini del régimen que Franco implantaba. Su renovado compromiso para con el futuro vencedor se vio impulsado por dos factores: «olía» el éxito en sus esfuerzos de desintegrar la tan decantada fortaleza del frente antifascista. Había visto cómo sus esfuerzos de manipulación de los anarquistas no habían sido del todo ajenos a la chispa que encendió el mayo barcelonés. Por otro lado llevaba tiempo tratando de estimular las tendencias derrotistas en el seno del PNV. Se avecinaba un triunfo que podría acortar la guerra, crear márgenes de maniobra y dejar espacio libre para sus designios imperiales.

MUSSOLINI Y LA RENDICIÓN VASCA

Al Foreign Office llegaban, como es lógico, informaciones de la más diversa procedencia y por toda clase de canales, oficiales y no oficiales, procedentes de los servicios de inteligencia y de los esfuerzos de descriptación. Hubo también muchos oficiosos, abundantes en aquellos tiempos de incógnitas. Se debe a un destacado miembro del ala derechista del partido conservador, Kenneth de Courcy, del Imperial Policy Group, un resumen de las intenciones de Mussolini al filo del cambio de Gobierno en Valencia. Las había obtenido de un conocido suyo llamado Guido Manacorda[17]. Una de las tareas de este hoy olvidado personaje estribaba en impulsar una cierta coordinación entre los distintos movimientos fascistas (en aquellos momentos en Bélgica y Países Bajos). Manacorda había solicitado entrevistarse en París con De Courcy y era obvio que quería «pasar» información sobre la política italiana hacia España. Los puntos más importantes fueron los siguientes:

  1. Mussolini había decidido irrevocablemente mantener su política de ayuda a Franco hasta sus últimas consecuencias[18].
  2. La intervención en España tenía para Italia la misma importancia que la que había atribuido a Etiopía.
  3. El Duce estaba convencido de que sus intereses en España no chocaban con los del Tercer Reich.
  4. Ahora bien, como la intervención no era oficial resultaba difícil para el Gobierno italiano contrarrestar con éxito las informaciones que circulaban en los medios de comunicación extranjeros sobre el coraje de las unidades fascistas. Tenía sobre ascuas al Duce[19].
  5. Afectado en su sentido de la dignidad, Mussolini pensaba en si no sería conveniente declarar la guerra a la República, lo cual le permitiría poner en juego todo el peso de la potencia italiana.

Al tiempo, y como informaciones que también alumbraban otros aspectos de la política fascista, Manacorda «pasó» cuatro ideas esenciales: Mussolini no estaba dispuesto a tener el menor roce con el Tercer Reich a causa de Austria, que veía gravitar crecientemente hacia Berlín; las relaciones en el Eje progresaban satisfactoriamente; su política común estribaba en lograr una influencia hegemónica en la Europa central y del sureste; por último, el movimiento rexista en Bélgica, aunque con altos y bajos, no había dicho su última palabra.

La mayor parte de tales informaciones era correcta. Reflejaban la vanidad y el empecinamiento personales de Mussolini, la situación interna italiana y una cierta rabia por el fracaso de Guadalajara (Coverdale, pp. 263ss). Muchas fueron confirmadas por hechos ulteriores. Algunos diplomáticos británicos las consideraron sumamente interesantes. Otros vieron un intento de «desinformación». Chocaban con la estrategia gubernamental de abrir una cuña entre las potencias fascistas. De Courcy se preocupó en señalar su impresión de que algunos de los asesores de Mussolini pensaban que el Gobierno conservador estaba tan atemorizado por la amenaza comunista que, con tal de ponerle un valladar, estaría dispuesto a «tragarse» la actuación italiana. Por último, la información era quizá un tanto exagerada en lo que se refiere a la idea de declarar la guerra, aunque tampoco cabe descartar que alguien hubiera pensado en ello[20].

Poco más tarde, los soviéticos «pasaron» un mensaje contrapuesto a través de su encargado de negocios en Roma y agente de la NKVD. Lo habían obtenido por sus contactos con funcionarios fascistas. La exaltación anticomunista del Duce era pura fachada[21]. Mussolini sabía perfectamente que los rusos no querían crear una República prosoviética en España, que no hubiera podido mantenerse dada la oposición de Francia y del Reino Unido. Lo que quería era contribuir al establecimiento de un régimen antidemocrático en España. Estas ideas eran correctas. No habían dicho otra cosa el comisario Litvinov o el embajador en Londres, Maisky. En el Foreign Office el mensaje procedente de Roma se descartó, sin embargo, de un plumazo.

Ciano se preocupó de que algunos de los puntos centrales de la propaganda fascista no se ignorasen en Londres. Por la vía que le solía dar mejores resultados con ciertos líderes, entre quienes metía a Chamberlain, hizo llegar a través de uno de sus hombres de confianza[22] el mensaje de que los intereses morales y materiales italianos en España no eran tan diferentes de los británicos. Al ayudar a Franco, Italia actuaba en defensa de la civilización puesto que de lo que se trataba era de impedir una dictadura bolchevique. Sabía, porque se lo había dicho el contacto, que en Londres uno de los asesores de Chamberlain, Sir Joseph Ball, compartía la idea de que los soviets eran los causantes principales de la mayor parte de los desórdenes internacionales[23].

Los británicos tenían varios ases en su manga. Esto se revela en la reacción del Foreign Office a otra información procedente con toda probabilidad de la Abwehr. En conversación el 23 de mayo con un miembro de la embajada británica en Hendaya, el antiguo representante en España del Deutsches Nachrichten-Büro, agente de Canaris y agregado de prensa en Salamanca, Franz Ritter von Goss, habló con auténtico desprecio del bando franquista. Caracterizó de lamentable la conducción de la guerra y señaló que apenas si prestaba atención a lo que decían alemanes e italianos. «Nos han salido rana» fue la expresión que utilizó más de una vez. Roma había pensado, afirmó, en retirar incluso la infantería, dejando tan sólo la artillería y la aviación. En cuanto a los alemanes, lo único que les interesaban eran las materias primas. El mensaje venía después: la mejor forma de terminar la guerra era si el Tercer Reich y el Reino Unido cooperaban. Naturalmente ello implicaba que Londres diera su apoyo al general Franco. La reacción en el Foreign Office fue que las afirmaciones de von Goss iban en la buena dirección, aunque por el momento la idea era prematura. Se trataba de la gran orientación hacia la cual se movería Chamberlain[24].

Mussolini se vio alentado a lo largo de todo este período por la creciente posibilidad de recortar la guerra con un triunfo inesperado: obtener la rendición del nacionalismo vasco, algo que no ignoraron las autoridades republicanas (de Pablo et al., pp. 30s). Se trata de un tema que ya abordó hace más de treinta años Coverdale (pp. 284 y ss) y que posteriormente han alumbrado diversos autores en lo que se refiere a la implicación de los distintos sectores y personalidades del PNV. El grado de empeño personal del Duce ha quedado revalidado con la publicación de los documentos diplomáticos italianos del período.

El cónsul fascista en San Sebastián, marqués de Cavalletti, había iniciado los contactos en marzo de 1937. Dos meses más tarde intervino el canónigo Onaindía, quien ya había zascandileado en gestiones con Mola en los primeros meses de la sublevación. Cavalletti, seguro de sus apoyos, insistió. Los contactos los detalló Onaindía premiosamente. Los italianos hicieron propuesta tras propuesta y no tardaron en encontrar oídos receptivos. Franco se oponía a que la capital vasca, ciudad emblemática, fuese «liberada» por sus aliados. A Mussolini no se le había pasado por la mente ocultar tales tratos. El 3 de julio, Ciano confirmó esta actitud así como la de atenerse a lo que Franco decidiera. En ningún caso las conversaciones debían detener las operaciones. Al tiempo, Franco solicitó a Ciano que no recibiera a los mensajeros de Aguirre (Onaindía y el director del periódico peneuvista, Pantaleón Ramírez de Olano) que llevaban poderes para abordar las cuestiones políticas. Ciano no le hizo caso (DDI, VII, docs. 17 y 25, y de Pablo et al., p. 33).

El 6 de julio Mussolini informó directamente a Franco de los desiderata del PNV. Algunos eran de carácter humanitario: que Italia se hiciera eco de la conveniencia de tratar correctamente a la población civil o que quienes se rindieran a los italianos fuesen considerados prisioneros de guerra. Otros tenían mayor calado político: que no se les enviara en bloque a luchar contra la República, salvo en el caso de aquellos que lo solicitaran de forma expresa. A cambio ofrecían la rendición no sólo de los contingentes peneuvistas sino también incitar a todos los que pudieran oponer una resistencia organizada. El Duce aprovechó para recordar que el tema no podía contemplarse desde una óptica puramente militar sino que era necesario hacerlo desde una perspectiva política y moral amplia: la liquidación del frente Norte era cuestión de poco tiempo, la rendición vasca eliminaba un motivo de preocupación a los católicos de todo el mundo, tendría un efecto favorable en los medios internacionales y resultaría muy positivo para ulteriores campañas contra las «fuerzas residuales del Gobierno de Valencia» (ibid., doc. 27). Franco agradeció profusamente el consejo y derramó abundante vaselina sobre el Duce. Añadió que consideraba difícil que las tropas vascas obedecieran a Aguirre, que los «rojos» permitieran una rendición de los batallones peneuvistas y que, en cualquier caso, en Asturias habría que prepararse a una resistencia extrema. Pocos días antes había confesado al encargado de negocios italiano que el problema vasco estaba resuelto (ibid., docs. 25 y 35)[25]. A la vez anunció su intención de crear un auténtico Gobierno (lo que se demoró seis meses) para el 18 julio y afirmó que había habido ideas de asentar la capital en Sevilla.

Dado que el embajador Cantalupo ya se había marchado de Salamanca, las gestiones italianas las apoyó el jefe adjunto del gabinete de Ciano, Filippo Anfuso, uno de los visitantes más asiduos del Cuartel General. El detalle de las negociaciones, impulsadas por Juan Ajuriaguerra, que desplazó un tanto a Aguirre, no nos interesa aquí. Lo importante, desde nuestra perspectiva, son las cuatro dimensiones siguientes: Franco, a quien según confesión propia tales contactos vasco-fascistas ni le interesaban ni les atribuía importancia, toleró que se mantuviesen y desarrollasen. Siempre serían buenos si lograban la rendición de los residuos del ejército vasco[26]. Ello implica un notable sentido del realismo. Si Mussolini quería proseguir, él no haría nada por impedirlo. Esta actitud permisiva de cara a una potencia extranjera que se entrometía en temas internos es algo que no suelen subrayar los autores profranquistas o antirepublicanos.

En segundo lugar, según recogieron los informes que llegaban a Roma, Franco iba a tratar con los nacionalistas vascos como mejor entendiera, con independencia de lo que negociasen con las fuerzas fascistas. A finales de julio, Cavalletti señaló que los franquistas consideraban Bilbao como si fuera una ciudad extranjera conquistada por las armas y en la que las relaciones eran las propias de entre vencedores y vencidos (ibid., doc. 123). En tercer lugar, los italianos entendían perfectamente que los vascos trataban de alargar en la mayor medida posible las negociaciones. A mitad de agosto les amenazaron con romperlas si no se llegaba rápidamente a un acuerdo (ibid., docs. 210, 226 y 228). Para entonces el avance hacia Santander se había convertido en un paseo militar. La IV Brigada Navarra se incautó de un importante botín de guerra en la Constructora Naval que cayó íntegramente en su poder. Las propuestas peneuvistas del 22 de agosto dejaron traslucir no sólo un claro sentimiento de desesperación sino también la persistencia de los dos elementos que sin duda Ajuriaguerra creía esenciales: que los batallones que se rindieran fuesen considerados como prisioneros de guerra italianos y que quienes se reengancharan contra la República pudieran hacerlo sin impedimento. Los negociadores peneuvistas, en pleno autismo, sostuvieron hasta el final su esperanza de que «la generosidad fascista no abandonará al pueblo vasco» y que redundaría en «el inmenso prestigio que ello generará a favor de Italia en las provincias vascas en las que el fascismo habría salvado innumerables vidas y protegido a tantos inocentes»[27].

Los compromisos aceptados por el CTV (en particular los de mantener a los prisioneros vascos bajo su control, considerar a los combatientes la libertad de participar o no en la lucha contra la República y garantizar la no persecución de los leales al Gobierno de Euzkadi) eran de difícil asunción para Franco. De hecho el nuevo embajador italiano, Guido Viola[28], también creía que eran exagerados y reconoció ante Roma que los militares italianos no estarían en condiciones de poder hacerse cargo de los millares de prisioneros (ibid., doc. 244). Entre los mandos franquistas y fascistas habían surgido numerosas fricciones sobre el terreno[29]. Viola se entrevistó de nuevo el 31 de agosto con Franco, cinco días después de la entrada en Santander de los italianos, que se desquitaron por no haber podido hacerlo en Bilbao. Su intención era sondearle y no le pareció detectar la menor sombra de irritación porque hubiesen continuado los contactos (la última parte de los cuales no se le había comunicado). Franco señaló que ya no era posible mantener las condiciones ofrecidas tiempo atrás de cara a la rendición. El embajador se preocupó de subrayar que tal información no se dio en tono crítico, sino con carácter retrospectivo. Lo que contaban para Franco eran las condiciones militares que creaba la ofensiva republicana en Aragón, que consideraba ya como fracasada (ibid., doc. 269).

Las repercusiones de la traición peneuvista (y su explicación en clave antirepublicana e independentista) se mantuvieron dentro de límites muy estrechos. Ni al Gobierno de Valencia le interesaba airear el caso (del que conocía sus contornos esenciales) ni al PNV (que no logró prácticamente nada)[30]. Curioso es, no obstante, que un amplísimo sector de la historiografía española y extranjera haya hecho tanto hincapié en los «hechos de mayo» y apenas si haya entrado en el caso peneuvista, a pesar de que las repercusiones de este fueron incomparablemente más significativas. No encuentro otra explicación sino el afán de reescribir la guerra civil en la clave propia de la guerra fría. Era interesante poner el énfasis en una presunta conspiración comunista para hacerse con el poder gubernamental vía Negrín. No era atractivo subrayar cómo un pequeño círculo de dirigentes independentistas, hiper-católicos y conservadores, manipularon a sus bases e ignoraron una parte del pueblo vasco que comulgaba con principios socialistas, anarquistas, republicanos y comunistas. Si pensaban obtener la absolución por la vía de la intercesión fascista, ¿intuirían que el victorioso general iba a mantener a Euzkadi bajo la bota, como a toda la izquierda española? ¿Que a las «joyas de la corona» del PNV, Guipúzcoa y Vizcaya, se las trató en la práctica como «provincias traidoras»?

Los soviéticos no se chuparon el dedo. Se conserva un informe a Litvinov de finales de julio de 1937 debido a la pluma de Tumanov, el representante del NKID en el Norte y probable agente del INO. Su tono era amargo: «Los republicanos no han extraído grandes lecciones de la caída de Bilbao. Al igual que antes, su campo se ve desgarrado por innumerables contradicciones que entorpecen la organización política y moral de las fuerzas». Se hacía eco de los manejos de elementos traidores, fascistas y espías que actuaban a sus anchas. Criticaba el comportamiento del «ala reaccionaria del PNV» y el trasvase de informaciones hacia los mandos atacantes. Dio ejemplos: el incumplimiento de las órdenes por parte de batallones nacionalistas, la emisión de instrucciones divergentes, el abandono de posiciones, el temor de los mandos que no pertenecían a ningún partido a adoptar medidas para reforzar la disciplina militar y la incompetencia de algunos comisarios. «En una palabra, el Ejército del Norte está débilmente consolidado y su nivel político no es elevado.» Tumanov llamó la atención sobre el problema campesino, del que nadie se ocupaba. Surgían brotes de xenofobia a los que no escapaban los rusos. El PCE cometía errores múltiples pero los corregía rápidamente. Con todo, las perspectivas no eran halagüeñas y el bloqueo, por débil que fuera, hacía estragos. No tardaría en plantearse un problema de alimentación. Los stocks no daban para más de 20 o 25 días. En definitiva, la desorganización, la discordia interna y no en último término la traición amenazaban el Norte (AVP RF: fondo 011, inventario 1, asunto 37, carpeta 4, pp. 90-94).

En este contexto, debemos poner la atención en un protagonista foráneo: Mussolini. Con independencia de cómo lidiara Franco con los vascos, y que le tenía sin cuidado, las gestiones italianas habían mostrado que era posible sembrar la discordia entre el enemigo y cuartearlo. Existían posibilidades de hacer más. No deja de ser ilustrativo que la bien adoctrinada prensa fascista presentara la caída de Santander como un triunfo propio. Poco después se exaltó el cambio de telegramas entre Mussolini y Franco. Causó una pésima impresión en Francia a la vez que gran preocupación[31]. Sin embargo, tal cruce fue útil. No en vano Franco había implorado el auxilio de Roma para conseguir uno de sus más antiguos e importantes objetivos.

PIRATAS EN DEL MEDITERRÁNEO[32]

La idea estribaba, nada menos, que en hundir en la más amplia medida pasible los barcos que transportaban suministros de toda índole para la República. En la mañana del 4 de agosto de 1937, Nicolás Franco se dirigió a Roma en un avión italiano en misión ultrasecreta. El Cuartel General había remitido un telegrama con informaciones detalladas acerca de grandes envíos soviéticos. Se habían cursado instrucciones al embajador García-Conde para que por todos los medios consiguiera la colaboración de la Armada italiana en impedir que llegaran a puertos españoles. Sin duda Franco pensó que la gestión tendría mucho más peso si la llevaba a cabo su propio hermano. Naturalmente así fue[33]. El día 5, el Duce le recibió a las siete de la tarde en el Palazzo Venezia. Nicolás llevaba una carta que no tiene desperdicio y que se reproduce en el CD del apéndice (doc. 5[d5]). Conjugaba grandes dosis de la adulación a la que Mussolini era tan sensible, el «europeísmo» avant la lettre del poderoso Generalísimo, la lucha común contra la barbarie bolchevique, las clásicas pretensiones que la derecha española había desde siempre atribuido a Stalin, la amagada pulla a Francia y, no en último término, la invocación al heroísmo de los aviadores y «voluntarios» italianos. Tuvo un efecto fulminante. Encajaba a la perfección en la propaganda que esparcía Mussolini quien, en un famoso artículo publicado en II Popolo d’Italia pocas semanas antes, había clamado contra el Gobierno de Valencia afirmando que no representaba a nadie salvo a una banda de aprovechados locales y de auténticos criminales a las órdenes de Moscú. A la vez arremetió contra la prensa antifascista, que según él prosperaba a base a mentiras, y elogió a regímenes como el alemán y el italiano en los que los Gobiernos no eran esclavos de una opinión pública que podía manipularse por medios oscuros para no menos oscuros fines[34].

En relación con las noticias sobre el envío de «fuerzas rojas» (sic) el Duce convino en que era absolutamente necesario bloquear el paso de los transportes. A tal efecto se ordenó al Ministerio de Marina que intensificase el servicio de señalización en Estambul, que situara dos submarinos a la altura de Cabo Matapán para el servicio de avistamiento, que constituyera un servicio de patrulla y reconocimiento en el Estrecho de Sicilia y que destacara seis submarinos más para que cortasen las eventuales llegadas a Barcelona, Valencia y Cartagena. Los buques franquistas atacarían, por su lado, a los que hubieran podido pasar[35]. En lo que se refería a cinco mercantes «rusos» que la aviación italiana había avistado, Mussolini ordenó que se les atacara durante la noche. Si alguno de ellos pasaba, las unidades aéreas con base en Mallorca se encargarían de destruirlo. Lo que el dictador italiano no aceptó en aquel momento fue ceder a los españoles barcos de desecho, cuya transmisión no hubiera podido ocultarse. Otra cosa fue la cesión de planos de construcción de unidades navales como cazatorpederos[36].

El 7 de agosto se precisaron las consecuencias operativas: torpedeamiento de los barcos de guerra «rojos», de los mercantes españoles y rusos, de todos los buques que navegasen de noche con luces apagadas a una distancia no mayor de tres millas de la costa, de los que lo hicieran escoltados por unidades de la Armada «roja» e incluso de estas últimas si lo hacían con luces oscurecidas. La dureza sorprendió al EM de la Armada franquista, que recabó instrucciones al Cuartel General. Hay que suponer que las recibió.

El 26 de agosto, Ciano escribió en su diario (p. 28) que la victoria de Santander había adquirido grandes proporciones. «No es el principio del fin —todavía lejano— pero sí un golpe durísimo para la España roja». Para acelerar el efecto psicológico, dio órdenes a los bombarderos estacionados en Palma de que dejaran caer una lluvia de fuego sobre Valencia. Había que aterrorizar al enemigo porque el Duce le había dicho que le haría pagar lo de Guadalajara. Es una indicación más de que las informaciones que Manacorda había pasado a los británicos eran correctas. Poco después el embajador franquista en Roma, receptor en su momento de las confidencias sobre la manipulación italiana de los «hechos de mayo», se quejó de que la Armada dificultaba la cesión de dos cazas y dos submarinos. Ciano lo arregló inmediatamente.

Los resultados no tardaron en manifestarse. El 6 de octubre, uno de los probables agentes del servicio de inteligencia británico, el capitán, ya retirado, de la Royal Navy Alan Hillgarth[37], cónsul en Mallorca y conectado con Churchill desde antes de la guerra civil, informó sobre la política naval franquista. Recordó que hasta tres meses antes habían llegado a los puertos republicanos grandes suministros de material de guerra, alimentos y otras mercancías. Por tal razón el Cuartel General había adoptado medidas drásticas. Desde entonces podían advertirse tres fases. La primera se había caracterizado por bombardeos indiscriminados a los mercantes que los transportaban. Había generado gran hostilidad por parte británica y de otros países y hubo de detenerse. La segunda se centró en la utilización de buques de guerra, sobre todo destructores italianos, que partían de Palma para patrullar a lo largo de la costa norteafricana y que seguían a los mercantes sospechosos con el fin de cañonearles al atardecer. También hubo que dejar de aplicar este método a causa de la publicidad que generaba. De aquí que se pasara a la tercera fase en la que se utilizaron submarinos extranjeros.

Hace ya tiempo que Coverdale (p. 312) argumentó que en esta fase no tardaron en producirse ataques a la navegación con destino a los puertos republicanos. Entre las víctimas figuraban barcos (muchos con pabellones británico y español) que ya han aparecido en nuestra trilogía como el Campeador[38]. Se conserva un emotivo informe, redactado en frío lenguaje burocrático, sobre el hundimiento el 13 de agosto, con un certero disparo de torpedo, del mercante Conde de Abásolo. El causante fue el destructor Ostro. Se produjeron 18 víctimas. Hubo, en una ocasión, una pausa de una semana pero después se registraron casos espectaculares como el hundimiento de dos barcos soviéticos, el Timiriasev el 30 de agosto y el Blagoiev el 3 de septiembre[39]. Los del Ciudad de Cádiz y del Armuru (según comunicó el Ministerio de Asuntos Exteriores turco a las misiones diplomáticas el 24 de agosto) también se debieron a la acción pirata[40]. El 7 de septiembre, el comandante general de la Flota del Mar Negro informó al comisario de Seguridad del Estado, el temible Yezhov, que la «principal causa» fue «motivada por la inoportuna parada que hicieron en Estambul para llenar las carboneras» (RGVA, fondo 33987, inventario 3, asunto 1033, pp. 120s). Quienes salieron mejor paradas fueron las expediciones de la France-Navigation que, a decir de Ceretti (p. 176), sólo perdieron dos, una secuestrada en Rumanía y otra que fue desviada a Ceuta.

Cuando el War Office transmitió a los diplomáticos británicos uno de sus habituales informes sobre los suministros de armas a ambos bandos durante el mes de septiembre no tuvo el menor inconveniente en aludir específicamente a las patrullas de submarinos italianos que, a lo largo del período de actuación, «habían interrumpido casi completamente el transporte de municiones a los puertos españoles procedente del Mar Negro y del Mediterráneo Oriental»[41].

Este análisis coincidía con el que por aquel tiempo hacía el general Shtern en una alocución ante sus colegas del NKO:

… la alimentación de la guerra y la situación en el mar es completamente favorable a los sublevados y extremadamente desfavorable para los republicanos. Durante los últimos meses, sobre todo tras lo del Deutschland … el bloqueo aumentó considerablemente. Tenemos fundamentos para considerar que, después … Hitler y Mussolini decidieron incrementar notablemente la ayuda a Franco. En el día de hoy, la situación es tal que las condiciones de transporte y suministro de los pertrechos militares para los republicanos son muy complicadas mientras que los sublevados transportan alimentos y material incluso sin escolta militar[42].

Tales depredaciones, que afectaban a la seguridad de la navegación en el Mediterráneo y a los intereses de las diversas potencias, no podían continuar indefinidamente. En un raro arrebato de unidad, pero no sin dificultades, británicos y franceses se pusieron de acuerdo e impulsaron el proceso que llevó a una conferencia para lidiar con el problema.

¿EL FIN DE LA PIRATERÍA FASCISTA?

A finales de agosto, Ciano plasmó en su diario (p. 30) que el bloqueo de las costas mediterráneas estaba dando resultados muy positivos. El 2 de septiembre su alegría aumentó pero también su preocupación. La opinión pública se encrespaba, sobre todo en Gran Bretaña, a causa del ataque a un buque de guerra, el H. M. S. Havoc, al que por fortuna no le había ocurrido nada. El autor había sido el submarino Iride siguiendo instrucciones del Ministerio de Marina y en la creencia de que se trataba de un buque republicano (Coverdale, p. 312). Un escuadrón británico trató vanamente de darle caza. Los frentes futuros se delimitaron: ingleses, franceses y soviéticos protestaron contra las agresiones. Mussolini guardó la compostura. No creía que pasara nada. La tempestad se calmaría, como otras anteriores.

El 4 de septiembre, el embajador franquista en Roma llevó un mensaje a Ciano: si el bloqueo continuaba durante todo el mes sería resolutivo. Es obvio que a Franco le gustaba que la agitación y la piratería continuasen. Ciano estaba de acuerdo pero también consignó que por desgracia deberían suspenderlas. Trató, eso sí, de sabotear la futura conferencia no asistiendo. Para ello se agarró a lo que presentó mendazmente como una «oportunidad». Dos días más tarde franceses y británicos se dirigieron al NKID. En sendas notas informaron «de la intolerable situación, surgida en el Mediterráneo relacionada con los ataques ilegales a barcos comerciales que navegaban con el pabellón de toda una serie de países». Ello exigía «una reunión y acciones inmediatas de los países mediterráneos y de algunos otros». También habían contactado Italia, Yugoslavia, Albania, Grecia, Turquía, Egipto y Alemania. Moscú no se anduvo por las ramas: el ataque de algunos y, en primer lugar, de barcos de guerra italianos «deben reconocerse como absolutamente intolerables y en contradicción total con las normas más elementales del derecho internacional y con los principios humanitarios esenciales». Suponían una amenaza directa a la seguridad europea. Los rusos plantearon la necesidad de obtener explicaciones: por qué debería participar Alemania y se excluía al Gobierno republicano, cuyos intereses «se veían muy seriamente quebrantados por las acciones agresivas de los barcos de guerra piratas». El mismo 6 de septiembre, Moscú contraatacó en Roma con una durísima nota verbal: la URSS disponía de pruebas irrefutables sobre las agresiones de navíos de guerra italianos contra mercantes soviéticos en aguas internacionales. Se identificaron dos casos, actos no sólo contrarios al derecho internacional sino que violaban un acuerdo bilateral de 1933, y se solicitó el castigo de los culpables. Ciano la rechazó en lenguaje no menos firme[43].

La conferencia ha pasado a la historia con el nombre del lugar en que se celebró: Nyon, un pueblecito suizo próximo a Ginebra. El mismo día en que empezó sus trabajos, 10 de septiembre, dos de los más altos militares italianos en España, los generales Berti y Gambara, se reunieron con Ciano. La victoria de Franco podía todavía escapársele. Era preciso ayudar más. Al día siguiente, Mussolini les indicó que se tomaría algunas semanas para decidir. Si Franco se mostraba activo durante el invierno, las enviaría. Eden presionó a los italianos hasta el último minuto para que participasen. No lo hicieron. Ahora bien, una vez que se cerró la conferencia el día 14, el Gobierno fascista sugirió cambios en las resoluciones[44] que se aceptaron tras un par de semanas de negociaciones en París. Los franco-británicos patrullarían las rutas navales de Suez y de los Dardanelos a Gibraltar y del norte de África a Marsella. Se reconoció a los italianos el derecho de patrullar ciertas zonas que eran precisamente por donde encaminaban los refuerzos a Franco en el Mediterráneo central y occidental.

Es decir, las democracias podían continuar su no intervención y los piratas su intervención[45]. A la Armada soviética se la excluyó de efectuar un papel similar a la italiana en el Mar Egeo, teniendo en cuenta las reticencias griegas y turcas. Quedó reducida a hacerlo en el Mar Negro. La URSS salvó la cara pero poco más (Haslam, pp. 147s). El Almirantazgo británico, por su parte, se negó rotundamente a aceptar la sugerencia francesa de que los barcos de patrulla pudieran actuar contra navíos de superficie hostiles o aviones que amenazaran a mercantes o submarinos que navegaran sumergidos (Stone, p. 85). Lo único realmente efectivo fue la posibilidad de tomar acción contra los submarinos que hostilizasen a los mercantes de países neutrales. Los alemanes, que no siguieron el ejemplo italiano y renunciaron a presentar modificaciones ulteriores, quedaron excluidos de la supervisión naval. No les preocupaba. Tenían establecidas sus rutas que no se vieron incomodadas.

Ciano, en lenguaje que preferimos dejar en el original, consignó las impresiones de Mussolini: «Ha detto degli inglesi: un popolo che pensa col culo»[46]. Para entonces en el período de piratería más intensa, 38 días, unos 52 submarinos habían realizado 59 misiones y atacado a mercantes en 438 ocasiones en el Mediterráneo occidental (26 misiones), en la zona del canal de Sicilia (15) y en el Egeo (18) (Bargoni, pp. 492ss). A ello habría que añadir las que habían llevado a cabo las unidades de superficie. Por si fuera poco, algunos días más tarde, Mussolini empezó a preparar nuevas acciones militares. Autorizó la salida de varias formaciones aéreas, con las que fue su hijo Bruno. El 16 de septiembre se bombardeó el puerto de Valencia, lo que ocasionó numerosas víctimas. Varios barcos, españoles y británicos, se vieron afectados (telegrama de Leche en TNA: FO 371/21300). Franco también estaba contento: había solicitado, además, que se le cedieran cuatro submarinos, dos con urgencia.

Nyon fue un fracaso para la República y una prueba más de la debilidad de las democracias, sólo interesadas en evitar, como al comienzo de la no intervención, los efectos de arrastre del conflicto español sobre la escena europea. Haslam (p. 148) caracteriza sus resultados de fútiles[47]. Las democracias sacaron sus castañas del fuego con una mínima demostración de decisión. La piratería se cortó pero los italianos pensaron en reanudar sus suministros sin solución de continuidad. Nada mejor que leer el diario de Ciano. Si rápidamente se llegó a la conclusión que la retirada del CTV pondría en peligro la victoria franquista (2 de octubre) y el envío de nuevos contingentes era arriesgado (12 de octubre), una semana más tarde, cuando Franco solicitó una división para liquidar el frente Norte, la respuesta fue, en principio, positiva[48].

Coverdale afirma, con exageración, que Nyon significó el fin de las tensiones internacionales a causa de España. Este fue, desde luego, el decidido propósito franco-británico[49] y los dos países no tuvieron inconveniente en recogerlo en una nota conjunta el 2 de octubre[50]. Los británicos, además, tras haber tratado de no alienar a Berlín, tenían otro objetivo: evitar que la conferencia tomase un sesgo antifascista. Londres contó con la inestimable ayuda francesa[51]. Lo que queda es consignar que, de no haber ocurrido el ataque al H. M. S. Havoc, a lo mejor ni siquiera se hubiese despertado el fiero león británico[52]. Nyon marcó indeleblemente la diferencia de comportamiento entre las democracias y los regímenes fascistas: Hitler había respondido al bombardeo del Deutschland con el brutal cañoneo de Almería. Chamberlain y Chautemps respondieron a los ataques contra los navíos que enarbolaban el pabellón de sus países con un papel casi mojado desde el punto de vista de la dinámica de los suministros externos a ambos contendientes. Negrín protestó en vano. El 13 de septiembre, en conversación con Edén, expresó su profunda decepción y que se hubiera dejado a los barcos españoles fuera del sistema de protección colectiva previsto. Eden replicó que no era fácil establecerlo para barcos españoles contra barcos también españoles. Se olvidó de los italianos y se quedó tan tranquilo[53]. Este fue el político que más tarde se autopresentó como baluarte contra los dictadores[54].

Quizá para tranquilizar su conciencia, Eden reclamó información acerca de las razones de las victorias franquistas. Una de las secciones de inteligencia militar (MI3) respondió rápidamente. Llegó a la conclusión, bastante obvia, de que el Norte era indefendible y las pugnas políticas debilitaban al Gobierno republicano, pero que la mayor disponibilidad de material no explicaba totalmente el avance de Franco. Eden debió de respirar tranquilo. La clave radicaba en la capacidad de hacer mejor uso del mismo, en tener mejores mandos, más moral y soldados entrenados. El informe se reproduce en el CD del apéndice (doc. 7[d7]). Contiene apreciaciones erróneas pero tendió a Eden un puente de plata. Si la República ya tenía perdida la guerra, ¿para qué malgastar más energías que las estrictamente necesarias?

Por lo demás, la reunión de la SdN fue una derrota diplomática republicana en toda regla. España no fue reelegida al Consejo, a pesar de todos los esfuerzos. La intrahistoria de tal hecho no nos interesa. Los apuntes de Azaña los días 10 y 12 de octubre (pp. 314ss) ofrecen una imagen vivida del desastre. Negrín, personalmente, había caído bien porque era simpático y hablaba varios idiomas, pero la delegación se había visto cuarteada por piques y vanidades. Había quienes consideraban las «cosas de Ginebra» como propias y no querían dejar intervenir ni al presidente del Gobierno. El embajador en Suiza había acumulado torpeza tras torpeza, pero no se le relevaba. Giral había estado borroso. Entre las delegaciones extranjeras la impresión no era menos buena: Blum apareció lamentable y Delbos sometido a los funcionarios del Quai. Hasta Litvinov se mostró indiferente. Pero en la opinión pública lo que caló es que la SdN se inhibía ante las acusaciones que Negrín había dirigido contra la intervención de las potencias fascistas.

REALPOLITIK, EN VERSIÓN DE LAS DEMOCRACIAS

El porqué de la actuación franco-británica se aclara en documentos que en gran parte han quedado relegados a la oscuridad de los archivos. En Francia había mal sabor de boca. El Gobierno estaba realmente dividido sobre cómo ayudar a la República. En el verano de 1937 era más que obvio que el apoyo a Franco resultaba dominante y decisivo. El 17 de septiembre, terminada la conferencia de Nyon y al margen de la reunión de la SdN, Delbos suscitó con los ingleses la cuestión de las violaciones italianas de la no intervención. Sugirió una gestión conjunta en Roma y pedir explicaciones sobre las intenciones de Mussolini. Si no despejaba las dudas que su política generaba y no paraba los suministros a Franco o, al menos, no iniciaba un comienzo de repatriación de los «voluntarios», habría que advertirle que Francia e Inglaterra se reservarían su completa libertad de acción, es decir, que tendrían dificultad en seguir aceptando las obligaciones dimanantes de los arreglos sobre los envíos de armas y hombres a España[55]. Oralmente, los franceses manifestaron que en ese caso pensaban en reabrir la frontera por Cataluña para que la República pudiera obtener suministros externos. Al día siguiente, Eden conversó en París con Chautemps, quien insistió en las ideas del memorándum. Le preocupaba no sólo que Italia no se retirara de España sino que, encima, aumentase su ayuda a Franco, un temor perfectamente justificado. Fue en este momento cuando Chautemps recordó a su interlocutor algo que yacía olvidado desde los inicios de la no intervención:

Francia tenía un acuerdo comercial con España por el cual se había comprometido a suministrarle armamento. Sería imposible para el Gobierno francés seguir haciendo caso omiso del acuerdo si Italia ni siquiera se molestaba en ocultar que no se guiaba por el acuerdo de no intervención (DBFP, XIX, doc. 189).

A buenas horas mangas verdes. El proyecto de memorándum se sometió a una crítica despiadada en Londres desde la perspectiva general de que los franceses eran insaciables. Habían logrado, contra la oposición británica, «colar» a los rusos en Nyon y, directa o indirectamente, conseguido excluir a los italianos (!). El resultado es que la llegada de suministros soviéticos a Valencia quedaba garantizada (sic). ¿Por qué habían actuado de tal manera? ¡Para torpedear las conversaciones anglo-italianas[56]! Con contorsiones que disminuían la realidad del apoyo italiano a Franco, la reacción británica fue negativa. El Foreign Office contaba, como siempre, con aliados en el Quai d’Orsay. El director político adjunto, René Massigli, se apresuró a ponerse en contacto. Le aterrorizaba la idea que la no intervención pudiera terminar. Si tal fuera el caso, tarde o temprano se produciría un choque entre tropas italianas y francesas en España y de ahí a la guerra europea no habría más que un paso. Si se necesitara una única prueba del estado anímico que dominaba la alta burocracia del Quai con esto bastaría. Sugirió, eso sí, una alternativa. Poner a los italianos ante la pared y, si no se comportaban, que ingleses y franceses ocuparan Menorca hasta que los italianos se retirasen[57]. Era una idea que el propio Delbos había sugerido a Edén, suponiendo que los republicanos no se opondrían. Tal y como escribió Massigli a Léger, abrir la frontera sería un error lamentable ya que no serviría para colmar los déficits de armamento de la República porque los italianos redoblarían sus esfuerzos y la solidaridad franco-británica se resentiría.

El encargado de negocios británico en París, Lloyd Thomas, explicó pormenorizadamente el trasfondo de la ansiedad francesa: el temor a las consecuencias de una implantación masiva en España de las potencias del Eje, en especial Italia. Esto había hecho que en París pasara a segundo plano la cuestión de las simpatías políticas por Franco. Como se había afirmado incontables veces, y rechazado otras tantas, estaban surgiendo aprensiones respecto a los problemas de seguridad de Francia. Se habían acentuado con el acercamiento de Mussolini hacia el Tercer Reich y la política romana, caracterizada como un tanto extravagante y de alto sabor imperialista. En el EM había militares sensibles al riesgo y a la posibilidad de tener que combatir en tres frentes contra las tres dictaduras en caso de un triunfo franquista. Thomas aducía que en las altas esferas se extendía la convicción de que sólo una política de firmeza franco-británica pararía a Italia. Se preocupó, no obstante, de subrayar que los franceses no actuaban por razones ideológicas o sentimentales y que su compromiso por el mantenimiento a ultranza de la paz no había disminuido lo más mínimo.

Uno de los directores generales del Foreign Office, Sir Orme Sargent, encargado de las relaciones con la Europa central y por consiguiente con el Tercer Reich, que ya había dado sobradas muestras de sentimientos antirepublicanos, consignó de manera clara y taxativa la refutación de los argumentos franceses. El problema de los «voluntarios» italianos no era nuevo y llevaba tiempo en la nevera. Para Londres no había supuesto obstáculo alguno en los intentos de atraerse a Italia. No explicaba, en particular, la necesidad de dar un giro a la política de no intervención que, recordó, se había adoptado con el propósito de impedir que el conflicto en España pudiera degenerar en una guerra europea. El CNI permitía ganar tiempo (sic). Los nuevos contingentes italianos no cambiaban la situación. Sargent insinuó que detrás de la sugerencia francesa podrían encontrarse presiones soviéticas, bien en la forma de una eventual retirada del voto comunista en apoyo del Gobierno de Frente Popular bien por la amenaza de acciones huelguísticas que crearan problemas económicos. Era una interpretación que se basaba en la hipótesis —correcta— de gestiones soviéticas y republicanas. Lo que no se le ocurrió es pensar que resultasen demasiado débiles. Recordó que los intereses soviéticos radicaban en prevenir un acercamiento entre el Reino Unido con Alemania y/o Italia, una versión del temor moscovita a un «pacto a cuatro»[58]. En cualquier caso, Sargent presumía de saber lo que, realmente, había detrás: la simple noción de que el EM parisino había llegado a la conclusión de que la victoria de Franco ya no estaba lejana y que eso afectaría a los intereses franceses. No era el caso de los británicos, se apresuró a señalar otro colega. La Junta de Jefes (Chiefs of Staff) había indicado que ni siquiera en el caso de que los italianos se quedaran en Mallorca los intereses vitales del Reino Unido se verían perjudicados gravemente (sic).

El todavía influyente Vansittart discrepó. Si los italianos se quedaban representarían un peligro. Lo más probable era que sólo permaneciera una parte. Hacer presión sobre Franco podría no dar resultados pero de aquí a apoyar la posición parisina mediaba un abismo. Si era cierto que los militares franceses divisaban tal riesgo para su seguridad, ello y el peso de una parte de la opinión pública, les llevaría a abrir la frontera pasara lo que pasase (que es lo que, efectivamente, ocurrió). Para París, no costaba nada tratar de convencer a los ingleses. Y sentó, con su autoridad e indudable capacidad analítica, lo que Londres debiera hacer: nada. Dejar a los franceses que abrieran la frontera porque ello permitiría evadir la actuación conjunta[59]. Hubo otro intento francés ulterior. El 28 de septiembre, Léger trató de convencer al embajador británico en París de que la gestión era más necesaria que nunca porque los franceses habían llegado a la conclusión de que Mussolini estaba dispuesto a apoyar a Franco hasta la victoria final (TNA: FO 371/21345).

Francia e Inglaterra defendían sus intereses en términos de Realpolitik. Los entendían, lógicamente, de manera diferente dado que, a pesar de toda la cooperación y el diálogo bilaterales, eran distintos. Pero no partían de la misma posición. Los británicos eran conscientes de que dominaban el juego. Seguían pensando que era posible llegar a un acomodo con Italia y estaban envueltos en las mil y una argucias diplomáticas del apaciguamiento de Hitler. Muchas de las noticias sobre el continuado envío de hombres y material italianos a Franco les dejaron fríos[60]. En otros casos, se elevaron a conocimiento del Consejo de Ministros. El 6 de octubre, por ejemplo, Eden anunció que tanto Franco como Mussolini trataban de realizar en los meses siguientes un gran esfuerzo para vencer la resistencia republicana (TNA: FO 371/21300). En realidad, entre los meses de agosto y octubre, ambos incluidos, los soldados italianos que arribaron a España ascendieron a 4635 (Coverdale, p. 417). No necesitaban mucho más. Estaban ya bien incrustados.

Lo que llegó a Azaña (p. 317) no entró en tales detalles, imposibles de conocer por los republicanos, pero tampoco estaba muy alejado de la realidad. Nicolau d’Olwer, gobernador del Banco de España, le contó sus impresiones. En Ginebra, la actitud de Blum había sido repugnante y sus manejos habían encontrado demasiada docilidad en la delegación española. Lo mismo ocurría dentro de la SFIO. Blum se resistía a reconocer que la política de no intervención había sido un error. Los radicales querían ir más lejos: abrir la frontera. El EM francés, antaño tan negativo hacia la República, había cambiado de postura por razones de seguridad.

Que el vector exterior era determinante lo destacaban hasta los periodistas británicos en los medios más conservadores. El 17 de octubre el Sunday Times publicó un artículo que no dejaba lugar a dudas. Comenzaba con una rotunda afirmación: «A no ser que se produzca un cambio radical en los aspectos internacionales de la guerra en España, todo apunta hacia una victoria de Franco». En cuanto Gijón cayera se liberarían 100 000 hombres y lo más probable es que Franco atacara en Aragón con el fin de cortar Barcelona de Valencia y limpiar Cataluña (escenario que tardaría, sin embargo, bastante tiempo en iniciarse). El articulista se sorprendía de que los republicanos hubieran podido aguantar tanto. Luchaban en alpargatas. Sólo una minoría tenía experiencia militar. La mayor parte de los internacionales también carecía de ella. No había más de 2000 rusos (incluso esto era una exageración). Al EP le faltaban oficiales. Naturalmente no se privaba de indicar que si, por un milagro, ganaba la República, los soviéticos se instalarían en España. Más próxima a la realidad era la afirmación de que, de no haber sido por la sublevación militar, los republicanos no se hubieran tornado hacia la URSS[61]. Sin saberlo, coincidían con Azaña (p. 319), para quien la República se encontraba en la fase decisiva de la guerra.

Cuando la escena europea empezó a clarificarse y los dictadores fascistas continuaron moviendo fichas en un sentido de amenaza no varió la posición británica. Al contrario se solidificó de manera inquebrantable. Lo primero no pasó desapercibido a nadie. El viaje de Mussolini a Berlín en septiembre de 1937 pareció triunfal. No tuvo consecuencias operativas pero, como indicó hace ya muchos años Coverdale (p. 327), le deslumbró. Desde entonces no pudo sustraerse a la maléfica influencia de Hitler. Un mes más tarde, von Ribbentrop sugirió a Ciano (p. 49) una alianza militar extendida al Japón. La idea no salió a la prensa pero el 6 de noviembre Italia se adhirió al Pacto Anticomintern y el 11 de diciembre se retiró de la SdN. Franco tenía más que motivos suficientes no para estar contento sino hiper-contento. Las democracias le hacían el trabajo sucio en la escena exterior y alemanes e italianos, aparte de incitarlas a ello, le ayudaban a hacer el suyo en la interior. Una división del trabajo perfecta. Un estrangulamiento de la República sin fallos. Duró, con unas cuantas oscilaciones, hasta su colapso final.

En el frente interior, las cosas no fueron mejor. Antes al contrario. Si bien los efectos externos de la Carta Colectiva no fueron demasiado significativos, en el plano interno las fantasías de Gomá crearon un caparazón impenetrable. Los sublevados se sintieron todavía más seguros de su razón. El trauma de la persecución religiosa se vio potenciado por la levée des boucliers contra las fuerzas del mal. La carta consagró una interpretación de la evolución política, social y cultural española con efectos que duran hasta nuestros días. La Iglesia católica se convirtió en uno de los puntales más firmes de la naciente dictadura. Sin dolor. Las palabras de Gomá de que se veían impulsados a matar, aunque movidos por un sentimiento de justicia, cobran a posteriori un significado ominoso.