Prieto, estratega
HAY QUE TENER en cuenta el trasfondo de uno de los episodios más significativos y que más tinta ha hecho correr de la guerra civil. El horizonte internacional para la República se ensombreció de repente cuando uno de sus aviones bombardeó un acorazado alemán. Esto a su vez alimentó el giro que dio a la política británica Neville Chamberlain, el nuevo primer ministro, quien se convertiría en la némesis de la España republicana. Del apaciguamiento de los dictadores fascistas, moderado en la época precedente, se pasó al puro y duro, con consecuencias demoledoras para los Gobiernos de Valencia y Barcelona. Los británicos, sensibles además a las consecuencias de la caída de Bilbao, se lanzaron a una rápida escalada en su aproximación a Franco, ¡cómo para haberles confiado el oro! La República, por el contrario, se despeñó por una pendiente que se contrapuso a los éxitos franquistas en obtener apoyos exteriores.
EL POLÉMICO CASO DEL DEUTSCHLAND
Poco antes de que Negrín asumiera la presidencia del Gobierno, Azcárate había enviado a Valencia informes muy circunstanciados no sólo sobre los bamboleos tácticos de la postura británica sino también análisis profundos que, sin duda, hubieron de tener influencia en la forma en que el nuevo presidente contemplase la escena exterior[1]. La literatura, con parciales excepciones como Moradiellos, no ha hecho demasiado uso de sus documentos. Recordemos, simplemente, que en una carta a Álvarez del Vayo, y tras manifestar reiteradamente la malquerencia que hacia la República divisaba en los sectores conservadores británicos, Azcárate señaló que el eje central de la política exterior republicana debía recaer sobre Moscú porque sin su apoyo y contrapeso «la República no podría resistir la tremenda presión conservadora que vendría de Inglaterra». No es necesario recordar que Azcárate no era comunista. Una vez más, dio en el clavo. Dicho sendero fue el que se vio obligado a hollar el nuevo Gobierno por razones que tenían poco que ver con las numerosas elucubraciones de tinte ideológico propaladas por Bolloten y sus seguidores[2].
Es improbable que Negrín y Giral no meditasen en las implicaciones de uno de los grandes informes de Azcárate que incomprensiblemente no reprodujo en sus memorias y que, por su significación, recogemos en el CD del apéndice (doc. 1). Su tenor era que, en último término y a pesar de toda la repugnancia que ello produjera en la conciencia del pueblo británico, el Gobierno de Londres terminaría inclinándose hacia una victoria franquista. Los recuerdos de los desórdenes y desaguisados de los primeros meses de la guerra habían dejado secuelas imborrables (por mucho, diremos nosotros, que subsistan autores que todavía escriban desde la defensa de los ensueños revolucionarios y sangrientos). En los círculos conservadores, cuando no reaccionarios, del Reino Unido, que eran los que estaban representados en el Gobierno, el odio y temor al «comunismo» (vocablo polisémico en el que se conjugaba todo lo que olía a izquierda no domesticada y a veces incluso la que lo estaba) se amalgamaban con la creencia en la propia capacidad de desalojar a alemanes e italianos del futuro de España[3].
Este tipo de valoraciones apuntaría para Negrín en una sola dirección: la necesidad de mantener un curso apoyado por un lado en Francia y por otro en la conexión con la URSS, suministradora del armamento imprescindible para resistir. Negrín siguió una dinámica de vasos comunicantes. El problema es que el que conectaba con Francia no dio mucho de sí y falló estrepitosamente con Gran Bretaña y Estados Unidos[4]. Los autores que escriben desde perspectivas antinegrinistas (y son numerosos) prestarían un gran servicio a los historiadores si precisaran con exactitud, y no con especulaciones, cuáles eran las alternativas que la dinámica nazi-fascista por una parte y la británica por otra dejaban a la República frente al avance de Franco. En los círculos decisores londinenses no tuvieron el menor efecto las valoraciones políticas del encargado de negocios, John Leche, respecto a la significación que atribuía al nuevo Gobierno: «Se trata de un giro a la derecha de tal magnitud que cabe dudar de que pueda durar más que un corto período de tiempo, pero dado que Negrín es uno de los hombres de Prieto podemos esperar en que el gobierno pueda sostenerse[5]». Una valoración de la época que no tuvo impacto alguno pero que choca con los mitos propagados tenazmente. En este contexto la postura de Londres quedó teñida por las consecuencias que el Gobierno conservador extrajo de un incidente que dio la vuelta al mundo y que todavía hoy sigue siendo objeto de agudas controversias, muy representativas de una cierta manera de escribir historia.
El 29 de mayo[6] aviones republicanos tripulados por pilotos soviéticos bombardearon el acorazado alemán de bolsillo. No fue la primera ocasión en que se habían visto afectados barcos extranjeros. Poco antes, por ejemplo, algunos italianos habían sido objeto de cierta atención. Incluso hubo víctimas[7]. Los medios de comunicación fascistas se habían lanzado a una auténtica oleada de denuncias de lo que caracterizaron indistintamente como «actos de agresión premeditados», manifestación de «los criminales métodos de Moscú», demostración inequívoca de la «intervención soviética», etc[8]. Quienes daban orientaciones a los regimentados periódicos no carecían de tupé. El Duce había decidido desde los primeros meses de la guerra que sus submarinos actuarían contra la navegación republicana con fines de intimidación y para cortar en la más amplia medida posible el flujo de abastecimientos, fuesen de material de guerra o no.
También hubo sobrevuelos de unidades navales británicas, por ejemplo del H. M. S. Hardy, muy cerca del cual cayó un reguero de bombas a ambos lados a menos de 500 metros de distancia y una bomba a menos de 20. El AS (I) estimó que se trataba de un ataque deliberado aunque Prieto trató de inmediato de esclarecer el error (Azcárate, pp. 330s). Igualmente se habían sobrevolado unidades alemanas y en alguna ocasión cayeron cerca cargas mortíferas. Los nazis comunicaron que sus buques habían recibido autorización para hacer uso de las armas (Abendroth, p. 164; Azcárate, p. 329), a lo que se contestó debidamente. El bombardeo que afectó al Deutschland, sin que al parecer hiciera funcionar antes su artillería[9], sobrepasó los alborotos anteriores, no en vano produjo de entrada 23 muertos y 83 heridos de los cuales algunos fallecieron posteriormente.
Azaña reseñó (1978, p. 66) que se trató de un accidente. Los aviadores españoles, escribió, quizá se hubieran dejado llevar pero los soviéticos «observan una disciplina rigurosísima». El Gobierno republicano no reconoció el fallo ni tampoco se excusó. En represalia, buques alemanes cañonearon Almería el 31 de mayo. Según comunicó el día siguiente Pascua al comisario adjunto de Asuntos Exteriores, V. P. Potemkin, el ataque lo hicieron a partir de las 5.45 de la madrugada un crucero y cinco destructores a una distancia aproximada de doce kilómetros y sin previo aviso. Dispararon unos doscientos proyectiles. Cesaron el fuego hacia las 6.30. Los primeros daños estimados ascendían a unos cuarenta edificios completamente destruidos, 55 heridos y 19 muertos, entre ellos cinco mujeres y un niño[10]. Valencia expresó su protesta por la conducta, que consideró incalificable, de una potencia a la que «el sedicente CNI» había confiado el «control» de una parte considerable de la costa mediterránea[11].
Hace ya muchos años que Merkes (pp. 276ss) analizó los meandros por los que atravesó el proceso decisorio nazi y en el que, evidentemente, correspondió a Hitler la última palabra. Los franceses se enteraron de algunas de sus interioridades. La Marina y el ministro de Asuntos Exteriores, barón von Neurath, previnieron sobre los riesgos de desbordamiento. Los objetivos inicialmente pensados para las represalias —Valencia o Cartagena— conllevaban el riesgo de nuevas pérdidas. Von Neurath declaró el 31 de mayo al embajador de Francia que en un primer momento Hitler había querido declarar la guerra a la República. Sólo al término de una discusión que duró seis horas se le convenció de que era mejor recurrir a «sanciones menos graves». Al parecer, Göring apoyó al Führer en sus planteamientos extremistas (DDF, V, doc. 476, y VI, doc. 18). Almería fue la alternativa con ataque incluido al Jaime I (que, por fortuna, ya había abandonado el puerto). De haberlo hecho, el Tercer Reich hubiera subido la apuesta, algo que suele olvidarse. Las potencias del Eje se retiraron temporalmente del grotesco sistema de control naval[12]. En la República hubo quienes encontraron consuelo en la posibilidad de un choque armado. «Si hemos de perder, más vale que perdamos aplastados por Alemania e Italia».
Lo que hubo detrás del incidente ha quedado envuelto en las brumas de la controversia y de los arreglos de cuentas a posteriori. Es preciso deshacer algún que otro nudo y avanzar en lo sucedido, sobre lo cual tejió espesas patrañas el exministro comunista Jesús Hernández[13]. La más importante es que se pidieron por radio instrucciones a Moscú. La República, cierto es, jugaba con fuego. Sí bien el caso del Deutschland pudo deberse a una confusión, es menos verosímil que ello se produjese en los reiterados sobrevuelos de barcos británicos y del Eje y en la caída esporádica de bombas cerca de ellos.
Las afirmaciones en la historiografía chocan entre sí. Unos afirman que Eden pensó, por ejemplo, que los republicanos habían seguido los deseos de Moscú de buscar una confrontación (Stone, p. 81). Esto mostraría, sin embargo, que se trataba de un ministro que no leía los informes de los servicios de inteligencia en temas importantes. Prieto, que sabía más, reconoce por el contrario (pp. 98ss) que tras el cañoneo de Almería era él quien deseaba realizar una operación de represalia, «aunque ello provocara la guerra y, por consiguiente, la conflagración europea». El EMC también aconsejó una respuesta de fuerza. Quizá los expertos militares no lo meditaran demasiado porque no subrayaron que la Armada sólo tenía combustible para diez días (Azaña, pp. 65s).
Las memorias no publicadas de Vicente Uribe, ministro comunista de Agricultura, confirman la propuesta de Prieto. Este partía de la premisa de que la respuesta hitleriana no la tolerarían las potencias democráticas que se verían obligadas a intervenir en defensa de la República. Tal vez pensara así de buena fe. Si lo hizo, se equivocaba de medio a medio. Su argumento era capcioso. Ni Londres ni París estaban preparados para una acción militar que tampoco deseaban. El Gobierno británico buscaba la forma de cohabitar con Hitler, aunque sin bajar la guardia[14]. Según Azaña, el ministro de Estado, Giral, más consciente de por dónde iban los tiros, adujo que convenía calmar la situación. Dado que Prieto ni siquiera mencionó tal intervención, y él sabía que a Giral le llegaban en primer lugar los telegramas de Londres y París, cabe albergar dudas sobre su relato.
De los recuerdos de Uribe se desprende que él y Hernández cambiaron rápidamente impresiones y decidieron desbaratar el proyecto. Ahora bien, Uribe escribió esto en 1959 en Praga, con escasa simpatía hacia el entonces apestado Hernández y menos aún hacia Prieto[15]. En qué medida reconstruía los hechos verazmente es discutible. Señaló que ni los otros ministros ni Negrín se pronunciaron sobre el fondo del asunto. Esta afirmación da que sospechar. No encaja con el temperamento de Negrín ni con su convicción de que le correspondía plantar cara ante las cuestiones importantes. Bombardear la escuadra nazi lo era. Sus apuntes inacabados sobre el caso Nin permiten arrojar serios interrogantes sobre la versión de Uribe. Negrín escribió que fue el quién convocó al Consejo en el Ministerio de Defensa a instancias de Prieto (cosa totalmente verosímil) y añadió:
Mal podían los rusos o el partido comunista tomar posición, en pro o en contra de una réplica por nuestra parte a la agresión nazi, cuando fui yo el que la veté tan pronto la propuso mi enojado e impulsivo amigo el ministro de Defensa. No hubo, por lo tanto, ocasión ni tiempo material para que los rusos pudieran expresar una opinión, que yo nunca hubiera tolerado como mandato, ni el partido comunista haberla hecho suya en el seno del Consejo.
Esto encaja más con la situación y el carácter de Negrín[16] pero no es óbice para que, en la reunión, Hernández y Uribe le apoyaran. Este último escribió que dada la trascendencia del caso se convino en hablar con el presidente de la República. En el intervalo, los dos ministros pasaron por el Buró Político e informaron sobre lo que había ocurrido y cuál había sido su actitud. Se aprobó inmediatamente. Respecto a la reunión con Azaña, Uribe dejó escrito que Prieto expuso su sugerencia y sus argumentos, a los que contestó Hernández. Azaña respondió que tenía razón y abundó en sus mismos razonamientos[17]. Esto complementa la versión, un tanto somera, del presidente de la República[18]. Uribe se autoatribuyó una medalla y apostilló:
El plan de Prieto fue desechado por nuestra intervención. Prieto, que es un despechado o algo peor, no nos lo ha perdonado nunca. Nadie más que nosotros intervino en esta cuestión, cosa nada difícil por otra parte, pues la política del partido era completamente clara a este respecto[19].
Conviene, pues, desdramatizar la versión de Prieto, que a su vez se apoyó como en tantas otras ocasiones en las sesgadísimas memorias de Hernández, escritas cuando este buscaba apoyos para su proyecto nacional-comunista y contrario a la ortodoxia moscovita[20]. En lo que se refiere al lado soviético se sabe documentalmente que el incidente dio lugar a que Stalin clarificase sus propias intenciones: no debían bombardearse buques de guerra alemanes o italianos. A esta valoración subyacía el temor a consecuencias imprevisibles. Una cosa era operar contra las unidades adversarias pero había que tener cuidado en no dar a navíos extranjeros (Radosh et al., doc. 55)[21]. Las razones no son difíciles de discernir. Stalin buscaba el enganche de la República con las democracias occidentales y un frente común contra las potencias del Eje. También él, como franceses y británicos, estaba interesado en que la península no se convirtiese de pronto en un foco del que emanara una desestabilización incontrolable[22].
Hay otros aspectos que la literatura, por lo que sé, no ha valorado suficientemente. Los suscitó el embajador soviético en Londres y Azcárate los transmitió de inmediato. ¿Habían informado los alemanes al CNI si el Deutschland estaba encargado de desempeñar funciones de control en aguas españolas? Si no lo habían hecho, ¿cómo podría probarse que se encontraba en dichas aguas con finalidades de control? ¿Acaso no tendría otras? Era un hecho que el Deutschland patrullaba desde mucho antes de la introducción del control naval. Incluso si hubiera desempeñado funciones de esta índole, a la Kriegsmarine no se le había encargado el del sector balear. Por último, de acuerdo con el plan, dicho control no debía ejercerse en los mismos puertos españoles o en la vecindad inmediata a las costas[23]. A tales dudas se añadió una cierta perplejidad porque las agresiones franquistas contra barcos británicos, aeroplanos franceses e incluso el territorio del país vecino nunca se habían discutido en el CNI.
La respuesta del presidente en funciones se salió por la tangente[24]. De aquí que sea preciso abordar la cuestión general de la imputación de motivos que ha teñido una vasta literatura, generalmente de combate. Para ello nada mejor que volver a los archivos.
UNA PERSPECTIVA SOVIÉTICA
Lo que hemos podido determinar es la actitud con la que, a posteriori, se contempló el incidente en el NKID. El 25 de junio, un diplomático soviético preparó un memorándum sobre lo que cabría hacer en relación con los acontecimientos de Almería. De entrada metió a Negrín en el mismo saco que a Prieto, como si ambos hubieran preconizado la internacionalización del conflicto. Esto podría significar que al NKID llegaron informaciones sesgadas. A toro pasado indicó que la posición debía estribar en contener al Gobierno republicano para que no cometiera acciones imprudentes; influir sobre los círculos españoles que pudieran caer en el pánico ante la amenaza de una guerra abierta por parte de Alemania e Italia; sugerir medidas que Francia e Inglaterra pudiesen apoyar contra el peligro de guerra, que la República pudiera asumir y que no fuesen fáciles de rechazar por las potencias fascistas.
La argumentación era de gran consistencia:
Es verosímil que esta orientación viniese desde arriba. Sus elementos esenciales los elevó Litvinov a Stalin el mismo día (Dullin, pp. 168s). Autores como Beevor, Bennassar o Payne no lo mencionan por lo que se reproduce en el CD del apéndice (doc. 2[d2]).
Un caso adicional, que por lo que sabemos tampoco se ha aireado hasta ahora, permite echar más luz sobre la cautela de las autoridades soviéticas. Se trata de la sugerencia que un comandante de submarino llamado Burmistrov elevó a principios de agosto de 1937 al comisario para la Defensa, mariscal Vorochilov, siguiendo instrucciones de Goriev (a la sazón en el frente Norte). Burmistrov había comprobado que después de la caída de Bilbao y del reforzamiento del bloqueo franquista el flujo de suministros de alimentos y armas se había interrumpido. El avance sobre Santander ponía en peligro el último puerto con el que podían contar las depauperadas unidades navales republicanas. Su número y calidad y el volumen de aprovisionamientos eran totalmente insuficientes para romper el bloqueo que pronto atenazaría Asturias. Según Burmistrov, la República disponía de tres submarinos y dos destructores, pero el combustible era muy limitado (600 y 3000 toneladas para unos y otros respectivamente), las municiones estaban agotadas y los mandos eran jóvenes e inexpertos.
La ruptura del bloqueo se convertía así, a tenor de Burmistrov y de otros asesores soviéticos que operaban en el Norte, en la posibilidad de poder llevar a cabo la acción de ayuda más importante a la República. Una precondición era poner fuera de combate al Almirante Cervera. ¿El medio? Enviar el submarino que capitaneaba Burmistrov. Las condiciones técnicas existían: autonomía, capacitación de la tripulación y disponibilidad de tiempo. Burmistrov se declaró dispuesto a responsabilizarse de la operación, que quizá pudiera extenderse al Canarias[26]. La idea podía ser un tanto fantasmagórica o no. Pero no se autorizó. Obsérvese que a la diferencia de lo ocurrido con los buques italianos del sistema de control, en esta ocasión la actuación se dirigiría contra barcos de guerra franquistas. Nada de lo que antecede impidió que los soviéticos contactaran a los alemanes con el ruego de que intercedieran con las autoridades franquistas para anunciarles que Moscú estaba dispuesto a enviar un barco con el fin de recoger en Ceuta a la tripulación del Komsomol[27].
Es preciso abordar una última perspectiva. El caso del Deutschland lo han utilizado numerosos autores, sobre todo profranquistas, como evidencia de una presunta sumisión del Gobierno de Valencia, o del propio Negrín, a las conveniencias de Moscú. Dejando de lado el hecho de que Franco había doblado —y doblaría— su espina dorsal ante el Eje tanto como fuera necesario, se trata de una interpretación exagerada. Olvidan que, en aquellos momentos, «no había ningún deseo en ningún lado de permitir que la situación española pudiera desembocar en una guerra europea». Esto no es una afirmación que el autor haga a la salva distancia de setenta años. Ya la consignó en la época Sir George Mounsey, subsecretario adjunto para Europa occidental, al recapitular las actitudes de las grandes potencias en un análisis sobre cómo podría evolucionar la política hacia España del Gobierno británico[28].
A fuer de puntillosos, nosotros no desconocemos sino que documentamos que hubo casos en que ciertas ideas de Negrín chocaron con la política de la URSS —y de Francia— y que ambos países se pronunciaron en contra. Ignoramos el grado de elaboración que tuviesen pues las condiciones internacionales eran todo menos propicias. Actuando como abogados del diablo, recordaremos que, al menos en un momento, Negrín aireó la idea de bombardear varias ciudades italianas (Génova, Spezia, Turín) cuando los aviones de Mussolini llevaban ya meses sembrando el terror en tierras catalanas[29]. El 22 de junio de 1938, Litvinov escribió a Stalin y a Molotov en estos términos:
Creo que hemos de prevenir decididamente a Negrín en contra de la realización del bombardeo de las ciudades italianas que ha ideado. Esta medida sólo se puede entender como un intento de poner en práctica el plan concebido previamente por Prieto y que consistía en provocar un conflicto internacional. No obstante, el bombardeo de las ciudades italianas no lo provocará ya que Inglaterra y Francia se mantendrán pasivas en tanto que Italia obtendrá el derecho, largamente esperado, de atacar abiertamente y «con base legal» el territorio del Gobierno español y de forma rápida derrotar a su ejercito (AHPCE: documentos y correspondencia sobre la no intervención, 19/5)[30].
Litvinov tenía razón. Por lo demás, no hubo bombardeo de ciudades italianas[31]. La cuestión es si sólo los soviéticos militaban en esa línea. La respuesta es no. El 21 de junio de 1938, el ministro de Asuntos Exteriores francés Georges Bonnet telegrafió al embajador en Barcelona para que solicitara una audiencia urgente a Álvarez del Vayo, a la sazón ministro de Estado. Este había aludido a una cuestión de cuya gravedad el Gobierno era plenamente consciente. En vista de los bombardeos sistemáticos de Cataluña, que no hubiera podido concebir un español, los republicanos estaban decididos a responder contra los responsables en el extranjero. Bonnet se opuso con todas sus fuerzas. Las intervenciones directas no generarían reacción alguna por parte francesa. Es decir, la República se quedaría sola ante lo que hicieran los italianos (DDF, X, doc. 63).
Tras Almería se esparcieron rumores de tal tenor (sin olvidar la posibilidad de que alguien los propagara conscientemente). El encargado de negocios británico se hizo eco el 25 de junio de 1937 de que el Gobierno estaba dejando de lado todo tipo de cautelas y buscaba la confrontación con Alemania. No era así. Tampoco se trataba del Gobierno sino de Prieto y el E. M. Lo que era exacto es que había aumentado la inquina contra el maltrato que las potencias democráticas daban a la República. Esta inquina se había convertido en una auténtica obsesión al tiempo que bajaba la moral a consecuencia de la duración y marcha de la guerra[32]. La no intervención se consideraba como una farsa trágica destinada a camuflar la ayuda a Franco (algo rigurosamente cierto). Se extendía el temor a espías y a agentes dobles e incluso los vascos no ocultaban su amargura contra el Reino Unido (DBFP, XVIII, doc. 653).
Por si acaso, la prensa italiana redobló sus ataques contra los británicos y los bolcheviques. Contra los primeros porque no hacían causa común con las potencias del Eje, abanderadas en la «defensa de Europa y de la civilización», prefiriendo detenerse en su viejo rencor contra Alemania y en su nuevo rencor contra Italia. Contra los segundos, porque eran el adversario último, con Valencia como «asesino a sueldo» (TNA: telegrama de Roma, 4 de junio, FO 371/21335). Siempre se olvidó, convenientemente, que también aviadores italianos habían, en ocasiones, bombardeado por error y que en lugar de lanzar sus cargas contra buques republicanos lo habían hecho contra barcos que izaban otros pabellones[33]. En tal coyuntura, los datos recopilados por el servicio de inteligencia militar soviético (GRU) dieron a entender que Mussolini estaba dispuesto a seguir adelante, que Francia no haría nada decisivo y que no tenía ideas claras respecto a las intenciones de las potencias fascistas. El Reino Unido, por su parte, no se encontraba preparado para la acción. Según el GRU, informaciones de procedencia británica y checoslovaca hacían pensar que la guerra europea no sería posible antes de finales de 1939[34]. Estas informaciones o chismorreos dieron en el blanco plenamente.
En cualquier circunstancia, el bombardeo del Deutschland hubiese arrastrado consecuencias. Las que se produjeron se vieron, no obstante, intensificadas por la actitud británica. Stanley Baldwin fue sustituido el 28 de mayo (no el 17, como afirma Beevor, p. 430). Su sucesor, Neville Chamberlain, excanciller del Exchequer, ha quedado ligado indeleblemente a la política de archiapaciguamiento de los agresores nazi-fascistas. En una Inglaterra en la que el Gobierno ya había iniciado su basculación hacia Franco, el nuevo primer ministro —egocéntrico, vanidoso, manipulador y autoritario— imprimió un sello letal a la política hacia la República. Es difícil encontrar buenas palabras sobre Chamberlain a la vista del desastre que, incluso para el propio Reino Unido, representó su política. Encuadraremos su figura a través de una reciente valoración y la que en su época mereció a un observador interesado en la política británica.
Olson (pp. 92s y 169s) señala que Chamberlain nunca creyó que los dictadores fascistas quisieran la guerra y que él era el arma más poderosa de que disponía el Reino Unido para disuadirlos. Apoyado en las certidumbres que le daban su ignorancia y su desconocimiento de las realidades exteriores, siempre consideró que sería posible negociar con Hitler y con Mussolini como si fueran hombres de negocios respetables. Lo que él había sido. Nunca ocultó sus convicciones y se rodeó de personajes un tanto inquietantes como Sir Horace Wilson, experto en relaciones industriales, y Sir Joseph Ball, antiguo director de investigación del MI5 y especialista en misiones sucias, muy parecidas a las que años más tarde condujeron a Richard Nixon al escándalo del Watergate.
Más significativa, sin embargo, es la caracterización que de Chamberlain hizo en aquel entonces el embajador soviético: el primer ministro ni era una lumbrera ni tenía demasiada capacidad política. Se llevaba muy bien con la City. Era testarudo y cuando se le metía una idea en la cabeza insistía en ella hasta rompérsela contra una pared. Era un hombre con gran conciencia de clase. El viejo Lloyd George había dicho que era la antítesis de Baldwin. Este también representaba las aspiraciones de la clase dominante pero tenía una actitud filosófica, dividido entre la duda y el escepticismo. No estaba convencido, por ejemplo, de que el capitalismo fuera el mejor de todos los sistemas posibles y no en vano uno de sus hijos era laborista. Chamberlain creía firmemente en el sistema capitalista, al que le reconocía atributos tan invariables como la ley de la gravedad. Era un hombre seguro de sí mismo y de su credo. Cuando Maisky fue nombrado embajador en Londres cinco años antes en las relaciones anglo-soviéticas la firma de un tratado comercial era un tema importante. Chamberlain se le quejó de las pocas compras que la URSS hacía al Reino Unido y las comparó desfavorablemente con las muchas que en aquel entonces Moscú hacía a Alemania. Maisky le contestó que Berlín ofrecía mejores condiciones crediticias. Chamberlain se estremeció y con una expresión glacial en su cara respondió: «¿Créditos? ¿A cuento de qué hemos de dar dinero a nuestros enemigos?». Chamberlain no sólo consideraba que la URSS era el principal adversario sino que el comunismo constituía el principal peligro que amenazaba al sistema capitalista[35]. Tal era el hombre con quien tenía que lidiar la República y quien, sin duda, hubiera estado encantado de haber podido contar en Londres con el oro español, no en vano había sido el ministro de Hacienda que hubiese, en su caso, autorizado la operación.
VISIONES BRITÁNICAS
La sustitución de primer ministro tuvo lugar cuando Azcárate había reiterado por enésima vez que a los conservadores les interesaba evitar el triunfo republicano. La derrota hundiría, en efecto, todos los experimentos económicos, políticos y sociales que se esbozaban en la península[36]. La estrategia de Chamberlain se ha explicado de muy diversas formas. En un plano general, un historiador a la moda, Nial Ferguson, la ha interpretado combinando cuatro elementos: razones puramente estratégicas, el tradicional aislamiento británico, una fuerte base social propicia y el horror a Stalin. El resultado, afirma, es que no había alternativa viable. De aquí que se ensayaran sucesivamente diversos enfoques: de aquiescencia con las bravuconadas de Hitler y Mussolini, de represalia tras el ataque a Polonia en 1939 o de disuasión. Lo único que no se puso en práctica fue la prevención. En esta última, apostillaremos nosotros, hubiese encajado una consideración muy diferente de lo que significaba la intervención del Eje en España. Con todo, el problema de este tipo de argumentos es que se realizan en un plano general, dejan de lado muchos aspectos concretos y, ciertamente, omiten el caso español. También desconocen hasta qué punto los servicios de inteligencia militar británicos seguían día a día la intervención del Eje y, muy en particular, la italiana.
En Londres, en efecto, se conocían con gran detalle las actividades en España de la denominada Aviación Legionaria: sus operaciones, desplazamientos y tiempos de vuelo; el despliegue y redespliegue de sus unidades; los pedidos a Roma; las llegadas y movimientos de material; las actuaciones y pérdidas de los aviadores; los intercambios de prisioneros; los traspasos de equipo a Franco; los análisis sobre la eficacia de las operaciones; las mezclas de bombas utilizadas, etc. Los británicos interceptaban las informaciones que transmitían los franquistas a los italianos y con frecuencia las órdenes de movimiento españolas. Por muy recargados de trabajo que estuvieran, los servicios de inteligencia no se privaban de añadir sus propios comentarios, explicaciones, detección de errores y alguna que otra cuestión operativa[37]. Supieron, por ejemplo, que tres aviones italianos S 79 habían participado en el bombardeo de Gernika y que contabilizaron cinco horas de tiempo de vuelo. Un detalle hasta ahora desconocido y que, claro está, se trató como máximo secreto. No encajaba con la polvareda levantada y que Southworth diseccionó con sus habituales brillantez y minuciosidad.
Es decir, las proclamaciones y análisis, externos e internos, del Foreign Office; las abundantes declaraciones gubernamentales ante los Comunes; las réplicas a las cuestiones planteadas por los diputados de la oposición liberal y laborista y, a veces, por los propios conservadores, entre quienes siempre destacó la duquesa de Atholl, infatigable paladín de la causa republicana; en una palabra, todo lo que ha constituido hasta ahora el pan y la sal de los numerosos análisis académicos sobre la postura británica debe pasarse por el tamiz de lo mucho, muchísimo, que el Gobierno ocultaba, desde los detalles más nimios a las estadísticas generales[38], y calló. Prefirió concentrarse en la búsqueda de un arreglo con Italia y en la posibilidad de separarla del Tercer Reich. Una política que condenaba irremisiblemente a la República y contra la cual sólo de vez en cuando se levantaron voces aisladas en las filas de su burocracia.
Correspondió, de nuevo, al gran sovietiólogo que fue Laurence Collier subrayar las conclusiones que se derivaban de una de las grandes falacias del apaciguamiento, la noción de que los intereses del Tercer Reich, de Italia o del Japón eran un tanto (o incluso fundamentalmente) incompatibles entre sí. En realidad, lo único que había de incompatible era el deseo de cómo repartirse los despojos de las respectivas políticas de expansión, no el deseo conjunto de ponerlas en práctica. De tal aseveración se deducía que una estrategia basada en concesiones se vería abocada, como así ocurrió, al fracaso. Es más, incrementaría los apetitos y demandas del Eje, lo que también sucedió. Lo incomprensible, afirmó Collier, era que los propios embajadores británicos en Roma, en Berlín o en Tokio la preconizaran. También se desprendía que los intentos de «comprar» la buena voluntad de los agresores por medios económicos estaban igualmente condenados al fracaso. La única alternativa era el reforzamiento del frente democrático, con la ayuda de Francia y sus aliados, para crear una nueva situación de equilibrio en Europa. Implícitamente ello exigía dejar de alborotar con el espectro de la amenaza comunista, en la que, aparte de los círculos católicos y algunos otros que Collier no identificó, ya casi nadie creía (DBFP, XIX, doc. 311 )[39]. Obsérvese, sin embargo, que no mencionó para nada a España.
Ignorando todo este trasfondo hay autores (Suárez, p. 521) para quienes el cambio británico se debió a otros factores. Por ejemplo, a la labor del representante oficioso de Franco en Londres, el duque de Alba, llegado el 1 de junio y que rápidamente se relacionó con los círculos más conservadores de la sociedad británica[40]. De entrada empezó alojándose en la casa del marqués de Londonderry, uno de los appeasers más furibundos y germanófilo convencido. El 8 de junio se entrevistó con el rey Jorge VI. En realidad Alba contribuyó a acelerar una dinámica que funcionaba desde los comienzos de la guerra civil y que también hubiera funcionado sin él.
El nuevo primer ministro no tardó en mostrar de qué lado se escoraba. El 19 de junio los alemanes afirmaron que en diversas ocasiones submarinos republicanos habían intentado torpedear el crucero Leipzig. Reclamaron una respuesta enérgica que incluyese una demostración naval de las flotas franco-británica y germano-italiana ante Valencia y la petición de que la República entregara todos sus sumergibles (DBFP, XVIII, docs. 627s). Una pretensión que no carecía de desvergüenza. El tema se discutió en el Consejo de Ministros británico el 21. Poco más tarde, el 25, Chamberlain expresó ante los Comunes su comprensión por la indignación alemana a causa de las víctimas del Deutschland. No dijo una palabra de la participación nazi en actos que habían nutrido los grandes titulares de la prensa mundial tales como el bombardeo de Gernika, la ofensiva sobre Bilbao o el cañoneo de Almería. Reconoció al Gobierno berlinés un alto grado de contención. (Stone, pp. 81s, y DGBP, XVIII, doc. 661[41]) y subrayó que la política británica estribaba en mantener la paz en Europa circunscribiendo la guerra a España[42]. No eran las afirmaciones más adecuadas para tranquilizar a los republicanos.
Al tiempo que en el NKID se sugería un tipo de actuaciones diplomáticas de acercamiento al Reino Unido, el primer ministro se volcaba del lado alemán. Es más, poco Maquiavelo, no tuvo el menor empacho en decírselo a un atónito Litvinov cuatro días más tarde. Si británicos y alemanes se sentasen a la mesa podrían enterarse unos de lo que deseaban los otros. Si fuera posible, Londres trataría de llegar con Berlín a un acuerdo. Si no, adoptaría otras decisiones (Maisky, pp. 403s y Haslam, pp. 150s). Este autor atribuye a Chamberlain una notable y culpable candidez. Sin embargo, por aquella época los servicios de inteligencia estaban pasando por un período de luna de miel, como lo caracteriza Wark, en su valoración de la amenaza alemana, que en el Foreign Office otros veían claramente[43].
Los franceses se negaron a participar en la demostración naval y el colapso de las peticiones nazis llevó a la retirada definitiva de Berlín del sistema de control. Se trataba de maniobras, más o menos cínicas, que continuaron durante algún tiempo en el marco de un juego diplomático en el que nadie se llamó a engaño nunca. Los temas centrales fueron la reincorporación de las potencias fascistas, la retirada de los voluntarios de España (en lo que se invirtió más de un año[44]) y la concesión de los derechos de beligerancia a Franco (que nunca dio resultados). No tiene demasiado interés detenerse en los altos y bajos de las discusiones que Moradiellos y Stone han analizado con minuciosidad y en las que Fabela (Diplomáticos, p. 37) no tardó en detectar «las intenciones del Gobierno británico de ayudar al general Franco, provocando así la derrota del Gobierno legal de España».
Nosotros haremos aquí hincapié en otra dimensión menos abordada. El Gobierno de Londres nunca pudo invocar demasiado desconocimiento de las realidades españolas. En los archivos británicos se acumulan innumerables documentos que arrojan luz sobre lo que ocurría en la península y las tendencias que detectaban sus propios funcionarios. A finales de septiembre de 1937, por ejemplo, un despacho del embajador en Hendaya, Sir Henry Chilton, iluminó algunos de los entresijos que había detrás de la exitosa campaña franquista en el Norte. Por una serie de circunstancias temporales, los franceses habían cortado el acceso a Irún y ello hizo que en la pequeña ciudad fronteriza recalasen multitud de corresponsales. Chilton habló largo y tendido con ellos y les sonsacó informaciones que no enviaban a sus editores porque, de publicarse, les hubieran impedido su actividad en España. El despacho, que reproducimos en el CD del apéndice (doc. 6[d6]), recibió comentarios superlativos en el Foreign Office. Uno subrayó la penetración en la zona franquista del credo totalitario y suscitó la cuestión de si Franco no se habría convertido en un instrumento de la «política imperialista italiana y alemana». El despacho también ofreció información sobre las operaciones de «limpieza» con la bendición de las autoridades, datos que no eran fáciles de conseguir. Un segundo comentario fue más rotundo: no había que pensar en la posibilidad de que los italianos abandonaran España. Implícitamente se sugería que la política orientada al efecto estaba destinada al fracaso, lo cual no arredró lo más mínimo ni a la jerarquía del Foreign Office ni al Gobierno. Es más, un alto funcionario, dirigiéndose a Edén, reconoció que ello demostraba hasta qué punto era correcta la estimación de lo improbable que resultaba que el Duce retirara sus tropas, confesión que nos exime de más comentarios. Se consideró que el despacho era tan importante que debía circularse con urgencia a todos los ministros, la mitad de los cuales probablemente no se daba cuenta de lo mucho que en la zona franquista se despreciaba a las democracias. Se elevó al Gabinete[45]. Sin resultados.
Podría argumentarse, aunque nadie lo hizo entonces, que el embajador, de tendencia más bien conservadora y profranquista, se había hecho eco de informaciones de segunda mano. Este no fue el caso del primer secretario, H. Thompson, que había pasado varios meses en Valencia antes de trasladarse a Hendaya. El propio Eden solicitó que su informe se elevase a los ministros[46]. No era para menos. Después de cerca de ocho meses en las dos zonas, lo que más llamó la atención a Thompson era lo poco que los medios de comunicación británicos, con todos los recursos de que disponían, habían hecho para educar al gran público sobre el peligro que en la península surgía para el Reino Unido y los intereses británicos, algo que muchos historiadores siguen hoy sin reconocer. Como funcionario de la Corona se había esforzado siempre por informar con la mayor objetividad de que era capaz. No había ocultado los asesinatos y la violencia que se registraban en la zona republicana (y que reflejó más tarde en sus memorias) pero subrayó que en los últimos tiempos la situación había mejorado considerablemente cuando el Gobierno, formado por hombres de izquierda pero no asesinos ni extremistas, había actuando enérgicamente contra los anarquistas en Barcelona. Tampoco desconocía que, tras el deterioro en el plano militar y las crecientes dificultades por las que atravesaba la población, se habían recrudecido las acciones contra la quinta columna. En la zona franquista la situación era, aparentemente, de normalidad pero no se precisaba mucho tiempo para darse cuenta del lado oculto y sombrío de la represión, las constantes denuncias, las cárceles abarrotadas, los consejos de guerra, los piquetes de ejecución y la combinación de brutalidad militar y extremismo falangista. El terror no era privativo de una zona u otra, aunque en la franquista quizá hubiese (como era el caso) más ejecuciones legales. Existía menos tolerancia y una gran absorción de ideas y métodos fascistas. «No se molestará a nadie en Valencia por no saludar con el puño en alto cuando una banda de música interprete la Internacional pero que el cielo venga en ayuda de quien, sea o no extranjero, no se ponga firme y salude a la bandera en la España de Franco».
Era difícil predecir lo que podría ocurrir en un país tan dividido. Lo más probable es que se instalara una dictadura. Thompson no creía en el triunfo republicano pero, si por un milagro se producía, al menos durante algún tiempo la resultante tendría un componente comunista. Lo atribuía, como tantos otros observadores, a que la influencia del PCE se expandía en el EP. Pero si, lo que era más probable, Franco triunfaba, la componente fascista sería determinante. Italia disponía de más de 80 000 efectivos, sin tener en cuenta la aviación instalada en Mallorca. Había entre ocho y diez mil alemanes. No se recató de criticar la cómoda noción, prevaleciente en el Reino Unido, de que se trataba, esencialmente, de «técnicos». Eran, afirmó, los que habían pulverizado la resistencia en el Norte. La defensa antiaérea en Burgos y Salamanca estaba en sus manos. Reparaban puentes y carreteras, los servicios telefónicos y telegráficos y no en último término aportaban material de guerra.
Thompson se preocupó de diseccionar la idea de que no estaba en el carácter español tolerar la presencia de extranjeros cuando terminasen las hostilidades. Si bien «en su corazón todos los españoles son xenófobos», destacó que al menos los oficiales y funcionarios italianos no se recataban de reconocer que estaban en España para luchar por Italia y por una nueva era. Veían en la democracia un sistema decadente, fuente de todos los males. El odio y el rencor contra el Reino Unido eran considerables y todos albergaban la convicción de que se trataba de un país que iba al desastre, «que ellos le ocasionarían». No ocultó la sorpresa que le había producido escuchar tales ideas, «pero que no podían desconocerse». España no era sino un nuevo paso adelante en la conquista del mare nostrum.
¿Cuáles eran las conclusiones operativas? Dos bastante sensatas: la primera que ni Italia ni Alemania podrían permitirse el lujo de que Franco perdiera; la segunda, que Italia tendría que obtener algunos resultados, siquiera para mostrar a los alemanes el valor e importancia de su amistad. ¿Cuáles podían ser? Por lo menos una intensificación de la campaña en el Norte (que se produjo), el no echarse atrás en el CNI (lo que también ocurrió) y el ignorar las declaraciones de amistad con Londres (en lo que tampoco se equivocó). La política italiana estaba soldada al Tercer Reich y su actuación en España no sólo se orientaba por consideraciones mediterráneas sino sobre todo por la necesidad de hacerse valer en el Eje[47].
También llevaba razón Thompson al identificar el dilema de Franco. Por un lado no tenía nada que ganar enemistándose con el Reino Unido (de aquí que tratara de congraciarse). Por otro tampoco podría prescindir de sus protectores y, al tiempo, ganar la guerra. Tendría que pagar un precio por la ayuda que le daban, no en forma de territorio (como se rumoreaba insistentemente en los medios de comunicación y afirmaba de manera machacona la propaganda republicana) sino de forma más sutil. Por ejemplo, con alianzas político-militares o concesiones económicas de amplio espectro. Se equivocó en cuanto al contenido de las primeras en la medida en que no llevaron a bases permanentes. No en cuanto a las segundas, que probablemente superaron sus temores. El futuro, ya se sabe, es difícil de predecir[48].
Ninguno de estos informes, y otros que no traemos a colación, tuvieron el menor impacto sobre el Gobierno británico. Dirigido con mano de hierro por Chamberlain, sabía lo que quería con respecto al Eje (intensificar la línea del apaciguamiento) y también lo que había que hacer con respecto a España: reforzar el acercamiento hacia los presumibles vencedores e influir para que su alineamiento con las potencias fascistas fuese lo menos negativo posible para los intereses británicos, tal y como los entendía. Chamberlain fracasó en su doble estrategia, pero contribuyó con notable eficacia a que la República perdiese la guerra. No es de extrañar que Negrín pintara con los más negros colores la situación. Creía —y no le faltaba razón— «que nos desdeñan o nos aborrecen» (Azaña, p. 229). La escalada británica contra la República se acentuaría en los meses siguientes, según veremos en los próximos capítulos. ¡Cómo para haber depositado el oro en Londres!