A la sombra de los nubarrones
europeos
SI HUBO ALGÚN momento en que existió la posibilidad de que la estrategia negrinista pudiera tener alguna forma de plasmación fue a finales del verano de 1938. La anticipación de este escenario permite comprender su política militar[1], cuyo hito fue la ofensiva que facilitó a las unidades de un revitalizado EP cruzar el río Ebro mientras Franco proseguía su preocupante operación contra Valencia. También alumbra su estrategia política, que guardó para sí y no explicó ni siquiera a Zugazagoitia. Envió a Pascua a Moscú con el fin de que iniciase conversaciones para obtener un nuevo crédito y continuó haciendo guiños a las potencias democráticas. Consiguió éxitos tácticos pero no fundamentales. Franco contaba con una gran superioridad de hombres y material que empleó a fondo, con el reforzado apoyo del Eje. Abordaremos la marcha hacia la derrota desde un ángulo diferente del que propaga una literatura ideologizada.
NUEVA PETICIÓN FINANCIERA A LA URSS
Los orígenes de la operación que se convertiría en la batalla del Ebro remontan a mayo, cuando la frontera franco-catalana estaba plenamente abierta. El proyecto lo pasó Rojo el 5 de junio a estudio, es decir, poco antes de que se cociera la nonata crisis que exasperó a Negrín. Naturalmente, los asesores soviéticos a cuyo frente se encontraba el general Ivan Maximov estuvieron asociados al proceso. Sin embargo, poco antes de que se iniciara la acción Maximov visitó a Rojo para decirle que iba a ser un fracaso. Es más, le criticó duramente y le culpó de los reveses del EP (Martínez Reverte, pp. 43s). Rojo se sintió desautorizado y solicitó el relevo. Negrín no hizo caso[2]. Como comentó a Zugazagoitia (pp. 468s), Rojo había estado trabajando personalmente con él durante todo el tiempo. Negrín no ignoraba las dificultades de la operación pero si se obtenía una victoria militar podría explotarse ampliamente. En cualquier caso era prioritario parar el avance de Franco hacia Valencia. El cruce comenzó el 25 de julio. La operación demostró hasta la saciedad que el EP reavivado no carecía de arrojo, aunque sí de reservas e incluso de material. Ramón Salas (p. 1971) es tajante: seguía teniendo una reducida capacidad ofensiva y su habilidad maniobrera continuaba siendo muy baja. Por razones no del todo claras (hay quien habla de sabotaje —inverosímil— de los soviéticos e incluso de los mandos comunistas de las FARE —todavía más improbable—, algunos de imprevisión de Rojo, otros de que no se estaba lanzando una auténtica ofensiva con fines estratégicos[3]) los comienzos se hicieron sin cobertura aérea. En cualquier caso, la evolución fue similar a otras operaciones republicanas: una aceptable medida de sorpresa, éxitos iniciales y… escaso aprovechamiento ulterior. En diez días de continua pugna, la ofensiva cambió de carácter y se transformó en una batalla de desgaste para la cual el EP no estaba tan preparado[4]. Las contraofensivas franquistas se iniciaron el 5 de agosto. El 23 Rojo escribió a Modesto, jefe del Ejército del Ebro en el que se daba cita la flor y nata de los mandos comunistas. Rojo informó que había tenido la visita de Maximov, impresionado por la situación. Estaba tan pesimista como antes. Le advirtió de su posible influencia sobre los mandos, aunque él seguía convencido de que Maximov exageraba, y de una posible desmoralización de los mismos. Confiaba en Modesto para conjurar cualquier situación difícil (RGVA: fondo 33987, inventario 3, asunto 1149, pp. 320s)[5].
La acometida generó sorpresa e incluso admiración (Zugazagoitia, p. 473). Los republicanos no se daban por vencidos[6]. La batalla se desarrolló a la sombra de los nubarrones que se cernían sobre la Europa central. En mayo, Edward Benes, presidente del segundo país amenazado por el expansionismo nazi, había proclamado una movilización parcial del potente ejército checo. Creía en la inminencia de un ataque. En aquel momento carecía de fundamento. Hitler todavía no estaba listo, aunque pronto remedió tal deficiencia (Kershaw, pp. 118ss). Poco a poco, al socaire de presiones británicas, Praga bajó la guardia. Como ha señalado Lukes, al actuar de tal forma Benes cometió un error que se unió a otros anteriores en los que no nos detendremos. Tal comportamiento, muy diferente del de los republicanos, desde Giral hasta Negrín, pasando por Largo Caballero, hizo pensar en Londres y París que Praga no se opondría a una solución de compromiso que eliminase el riesgo de un conflicto. Con extraña persistencia, Benes y sus asesores acumularon errores. Tras proclamar alto y claro que el problema de la minoría de lengua alemana en la región de los Sudetes era estrictamente checoslovaco y rechazar una misión de información sugerida por Chamberlain (de quien para entonces no hubieran debido fiarse lo más mínimo), Praga la aceptó en julio. Es como si, salvando las distancias, la República hubiese acogido una mediación foránea en agosto de 1936. En ambos casos las coordenadas internacionales no eran demasiado favorables pero tampoco tan negativas. Checoslovaquia contaba con cartas que, bien jugadas, probablemente le hubieran permitido desempeñar otro papel que no fuese el de víctima destinada al matadero. Los republicanos eligieron batirse y salvaron si no la República al menos el honor[7]. Praga sacrificó este y terminó en manos nazis, el objetivo de Hitler desde el primer momento.
Durante el mes de agosto, la misión dirigida por lord Runciman se paseó por los Sudetes recogiendo información. En septiembre dio a conocer sus resultados que distaban mucho de ser favorables para las tesis de Praga (Ragsdale, pp. 48-50). Cataluña quedaba lejos pero en aquel mes tenía sentido mantener el combate en el Ebro y no replegarse hacia las posiciones de partida, como el buen sentido hubiese aconsejado. Era difícil encajar, tanto en el plano internacional como en el interno, lo que se hubiera percibido como una derrota psicológica profunda. Ello no disculpa el error en que se incurrió al permitir un desgaste de los hombres y del material que era difícil, si no imposible, de reponer en aquellas circunstancias. Con todo, en las posteriores directivas del Comisariado General del Ejército de Tierra, que reproducimos en el CD del apéndice (doc. 40[d40]), se entonó una loa a la acción desarrollada y que se caracterizó como un éxito. El EP había obtenido un sobresaliente en la acción. La ofensiva franquista contra Valencia se había detenido. El enemigo estaba maltrecho. Se obviaba que Franco podía reponer sus pérdidas muy rápidamente. La República, no.
En el clima de relativa euforia que acompañó al cruce del Ebro, Negrín ordenó a Pascua que se desplazase a Moscú. Le entregó una carta personal para Stalin, fechada el 28 de julio, y redactada en francés. Decía así:
Mi querido Camarada: nuestro amigo Pascua va a Moscú para despedirse en tanto que embajador ante los soviets. Las circunstancias le han forzado a aplazar hasta este momento ese viaje, muy a su pesar y al mío. Deseando aprovechar la ocasión, le he rogado que le presente algunos puntos de vista así como sugerencias de la más alta importancia y de las cuales mucho depende, a decir verdad, el resultado de la lucha que nos ocupa aquí.
Renovando el testimonio de nuestra gratitud profunda para con el Pueblo y el Gobierno soviéticos por toda la ayuda que hemos recibido durante los dos últimos años, le ruego reciba, querido Camarada Stalin, mis saludos más cordiales así como mis mejores votos para el progreso de la URSS[8].
La misión era vital. Pascua debía conseguir que la URSS otorgase un nuevo crédito a la República. Negrín, evidentemente, no podía abandonar Barcelona en aquellas circunstancias o dejar la responsabilidad en manos del encargado de negocios, ya fuera Martínez Pedroso o Polo, no porque no fuesen leales sino porque no tenían con la alta dirección soviética los lazos que había logrado anudar Pascua[9]. Este se entrevistó el 13 de julio con los dirigentes, aunque en un críptico apunte no les identificó. Es inverosímil que bajase del nivel de Molotov y Vorochilov y no cabe excluir que viera a Stalin. Expuso, ante todo, sus impresiones sobre la marcha de la guerra. Hacían faltan suministros. La situación económica y alimenticia se agravaba por momentos. La República había financiado la contienda prácticamente sin créditos. No tenía ya recursos. De aquí todos los intentos realizados para conseguir recuperar el depósito de oro en el Banco de Francia. Iba pertrechado de estadísticas. Las necesidades ascendían a casi cuatro millones de libras mensuales (unos veinte millones de dólares). La mitad se refería a víveres. Es útil darles publicidad y se reproducen en el CD del apéndice (doc. 31[d31]). Con todo, Negrín creía que se divisaba una nueva oportunidad, que Pascua no consignó en sus notas, y también que en aquel preciso momento la colaboración soviética era más precisa que nunca. El futuro se presentaba difícil. Se necesitaba apoyo económico y de material de guerra pero, y sobre todo, rapidez y regularidad en los envíos.
Era el período en el que abundaban los rumores sobre una mediación internacional en España. Pascua no dejó lugar a dudas: personalmente Negrín era hostil a la idea, pero mejor valía no pronunciarse antes de que se produjeran las circunstancias que la hicieran imperativa. Por ejemplo, para evitar una catástrofe total. Sólo aceptaría tal posibilidad, llegado el caso, de acuerdo con la URSS. Esto era lógico cuando se le pedía ayuda en condiciones casi extremas. Por lo demás, habría que ver si Franco, Alemania e Italia la aceptaban. Pascua añadió que Inglaterra no quería un triunfo claro y neto de Franco y que pensaba en don Juan de Borbón. La cuestión era ¿hasta qué punto el Eje toleraría un éxito republicano?
Ante tal derroche de sinceridad, sus interlocutores respondieron que estaban contentos tanto con él como con sus frecuentes viajes. Suscitaron la cuestión del PCE, aunque no sabemos en qué términos, y Pascua presentó objeciones, no identificadas. Los soviéticos plantearon de nuevo el desarrollo de la industria de guerra y, en particular, de la fabricación de motores de aviación. Pascua insistió en el crédito y en la urgencia de la coyuntura. Incluyó otros temas como las sempiternas presiones del NKVT. Sus referencias al resto de la conversación son tan crípticas que resulta aventurado descifrarlas[10]. Sabemos, no obstante, que recibió buenas noticias porque telegrafió inmediatamente a Negrín diciéndole que la idea se había aceptado. Es imprescindible subrayar esto. En la ocasión anterior las negociaciones financieras habían exigido meses y meses, cuando todavía había oro. En julio de 1938, con densos nubarrones cerniéndose sobre la Europa central, los dirigentes soviéticos no dudaron en tomar una decisión favorable en principio. Es posible que Pascua se quedara en la URSS un par de semanas. Se conserva una nota del comisario adjunto de Asuntos Exteriores, Potemkin, del 17 de agosto, en la que se hizo eco de una visita del mismo, acompañado de Martínez Pedrosc y del embajador de Checoslovaquia, Zdenek Fierlinger. Después del almuerzo, Pascua le preguntó si era posible que le recibieran en el Kremlin cuanto antes. Tenía que regresar con urgencia y no quería hacerlo sin terminar el encargo (AVP RF: fondo 05, inventario 18, asunto 86, carpeta 144, p. 15). Ignoramos si Stalin le recibió o no pero, en unos apuntes memorialísticos, Pascua dejó constancia del éxito de su misión[11]. Se había solicitado un préstamo de 75 a 100 millones de dólares (equivalentes a 968 y 1290 millones de dólares y a 804 o 1071 millones de euros de 2005) del que pudiera disponerse mensualmente por tramos de 12,5 millones, a un tipo de interés del 3 por 100. Los soviéticos rebajaron el montante a 50 millones de dólares (equivalentes a 645 millones de 2005 o a 536 millones de euros): el importe de dos meses y medio de importaciones, sin contar el material bélico.
Zugazagoitia (p. 496) señaló que la misión se había quedado un poco corta. La garantía era mínima. La constituían el oro depositado en Mont-de-Marsan, cuando lo entregara (sic) el Banco de Francia; la cesión de una parte variable del producto de las exportaciones españolas de mercurio, sal, plomo, potasa, agrios y tejidos y, por último, la mitad del precio de venta de mercantes españoles surtos en puertos soviéticos[12]. En definitiva, se trataba de una operación con un soporte muy débil. Su importancia fue más bien política y simbólica. Se desconocen, no obstante, las circunstancias de la negociación ulterior entre Negrín y Marchenko. Afortunadamente, se conserva el documento final que se firmó en Barcelona el 12 de enero de 1939. Se reproduce en el CD del apéndice (doc. 32[d32]). En él se observa que desapareció cualquier referencia a una garantía. Esto significa que se concibió como una especie de descubierto, que devengaría una obligación de devolución, con intereses, sólo si utilizaba. Gracias a la documentación de Negrín ha podido identificarse este segundo crédito, cuya concesión se ha demostrado sólo en fecha muy reciente[13]. Se ignoran los motivos por los cuales se retrasó tanto su firma. En nuestra opinión, quizá haya que verlo en el contexto de la ayuda en suministros militares que Stalin adoptó en noviembre de 1938 y a la que nos referiremos en el próximo capítulo.
En relación con el oro también tiene interés recordar que por aquella fecha el Gobierno republicano logró la salida de la URSS de los cuatro claveros que habían acompañado, en octubre de 1936, la expedición a Moscú. En un primer momento, las autoridades españolas habían preferido que se quedaran hasta que se terminase el recuento. Después, se les prolongó la estancia por motivos de seguridad, con el fin de evitar que no trascendiera ninguna información. Todos ellos habían encontrado trabajo en el mundillo bancario y para que no se sintieran tan solos se había permitido que se les reunieran sus familias. Después, José Velasco Sierra y Abelardo Padín Garona se habían casado con ciudadanas soviéticas y el primero tenía ya una criatura de siete meses. El 13 de septiembre, Martínez Pedroso se entrevistó en el NKID y planteó su salida y la de sus familias si estas decidían acompañarlos. Adujo que el Gobierno necesitaba de sus servicios en bancos en Washington, Estocolmo y otros lugares. Cuando Potemkin elevó, el 8 de octubre, el tema a conocimiento y decisión de Stalin, resultó que sólo uno de los cuatro se había casado. El NKID se pronunció a favor de la petición[14]. No sabemos cuándo el Buró Político la aceptó, pero salieron.
MÁS GUIÑOS A LAS POTENCIAS DEMOCRÁTICAS
Mientras apelaba al vector soviético, Negrín no olvidó el occidental. Desde finales de marzo, Jiménez de Asúa venía enviando noticias alarmantes desde Praga. No identificaba a sus fuentes pero la República carecía de otros ojos y oídos en Checoslovaquia. Ya el 31 de marzo anunció una posible conexión entre los acontecimientos españoles y los de la Europa central: le habían dicho que Alemania había hecho saber a Francia que una intervención en España acarrearía otra en Checoslovaquia. El 5 de julio se hizo eco de que Alemania tenía la intención de dar un ultimátum a Praga e iniciar hostilidades en agosto (AJNP). Reiteremos, pues, que la operación sobre el Ebro se inició y desarrolló en un clima exterior de gran incertidumbre. El general Rojo expuso con rotundidad que
Examinando la situación internacional con los caracteres que ofrece en los momentos actuales, una afirmación de carácter general cabe establecer: que las condiciones en que haya de desenvolverse nuestra guerra y su suerte misma están ligadas estrechamente a la resolución que se dé al problema de Checoslovaquia. Nada directo, en el orden económico y en el militar, nos había unido a este país; sin embargo, por cuanto su problema obliga a definir a Francia e Inglaterra en las relaciones que serán capaces de sostener con Italia y Alemania, es evidente que podremos conocer sus propósitos o sus fines respecto a nosotros, y de aquí que hayamos de fundamentar las posibilidades para continuar nuestra lucha en la actitud que dichos países observen[15].
Negrín le hizo caso. El 21 de septiembre, ante la Asamblea de la SdN, Litvinov declaró que la URSS había notificado a Checoslovaquia y a Francia su resolución de cumplir sus compromisos de ayuda. No encontró respaldo en París (Roberts, p. 88). «La decepción del diplomático ruso —apuntó Zugazagoitia (p. 498)— es extraordinaria y sus palabras dejan entender que tendrá repercusiones». En la misma sesión Negrín declaró que se había decidido la retirada inmediata y completa de todos los combatientes extranjeros, sin distinción de nacionalidad, alistados en el EP. El anuncio cayó como un trueno en una serena tarde de verano.
Se trataba, sin embargo, de una idea que andaba rondando desde mucho tiempo antes. El 18 de febrero, por ejemplo, Rojo había expuesto a Prieto sus inconvenientes. Entre estos destacaban la pérdida de cuadros de mando y el efecto moral, si no se preparaba adecuadamente. El informe del jefe del EMC, reproducido en el CD del apéndice (doc. 27[d27]), fue muy circunstanciado e interesante. Una de sus ideas era que tal vez la República ganase prestigio internacional si se valía de sus propios medios para defender su causa. Esta apreciación no parece que tuviese mucho impacto en los primeros meses del año pero fue decisiva en un período en que la consigna de resistencia se había amalgamado con una vigorosa denuncia de la agresión fascista, en paralelo a lo que acaecía en Europa central. Aunque no lo he visto demostrado documentalmente, parece sensato pensar que, como ocurre tantas veces en política, las exigencias tácticas o del momento terminarían imponiéndose a las reflexiones de mayor calado. En lo que se refiere a los brigadistas, los preparativos sugeridos por Rojo no se llevaron a cabo. Es posible, en cambio, pero tampoco hemos encontrado constancia documental de ello, que la paulatina retirada de los soldados soviéticos sí se preparara. Negrín pidió a la SdN que constituyese una comisión internacional encargada de comprobar la retirada y que garantizara su total aplicación. La Asamblea aceptó y el 30 de septiembre, cuando Chamberlain y Daladier «negociaban» con Hitler en Munich, adoptó una resolución por la que se instaba al Consejo a proceder inmediatamente. El mismo día este último se pronunció de forma favorable[16].
En el momento en que Negrín hizo su sugerencia no se sabía exactamente cómo iban a reaccionar las potencias democráticas ante los nubarrones que ensombrecían el futuro de Checoslovaquia. Si se hubieran mostrado algo más firmes, los republicanos hubieran indudablemente profundizado en su compromiso antifascista[17]. De entrada dieron solución a una de las cuestiones que con mayor insistencia las democracias habían planteado a ambos contendientes sobre la retirada de los voluntarios que, en cantidad muy dispar, apoyaban a ambos bandos, mayoritariamente al franquista. Pero ni Francia ni el Reino Unido reaccionaron de forma adecuada ni a la propuesta de Negrín ni a los nubarrones que se cernían sobre el cielo europeo. En tal sentido, y a diferencia de muchos autores, mi valoración sobre la sugerencia negrinista es un tanto negativa. En cuanto a la escena europea, lo que después ocurrió es muy conocido, aunque las controversias en modo alguno se han calmado y, con la futura apertura de fuentes archivísticas y documentales, es muy verosímil que se intensifiquen en el futuro. Por desgracia habrá siempre dimensiones de aclaración casi imposible[18]. La clave estaba en Londres.
Chamberlain desdeñó a la URSS. A sus prejuicios personales e ideológicos se unieron los informes que minimizaban la capacidad combativa del Ejército Rojo. En abril de 1938, por ejemplo, el nuevo agregado militar en Moscú, coronel Roy Firebrace, había enviado un análisis devastador. En el Foreign Office no tardaron en extraerse conclusiones no menos negativas: primero, que era dudoso que Moscú pudiera ayudar a Checoslovaquia y secundo que probablemente Hitler pensara lo mismo por lo que, tercero, 1938 sería el año en que liquidaría el problema de los alemanes en los Sudetes. El mejor momento se produciría aproximadamente en agosto («Efficacy of the Red Army». TNA: FO 371/22298). Esta última predicción no falló aunque rodo parece indicar que a Chamberlain no le afectó lo más mínimo en su estrategia política[19]. A finales de ese mes de agosto, Maisky, de regreso de Moscú, se entrevistó separadamente con un prominente diputado del partido conservador, Harold Nicolson, y con Vansittart. A ambos les dijo más o menos lo mismo. Los soviéticos se sentían defraudados por el comportamiento anglo-francés. Ahora bien, si las democracias acudían en apoyo de Checoslovaquia, los soviéticos se añadirían. Si permitían que los nazis agredieran, a Moscú no le quedaría más remedio que aislarse, aunque él esperaba que no fuera demasiado lejos. La culpa sería de Londres y París, que ni consultaban con la URSS ni la informaban de nada. Naturalmente, añadió, a la larga todo ello surtiría efectos (TNA: FO 371/22289)[20]. Era premonitorio.
El primer ministro se escudó tras los resultados de la misión Runciman que vio una posible solución a la crisis en la concesión inmediata de la autodeterminación de los Sudetes y en la reorientación hacia el Tercer Reich de la política exterior checoslovaca. Ya el 10 de septiembre, Goebbels, en conversación con Sir Neville Henderson, el hiper-desastroso embajador en Berlín, ganó la certidumbre de que Chamberlain no quería ir a una confrontación. Esta postura fue fatal para el Gobierno Daladier, ansioso de no quedarse solo pero desgarrado ante la posibilidad de que Checoslovaquia fuese neutralizada (Imlay, pp. 32-34). Pocos días más tarde, Hitler estaba convencido de que ganaría su apuesta. Era, dijo a su fiel ministro de Propaganda, una cuestión de tiempo y de nervios. Los suyos resistieron infinitamente mejor que los de los británicos.
Londres y París, en donde el apaciguamiento de Bonnet y de los «realistas» del Quai d’Orsay marcaron la pauta, se inclinaron por una cesión de los Sudetes al Tercer Reich. El tema se planteó a Benes quien aseguró que nunca retrocedería. Hacerlo implicaba entregar a la Gestapo a un montón de demócratas, socialistas y judíos. Su entereza, expuesta el 20 de septiembre (la víspera había preguntado a los rusos si se comportarían de acuerdo con sus obligaciones, quienes le dijeron que sí), no duró mucho. Franceses y británicos empezaron a ejercer presión en serio. «¡La tan cacareada solidaridad de las democracias!», comentó sarcásticamente Goebbels. Sin saber que los soviéticos habían empezado la movilización (una friolera de 90 divisiones)[21], el mismo día en que Negrín hablaba en Ginebra, Benes dobló la cerviz y aceptó la cesión territorial.
Las disensiones en el Gobierno francés habían sido tales que Reynaud y Mandel trataron vanamente de estimular a Benes a que resistiera a la vez que ponían a caldo a Bonnet, modelo de archiapaciguador. El gran muñidor que era Chamberlain ignoró a Francia en sus tres principales decisiones estratégicas: la ya comentada misión Runciman y sus dos visitas a Hitler, a la primera de las cuales (Berchtesgaden, 15 de septiembre) se autoinvitó. Incluso antes de Munich se esquivó a las repetidas llamadas de Daladier (Du Réau, p. 275). Una consecuencia de tal proceso fue el colapso de la conspiración contra el Führer que por entonces había surgido entre ciertos altos mandos de la Wehrmacht. Ahora bien, Chamberlain tampoco demostró que tuviera grandes dotes de negociador (aunque él pensase lo contrario, Kershaw, p. 129). Hitler jugó con su oponente como si fuera un chaval que aceptó, sin consultar ni con su Gobierno ni con Francia, los principios esenciales de las «reivindicaciones» nazis. Cuando regresó a Alemania, esta vez a Bad Godesberg (23-24 de septiembre), llevando la aquiescencia de checos y franceses, Hitler no se dio por satisfecho, apoyado en una movilización en marcha. Quería los Sudetes para el 1 de octubre o invadiría. En París, Daladier decretó la movilización parcial el 24. Los cónsules republicanos en Francia se hicieron eco de las medidas y de las llamadas a filas de los reservistas (AJNP). Parte de la flota británica fue puesta en estado de alerta. Para entonces Praga también había ordenado la movilización con carácter general. Sin embargo, lord Halifax dijo al embajador checoslovaco en Londres que Chamberlain creía que cabía arreglarse con Hitler ya que se calmaría en cuanto obtuviese la región sudete (Carley, p. 63).
Es obvio que el primer ministro no había aprendido mucho desde junio de 1937, cuando había argumentado más o menos en los mismos términos con Litvinov. Tampoco abundaron quienes se preocuparon de las consecuencias estratégicas de una nueva concesión a Hitler (Imlay, pp. 80s). En este contexto, la idea de que los checoslovacos parecían dispuestos a defender su independencia fue flor de un día. Mientras la situación se crispaba, Negrín convocó a Leche y le entregó un memorándum el 28 de septiembre (AJNP). Decía así:
El Gobierno español está hondamente preocupado por la situación actual. Desea, y espera, que aún pueda salvarse la paz mundial. Responde, en esta posición, no sólo a motivos de principio sino a razones de alto interés nacional. Tiene noticias de las medidas que se toman en el campo rebelde, para el posible caso de una conflagración.
Aparte de la habilitación en aeródromos y desplazamiento de fuerzas —aún escasas, según nuestras referencias— en la zona pirenaica, y del proyecto de un golpe de mano sobre Menorca, al Gobierno le son conocidos, en sus grandes líneas, los preparativos realizados en la costa atlántico-mediterránea de España y Marruecos. Nuestro EM estima posible que en virtud de ellas la virtualidad de Gibraltar como base quedaría anulada.
El Gobierno español está dispuesto a responder a las obligaciones que le impone el Pacto de la Sociedad de Naciones, conforme a las normas que este establece. El EMC tiene hechos los estudios pertinentes para el cumplimiento de la misión que en un conflicto pudiera incumbir a España.
El Gobierno español no estima admisible ninguna medida que caso de un conflicto general pudiera ejercerse sobre zonas de su territorio, de su protectorado, de sus colonias o de su influencia, sin un acuerdo previo entre las potencias interesadas.
El Gobierno ratifica, una vez más, su deseo, su confianza y su fe de que una catástrofe como la que nos amenaza no se consume, y cree haber dado pruebas de la sinceridad de sus propósitos[22].
La reacción en el Foreign Office no fue positiva. Era evidente que los republicanos buscaban el apoyo británico en la eventualidad de un conflicto europeo. El propio Leche, poco proclive al Gobierno ante el cual estaba acreditado y que quince días antes había llamado la atención sobre la conveniencia de contar con la ayuda o al menos la buena voluntad republicanas (algo que erizó el cabello a más de un diplomático británico), se declaró «perplejo»[23].
Es preciso subrayar este episodio. Negrín hizo su sugerencia a los británicos un par de semanas después de haber intentado, en vano, conversar con Daladier. Hacia el 5 o 6 de septiembre informó a Labonne de sus intenciones. Quería decir a su homólogo francés que si la guerra estallaba en Europa, la República estaba dispuesta a invadir Marruecos y las Baleares. No pediría ningún soldado a Francia sino tan sólo material. Cartagena hubiera servido de base de operaciones para que medio millón de republicanos presentaran una tarjeta de visita a italianos y alemanes. Daladier no respondió. El 22 de septiembre, Pascua telegrafió a Álvarez del Vayo. Se había entrevistado con Bonnet, ante quien había insistido en lo poco conveniente que sería para Francia encontrarse con otro fascismo al sur de los Pirineos. Preguntó si el Gobierno francés no podría suministrar apoyo a la República, en armamento, oficiales de EM y algunas facilidades de tipo económico (Viñas, 1986, pp. 194s)[24].
Tal sugerencia se la recordó Negrín a Vincent Auriol quien fue a verle a Barcelona a finales de mes. En una cena el español barrió de un plumazo los intentos de su amigo francés por explicar Munich a causa del temor de la guerra. La argumentación negrinista la hubiera compartido Churchill: «Si ese miedo justificase las cobardías y las actitudes negativas, Hitler y Mussolini se servirán de él para obtener la sumisión de los pueblos… El papel y el deber de los hombres de Estado estriba en actuar sobre los hechos, imponerse a las causas, transformar las actitudes[25]…».
El viaje de Auriol lo había anunciado a mitad de septiembre el cónsul en Toulouse, Alberto Nistal. Informó que en la SFIO el papel de Blum se veía cada vez más controvertido y que los socialistas pensaban que existía una posibilidad de volver a un nuevo Gobierno de Frente Popular. En un almuerzo en casa del profesor Soula, Auriol explicó sus objetivos: formarse un juicio acerca de la conducta a seguir respecto a la guerra; limar asperezas entre el Gobierno central y la Generalitat y promover el acercamiento entre distintos sectores del PSOE y de la SFIO. El más importante era, por supuesto, el primero. En caso de conflicto europeo, convendría que los Gobiernos republicano y francés concertaran una acción común. Auriol aludió a la necesidad de ocupar Baleares y Marruecos, de lo que se encargarían los franceses. El EP sería abastecido y pertrechado y permanecería en la península mientras se determinaba si Francia tenía o no holgura para emplear tropas en España. Si no había conflicto, el Gobierno francés debería interpretar la no intervención en el sentido de desinteresarse del tráfico a través de la frontera. La situación no cambiaría para los franquistas, pero sí para los republicanos y los británicos no podrían oponerse (AMAE: legajo R-1784, E 11)[26].
EL PROBLEMA ESPAÑOL EN MUNICH
El ofrecimiento de Negrín a Londres se vio superado por los acontecimientos. Hitler invitó a Chamberlain a un nuevo encuentro el 29 y Londres y París identificaron una salida: al fin y al cabo, Benes había aceptado la posibilidad de un compromiso[27]. Se materializó en la famosa conferencia de Munich (29-30 de septiembre). Fue un paseo diplomático para el Führer, un desastre para Checoslovaquia y, en retrospecto, el hundimiento estratégico de las posiciones de las democracias en Europa central (Murray, p. 122). En el otoño de 1938 la situación militar comparada les era todavía favorable (Jukes). Más tarde, aunque rearmaran —y lo hicieron—, el Tercer Reich también rearmó[28]. Como señala Soutou (p. 792), «más allá de las argucias, de las estrategias o del plano militar —en el que no es evidente que la situación de 1938 hubiera sido peor que en 1940— subsiste el hecho de que Francia sacrificó a un aliado impecable y conforme a su modelo democrático para inclinarse ante Berlín y el principio de etnicidad, repudiando así la obra de 1919».
La cuestión que para la República se planteó en toda su crudeza fue que si las democracias no apoyaban a Checoslovaquia, pieza clave en el dispositivo de disuasión francés contra el Tercer Reich, ¿llegarían a cubrir a los republicanos en la confrontación contra el fascismo? La respuesta que dio casi todo el mundo fue negativa. «¿Qué podemos esperar después de la trágica capitulación de las democracias ante Hitler?», escribió Zugazagoitia (p. 499). El prestigio nazi subió como la espuma. «¡Ya somos una potencia global!», consignó Goebbels en su diario, «ahora, ¡a armarnos, armarnos, armarnos!». Tampoco los franceses, superconscientes de su debilidad militar y exageradores de la alemana, conocedores de las reticencias británicas y de que la aportación en hombres de Londres siempre hubiera sido escasa, se esforzaron por atraerse a los soviéticos, probablemente por motivos ideológicos. Carley ha estudiado las varias fintas que desaprovecharon. Daladier se tragó en Munich el desprecio de Chamberlain, quien se guardó de tener el menor contacto con él. Es posible que el primer ministro, en su fuero interno, despreciara a los «frogs» (en argot inglés algo así como «franchutes») pero rozó de pasada, ¡y de qué forma!, el tema español tanto con Mussolini como con Hitler.
Negrín no pensó en echarse atrás. En el plano cuantitativo, los voluntarios extranjeros no representaban sino un porcentaje poco significativo que ya había puesto de relieve Rojo en febrero. Políticamente, de la retirada cabría extraer algún rendimiento. Funcionaba, por último, una dinámica que era difícil de detener, se tratara de un error o no. Esta dinámica descansaba sobre dos pilares: por un lado la Comintern no había conseguido estimular un nuevo aflujo de voluntarios; por otro la conveniencia de que también se vieran reducidos los «voluntarios» extranjeros que apoyaban a Franco y que tan esenciales le eran. Su número era más elevado y, al menos en lo que se refiere a la Cóndor, a la Aviación Legionaria y a las unidades mecanizadas del CTV, su contribución era infinitamente más significativa que la de los brigadistas. Cuando en la primavera de 1938 la consigna republicana subrayó la noción de «España para los españoles» resultó incongruente que la República perdiera bazas defendiendo su permanencia e incluso la de los asesores soviéticos, algo que no escapó a los diplomáticos y militares franceses.
La influencia soviética en la zona meridional de la España republicana ha disminuido considerablemente. Numerosos oficiales y técnicos soviéticos se han ido. Los que quedan parecen estar al margen sin mando y sin autoridad. Los dirigentes republicanos se dan cuenta de que para que la consigna de Negrín de la lucha contra los invasores extranjeros pueda dar fruto es necesario que el EP sea totalmente español. En consecuencia, quieren prescindir deliberadamente de toda contribución de personal extranjero (DDF, X, doc. 260)[29].
La insistencia de Negrín dio resultados. Debió convencer al BP del PCE y este envió a Uribe y a Antón a Moscú. El 29 de agosto, Dimitrov remitió una carta a Stalin y Voroshilov sobre la conveniencia de evacuar a los voluntarios (Radosh et al., doc. 74)[30]. El comisario para la Defensa prometió satisfacer la petición republicana de armas, aunque se demoró. El 3 de septiembre, una resolución del secretariado de la IC reconoció que el Gobierno español debía «subrayar de forma inequívoca y categórica que el tema de la reconciliación y del cese de la guerra no podrá plantearse en tanto quede en suelo español un solo soldado extranjero». Inmediatamente se despacharon mensajes para interrumpir el reclutamiento. A partir de entonces la atención debía pasar a concentrarse en el suministro de ayuda humanitaria y alimenticia (Firsov, p. 234).
En aquellos momentos las BI eran formaciones mixtas, que comprendían una proporción variable, según los casos, de extranjeros y españoles y estaban administradas como unidades completamente españolas del EP, a saber:
35.ª División | 45.ª División |
XI Brigada | XII Brigada |
XIII Brigada | XIV Brigada |
XV Brigada | 129 Brigada |
Había también cinco grupos de artillería, un grupo antiaéreo y servicios diversos (sanidad, administración, comisariado, recuperación, centro hospitalario, etc.), amén de voluntarios extranjeros, sobre todo portugueses y latinoamericanos, que se encontraban incorporados al conjunto del EP. Con excepción de algunos, no pertenecían a las BI. Cuando llegó la comisión internacional a Barcelona a mitad de octubre, el Gobierno le dio las siguientes cifras respecto a los elementos extranjeros:
– Pertenecientes a las BI | 7102 |
– Otros | 1946 |
– Hospitalizados de las dos categorías | 3160 |
12 208 |
Se trataba de cifras provisionales, ya que las concentraciones seguían realizándose en aquellos momentos. Abarcaban más de cuarenta nacionalidades[31]. La operación se llevó a cabo sin dificultades dignas de mención ni retraso alguno, tal y como deseaba el Gobierno, que entabló negociaciones diplomáticas con más de treinta países para asegurar la readmisión de los voluntarios. El 15 de enero habían salido de España 4650. La comisión se paseó libremente por todo el territorio, visitó hospitales, prisiones y centros diversos, con frecuencia inopinadamente. Estableció ficheros, examinó la contabilidad de las unidades y los justificantes de revista. La sorprendió, eso sí, que los voluntarios no esperasen en modo alguno ver interrumpida su actividad. El anuncio de Negrín les pilló de sorpresa. La comisión no constató ninguna irregularidad. La retirada del frente había sido total y la salida de España estaba expuesta a las contingencias de las negociaciones. El problema para los apátridas o los voluntarios procedentes de países aplastados por el fascismo era, naturalmente, muy agudo. Los miembros de la comisión se dieron cuenta de que muchos militares republicanos, aun rindiendo homenaje a los internacionales, manifestaban netamente su satisfacción por poder continuar la guerra sin ayuda de extranjeros y proclamaban su orgullo de pertenecer en lo sucesivo a un Ejército exclusivamente español. Esto dice mucho a favor del EP y de los brigadistas. Franco, naturalmente, nunca quiso, ni pudo, exponerse a una prueba semejante.
La despedida oficial a las BI en Barcelona constituyó una apoteosis. Pasionaria, en particular, llegó a cimas retóricas en un emotivo discurso que aún retumba a lo largo de los años. El éxito diplomático no sirvió de nada. Chamberlain había regresado en «vencedor» a Londres. A los vítores del público a su regreso a París, Daladier, abatido y preocupado, no pudo sino reaccionar diciendo: «¡están locos!» (Du Réau, p. 285). Los diputados le depararon una recepción poco entusiasta y breve. Ofreció una explicación en la que obvió mencionar a la URSS. Pascua indicó que la impresión general fue de desagrado e inquietud. Un diputado comunista subrayó lo obvio: el siguiente paso sería el intento de rendir también España (AJNP). El encargado de negocios republicano en Bucarest fue mucho más rotundo:
Conferencia y acuerdo Munich, si bien tranquilizado respecto guerra, producido penosa impresión ante entrega Checoslovaquia. Considérase, en general, que Alemania ha logrado todo y que su influencia será irresistible países Balcanes y con ella revisionismo para Rumanía que se hallará más sola que Checoslovaquia y que se someterá a Alemania, lo cual tardará lo que tarde este digerir Checoslovaquia, probablemente hasta primavera próxima. Sentimiento general es de capitulación, paz vergonzosa no duradera y decadencia potencia occidental cuyo capitalismo ha sido causante capitulación… Pequeña Entente definitivamente muerta… (AJNP).
Es improbable que ello causara preocupación al líder británico. Sí la causó en Barcelona. La reacción de Álvarez del Vayo y Negrín quedó consignada en una carta que el primero escribió el 7 de octubre a Pascua. Ante todo le dio ánimos para contrarrestar la depresión que se había apoderado de los sectores amigos en la capital francesa. En segundo lugar, explicó que probablemente se acentuarían las presiones sobre el Gobierno. Serían diplomáticas. La experiencia de Praga serviría para evitar que franceses o británicos les enredasen en una negociación. Añadió:
¿Qué está en sus manos estrangularnos? Perfectamente. Pero no con nuestra colaboración. Que nos cierran todo y tratan de matarnos por hambre. Armaremos el más gigantesco escándalo mundial. Que nadie nos oye. Bien. Pues nos iremos al diablo batiéndonos. Antes —decía hoy el presidente en Consejo hace un momento— «entregamos todo a Franco para que se lo entreguen a Alemania que permitir que nos impongan una fórmula “a cuatro”. Y solamente colocándonos en esa posición podremos hacer frente a todo lo que se avecina» (AMAE: FPA, caja 104, E109).
Tal voluntad de resistencia no se reflejaba necesariamente a ras del suelo. Cuando Franco se entrevistó con el embajador alemán el 1 de octubre le contó que en varios sectores del frente los republicanos habían izado banderas blancas y depuesto las armas. En los interrogatorios habían declarado que después de Munich no había razón alguna para confiar. La escasez de productos alimenticios y la cercanía de un duro invierno incidirían positivamente en las tendencias derrotistas (ADAP, doc. 672)[32]. Con todo, la República no era Checoslovaquia y Negrín tenía otra talla que Benes. Era obvio que sus márgenes se habían reducido considerablemente. No cabía esperar nada de las democracias, por lo menos a corto plazo. Esta convicción se hubiera profundizado de haber sabido lo que Chamberlain había comentado sobre el tema español con Hitler y Mussolini. El 30 de septiembre, el primer ministro informó al Führer de los contactos que la víspera había tenido con el Duce. Le había hablado de la posibilidad de que las cuatro potencias apelaran a ambos bandos para que llegasen a un armisticio y que les ofrecieran sus buenos oficios para resolver sus diferencias. Es, por si no bastaba, la prueba de hasta qué punto Chamberlain habitaba en las nubes. Mussolini había respondido que estaba harto del tema español (lo que provocó la hilaridad de Hitler): los italianos habían perdido (sic) 50 000 hombres en la península[33], Franco había tirado por la ventana la posibilidad de obtener una victoria; él, Mussolini, ya no tenía miedo a que los comunistas se implantaran en España; tampoco albergaba intenciones territoriales y quería retirar a un número importante de voluntarios[34]. En lo que se refería a la sugerencia británica, se lo pensaría. Chamberlain preguntó directamente: ¿tenía algo que decir al respecto?
Hitler respondió que deseaba repetir lo que había dicho ya muchas veces, a saber, que Alemania tampoco albergaba ambiciones territoriales en España y que todos los rumores que circulaban sobre su presunto deseo de ocupar Marruecos o cualquier otra parte eran, pura y simplemente, un mero invento. Si había apoyado a Franco, lo había hecho en contra del bolchevismo, de lo que los muniqueses sabían algo[35]. Ignoraba si era cierto o no que el peligro comunista en España ya se hubiera desvanecido (Chamberlain interrumpió: «¡Es lo que dice el Duce!»). Tampoco sabía si sería posible inducir a los dos bandos a que convinieran una tregua. Sí estaba de acuerdo con Mussolini en que sería una buena cosa si el conflicto español terminaba. Estaba dispuesto a retirar a los voluntarios alemanes tan pronto como los demás lo estuvieran. Si España se hacía comunista, él temía que la infección se extendería a Francia, de Francia a Bélgica, de Bélgica a Holanda y no era posible prever dónde se detendría.
Como puede colegirse de lo anterior, fue una conversación de sordos. Pone de relieve, sin embargo, tres temas esenciales. El primero fue, sin lugar a dudas, que ni siquiera Mussolini creía en el coco del peligro comunista, si es que alguna vez lo había creído. Para entonces ya no tenía el menor inconveniente en reconocerlo ante Chamberlain. El segundo fue que Hitler se hizo el loco y dibujó un escenario apocalíptico, como el que los miembros más conservadores del Gobierno británico contemplaron en julio/agosto de 1936. Se trató de una finta, en el sendero de las muchas que en las semanas anteriores había lanzado contra el primer ministro. El tercero fue que ambos dictadores reiteraron que no tenían designios territoriales en España. Nada de esto hubiera debido sorprender a Chamberlain. En lo que se refiere al primero y al tercero ya lo habían repetido hasta la saciedad diversos funcionarios del Foreign Office. Por otra parte, el segundo no podía escapársele a ningún negociador mínimamente avezado: Hitler se salía por la tangente.
Nada de ello tuvo el menor efecto sobre Chamberlain, quien puso de manifiesto su auténtico carácter y todas las dotes con que los dioses le habían agraciado. Su respuesta fue que él tampoco sabía si podía organizarse algún tipo de tregua pero había pensado que si los dos bandos recibían algún apremio por parte de las cuatro potencias a lo mejor se veían inducidos a hacerles caso. Una vez que se hubiera logrado la tregua las potencias podían ayudarles a convenir un arreglo. Sin embargo, él lo único que había querido es informar de su conversación con Mussolini y esperaba que Hitler prestase al tema su atención personal. Naturalmente, este aceptó[36]. No tardaría en demostrarlo, pero a favor de Franco[37].
Pocos días después de la conferencia de Munich, lord Halifax recibió una carta personal de un viejo amigo, el mariscal Sir Philip Chetwode, presidente de una comisión que se ocupaba del canje de prisioneros con el acuerdo, obviamente, de los dos bandos. Chetwode, que no era un hombre de izquierdas, viajó por ambas zonas y recogió impresiones muy vividas que comunicó al titular del Foreign Office. Consideraba que los dirigentes republicanos eran hombres de gran talla y de grandes ideas y que la resistencia que oponían era poco menos que maravillosa. Había hablado con Negrín, una persona muy capaz, como también le parecía Álvarez del Vayo. También vio al ministro responsable de los canjes, Giral, y al presidente Azaña. En el lado opuesto, se entrevistó con Gómez-Jordana, a quien encontró muy charlatán y que no le pareció gran cosa. La impresión general de Chetwode es que, si la situación alimenticia no se colapsaba, Franco tendría dificultad en vencer al EP en los meses que se avecinaban. Abordó el tema que tanto había preocupado en el Foreign Office al comienzo del conflicto:
Los horrores cometidos por los rojos… son indescriptibles y en su conjunto inexcusables. Los sentimientos que dominan contra ellos entre los eclesiásticos, los aristócratas y hasta cierto punto en los escalones inferiores del bando nacional son muy amargos. Con todo, no fueron tanto la culpa de los gobernantes. Al principio, cuando estalló la rebelión, tuvieron que hacer frente a un caos total y carecían de medios. No tenían armas ni municiones y la mayoría de los oficiales profesionales les dejaron tirados. Los relatos de las matanzas y rapiñas cometidas por los anarquistas y otros elementos incontrolados son absolutamente deplorables. Pero no hay la menor duda de que de tal caos ha emergido un Gobierno plenamente organizado y capaz de lidiar con los problemas que surjan. Han montado de la nada un ejército formidable, cuya moral y organización son notables. La España roja no está todavía de rodillas. El Gobierno puede caracterizarse como de izquierda moderada. Hay un pequeño elemento comunista que tiene más peso que el que justifica su número. En los primeros momentos era el único partido político plenamente organizado y se lanzó de cabeza a ocupar las posiciones claves. Le ayudó también el hecho de que el Gobierno tuviera que depender de los suministros soviéticos.
Podría objetarse que tales impresiones eran superficiales y, a veces, no muy exactas. En la medida que dejaron de ser históricas resultaron más precisas y significativas. Chetwode describió a Negrín de forma muy positiva, como un hombre que había convertido al Ejército en una máquina bélica bien organizada. Se le dijo que era duro y que tendía mucho hacia la izquierda. En el bando de Franco, por el contrario, en cuanto se hablaba en confianza lo que se oía era que el único futuro deseable para España lo constituía un Gobierno moderado y que la victoria completa de uno de los dos contendientes resultaría en años de la más brutal represión. Sin embargo, ese futuro de moderación no sería fácil de alcanzar porque a Franco le presionaban la Iglesia y la aristocracia para que liquidase al mayor número de rojos. Nótese que, aunque en principio Chetwode no cargó las tintas sobre Franco, sí acentuó el papel estimulador de una Iglesia integrista y de las clases poseedoras. Más adelante, sus impresiones se aclararon. El 11 de noviembre se entrevistó por fin con Franco y se le cayeron las escamas de los ojos. En una nueva carta a lord Halifax escribió que «apenas si puedo describir el horror que me inspira España desde que hablé con Franco. Es mucho peor que los rojos y no he podido impedir que ejecute a sus desgraciados prisioneros».
Chetwode había logrado que los republicanos liberasen a 140 refugiados en la embajada cubana en Madrid. Había conseguido que se le autorizase a atravesar con ellos el frente y cuando se presentó en el Cuartel General, Franco renegó de su promesa de soltar a ninguno de los prisioneros republicanos. Podemos imaginar la consternación del mariscal. Insistió e insistió y al final logró que Franco cambiase de opinión. Aparentemente, porque el taimado general le dio manga por hombro. La mitad de los presos liberados eran delincuentes de derecho común que en muchos casos estaban en la cárcel antes de que estallara la guerra. Para entonces, Franco había dicho que pondría fin a todos los canjes de extranjeros a no ser que se le reconocieran los derechos de beligerancia. El mariscal inglés expuso a su amigo Halifax su ferviente deseo de que no se le hiciera caso[38].
La misión es importante no sólo por lo que revela del clima prevaleciente en las alturas de la España franquista sino porque en aquella época los británicos habían acentuado la presencia en la zona republicana de agentes del MI6. Desgraciadamente no es posible identificarlos. Tal vez se mezclaran con los oficiales de enlace. Hay rumores, no confirmados, de que uno era el sucesor de Leche, Ralph S. Stevenson[39]. Por si las moscas, Negrín no perdió la ocasión de exponer sus planes a los británicos. Es verosímil que para entonces utilizara con mayor frecuencia de lo habitual los canales reservados. Recibía numerosas informaciones de los servicios de espionaje (muchas de las que corresponden a esta época se encuentran en AJNP), las utilizaba con algunos de sus contactos más importantes (como veremos en el próximo capítulo) y sería extraño que no se sirviera de ellos en sentido proactivo. Méndez (p. 165) refiere que Negrín le ordenó establecer contacto con los británicos que, al parecer, le encomiaban la conveniencia de prescindir de los ministros comunistas. Desgraciadamente no hemos encontrado corroboración de ello en los papeles británicos consultados. Tal vez haya algún rastro en los del MI6, no consultables. A finales de octubre se entrevistó con Leche, Stevenson y uno de los oficiales de enlace de Chetwode y pasó un mensaje absolutamente claro:
… El Gobierno tenía que apoyarse en gran medida en el partido comunista no sólo porque era la fuerza mejor organizada en la etapa inicial de la guerra civil sino también porque Rusia había sido el único país que había dado al Gobierno español una ayuda realmente efectiva. El PC era todavía el más entusiasta y enérgico de los apoyos del Gobierno. En estas circunstancias, la eliminación de la influencia comunista no reportaba ninguna ventaja para el Gobierno. Pero el señor Negrín afirmó que él podría suprimir, y lo haría, al PC en una semana si pudiera obtener los suministros requeridos de Francia e Inglaterra[40].
La versión de Méndez no choca con ello[41]. Cabe especular acerca de las posibilidades de lograr tal propósito[42]. En todo caso también Azaña tenía la impresión de que no sería difícil (lo ha resaltado Juliá, p. XLIII). El lector observará la congruencia de los planteamientos de Negrín. La imprescindibilidad de los comunistas se la había dicho a Stalin y a los dirigentes soviéticos, al Consejo de Ministros, a Prieto y al Comité Nacional del PSOE. Por otro lado, llevaba tiempo cortejando a las democracias, como Prieto y Azaña. Es verosímil que Negrín pensase que no toparía con grandes resistencias por parte soviética. ¿No había sugerido el propio Stalin la salida de los comunistas del Gobierno unos meses antes? ¿No habían salido las BI? Conocía los informes de Azcárate (doc. 30[d30] del CD del apéndice) que subrayaban hasta qué punto era difícil para los británicos disociar su política de apaciguamiento y su actitud hacia la guerra española, pero ni se daba por vencido ni era juguete de los comunistas. Si estos defendían la República, se inclinarían ante la tabla de salvación que le echaran las democracias, como se habían inclinado ante la salida de Hernández y muchas otras cosas.
Es preciso pasar por este tamiz de predilección por las democracias todas las actuaciones alternativas de Negrín. No hace falta subrayar que no tuvo el menor éxito. La política de Chamberlain obedecía a otros intereses y a otras perspectivas. La City y Whitehall habían apostado por Franco desde los primeros meses del conflicto. Si los alemanes e italianos no iban a ocupar bases en España, las preocupaciones estratégicas de futuro se diluían[43]. Lo único que importaba a Chamberlain era cerrar, como fuese, el conflicto español. La mejor manera de lograrlo consistía en dejar que Franco continuase su carrerilla. El SOS de Negrín no recibió respuesta.
TRAICIONES, FISURAS Y DEBILIDADES REPUBLICANAS
Una de las consecuencias de Munich fue el renovado intento de los nacionalistas vascos y catalanes por llevarse el agua a su molino. El 12 de octubre, mientras la Wehrmacht «liberaba» a los alemanes asentados en la región de los Sudetes, el delegado en Londres del Gobierno vasco, José Ignacio de Lizaso, volvió a la carga ante el Foreign Office. Actuaba en nombre del lehendakari Aguirre y presentó un nuevo memorándum a lord Halifax (TNA: FO 371/22661). En él se refirió también al caso catalán, lo que implica contactos previos con, al menos, Companys o su círculo. El memorándum destacó que los vascos (¿quiénes[44]?) habían seguido con interés las actividades de Chamberlain para preservar la paz en Europa. Consideraban que el principio de autodeterminación, aceptado en Munich, y varios de los elementos procedimentales previstos (que quedaron en agua de borrajas ante la futura agresividad nazi), podrían ser de utilidad en el caso de que se produjeran negociaciones internacionales para llegar a una solución del conflicto que desgarraba la península. El memorándum (que nunca citó el sustantivo España) reiteró los principios enunciados el 23 de junio. Subrayó que el caso checoslovaco confirmaba la tesis de los «pueblos no castellanos en el Estado español» de que ni la consolidación de un régimen posterior a la guerra civil ni una paz duradera serían posibles si no se prestaba la debida atención a los derechos de los pueblos vasco y catalán. Hablando en nombre de ambos, aunque no identificó con qué mandato, Lizaso recordó que la participación de ambos países (sic) en la guerra peninsular (sic) se debía en gran medida al deseo de preservar sus derechos nacionales. La argumentación discurrió en estos términos:
A tenor de su influencia en todos los aspectos de la vida pública española y dadas sus constituciones democráticas —equidistantes de los dos extremismos hoy en guerra— [tales derechos] representan, en nuestra opinión, la base para cualquier eventual arreglo que pueda alcanzarse.
Cómo se cohonestaban los planes con la Constitución, fuente de los respectivos Estatutos, olímpicamente desechados por Franco, fue una cuestión que el memorándum abordó sólo de forma somera. Presuponía que encajaban y, en plena ensoñación, sugería que no sería preciso confirmar la autonomía vasca con un nuevo plebiscito, aunque no habría objeción a que se realizara otro, sometido a garantías internacionales si fuese conveniente para resolver los problemas. Tácticamente, lo que más interesaba a Aguirre era el procedimiento seguido por Chamberlain de enviar una misión a Checoslovaquia para que estudiase el problema de los Sudetes. Proponía un método similar para abordar y resolver el problema de las nacionalidades en la península ibérica, siempre y cuando las «autoridades rebeldes» tuvieran en cuenta los deseos de los 250 000 vascos que se encontraban en el exilio, en prisión o en campos de concentración[45]. Era como pedir la luna de Valencia.
Los nacionalistas incluso se permitían amenazas o, al menos, serias advertencias. En el supuesto que no se considerara el principio de autodeterminación, «ya expresado legalmente» (sic), los vascos entenderían rotos los vínculos que les ligaban al Estado español y el Gobierno constitucional de la República se convertiría en un «ente ilegal», que les llevaría a la conclusión de que no era posible una convivencia pacífica y legal con los españoles. Ello les obligaría a oponerse a la consolidación del Estado español como algo contrario a su voluntad nacional con lo que se introduciría un elemento de disrupción en cualquier plan destinado a encontrar una salida al conflicto[46]. El memorándum afirmaba, un tanto heroicamente, basarse a tal efecto en el cuarto de los «trece puntos»[47]. Había otros dos temas aceptados en Munich que eran de interés para el caso: la creación de una comisión internacional y la ocupación de ciertas áreas en discusión por una fuerza de tal carácter (que nunca entraron en vigor). Cómo Aguirre podía pensar que Franco admitiría tales ensoñaciones es algo que se me escapa, aun teniendo en cuenta que, según diría uno de los diplomáticos que habían servido en Londres antes de la guerra, el vizconde de Mamblas, y que continuaría enviando informes al conde de Jordana,
… la guerra civil española vista desde Londres tiene un aspecto muy distinto a la visión que de ella se tiene en Burgos. En la España Nacional la guerra se considera técnicamente ganada. En Londres, incluso en los centros oficiales, se reconoce nuestra superioridad militar y moral pero no sólo no consideran la guerra ganada, sino que insisten en que las posibilidades defensivas de los marxistas son grandes. Según los informes que llegan al Foreign Office, el Gobierno Negrín, usando procedimientos dictatoriales y de terror, está dispuesto a sacrificar la retaguardia doliente de Barcelona, Valencia y Madrid, con tal de que al ejército no le falte lo indispensable para proseguir la guerra[48]…
En la delicada situación creada después de Munich, los nacionalistas asestaron una puñalada por la espalda al Gobierno de la República. Su impacto no podría por menos de afectar muy negativamente a los esfuerzos de Pablo de Azcárate. En cualquier caso es difícil que el Foreign Office considerara de forma seria tal gestión. Precisamente por aquellos días Sir Robert Hodgson se hizo eco de una intensísima campaña política y de prensa en la zona franquista contra la mera posibilidad de una mediación. El Diario Vasco anunció en grandes titulares que no habría una tregua con el diablo. La paz sería resultado de la conquista. Hodgson señaló que tal campaña se destinaba a fortalecer a quienes vacilaban ante la idea de tener que abordar un tercer invierno de guerra; a llevar al ánimo de los responsables republicanos la idea de que no tenían nada que ganar continuando la lucha en espera de una mediación y a advertir a las democracias contra la idea de aplicar al caso de España una solución à la Munich (TNA: FO 371/22661)[49].
Mamblas estaba, por lo demás, al corriente de gestiones de la Generalitat en París, paralelas a las vascas en Londres. Esto nos permite reforzar la idea de que, como en la ocasión anterior, los nacionalistas vascos y catalanes obraban de común acuerdo.
Parece que ha fracasado completamente la intriga catalanista en París capitaneada por Companys, Pi y Suñer, Casanovas, etc. Trataron, como V. E. sabe, de acercarse a Mr. de Monzie con la propuesta indigna de una Cataluña francesa (todo esto a espaldas de Negrín) y desbarataron la maniobra el Sr. Ventosa, que estuvo extraordinariamente enérgico, y don Salvador de Madariaga, que se portó como un verdadero español y patriota.
Bosch i Gimpera se sumó a los contactos, que el Gobierno republicano seguía estrechamente. En carta a Pascua, a mitad de octubre, Álvarez del Vayo indicó que «todo arreglo que presuponga la cesión de cualquier parte del país, incluidas sus islas, es rechazado con entereza e indignación» (Sánchez Cervelló, p. 217). Fue en esta época cuando, en un juego de gran doblez, Companys se entrevistó con el embajador y le espetó un memorial de agravios. El tenor general fue que las relaciones entre el Gobierno central y el catalán no habían mejorado y que persistía la tensión. Ello repercutía negativamente en el mantenimiento de la moral y, en consecuencia, de la guerra. Companys pensaba que a los catalanes había que explicarles continuamente el interés que tenía la defensa de la República y de las libertades estatutarias, pero con una técnica, un conocimiento, una empatía y una autoridad que sólo tenía él.
Los agravios empezaban con los privilegios que, sobre todo en alimentación, se concedían a elementos no catalanes, por ejemplo a los funcionarios. Pasaban por la movilización de hombres de 37 y 38 años, cargados de familia, en tanto que las carreteras catalanas abundaban en carabineros y guardias de asalto que no acudían al frente. El propio Companys había tenido que pedir autorización para salir con un coche a Francia en tanto que los ministros no la necesitaban. Aminorar la autoridad de la Generalitat podría justificarse si el Gobierno central lograba que las cosas marcharan mejor pero tal no era el caso, probablemente porque fallaban los resortes de apelación al espíritu del pueblo catalán. Companys dio alguno que otro ejemplo relacionado con las industrias de guerra. Estaba inquieto por la falta de sintonía con Negrín. Él tenía hacia el Gobierno una política de gran lealtad, aunque algunos pudieran haberle inducido a pensar lo contrario. Se había negado a participar en conspiraciones. Y, a través de Pascua, procedió a una crítica de Negrín:
Cree que por ahora Vd. es la persona que debe dirigir el Gobierno pues tiene Vd., según él, grandes cualidades, al lado, naturalmente, según me dijo, de defectos como le ocurre a todo el mundo. Comprende muy bien que tiene Vd. escasos hombres que puedan ayudarle en las tan difíciles tareas que impone una guerra de tan duras condiciones y, en tono confidencial, me decía que el Gobierno evidentemente no lo forman elementos de peso. Que Vd. se ha rodeado realmente de simples secretarios de despacho, ya que dado su carácter, como le ha manifestado Vd. alguna vez, no le gusta discutir ni debatir, sino mandar …
Companys aspiraba a tener información sobre aspectos de política que, pudiendo ser vitales para el espíritu catalán, ya de forma directa o en sus reflejos, ignoraba[50]. Habida cuenta de que las gestiones de vascos y catalanes en búsqueda de una paz separada y/o del reconocimiento de sus hechos diferenciales habían aumentado en intensidad y ambición (de Pablo et al., p. 70), es verosímil que la gestión de Companys fuese una mera cobertura. Con todo, hemos de subrayar que Negrín no era en modo alguno anticatalán o antivasco. Existe prueba documental de la época respecto a sus sentimientos que expresó luminosamente en una carta a Pedro Corominas, presidente del Consejo de Estado (encajan con los recuerdos de Méndez a que hemos aludido en el capítulo precedente):
Yo no tengo ninguna duda acerca del porvenir de Cataluña. Cataluña tiene, en sus excelsas cualidades y con sus defectos, que están en la superficie, pero que no salen más allá de la superficie, una personalidad tan individual que sería trabajo de Sísifo el intentar desvirtuarla. Y sólo el intentarlo es herir en lo vital a España. Porque España es eso. Una unión de pueblos de rasgos peculiares y vigorosos, diversos pero congruentes, con vicios y virtudes, intereses y afectos que se complementan. Y la unión sería más fuerte e indisoluble mientras más se respete la espontaneidad y el albedrío. Unidad, para mí, no significa troquelar con el mismo cuño ni estandarizar. La unidad ha de realizarse dentro de los límites, con los matices y modalidades que la voluntad del pueblo fija y el sentimiento tradicional añora. Lo «impuesto» es efímero, contraproducente y disgregante. Y como yo, científica y filosóficamente materialista, sirvo al pragmatismo a que me lleva la «razón práctica» y creo en los grandes resortes espirituales, tengo… una fe ciega en los destinos y el futuro de Cataluña.
Otra cosa era la situación en que la República y Negrín se movían. En la misma carta, el presidente del Gobierno dejó constancia de lo que le animaba:
Pero estamos en guerra y en la guerra lo esencial no es el modus vivendi sino el modus operandi. Y hay que ganar la guerra. Y la guerra no se gana sin concentración de mando. En manos del organismo que sea, pero concentración. La armazón jurídica de la guerra no puede ser más que una, la que logre el mando único y eficaz. La armazón jurídica de la paz puede ser varia, pero un espíritu democrático y liberal no admitiría más modalidades que las que permitan una convivencia en el culto y en el sacrificio por los sagrados destinos del país, porque país que no cree en sus destinos es país que sucumbe[51].
Las gestiones vascas y catalanas reflejaban, cuando menos, la desesperación que se extendía entre la conjunción de fuerzas políticas e ideológicas que nominalmente apoyaba al Gobierno. Existe toda una serie de enfoques que las contempla como intentos, más o menos acertados, por afirmar la voluntad de los sectores nacionalistas de los respectivos Gobiernos para que se les considerase como actores internacionales. En mi opinión debilitaron la imagen del Gobierno, estaban basadas en un desconocimiento profundo de las realidades exteriores y, por supuesto, de las intenciones de Franco[52]. Estas no se ignoraban ni en Londres ni en París ni en Berlín. En lo que se refiere a la primera, Leche había informado que en Barcelona se esparcían rumores de paz. Señaló que no había que atribuirles demasiado crédito pero incluso Negrín había adoptado un lenguaje moderado y, en conversaciones privadas, parecía no descartar la idea de una mediación. Quizá influyera en su ánimo la carencia de productos alimenticios, que por fin se aceptaba como algo muy serio. Esto era verdad. El 22 de septiembre, Zugazagoitia había escrito a Pascua que «ya comienzan a escasear los productos de la huerta, que son los que han hecho llevaderos los meses pasados». Sin embargo, continuó Leche, el deseo de paz no lo era a cualquier precio ya que las masas populares seguían dispuestas a luchar por sus ideales. Con todo, eventualmente los republicanos podían ser convencidos. La cuestión era ¿qué haría Franco?
En estas condiciones no resulta nada extraño que Negrín capeara sin grandes dificultades la última de las grandes crisis internas de su Gobierno, aunque dejó abiertos resquemores de los que Companys también se quejó a Pascua. Tuvo lugar en agosto. Salieron los ministros vasco y catalán, Manuel de Irujo y Jaime Ayguadé, y los sustituyeron de inmediato Tomás Bilbao (por ANV) y José Moix (del PSUC)[53]. Sobre sus causas hay un cierto consenso en la literatura, siguiendo la interpretación de Zugazagoitia (pp. 482s y 488), pero la información que Leche transmitió a Londres fue diferente. A tenor de la versión más generalizada, los dos ministros presentaron su dimisión por oponerse a un decreto por el que todas las fábricas de material de guerra dependerían en lo sucesivo de la Subsecretaría de Armamento. Era una decisión que tomó más de un año, a pesar de las constantes reconvenciones soviéticas y los deseos del PCE. Lo que es curioso es que eso llevara a la dimisión de Ayguadé puesto que en su propio partido había mucha gente que la abanderaba (en AJNP se conservan las peticiones a tal efecto de diversas secciones del PSUC). Irujo también salió por solidaridad y por lo que implicaba de actuación contra las competencias autonómicas.
El episodio tuvo calado y estuvo en un tris de provocar una auténtica crisis general. El 18 de agosto, Álvarez del Vayo escribió a Negrín acerca de la incapacidad de los opositores, muy divididos, a actuar colectivamente (AJNP). Leche, sin embargo, que habló con unos y con otros, negó a Londres que las reticencias nacionalistas fueran la causa de la crisis. La militarización de las industrias de guerra y de los puertos no levantó entusiasmo. Como ha señalado de Madariaga (pp. 139s), era el resultado de una evolución que había crispado los nervios en numerosas ocasiones y de resultados todavía hoy inciertos. Según el representante británico, entraron en juego otros dos factores. Uno fue un proyecto de decreto que extendía la jurisdicción militar a ciertos tribunales. No se aprobó y no figura en el excelente estudio de Cancio. El segundo, el rechazo de Irujo a aceptar el enterado del Consejo de Ministros a un gran número de condenas a muerte impuestas por el Tribunal de Espionaje y Alta Traición tras un sonado juicio contra 195 personas, de las cuales 23 recibieron la pena capital. También estuvieron a punto de dimitir otros ministros y Giral anunció al diplomático británico que se marcharía del Gobierno si hubiese una repetición (TNA: FO 371/22660)[54].
Leche consideró que la remodelación implicaba un pequeño bandazo hacia la izquierda y constató que, a pesar de los resquemores que subsistían en las alturas republicanas, la gestión de la misma demostraba que no había alternativa a Negrín. Era exacto. Incluso quienes no le querían, añadió, estaban hipnotizados ante él y le consideraban como la única persona capaz de continuar la guerra. También divisó en el cambio ministerial un enfrentamiento entre los «comunistas» y «el resto». No es posible aceptar tal interpretación. Negrín no era comunista y si sólo hubiera estado apoyado por Uribe (y por Álvarez del Vayo) es difícil que el enterado se hubiera dado. Leche reconocía que el comunismo no podía implantarse en España pero le atemorizaba su fortaleza temporal. Veía la solución en la «eliminación de los comunistas» pero no le parecía fácil (que ello le llevara a insinuarlo, como recogió Méndez, no es incompatible con tal valoración). Creía que los republicanos eran demasiado tímidos al igual que el presidente de la República[55].
Como casi siempre, Zugazagoitia (p. 462) captó la directriz básica: la política de resistencia implicaba sacrificios. Existían tres sistemas para conseguir que los demás quisieran lo que deseaba el Gobierno: el fervor, el convencimiento y el terror, si los dos primeros no eran suficientes. Negrín prefirió utilizar estos casi siempre pero, en circunstancias límites, no dudó en aplicar un régimen de dura disciplina. También él estaba cansado pero no se podía permitir el lujo de la compasión. A Zugazagoitia le dijo en alguna ocasión, en implícito reproche al presidente de la República: «Nadie me acusará de haber parido la guerra. No digo que la haya hecho nacer Azaña, pero a él le cabe más culpa que a mí en lo que estamos sufriendo los españoles… Me siento fatigado que si alguien tiene títulos para reclamar un descanso ese soy yo. ¿Qué quiere? ¿Qué se acabe la guerra? ¡Yo no deseo otra cosa!» (ibid., p. 475). El problema siempre fue el mismo: ¿cómo lograrlo?
Es tradicional, en este punto, argumentar que Negrín llevó a cabo una diplomacia personal y secreta en busca de una mediación o de un alto el fuego. En realidad venía de mucho antes. Suele acentuarse, por ejemplo, que poco después de la remodelación a que hemos aludido Negrín viajó a Zurich con Méndez y el profesor José Puche a un congreso de fisiología. Se ha afirmado que lo hizo para entrevistarse secretamente con el duque de Alba. También que para ver en secreto a un emisario del conde Welczeck, a quien conocía de su tiempo de embajador en Madrid, con el fin de entrar en contacto con la alta dirección berlinesa. Sin embargo, a tenor de las memorias del primero (p. 102), la idea estribó en hablar con un profesor norteamericano a quien el presidente Franklin D. Roosevelt hacía caso. Un escenario que también menciona Zugazagoitia (p. 492) en los mismos términos que Méndez. Es verosímil que este tuviera razón. A Auriol, Negrín le había confesado su admiración por Roosevelt. Es más, existe un testimonio de otro prominente fisiólogo, el profesor Camille Soula, catedrático de la Universidad de Toulouse, que ha dejado un recuerdo muy emotivo de la corta estancia de Negrín en Zurich. Según él, se había distendido visiblemente en compañía de sus colegas de profesión. No había hablado mucho pero sí se había maravillado de entrar de nuevo en contacto con los más modernos aparatos de laboratorio, que manejó con mimo y cuyas peculiaridades se hizo explicar pormenorizadamente (AFCJN). Según Méndez (p. 171) el punto culminante de esa diplomacia oculta fue una entrevista con Welczeck en París.
Las puñaladas vascas y catalanas así como las fisuras que no cerraban tienen interés porque continuaron surtiendo efecto en los meses siguientes en contra de la doble política de resistencia y de contactos subterráneos. Se añadiría un factor, esencial, que en estas páginas sólo podemos esbozar someramente. En plena crisis de Munich, el embajador británico en Roma, lord Perth, pasó por París. Aprovechó la ocasión para charlar con Quiñones de León, viejo amigo suyo. Perth le preguntó si existía alguna posibilidad de que los dos bandos pudieran avenirse a negociar. La respuesta fue que no. Al menos, no en tanto en cuanto fueran políticos los que encabezasen el Gobierno de Barcelona. Otra cosa sería si al frente de los destinos de la República se colocase un soldado. En tal caso quizá Franco aceptara hablar. Perth transmitió inmediatamente la sugerencia al Foreign Office (TNA: FO 371/22661). ¿Es aquí dónde debe encontrarse el germen de la idea que pudo llevar al golpe del coronel Casado en marzo de 1939? Se sabe, por los informes del SIPM, que la clandestinidad madrileña empezó su aproximación a Casado hacia septiembre u octubre de 1938 (Cervera, p. 386). Franco no ignoraba el contacto y sin duda lo esparció. ¿De dónde habría de saberlo Quiñones de León? Lo que ocurre es que Casado, y más tarde con él Besteiro, pensaban en una paz negociada en tanto que Franco aspiraba a la VICTORIA y a la venganza. Algo más tarde, el nuevo ministro sin cartera, Tomás Bilbao, hizo un viaje a Madrid, habló con Casado y su conducta le inspiró preocupación. Según Zugazagoitia (pp. 510s) rindió informe a Negrín y recomendó que se estableciera a nivel ministerial una fuerte vinculación con la capital en donde temía que podría llegar a cristalizar una autoridad que no fuese la del Gobierno. En plena espera de la ofensiva de Franco contra Cataluña, Negrín no prestó atención. Un grave error, uno de los más importantes cometidos por el presidente del Gobierno. Pero no fue el único. También el PCE, todopoderoso según la leyenda profranquista, abandonó el cuidado de Madrid y se concentró esencialmente en Cataluña y en el Ejército del Ebro, una demostración indirecta de que ni sus ambiciones eran omnicomprensivas ni su influencia absoluta y radical. Tenía razón Méndez (p. 164) cuando después de la guerra dijo a un diplomático norteamericano que en caso de victoria hubiera sido difícil que los comunistas se hubiesen impuesto, aun en el supuesto de haberlo querido.
Para entonces, y en una situación muy delicada, había posibilidades de tomar decisiones con implicaciones políticas que se escapaban del control de los ministros. Un ejemplo significativo se revela en los acuerdos concluidos entre la dirección de las FARE y las autoridades franquistas del Aire. A su tenor se convino intercambiar ropas y víveres para los aviadores prisioneros. El asunto saltó a la luz porque los paquetes republicanos quedaron detenidos en Aduanas. El 20 de diciembre, desde la Subsecretaría de Aviación se escribió a Méndez Aspe para que se autorizara la exportación e importación sin, en lo posible, pagar derechos arancelarios. El ministro de Hacienda y Economía pasó de inmediato el tema a Negrín. Este, asombrado, pidió informes el 22 y dejó constancia de su sorpresa sobre cómo había podido pensarse en tomar tales medidas sin su conocimiento. Obviamente se reservó para sí el autorizar o no la operación (cruce de cartas en AJNP). Ignoramos el resultado.
No todo consistió en capear tensiones y crisis. Negrín encajó derrotas, cuyo trasfondo por desgracia desconocemos. Se afirma habitualmente en la literatura que uno de los fallos republicanos fue la tardanza en decretar el estado de guerra con carácter general, algo que los sublevados de 1936 hicieron casi inmediatamente. Prieto y Rojo lo deseaban, pero no lograron imponerse. Cuando, por fin, se tomó tal medida fue ya demasiado tarde: se promulgó el 23 de enero de 1939, el mismo día en que se decidió la evacuación gubernamental de Barcelona. La autoridad militar se hizo cargo del mantenimiento del orden público y asumió responsabilidades que invadían las competencias del poder civil. Esto tuvo consecuencias. Un mes más tarde dimitió Azaña de la presidencia de la República y su sucesor constitucional en el cargo, Martínez Barrio, presidente de las Cortes, se negó a aceptarlo. La República quedó acéfala, una situación que no estaba prevista en una Constitución pensada para tiempos de paz. El estado de guerra fue uno de los pretextos a que se acogieron Casado y Besteiro para invocar, a principios de marzo, que el único poder legal subsistente era la autoridad militar. El golpe final contra Negrín, exitoso, se revistió de un tenue manto que no llegó a velar la claudicación que llevaba meses preparándose.
En AJNP se conservan los proyectos de declaración del estado de guerra. Por su curiosidad histórica, se reproducen en el CD del apéndice (doc. 35[d35]). Obsérvese que en ellos, aparte de justificar la necesidad de medidas tan drásticas en la inimitable prosa jurídica republicana, se introducía un juego de equilibrios y balances que ponía límites a la autoridad militar, que desaparecieron en el decreto finalmente promulgado. Por desgracia no hemos encontrado evidencia —lo cual no significa que no exista— que permita profundizar en las razones por las cuales no llegaron a la Gaceta. En sus memorias, Cordón mencionó de pasada el tema y las atribuyó a las resistencias que Negrín encontró en el Consejo de Ministros y que le llevaron a desistir de sus propósitos. No identificó a quienes se oponían entre los que figuraba, precisamente, el PCE (GRE, IV, p. 75). Lo cual demuestra que Negrín, sometido a grandes presiones, con frecuencia no tuvo más remedio que flexionar. Si se tiene en cuenta que ya había anunciado a Marchenko en noviembre de 1937 su intención de declarar el estado de guerra, de tal suerte que «lo lleven a cabo no militares ni oficiales en quienes no se puede confiar sino personas civiles», se advertirá la importancia de no haber actuado antes y la responsabilidad comunista en impedirlo en las condiciones en que probablemente Prieto y Negrín hubiesen deseado.
Las críticas internas se abatieron también sobre Pascua a causa de la limpieza que hizo en la embajada de París. Claro es que sin comparación con las que hubo de soportar Negrín. Zugazagoitia le tenía al corriente. Si el 6 de julio le informó de que varios diplomáticos republicanos le consideraban como el mejor embajador y el más trabajador, el 2 de octubre le advirtió que las críticas arreciaban. La respuesta de Pascua fue antológica:
Me consuelo pensando que algún día se escribirá la historia y, para ello, quizá contando con su colaboración, habrá documentación de primera línea. Ya verán lo que es bueno y, sobre todo, que quedarán turulatos de la capacidad de silencio y reserva que sabe mantener algún que otro embajador (AHN: AP, 2/16).
En este capítulo hemos documentado que, en las postrimerías de la República, Negrín hubo de llevar a cabo un intenso combate en los tres frentes a que atendía personalmente: en el militar, en el político interno y en el internacional. En los tres se abrieron, antes y después de Munich, fisuras importantes. Para tratar de cerrarlas, en octubre/noviembre de 1938 quedaba una carta que Negrín jugó a fondo: la soviética. Sobre este envite se ha cebado la inquina tanto de algunos historiadores prejuzgados como de un mero «camelista». Es preciso restablecer los hechos.