Continúa el cortejo a las democracias
ES UN HECHO que a pesar de la caída del Norte, en cuya campaña la Legión Cóndor llegó a la mayoría de edad, la República resistió cerca de año y medio más. En lo que le quedaba de existencia arrostró tres de las mayores batallas. Ganó, temporalmente, una: la de Teruel. Sobrevivió a la ofensiva de Aragón y al temido corte de su territorio. Gracias al alivio que inesperadamente le regaló Franco se empeñó en la más importante: el Ebro. A lo largo de todo este proceso los dirigentes republicanos continuaron esforzándose por acercarse a las democracias, algo que la literatura profranquista ha distorsionado. Este esfuerzo reflejó una postura básica desde que el lejano Gobierno Giral afrontó la sublevación y que podríamos caracterizar sobriamente con la máxima de «con las democracias siempre que posible, con la Unión Soviética lo necesario». Tal afirmación, documentable, equivale a disparar un torpedo en la línea de flotación del buque en que siguen navegando las interpretaciones basadas en ajustes de cuentas y en la óptica de la guerra fría. El cortejo lo llevaron a cabo los tres primeros espadas, Azaña, Negrín y Prieto, aunque con métodos y finalidades diferentes. El primero que dio un paso al frente fue Negrín.
LA ESTRATEGIA NEGRINISTA PIVOTA SOBRE FRANCIA
Negrín supo aprovechar hábilmente el desasosiego que había empezado a extenderse por la cúpula militar y política francesa ante los riesgos que cabía derivar de la conjunción italo-germana. En octubre de 1937, el Gobierno de París decidió prescindir de Herbette, que informaba con un sesgo a favor de Franco cada vez más pronunciado, y nombró embajador a Eirik Labonne. Señalaba así su diferenciación diplomática con respecto al Reino Unido, que nunca elevó la categoría de su representación por encima de la de un mero encargado de negocios. A Ossorio y Gallardo le llegaron noticias de que Labonne era el mejor diplomático que cabía enviar[1]. La importancia de la sustitución no debe minusvalorarse. Después de la caída del Norte y del endurecimiento del bloqueo franquista de las costas mediterráneas, lo que París hiciera o dejase de hacer tenía para los republicanos una significación muy superior a cualesquiera actuaciones anteriores. Para bien o para mal, la República dependió de las aleatoriedades de la política y de las posiciones francesas, algo que suelen olvidar los obsesionados con la presunta mainmise por parte de Moscú.
Para entonces, Delbos no ocultaba que seguía muy preocupado por las consecuencias negativas que pudiera tener una victoria de Franco y reconoció que la única medida práctica consistía en abrir la frontera al material de guerra. Como no era posible, París había acudido al subterfugio de tolerar un cierto tránsito por vía terrestre, aunque de escasas entidad y dimensión. Tampoco las tenía el tráfico marítimo que, con destino oficial a Marsella, cambiaba curso y tomaba la ruta de España. Delbos sospechaba que los republicanos andaban escasos de dinero. Ossorio informó acertadamente poco más tarde que, según se reconocía en el Quai d’Orsay, la política de tolerancia en la frontera la había sugerido en cierto modo el Reino Unido para evitar que Francia consumara la amenaza de abrirla públicamente, acto que Londres hubiese estimado provocador[2]. Tan mínima sugerencia constituyó la única aportación del Gobierno de Chamberlain. Su proponente, Sir Robert Vansittart, no tardó en perder su puesto de número dos en el Foreign Office. Fue sustituido el 1 de enero de 1938 por Sir Alexander Cadogan, en la línea del apaciguamiento de los dictadores fascistas.
En su primer encuentro, a finales de noviembre, Labonne dejó una imagen muy positiva de Negrín (sonriente, afable, calmo, optimista, sencillo, bienhumorado fueron algunos de los calificativos con que le describió). También encontró palabras amables para Giral, hábil y conciliador. Que fuesen ambos quienes dirigiesen los destinos de la España republicana le parecía un síntoma inequívoco de la profunda evolución registrada. Tras año y medio de guerra, un ejército que saludaba con el puño en alto y unas masas igualadas tanto por la miseria como por la doctrina, es decir la «canalla» de antaño o las «hordas marxistas» de la propaganda, se veían dirigidos por catedráticos de Universidad, hombres de gran distinción y desprovistos de sectarismo, en un Gobierno que comprendía bien la política francesa y la seguía con atención. Cualquiera que fuese el futuro, Francia no podría desear como líderes españoles a nadie mejor que a tales personas, que nunca aceptarían que España se alinease en contra de sus intereses. Esta formulación planteaba implícitamente la cuestión de si podría afirmarse lo mismo de los dirigentes del otro bando que a su vez hacían todos los esfuerzos para asegurar sus sentimientos de amistad pero que, empezando por Franco, tenían fuertes resabios contra Francia. ¿A qué mejores garantías podía aspirar París?, preguntaba Labonne.
Indudablemente, en aquel primer encuentro, Negrín hizo uso de toda su capacidad de encanto. Convenía, dijo, que Labonne conociese por su boca la situación, sin adornos, con sus puntos fuertes y débiles, en tres ámbitos críticos: el momento político y militar, las relaciones con la Unión Soviética y las relaciones con Francia. En lo que se refiere al primero, destacó que la República contaba ya con un Gobierno fuerte. En un principio había sido el pueblo quien se había defendido a sí mismo, todo un milagro en medio del desorden, de la improvisación y del tumulto. Después, a pesar del cansancio, de las derrotas, de las privaciones, del bloqueo, el aparato gubernamental se había consolidado. No es que hubiesen desaparecido las querellas internas, pero eran menos violentas que al comienzo de la guerra. La moral del ejército era mejor que la de la retaguardia. El EP no aceptaría ningún armisticio, quería continuar la lucha y exigía una buena organización de la logística y de los aprovisionamientos. Las relaciones con Cataluña habían mejorado, aunque corrían rumores muy abultados. Era cierto que Prieto le reprochaba un exagerado optimismo pero las divergencias entre ambos eran poca cosa. En el supuesto de que hubiese que proceder a cambios serían parciales y no perjudicarían la coherencia de la acción gubernamental.
Por lo que respecta a las relaciones con la URSS, Negrín también contó la verdad. Estaba dispuesta a seguir ayudando. Ciertamente no como al comienzo. Tenía problemas en el Extremo Oriente, en su política exterior y en su capacidad de enviar suministros a través del Mediterráneo. Todo ello daba en el clavo. Su apoyo se había reducido considerablemente. Él, sin embargo, tenía motivos para pensar que la ayuda continuaría. ¿Por qué? Porque el acuerdo entre Japón, Alemania e Italia preocupaba al Kremlin y porque este temía que, llegado el caso, pudieran establecerse en territorio español bases a favor de sus enemigos eventuales —Alemania— o contra sus propios amigos (encercamiento de Francia). La futura ayuda soviética estaba, según Negrín, ligada a dos condiciones. La primera era que no creara fricciones con el Reino Unido y, por consiguiente, que no violase los acuerdos de Nyon[3]. Ello ponía de relieve la importancia del tránsito por el territorio francés. Los soviéticos querían que los republicanos obtuvieran garantías de que Francia no lo obstaculizaría[4]. Eran condiciones que reflejaban la realidad, aunque no sabemos si fueron una destilación analítica del propio Negrín o si traducían informaciones de Pascua. No han penetrado hasta ahora en la historiografía profranquista. Por último, Negrín deseaba medidas destinadas a mejorar el flujo de abastecimientos pero, y sobre todo, que París hiciera por la República algo similar a lo que Hitler y Mussolini hacían por Franco. Si no, la alternativa era que al menos mejorase la asistencia a la población civil (DDF, VII, doc. 280).
La actuación de Negrín era fundamental porque en París la República flaqueaba. Es sorprendente que se tardara tanto en tomar medidas para cesar a Ossorio. Quizá encontrar a sustituto no fuera fácil a causa de rencillas internas. La embajada de París era un auténtico bombón. Ahora bien, el DEDIDE dedicó un informe devastador sobre las carencias de la política republicana en Francia y la debilidad del embajador. Reconocía que la centralización del poder, la mejora del orden público, el traslado a Barcelona, el desvanecimiento de los fantasmas anarquistas y los éxitos en las operaciones militares habían favorecido un cambio en la opinión francesa. Las masas populares, que habían creído ya derrotada a la República, empezaron a interesarse de nuevo por ella cuando recuperó la autoridad perdida. Era el momento de pasar a una ofensiva de relaciones públicas con el fin de mantener la atención. Pero no era posible. Las instituciones —embajada, consulado, organismos de crédito, servicios de propaganda, círculos comerciales— no respondían a una dirección coordinada y las dos primeras andaban a la greña. Ossorio cometía pifia tras pifia, incluso de cara al Quai d’Orsay, en donde se lamentaban incluso de sus faltas protocolarias y de mera cortesía. Esta situación la explotaba Léger. Lo mismo ocurría en el plano de la colaboración policial. El ministro del Interior, Dormoy, había tenido que llamar la atención de Ossorio sobre un espía franquista introducido en la embajada. Cuando la toma de Teruel se organizó un concierto con Pau Casals. Disgustado con el artista porque no había querido actuar en la embajada, el embajador tachó de la lista de invitados a una serie de personalidades, empezando por el propio Chautemps. Los organizadores evidentemente no le hicieron caso y les invitaron de todas maneras. Entonces Ossorio declinó asistir. La impresión dominante entre la élite francesa era que no tenían con quién dialogar y que se desaprovechaban múltiples oportunidades[5]. Una vez más se comprobaba que la mejor estrategia podía quedar derrotada por su pobre traducción a la práctica.
El cortejo a Francia lo continuó a mitad de diciembre el subsecretario de Guerra, Antonio Fernández Bolaños, verosímilmente respaldado por Prieto. En conversación con Morel señaló que la República se preparaba para un ataque. Franco necesitaba conseguir victorias con el fin de enmascarar las disensiones internas. Esta percepción aflora en muchos documentos republicanos. Se esperaba una nueva ofensiva desde la caída del Norte. (Franco llevaba preparándola desde hacía mes y pico). Se había pasado por momentos de crisis muy aguda. Durante el traslado a Barcelona se había perdido incluso el contacto entre el EMC y las fuerzas combatientes. La inferioridad del EP en aviación y en municiones implicaba que el primer choque fuese muy peligroso. Había que resistir a toda costa. Esto no era fácil porque el EP no sabía retirarse en orden de combate. Se temía una nueva acción sobre Madrid, a pesar de que el frente estaba fuertemente protegido. Si se producían ataques de pánico en la zona del Jarama, mucho más débil, podía ocurrir cualquier cosa.
Todas estas informaciones implican que no se ocultaron los puntos flacos a los franceses. Fernández Bolaños fue tan lejos que reconoció que nadie en su entorno rechazaba de plano la idea de mediación, si bien era muy difícil precisar las condiciones en que pudiera producirse. La mejor manera de posibilitarla estribaba en romper cualquier ofensiva franquista y preparar una contra-ofensiva gubernamental. La intención consistía en desmoralizar el bando franquista para que afloraran sus tensiones internas y, en el caso de que fuese factible, llegar a una negociación bajo la amenaza de una ofensiva contundente. Era una evaluación de índole cartesiana pero que, por desgracia para la República, no respondía a la realidad de las relaciones de fuerza. Con todo, en su informe a Daladier, Morel subrayó que la lucidez intelectual y la firmeza de las convicciones eran los activos esenciales para mantener una lucha en la que los republicanos jugaban con cartas marcadas: hambre en la retaguardia, tibieza entre los mandos, carencias de instrucción y de encuadramiento de las tropas, gérmenes de anarquía sembrados por la revolución y un cansancio que había sucedido a esperanzas irrealistas e irrealizadas (DDF, VII, doc. 341).
LA ESTRATEGIA MILITAR REPUBLICANA
En este contexto, y de seguir a Orlov (p. 331), ya en las alturas del aparato de la NKVD en España[6], el espionaje soviético se hizo con los futuros planes de operaciones de Franco[7]. Preveían una nueva maniobra sobre Madrid para la cual se habían realizado preparativos muy completos (Ramón Salas, pp. 1623-1626). La idea era lanzarla hacia mitad de diciembre, según llegó a conocimiento de los británicos. Londres también supo que tales planes los capturaron los republicanos, quienes se apresuraron a tomar la iniciativa para desbaratar el previsto ataque sobre Madrid. Eligieron para ello uno de los puntos débiles del frente. El resultado fue una operación de objetivos limitados en dirección a Teruel que Franco no esperaba y que le obligó a postergar su propia ofensiva[8]. También por Orlov, corroborado en este punto por documentos exhumados por Rybalkin (p. 81), sabemos que en los planes intervino activamente Shtern (quien según aquel admiraba a Rojo).
La marcha hacia Teruel levantó momentáneamente el espíritu de resistencia republicano. Sir Henry Chilton informó que sembró la preocupación en las filas franquistas, en las que la falta de Mola se hacía sentir agudamente. Incluso Ramón Salas (p. 1651) reconoce que durante el período en que mantuvo la iniciativa el EP realizó «su más brillante hazaña hasta el momento». Por el lado opuesto se desplegó una actividad intensa para explicar en el exterior que el avance se debía a la afluencia masiva de armamento extranjero y a la presunta dirección francesa de las operaciones. Más tarde, cuando llegaron los refuerzos franquistas, la batalla se convirtió en una de desgaste en la que se pusieron a prueba hombres y equipos en condiciones climatológicas muy rudas. Con todo, el 8 de enero de 1938 se redujo la última resistencia. Ello significó «un importante triunfo gubernamental. Por primera vez en la guerra sus tropas ocupaban una capital de provincia y la retenían en su poder. El hecho tuvo una resonancia mundial, con gran influencia moral en ambos bandos» (ibid., pp. 1668s).
Este es el momento de abordar una cuestión en la que quien esto escribe no es particularmente experto: la naturaleza de la estrategia militar republicana. Obliga a ello la valoración que, precisamente con motivo de su comentario sobre la operación de Teruel, hace el conocido historiador militar Antony Beevor (p. 464). Su diagnóstico es implacable: el EMC y sus consejeros soviéticos (a quienes atribuye poco menos que una influencia taumatúrgica) se empecinaron en ofensivas convencionales que destruyeron poco a poco al EP y la capacidad de resistencia de la República. De aquí una crítica feroz: no vieron que lo que convenía hacer era una defensa regular, constante y firme, combinada con acciones guerrilleras. Con los debidos respetos a la experiencia militar de Beevor y a su empeño en dar lecciones a colegas ignorantes, ya fallecidos, se trata de una crítica ideológica, no técnica, y completamente desenfocada. En general, los republicanos optaron por la defensiva mientras que los franquistas mantuvieron constantemente la estrategia opuesta. En 1936 la defensiva tuvo éxito en el Guadarrama y fracasó en Guipúzcoa, Extremadura y Castilla la Nueva, ya que no impidió que el Ejército de África se aproximara a la capital ni que cayera la primera provincia vasca. Fue Asensio Torrado quien acentuó la ofensiva pero inmediatamente cosechó desastre tras desastre porque unas milicias desorganizadas y mal armadas no podían competir contra las eficientes columnas de las tropas legionarias y coloniales.
La defensiva volvió a tener éxito en Madrid pero no fue suficiente en el Norte, como vieron los observadores extranjeros, a causa del aislamiento geográfico, las traiciones peneuvistas y la superioridad artillera y aérea franquista. Como dice Cardona, a quien agradezco su orientación en este campo, las operaciones de Vizcaya constituyeron un ejemplo de manual en el sentido de que la defensiva estática iba perdiendo capacidad a causa del desarrollo de la aviación. Los asesores soviéticos lo experimentaron bajo las bombas e informaron a Moscú en términos muy claros. Los intentos republicanos de combinar la defensiva con acciones locales de naturaleza ofensiva fallaron por falta de aviación. Si en un terreno de orografía tan favorable a la defensiva esta se mostró inútil, ¿cómo mantenerla de guía para la conducción del conflicto? El Gobierno Negrín procedió no a una estrategia ofensiva generalizada sino, vuelvo a Cardona, de defensiva estratégicamente elástica. Se combinaron resistencia y maniobras de diversión de cara a Madrid, el Norte y Valencia (Brunete, Belchite, Teruel, Ebro, Cataluña, Extremadura). El principal problema no fue la estrategia sino la enorme superioridad franquista, siempre nutrida de manera fluida y continua por suministros italianos y alemanes. Los cuadros que reproducimos en el CD del apéndice (docs. 37 y 39) de envíos a Franco por vía marítima, conocidos desde hace años pero que no suelen mencionarse en la literatura (tampoco lo hace Beevor quien probablemente los ignore), evidencian nuestra afirmación. A ello se añadió la incapacidad republicana por disciplinar la conducción política de la guerra al esfuerzo bélico, como señaló Pozas y lamentó en más de una ocasión el propio Rojo. Negrín argumentaría en un momento de desesperanza que la democracia, que amparaba tal discordia, planteaba inconvenientes en el conflicto.
La masa de hombres y recursos del Ejército del Norte franquista, liberada tras Asturias y enriquecida con el abundante material bélico capturado, permitió moverla y abastecerla siguiendo las líneas interiores. En general, Franco se encontró en una situación incomparablemente más favorable que los republicanos, que sólo a duras penas nuclearían un ejército de maniobra, amén del del Ebro, pero casi siempre sin reservas, apoyos de fuego y logística suficientes. La mejor estrategia posible no hubiera podido, a la postre, superar tales deficiencias. Nótese lo que ocurrió a lo largo de 1938: mientras los frentes se desplomaban, italianos y alemanes continuaron impertérritos sus flujos de suministros.
¿Y qué decir de las tan cacareadas guerrillas? Tal y como Beevor parece plantear la cuestión, lo que sugiere es un conjunto de maniobras de distracción limitadas. De tratarse de un enfoque general nuestras dudas se acentuarían. Conviene recordar que la finalidad de la guerra de guerrillas es desgastar al enemigo mediante acciones imprevistas basadas en la superioridad local y en el apoyo de la población. Desde el primer momento tales actuaciones estuvieron en el candelero. No hace falta sino recordar el impacto que tuvo una película soviética («Chapaiev, el guerrillero rojo») que cantaba una gesta de su propia guerra civil. Ya desde el principio se intentó la lucha guerrillera. El propio Rojo ordenó su puesta en práctica a partir del Quinto Regimiento. En otoño de 1936 llegaron consejeros soviéticos que organizaron partidas o «destacamentos guerrilleros». Orlov, en sus escasamente fiables memorias, se atribuye una alta dosis de complacencia por los resultados[9]. Ocherki (pp. 135s) enfatiza la participación soviética. Nombres eminentes del RKKA actuaron como asesores de varios núcleos. Pero lo cierto es que no dieron mucho de sí, fuera de éxitos locales, a veces considerables, y que las operaciones de tal tipo hubieron de dejar paso a la guerra más convencional, frente a un ejército como el de Franco que operaba de forma convencional y estaba muy bien dotado de hombres y material, con independencia de que bajo Negrín se pudo trabajar más libremente en el enfoque guerrillero (Líster, pp. 189s). La expansión de dichas actividades fijó muchos miles de soldados franquistas. ¿Pudo hacerse mucho más? Líster afirma que sí, sobre todo al principio. ¿Pudieron constituir el eje de la guerra? La respuesta es no. A finales de 1938 el mando republicano se sintió muy incómodo con el desarrollo sucesivo de tales operaciones. Cuanto más potentes eran los golpes en la retaguardia franquista, más encarnizadas eran las contramedidas adoptadas, lo que provocaba el aumento de bajas en la tropa y mayores represalias contra la población civil (Ocherki, p. 137). Las imágenes románticas de la lucha contra Napoleón y del pueblo en armas no fueron un precedente de las acciones de 1937-1938. La guerra de guerrillas requería otras condiciones. Recomendarla no pertenece, como ha dicho Cardona, al campo de la reflexión estratégica sino de la magia.
También forma parte del pensamiento mágico la idea de Beevor de que su combinación hubiera permitido a la República «resistir a las tropas de Franco hasta el estallido de la guerra en Europa». ¿Cómo lo sabe con tanta seguridad? Beevor pasa sin solución de continuidad del terreno de las hipótesis al de la especulación. También cabría argumentar que Hitler hubiese podido retrasar su ataque a Polonia. O no haber hecho su oferta a Stalin que fue lo que lo hizo posible. Al fin y al cabo, era en España en donde Hitler tenía un potencial aéreo no desdeñable y, sobre todo, tripulaciones entrenadas en operaciones innovadoras de gran calado, como aparece en un discurso del general von Reichenau que reproducimos en el CD del apéndice (doc. 38[d38]). La República, en las condiciones internacionales de la época, perdió la guerra no en 1939. La tenía ya perdida desde septiembre/octubre de 1936. Lo que hay que explicar es, precisamente, cómo se las arregló para resistir durante tanto tiempo, frente a un asalto en toda regla de las potencias del Eje, la retracción de las democracias y las divisiones internas, relativamente limitadas durante el primer año del Gobierno Negrín aunque con los reveses aumentados más tarde en importancia e intensidad.
Queda, por último, la referencia a los consejos «ofensivos» de los asesores soviéticos del EMC. ¿En base a qué documentación extrae Beevor tal idea? Porque nosotros hemos demostrado que el papel que les imputa en el origen de Brunete no lo apoya la evidencia disponible. El de Belchite, en el que intervino nada menos que Vorochilov (cosa que ignora), se explica por la necesidad objetiva de frenar la progresión franquista en el Norte. En cuanto a Teruel está claro que se trataba de contrariar la proyectada ofensiva franquista sobre Madrid. Por último, la del Ebro contó, como veremos en su momento, con la oposición del asesor jefe soviético, general Ivan Maximov. En mi opinión, Antony Beevor, en vez de colgar al EMC al remolque de los consejos soviéticos hubiera debido conocer algo más de la literatura disponible y deshacer, por ejemplo, los argumentos de Rojo contra un conocido periodista anarquista, Jacinto Torhyo, (que figura en el CD del apéndice, doc. 13[d13]), amén de bucear algo mejor en los archivos moscovitas.
Franco contaba con certidumbres fundamentadas. En la época de referencia mantuvo una importante entrevista con el embajador italiano (DDI, VIII, doc. 8). Este remachó que sólo una victoria militar decisiva resolvería la guerra, en la que de nuevo los «rojos» habían dado muestra de espíritu combativo y de gran abundancia de medios (sic). La retaguardia republicana no se hundiría si no le precedía el éxito en el campo de batalla, a pesar de que la moral era mala. Ni Francia ni Inglaterra deseaban, en el fondo, una victoria «nacional». Preferían que la guerra se alargara para que Franco tuviera que acudir a ellas en demanda de apoyo. Franco, ¡cómo no!, coincidió en estas apreciaciones. Añadió que los informes que le llegaban resaltaban las múltiples carencias republicanas en el plano financiero y en cuanto a las reservas de cereales, carbón y hierro. Al final del invierno su efecto se haría sentir con fuerza. La quinta columna seguía siendo muy eficiente. Aprovechó la ocasión para lanzar dardos venenosos contra los franceses, incluso contra las derechas. Nótese su apreciación sobre el posible hundimiento de la moral del enemigo en primavera. Acertó y la causa inmediata fue la evolución militar[10]. No tardaría en reclamar más medios a Italia. Como siempre.
PRIETO QUIERE ENGOLOSINAR A LOS BRITÁNICOS
Mientras tanto Prieto no se quedaba atrás en cortejar a las democracias. En el flujo de información de «C» sobresalen numerosas referencias a actuaciones presuntamente impulsadas o cubiertas por él para llegar a algún tipo de acomodo por mediación del Reino Unido. Fue en noviembre de 1937 cuando las acusaciones se hicieron muy precisas. Prieto habría celebrado a escondidas una entrevista a bordo de un barco británico. El agente se lanzó en tromba, consciente de que «un informador debe decirlo todo, y particularmente lo malo, para que se le ponga, si es posible, remedio». Ciertamente a ello se atuvo, pues en algún momento (5 de diciembre de 1937) trasladó a Negrín los rumores de tipo personal que corrían contra él por los mentidores españoles de París.
Según «C» Prieto había andado en tratos clandestinos con los británicos, generalmente por persona interpuesta. En aquella ocasión, si sus informaciones eran correctas, lo hizo directamente. «C» suponía que para asegurarse un porvenir. Quizá esto tradujera una inquina contra el ministro. En realidad, es más verosímil que, si lo hizo, indagase acerca de las posibilidades de una mediación. Por lo general se considera que, como afirma Gibaja (p. 151), perdidas las esperanzas de alcanzar una victoria militar, Prieto pasó a concentrar «sus ilusiones en alcanzar, mediante una mejora de la situación militar, una paz negociada»[11]. En todo caso, no hay constancia de que Negrín, al leer los informes de «C», tomase acción alguna contra el ministro. ¿Por qué? Simplemente porque también él hacía lo mismo, sólo que por otras vías. Aunque convencido de que la República debía seguir resistiendo, no cerraba puertas.
Si hemos de creer a Orlov (pp. 332ss), la NKVD no ignoraba algunas de las gestiones de Prieto por personas interpuestas. Informó a Moscú y se le ordenó que no dijese nada y continuase vigilándolas. A la par se le puso en antecedentes de que también Azaña se esforzaba por llegar a un arreglo que pusiera fin a las hostilidades, aunque fuese al precio de la rendición. (Orlov aprovechó para afirmar que Moscú mencionó en este contexto el nombre de Besteiro, de quien no hemos encontrado implicación alguna desde su visita a Londres[12]).
Lo que sí cabe documentar es una gestión de Prieto para conseguir que Londres tuviera una información de primera mano sobre la situación, los sentimientos y las posibilidades de resistencia. Fue el equivalente a lo que Negrín y Fernández Bolaños habían hecho con los franceses. Se trató de una respuesta al interés mostrado por el teniente coronel Víctor Goddard, director adjunto del servicio de inteligencia del Ministerio del Aire británico, de examinar sobre el terreno la conducción de la guerra. Goddard sabía que Alemania, Italia, la URSS y Francia la seguían atentamente. Los agregados británicos no podían hacerlo en la medida suficiente porque no se les otorgaban facilidades (recuérdese la velada crítica de Prieto a Largo Caballero por haber tenido una actitud laxa al respecto y que ya describimos en El escudo de la República[13]). Tras varios contactos con Azcárate, Goddard se vio agradablemente sorprendido con una invitación que le cursó Prieto quien, además, no tuvo inconveniente en que le acompañara el comandante H. M. Pearson, de la RAF, que acababa de terminar su misión como agregado aeronáutico. Goddard era el hombre clave en el esfuerzo de recogida clandestina de todas las informaciones que se referían a España y por su mesa pasaba el resultado de los esfuerzos tanto del AIS como del nuevo AS (I).
En esta visita, parcialmente descrita por el comandante Alberto Bayo, a la sazón ayudante de Prieto, lo significativo es que antes de partir, Goddard hizo saber al ministro que estaba dispuesto a visitar todas las instalaciones que las autoridades deseasen pero que también querría tener manos libres para obtener información en materias relacionadas con temas militares y aeronáuticos que le interesaban. Indicó que no deseaba que su misión se utilizara con fines de propaganda. Prieto accedió a todo ello. Esto subraya la importancia que le otorgaba. La misión partió el 7 de febrero.
Goddard expuso sus objetivos con toda claridad en una entrevista con Prieto dos días más tarde: hacerse con una idea lo más correcta posible del estado de la organización y fortaleza militares de la República y recoger información técnica sobre las lecciones que el EP había aprendido. De nuevo Prieto aceptó y recalcó que, si bien se habían dado casos de espionaje que le habían obligado a restringir el flujo de información a los agregados militares, Goddard no tendría obstáculos[14]. Tras sendas visitas de cortesía a Vicente Rojo y a Antonio Camacho (subsecretario de Aviación), la misión, acompañada por Bayo, se desplazó a Valencia, Teruel, Madrid, Albacete, Cartagena y Sagunto y visitó una larga serie de instalaciones. Los británicos contactaron con todo tipo de personas, militares y civiles, españoles y extranjeros, oficiales y soldados. Naturalmente, no se trata de analizar el desarrollo pero sí debemos mencionar algunas de las impresiones de carácter general y político que Goddard reflejó en su informe final.
Dado que el viaje tuvo lugar antes de la retirada de Teruel el 22 de febrero, Goddard suscitó en sus conclusiones finales, escritas después, hasta qué punto el espíritu de combate que habían detectado en el EP podría sobreponerse a los reveses. Las carencias de material bélico comprobadas —y también las dificultades de abastecimiento— podrían ser decisivas si los flujos de ayuda a Franco no se reducían. Y no se redujeron, al menos por parte italiana. En caso de que la preponderancia material del bando franquista no fuese decisiva en el inmediato futuro, y si fuese posible alejar de España a alemanes e italianos (que, según afirmaron, tenían una influencia muy superior en la zona franquista a la de los rusos en la republicana), quizá fuese posible abrir las puertas a un compromiso. Esto era desconocer el ánimo y las ambiciones de Franco.
Un episodio de la misión no lo citó Goddard en su informe general, aunque quizá lo hiciera en alguno de los técnicos que también preparó y que no me ha sido posible localizar. Se refería al famoso Messerschmitt al que Vorochilov había aludido en su entrevista con Hidalgo de Cisneros quince días antes. Goddard tuvo extraordinario interés en verlo, cosa que pudo hacer el mismo día de la caída de Teruel. Previamente lo había reconocido una comisión de técnicos franceses. Fue después cuando Prieto lo puso a disposición de los soviéticos. Como Shtern se encontraba ausente, se lo comunicó a su segundo, coronel Sapunov. Afirmó que se había apresurado a hacerlo, una vez que había quedado «en plena libertad, después de cumplidos estos compromisos» (AJNP). Como hemos señalado, este escrito, coetáneo, permite arrojar alguna duda sobre la versión que Prieto daría en agosto ante el Comité Nacional del PSOE.
La misión de Goddard constituyó, pues, un intento de ofrecer a los británicos una idea clara de las posibilidades y limitaciones militares de la República. El Messerschmitt debió de ser la guinda del pastel[20]. Nunca antes se había permitido que unos visitantes extranjeros obtuvieran tanta información sobre los detalles de la organización republicana, sus operaciones y el ánimo del EP.
UNA OFERTA: BASES A CAMBIO DE AYUDA
Dicho lo que antecede, la misión ha pasado a la literatura por algo que Bayo contó a su respecto. Aparte de incorporar detalles anecdóticos, y probablemente inventados al presentarla como un caso de mero espionaje disfrazado, Bayo señaló que cuando Goddard y Pearson se despidieron de Prieto este, en el máximo secreto aunque en presencia de su secretaria y de él mismo, les hizo una oferta[21]. Por desgracia, hasta el momento no se ha encontrado su tenor preciso que, de nuevo según Bayo (p. 207), Prieto suscitó como sigue:
El Gobierno está muy convencido de que esta guerra la tenemos perdida e Inglaterra nos ve con malos ojos … Si Inglaterra nos da el triunfo, si su país inclina las pesas de la balanza en nuestro favor, que puede hacerlo en cuanto quiera y que debe además hacerlo para que nada tengamos que deberle a Rusia[22], que es la única que nos ayuda con su material en estos momentos, España, por mi mediación entregará a Inglaterra las soberbias rías de Vigo, donde puede cobijarse la escuadra inglesa con holgura, la base naval de Cartagena, inexpugnable, y la soberbia base de Mahón, única en el Mediterráneo.
Sobre este episodio se imponen algunas consideraciones:
En su carta a Azcárate, Prieto señaló que sin duda en el Almirantazgo algo se sabría de la insinuación. Un planteamiento oficial requería aquilatar cuidadosamente el momento y no estaba muy seguro de si lo era aquel. La invitación debía extenderse tanto a la Royal Navy como a la Marina francesa. Si se decidía proceder en tal sentido, él respaldaría en Consejo de Ministros la propuesta del embajador. Estableceremos, pues, la hipótesis de que, tras los reveses militares acaecidos desde la fecha de tal carta, Prieto bien pudo haber aprovechado una ocasión algo más oficial, como fue la misión de Goddard, para volver a su antigua idea. Y quizá en ello le apoyase Azaña.
Conviene dar preferencia a los documentos de la época sobre las reconstrucciones posteriores[24]. Vidarte juzga lúcida tal postura (se adelantó al Franco de 1953 con sus cesiones a los norteamericanos). A Bayo le provocó la llorera. Cabría, sin embargo, argumentar que la oferta hubiera representado un sacrificio para conseguir la solidaridad con las democracias de cara a la (común) lucha antifascista. Ahora bien, nada hace pensar que tuviese la menor consecuencia ulterior y tampoco he encontrado ninguna referencia a la misma. No es imposible que los británicos la tiraran a la papelera. Importa subrayar que si el ministro de Defensa la hubiese hecho, ello no tendría por qué despertar las iras de los historiadores profranquistas. Si bien es cierto que Franco no aceptó bases fascistas para después de la guerra, toleró durante esta la presencia italiana en Mallorca y asumió compromisos políticos muy en línea con los intereses del Eje al lado del cual deseó entrar en guerra en 1940 —como temían los franceses y habían anunciado los republicanos hasta quedarse roncos.
Documentos británicos posteriores permiten intuir que en Barcelona se había pensado que Goddard tenía simpatías prorepublicanas y que su informe surtiría algún efecto. La visita, en la que no parece que las manifestara, coincidió con la de otros oficiales franceses, en misión análoga[25]. La impresión republicana ulterior fue que las potencias democráticas deseaban evaluar el material de guerra italo-germano. Cuando, en medio de los bombardeos fascistas de Cataluña, los británicos pidieron autorización para enviar una nueva misión que estudiase sus efectos, la reacción fue muy diferente: encono y dilación. Leche telegrafió el 12 de abril que el Gobierno luchaba por su supervivencia, que había suministrado abundantes pruebas al británico acerca de cómo se burlaba la no intervención y que si Londres no estaba interesada en el futuro de la República tampoco tenía esta que esforzarse demasiado en dar información que sirviera para que el Reino Unido pudiese protegerse mejor de los bombardeos en el porvenir (TNA: FO 371/22685)[26]. Aún así, también esta segunda misión se autorizó.
La visita de Goddard tuvo un corolario que posiblemente no se le ocurriera a Prieto. El Ministerio del Aire envió al coronel Douglas Colyer, agregado aeronáutico en París, a que hiciese una visita equivalente en la España franquista. Tuvo lugar del 13 al 24 de abril. Su informe, de la misma extensión aproximadamente que el de Goddard, trazó un cuadro muy favorable y se hizo eco de algunos aspectos interesantes. Por ejemplo, que la idea de Franco de socorrer en su tiempo a la «heroica guarnición del Alcázar» había costado la toma de Madrid. Colyer destacó que todo el mundo tenía la más absoluta confianza en ganar la guerra, que los republicanos aparecían como meros instrumentos de la URSS y que la España franquista combatía por otros países al combatir contra el comunismo en la península. ¡Una inversión total! Se le dijo que, de haber triunfado los republicanos, Francia habría caído en manos soviéticas y se hubiera convertido en un vecino incómodo para el Reino Unido. El odio de los franquistas se centraba en Francia, que dejaba pasar material sin cuento a través de la frontera. De no ser por ella, que había enviado una enorme cantidad de voluntarios a las BI, las cosas hubieran sido muy diferentes. Gracias a Alemania e Italia se había logrado salvar la situación, aunque lo que se necesitaba no eran soldados sino material. Los italianos, en particular, no eran muy apreciados. Es de suponer que los analistas británicos notasen la idea de que todo el mundo dijo a Colyer que la gratitud hacia el Eje no implicaba que, terminada la guerra, se le hicieran concesiones territoriales. Con todo, no se le ofreció el mismo trato que a Goddard. A punto de partir, cuando hizo una visita al Cuartel General de la Aviación en Salamanca, vio un cartel que decía «Legión Cóndor» pero no supo si se trataba de una organización alemana[27]. Sí suponía que en la artillería antiaérea había unidades de esta nacionalidad.
El punto culminante del viaje fue una entrevista con Queipo de Llano quien jugó con Colyer como el gato con el ratón: no había habido refuerzo alguno por parte italiana en los últimos nueve o diez meses (algo que los británicos sabían que era mentira); no había italianos en el frente; el que Madrid resistiera se debía a las BI; cuando los franquistas habían intentado tomar la capital no contaban con más de 3500 hombres (¡¡!!). Ofreció una valoración político-estratégica del comportamiento francés que era de risa: dado que en la guerra del 14 España había sido neutral y permitió a Francia que no prestase la menor atención a la frontera pirenaica, los dirigentes comunistas franceses (sic) saldaban su deuda tratando de que España cayera en manos soviéticas. Como suena. Queipo fue más cuerdo en su apreciación del EP: carecía de oficiales profesionales ya que la mayor parte de ellos se había unido a Franco. De aquí que fuese de poca utilidad en campo abierto. No se privó de afirmar que en lo que se refería a material los «rojos» tenían una ventaja considerable (sic). Colyer terminó su misión convencido de que nada ni nadie impediría la victoria de Franco[28]. Así, pues, el enfoque de Prieto, cualesquiera que fuesen sus últimas intenciones y de las que no dejó constancia, terminó con un fracaso en lo que se refería a influir sobre la actitud británica.
Tanta mayor importancia revistió, pues, el cortejo sucesivo que Negrín y esta vez también Azaña siguieron practicando de cara a Francia. El 28 de enero, el primero subrayó ante Labonne el peligro de estrangulamiento al que se enfrentaba la República, atenazada por las potencias del Eje y la inacción de las democracias, con Francia a la cabeza (DDF, VIII, doc. 54). Suscitó la posibilidad de tener que tomar medidas desesperadas y retumbantes (por ejemplo, una ruptura de relaciones diplomáticas). Ante el gesto de asombro del embajador, la respuesta fue toda una declaración de principios: «Si nos abandonan e incluso persiguen aquellos cuyos intereses profundos nosotros también defendemos, ¿para qué aguantar a la vez el deshonor y los perjuicios?». El pueblo, continuó, sería capaz de adoptar la única actitud compatible con su orgullo y con su honor. Subrayó los cambios en la vida española:
El Estado que va formándose poco a poco … será vivo, duradero y popular porque será la imagen misma del pueblo español, que apenas si ha conocido la libertad y que, sin embargo, la desea y aspira a ella. De entrada, sabe perfectamente lo que no quiere: la España antigua, sus fantasmas, sus oropeles, que tienen nombres, que los ve desde el otro lado y que rechaza … No es por casualidad que España se acerca, por sus simpatías, por su construcción social y por su forma de gobierno a las naciones democráticas. Es un axioma falso creer que está abocada a la dictadura … Con su victoria, la España republicana, colocada en medio del imperio francés, sobre las rutas del imperio británico, puede constituir y constituirá un elemento decisivo en el juego de fuerzas que se construyen y equilibran hoy y que se afrontarán mañana en una lucha decisiva para el porvenir de Europa y para la civilización.
Negrín era, cuando menos, premonitorio. Como lo eran algunas voces en las Administraciones francesa y británica, ahogadas por los partidarios del apaciguamiento. Azaña, por su parte, se preocupó de exponer a Labonne a finales de febrero la historia que conocía de la ayuda soviética y que reproducimos en el CD del apéndice (doc. 21[d21]). Nos satisface que corresponda en gran medida a la secuencia que hemos demostrado por otras vías en nuestra investigación. Azaña subrayó la evidencia: en aquellos momentos la organización gubernamental y social republicana no permitía asimilarla, como hacía Hitler, a un régimen protocomunista. El mito que tanto amamantaba la propaganda franquista y fascista no tenía validez (ibid., doc. 275).
Todos estos cortejos político-diplomáticos eran de vital importancia, aunque no dieran resultado. Sus efectos pasaron a segundo plano a causa de los desastres militares que poco después se produjeron, tras la pérdida de Teruel. Esta, como dijo Zugazagoitia (p. 386), había desmentido la más importante afirmación de la propaganda republicana: que ya había nacido un auténtico Ejército Popular. A la par la escena exterior también se había enrarecido. Se había iniciado el año de las grandes crisis (Austria, Checoslovaquia) en el que las potencias democráticas, lideradas por el Reino Unido, doblaron la rodilla, a pesar de la evidencia de que Hitler ponía en marcha, por fin, sus planes de agresión. Los reveses militares en Aragón y una actitud franco-británica volcada en el apaciguamiento no hacían presagiar nada bueno ni para la República ni para la lucha antifascista. Su desconexión, perseguida con singular entusiasmo por Chamberlain y a la cual se subordinaron los franceses, que sabían mejor, fue fatal para la República. En toda Europa, de Este a Oeste, fue sólo Negrín quien se negó, tercamente, a rendir las armas. Ante todo, el presidente del Gobierno ligó su estrategia a la posibilidad de que, en algún momento, París, ya que no Londres, se deshiciera de sus ilusiones.
EL APOYO ENCUBIERTO DE FRANCIA
En efecto, si el cortejo del Reino Unido no dio el menor resultado, en París las cosas parecían ir mejor. Podemos documentar esto gracias a algunas informaciones de Ossorio que Negrín conservó preciosamente. La política de apoyo encubierto había dejado de concentrarse en los ministros. De ella se había hecho cargo el subsecretario de Finanzas, un tal Brunet, y por delegación Gastón Cusin[29]. En estas circunstancias estalló una de las recurrentes crisis políticas internas. El 15 de enero de 1938, Chautemps presentó su dimisión. Tanto Georges Bonnet, muy criticado por su política en la cartera de Finanzas en el Gobierno dimisionario[30], como Léon Blum se encargaron sucesivamente de formar un nuevo gabinete. No lo lograron. Los comunistas decidieron no sostenerlo y los socialistas retiraron a sus ministros (Frankenstein, p. 174). Chautemps configuró otro equipo en el que no figuraban socialistas y en el cual aumentaba el peso de los radicales, un partido que ya entonces estaba volcado en la tarea de representar políticamente el conservadurismo social (Kedwar, p. 210). Daladier continuó en Defensa con poderes de coordinación mucho más amplios y Delbos en el Quai d’Orsay. En la cartera de Aire aterrizó Guy La Chambre. El agregado aéreo y naval norteamericano acababa de decir a Colyer que le habían llegado rumores muy bien fundados de que los rusos iban a suministrar a la República una gran cantidad de aviones a través de Checoslovaquia. De aquí irían a Francia y desde Francia a España. El embajador británico pensó que ni siquiera Cot, que había pasado a Comercio, habría encubierto tal operación, que no aceptarían ni su sucesor ni el propio Daladier (TNA: FO 371/22636).
Chautemps estableció un enlace entre el Ministerio de Finanzas, del que dependían las Aduanas, y el de Comercio bajo el pretexto de mantener una relación indispensable entre ambos. A su frente colocó a Cusin, bajo su dirección personal. Esto significaba que, por encima de las triquiñuelas administrativas, fue el propio Chautemps quien asumió la graduación de la porosidad de la frontera. El mecanismo tenía ventajas e inconvenientes. Entre las primeras figuraba el que sería el propio Chautemps quien lo impulsase. Entre los segundos, que Cusin ya no lo utilizaría con la misma autonomía que hasta entonces. Es verosímil que Chautemps hubiese cogido gusto a tal gestión. Ya había intervenido directamente. En los archivos de la Presidencia del Consejo se encuentran huellas, por ejemplo, de un caso. El 22 de diciembre de 1937, la embajada republicana se había dirigido al Quai d’Orsay solicitando que el Ministerio de Obras Públicas prestara varios aparatos quitanieves para despejar el tránsito por los Pirineos, dado que las nevadas habían sido muy intensas. Esta petición aparentemente anodina llegó a Chautemps, quien pidió información por teléfono a Delbos al día siguiente. El 27 de diciembre accedió. Obras Públicas contestó el 7 de enero confirmando que las órdenes se habían cumplido, no sin levantar cierto malestar en uno de los departamentos en el que las carreteras estaban muy nevadas. Lo que importaba era dejar expeditas las rutas hacia España para el tráfico de mercancías, especiales o no (CARAN: F60/172).
La política de porosidad de la frontera no se inició con Blum, como afirman numerosos historiadores[31]. Dio comienzo bajo el Gobierno Chautemps, en oposición a la actitud británica. Como hemos indicado, siguiendo las sugerencias de Vansittart, se hizo de forma más o menos velada pero Londres la seguía atentamente. Poco antes del Anschluss, Massigli informó a la embajada británica que el Gobierno estaba firmemente decidido a no cerrarla. No se trataba tanto, comentó el embajador, de un tema legal o político sino de naturaleza esencialmente pragmática. Continuar el cierre no impediría que las potencias del Eje dejasen de enviar material y aviones a Franco (telegrama del 2 de marzo. TNA: FO 371/22638).
La frontera franco-catalana se convirtió en uno de los lugares en los que se concentró la atención de los diferentes servicios de espionaje y contraespionaje. Franceses, británicos, españoles de ambos bandos y en particular los italianos trataban de averiguar el contenido del tráfico. Las exageraciones, las desinformaciones y los intentos de derrumbar la credibilidad republicana y francesa se pusieron a la orden del día. La prensa del Duce publicó noticias muy circunstanciadas sobre la organización de los flujos. La idea estribaba en poner a Francia contra la pared acusándola de violar la no intervención con descaro y desvergüenza para así ocultar ante la opinión pública internacional las infracciones propias. Uno de los periodistas que más destacaron en este trabajo de contrapropaganda y desinformación fue Virgilio Gayda, quien mezclaba verdades, semiverdades, mentiras e invenciones de forma inextricable con gran aparato de detalles[32].
Los servicios de inteligencia británicos continuaron prestando atención a los suministros de armas y efectivos a ambos contendientes. En los primeros meses de 1938 constataron el ininterrumpido fluir de los italianos si bien detectaron que se concentraban más en municionamiento, recambios, accesorios, etc., que en aviones o grandes piezas de artillería. La modificación era lógica ya que Franco había logrado una considerable superioridad y tanto en el Norte como en sus operaciones en el Este capturaría ingentes cantidades de armamento republicano. Lo que deseaba era que el apoyo alemán e italiano continuara funcionando. No necesitaba hombres en primer lugar. Tenía bastantes[33]. De vez en cuando los británicos pudieron identificar la llegada de nuevos aviones procedentes de las dos potencias del Eje, incluidos los temibles Messerschmitt. En el caso de la República, los informes subrayaron que el tráfico a través de la frontera no parece que consistiera en entregas francesas, aunque esto ya no fue exacto a partir de marzo[34].
En la élite política parisina aumentaban, en efecto, las dudas sobre la no intervención. En una cena en la embajada, el presidente de la Cámara, Édouard Herriot, contó a Ossorio que había hablado con Chautemps pidiéndole que se portase bien con «los amigos de España». Era un giro de 180 grados respecto a la actitud que había tenido en el verano de 1936 y estaba motivado por la presciencia del peligro alemán. Chautemps le había respondido: «Por nuestros amigos de España me he convertido yo en el primer contrabandista de Francia». Ossorio se hizo eco de una de las recomendaciones de Cusin: cuando Negrín fuera a París debía entrevistarse con los hombres que seguramente iban a constituir un Gobierno de unión nacional para afrontar la marcha hacia la guerra europea, es decir, Herriot, Blum, Auriol, Cot y las prolongaciones hacia la derecha y la izquierda, desde Reynaud a Thorez. Había gente en Francia que veía aproximarse el conflicto y parecía depositar en la República una esperanza que antes no habían tenido (AJNP)[35].
A finales de febrero el nuevo consejero de la embajada francesa en Barcelona visitó a Ossorio. Le dijo que el Gobierno quería intensificar su apoyo a la República con aviones de bombardeo. A Ossorio le sorprendió que pudieran desprenderse de ellos cuando tanto los necesitaban. Su interlocutor le tranquilizó: «No hace falta. Tienen Vdes. otros proveedores y bien sabe Vd. que el Gobierno deja pasar todo». Ossorio respondió que era muy difícil, si no imposible, pasar por tierra aviones tan grandes. La respuesta fue que «quizá mañana o pasado se estudie la manera de llevarlos por mar o en vuelo». Poco más tarde Cusin se entrevistó con el embajador. Le llevó noticias de que Chautemps pensaba en comprar aviones en Estados Unidos como si fuesen para Francia y luego enviarlos a España[36]. Otro amigo, el senador André Morizet, confirmó que Chautemps «estaba dispuesto a hacerlo todo hasta el límite en que pudiera sobrevenir un peligro de guerra y que si nosotros lográbamos comprar aviones que vinieran en vuelo a Francia, él estaba dispuesto a señalar un lugar adecuado para que se avituallasen y continuasen a España en vuelo o bien comprar aviones para Francia y para España (estos últimos con nuestro dinero, naturalmente)». Según Morizet, Daladier también estaba abierto a la idea. Si se había resistido en ocasiones era a causa de la oposición de otros ministros, pero si Chautemps daba un paso al frente le secundaría. Por un diputado socialista, que había ido con los líderes comunistas Thorez y Duelos a ver al presidente del Consejo, le llegaron noticias del mismo tenor (AJNP)[37].
Es decir, en espera de otras investigaciones más pormenorizadas, cabe concluir que el tan denostado Chautemps, crecientemente consciente del peligro alemán, había empezado a mover piezas a favor de la República y estaba dispuesto a jugar mucho más activamente, a pesar de las reticencias británicas. Incluso había solicitado que Negrín fuese a París para hablar con él, Daladier, Blum y otros. Tan buena disposición no duró demasiado. Una lástima, porque los republicanos ya hacían los cálculos de la lechera: los barcos que fuesen a recoger los aviones soviéticos tardarían en llegar a puerto unos diez días; necesitarían otros tantos para cargar y un tiempo similar para llegar a Francia. Un mes en total. De aquí que fuera interesante gestionar si había en la URSS barcos con cabida suficiente, lo cual permitiría ahorrar tiempo. Era indispensable conocer las dimensiones de los aparatos para preparar el tránsito por ferrocarril desde el campo militar próximo a Burdeos en donde se almacenarían. Los franceses habían sugerido en primer lugar la constitución de trenes especiales en Le Havre y Saint-Nazaire. Si las dimensiones de los túneles no permitían el transporte ferroviario, se montarían los aviones cerca de la capital bordelesa. Era preciso imprimir un ritmo intenso a la operación para evitar el efecto de un posible cambio político en Francia[38]. Es obvio que al final del Gobierno Chautemps los preparativos estaban muy avanzados. Las conversaciones soviético-republicanas y soviético-francesas no han sido documentadas todavía.
LA MITIFICADA REUNIÓN DEL COMITÉ PERMANENTE DE LA DEFENSA NACIONAL. UNA REVISIÓN IMPRESCINDIBLE
Mientras tanto, en el plano europeo se acumulaban nubarrones y el activismo nazi hacía presagiar el Anschluss (anexión) de Austria. Lo intuían todas las cancillerías (aunque no el embajador franquista en Berlín). En enero, las autoridades vienesas se incautaron de planes que preveían una intervención alemana en el supuesto de que el NSDAP local organizase un putsch. Las amenazas fueron concretándose, primero de puertas adentro, más tarde abiertamente. Los franceses conocieron aquellas de forma inmediata: en una entrevista entre Hitler y el canciller austríaco el 12 de febrero las exigencias y el tono del dictador fueron violentos (DDF, VIII, doc. 168). Un mes más tarde cayó el mazazo. El Reino Unido ya había descontado la anexión pero para Francia fue un golpe duro[39]. Ocurrió sobre una escena interna en ebullición.
El 10 de marzo, en pleno fragor de la crisis austríaca, Chautemps presentó por segunda vez su dimisión a causa del rechazo socialista y comunista a otorgarle plenos poderes en materia financiera. El 13, cuando se materializó el Anschluss, Léon Blum volvió al poder. Su segundo Gobierno duró sólo hasta el 9 de abril. Según comunicó Ossorio estaba muy afectado por el reciente fallecimiento de su esposa. No pudo formar un gabinete de «unión nacional», en parte porque Stalin se negó a que participaran los comunistas. Hubo de contentarse con otro de Frente Popular. Este Gobierno ha sido muy mitificado en relación con la guerra civil. En él figuraron nombres que habían batallado a favor de la República. Jules Moch, por ejemplo, ocupó la cartera de Obras Públicas. Vincent Auriol, la coordinación de los servicios de la Presidencia del Consejo. Pierre Cot siguió en Comercio, con Jean Moulin como jefe de gabinete. En la crucial cartera de Exteriores aterrizó Joseph Paul-Boncour, que intentó dar un giro a la política de su predecesor, A Ossorio le faltó tiempo para ir a verle. Las explicaciones sobre los reveses militares republicanos le asustaron. El embajador, que no era muy eficiente pero tampoco tonto, extrajo la impresión de que no estaba enterado de nada y que no sabía cuál sería la postura del Gobierno que acababa de constituirse. Paul-Boncour marchó corriendo a ver a Blum con sus notas y un mapa. A Ossorio le pareció sinceramente impresionado y bien dispuesto pero «espántame advertir que se ha formado Gobierno sin tener en cuenta punto principal debe preocuparle» (telegrama del 14: AMAE-AB, caja 135, E 7). También a Yakob Suritz, embajador soviético que había llegado desde un destino tan caliente como era Berlín, el nuevo gabinete le pareció que se encontraba en un estado de pánico (Carley, 1999, p. 35). Se lo dijo a Ossorio, quien lo transmitió a Barcelona.
Negrín echó por la borda sus reticencias y se desplazó a París entre el 12 y el 15 de marzo. En su archivo se conserva un documento que refleja sus sentimientos, sus interpretaciones y los pilares de su estrategia. Lo redactó personalmente y lo remitió en varios telegramas a Barcelona y a Azcárate en Londres. Figura en el CD del apéndice (doc. 15[d15]). Destacan en él la consideración de la guerra civil como conflicto internacional, la amenaza fascista contra Francia y la similitud de intereses entre los dos Gobiernos, algo que los republicanos repetían incansablemente desde el verano de 1936. Al tiempo, Labonne telefoneó desde Barcelona. Las noticias del frente de Aragón eran tan malas que Giral le había calificado la situación de desesperada. Se dispararon rumores absurdos, como por ejemplo el posible envío de 30 000 soldados y técnicos alemanes[40]. Giral reconoció que las tropas franquistas efectuaban un paseo militar. No se sabía qué hacer. De aquí que, como en ocasiones anteriores, abriera su corazón al embajador. Si la República contara con contingentes que pudieran enviarse a la línea del frente la situación podría cambiar, pero era bien sabido que el Reino Unido se opondría y que la URSS seguía siendo un enigma. Las afirmaciones de Giral, si fueron ciertas, eran una solemne estupidez y chocaban de frente con lo que Negrín pedía en París. Giral también dijo que en el CSG había voces que se inclinaban por solicitar un armisticio, ya fuese a través de potencias amigas o directamente a Franco, aun a sabiendas de que este exigiría la rendición inmediata. La alternativa era resistir hasta el último hombre y el último cartucho. Sólo los ministros comunistas estaban a favor de ello (DDF, VIII, doc. 435). El telegrama de Labonne hizo más daño que bien y Giral, con Negrín en París, hubiera debido ser mucho más comedido. Incluso autorizó expresamente al embajador a que transmitiera a París las informaciones que le había dado (Azaña, 1990, p. 275), un paso que el propio presidente de la República consideró grave. Se quedó corto. La historiografía, sin embargo, no ha encontrado mucho que decir a esta inoportuna gestión de Giral.
Incitado por el Anschluss, Paul-Boncour y la impresión que despertaban los acontecimientos de España, Blum convocó una reunión urgente del Comité Permanente de la Defensa Nacional (CPDN)[41]. Tuvo lugar el 15 de marzo de 1938. No hay libro alguno que toque el contexto internacional de la guerra civil que no lo mencione[42]. Sin embargo, lo único que se conoce de la misma es, desde 1946, el acta. También los recuerdos, a veces sesgados, de algunos de los participantes. Son bases insuficientes para un análisis preciso, que es lo que intentamos, con buena o mala fortuna, en este capítulo y en el duodécimo. La víspera, Negrín había hablado con Blum, Daladier, Auriol, etc. Dijo a Azcárate, que acudió de Londres, que en España la moral estaba por los suelos, en los frentes, en la retaguardia y en el propio Gobierno. Se quejó del constante espíritu derrotista de Prieto, de su lenguaje siempre de catástrofe y de su creciente tirantez con los rusos. Muy significativamente mencionó varias veces la posibilidad de verse obligado a tener que retirarle de Defensa. Azcárate le advirtió de las posibles consecuencias políticas que ello tendría. Negrín era consciente (Azcárate, p. 357). No hay por qué dudar de tales manifestaciones que, sin embargo, no han penetrado lo suficiente en la literatura.
El mismo día de la reunión del CPDN Negrín volvió a ver a Blum, Daladier y otros ministros. Según contó más tarde a Azcárate pidió 150 aviones[43]. Cot le había dicho que representaban la tercera parte de los cazas franceses. Se trató de un número significativo pero lo que el episodio tiene de importante es que, obviamente, los participantes no militares en la reunión estaban ya informados sobre los desiderata republicanos por la boca del propio presidente del Gobierno. Pues bien, Blum los presentó mal. ¿Quería cubrirse las espaldas? Es algo verosímil porque en la misma tarde Azcárate conversó con Massigli. Este le dijo que «no basta material; se necesita también personal». Azcárate lo negó rotundamente: «No; lo indispensable son aviones y artillería». Si Blum no quería cubrirse las espaldas presentando una serie de posibilidades que difícilmente aceptarían los militares[44], sí demostró ser más papista que el Papa, algo que no se ha perfilado, que sepamos, hasta el momento.
Mientras se celebraba la reunión, Ossorio se preocupó de enviar a Barcelona varios telegramas, con errores mayúsculos y todo. Es evidente que estaba al acecho y que en Barcelona se aguardaban las noticias con ansiedad. Reproducimos una selección mínima en el CD del apéndice (doc. 16[d16]). En el CPDN se discutieron dos temas: ¿cómo prevenir una acción alemana sobre Checoslovaquia?, y ¿cómo intervenir en España? En el primer caso hubo consenso en que tras una movilización general sería quizá posible evitar un avance germano, caso de que se produjera, por medio de operaciones ofensivas. Lo que no podría obviarse era una acción contra Checoslovaquia. Dado que este país era el pilar de la estrategia de contención francesa en Europa central la conclusión equivalía a una confesión de impotencia. Los soldados de Francia se daban de entrada por vencidos a no ser, claro está, que contaran con apoyo exterior. El único que concebían era el británico. La víspera el general Gamelin, jefe del Estado Mayor General (EMG), había distribuido un texto sobre las consecuencias estratégicas del Anschluss: Checoslovaquia estaba cercada. Si se producía un ataque alemán tal vez sólo Polonia podría echarle una mano, pero no era seguro. Unos días antes el EM había informado a Daladier que probablemente no sería el caso. Francia necesitaba, en cualquier caso, la ayuda británica (DDF, VIII, docs. 331 y 432). En el ínterin lo que debía hacerse era intensificar la preparación militar. Los soldados nunca consideraron la posibilidad de que, quizá, a lo mejor no vendría mal una pequeña ayudita soviética cuando el Kremlin apretaba a favor de que se iniciaran contactos y discusiones al nivel de Estados Mayores (Carley, 1994, p. 164). El diagnóstico, lógicamente, condenaba a la República.
En efecto, con respecto al segundo tema la cuestión estribaba, dijo Blum, en ver cómo cabría apoyar un ultimátum a Franco del tenor siguiente: si en un lapso de 24 horas no renunciaba al apoyo de las fuerzas extranjeras, es decir, alemanas e italianas, Francia recuperaría su libertad de acción y se reservaría el derecho de adoptar por sí misma todas las medidas de intervención que juzgase necesarias. Una operación, afirmó, parecida a la que pocos días antes Hitler había efectuado en el caso de Austria. Con ello dejó entrever que no sabía manejar a sus militares, o al menos no como los había manejado Chautemps[45]. La reacción del general Gamelin fue que las condiciones no eran las mismas que en el caso austríaco. Francia disponía de un ejército de 400 000 hombres. Alemania, de 900 000. De aquí que necesitara al menos un millón, que habría que movilizar en el marco de los planes generales ya que no se había previsto ninguna movilización parcial de cara al sur. También debía extenderse a la aviación, lo cual implicaba descubrir el dispositivo de defensa[46]. Estos argumentos «técnicos» imponían pero no respondían a las demandas republicanas, a no ser que Blum se agarrase a la absurda opinión de Giral, transmitida por Labonne. Puestos a desbarrar, se examinó igualmente la posibilidad de una operación sobre las Baleares. El almirante Darlan explicó que exigiría no sólo fuerzas navales sino además una división de infantería. No extrañará que se afirmara que si cualquiera de tales escenarios conducía a un conflicto, habría que prever que en un plazo de quince días la aviación francesa desaparecería.
Por el Quai d’Orsay, Paul-Boncour preguntó cuáles serían las repercusiones de una victoria franquista y de la subsiguiente colaboración española con el Eje. El EMG había preparado una nota al respecto. Obviamente aumentaría el riesgo de Francia. En el plano naval la aportación sería desdeñable, salvo si el Eje utilizaba bases españolas. En el aéreo cabría temer incursiones en el sur del hexágono (que los militares de Franco planificarían seriamente en su momento). Serían precisas operaciones combinadas sobre la península y, naturalmente, ocupar el Marruecos español, lo cual garantizaría la libertad de movimientos en la zona del Estrecho. Volviendo al presente, Daladier recondujo la discusión afirmando que era preciso estar ciego para no darse cuenta de que una intervención en España conduciría a un conflicto europeo. Sólo si Franco recibía apoyos masivos sería posible, tal vez, que el Reino Unido apoyase a Francia. No lo haría en el caso contrario. Como se ve, sin Chautemps en la presidencia, Daladier se esquivaba. Léger, le secundó e intervino para alertar de la posibilidad de que Francia pudiera quedarse sola, algo que había afirmado constantemente. A tenor del acta no hubo más argumentos para justificar la no intervención militar.
Blum planteó, por fin, lo que querían los republicanos: si no cabría intensificar el apoyo material. Quizá lo había dejado como última línea de argumentación. También implicaba, se le dijo, desguarnecer las fuerzas francesas sin obtener mucho a cambio porque el EP no sabía maniobrar. Gamelin preguntó si sería posible separar a Franco del Eje, la ilusión de siempre. Pétain, quien parece que había estado callado, intervino en este punto y abundó en que, al final de la guerra, Franco necesitaría el apoyo financiero británico y eso podía constituir un medio de presión. Era la argumentación favorita del bando franquista. La conclusión fue, naturalmente, no intervenir. La reunión duró menos de dos horas (Gamelin, pp. 322-331, y DDF, VIII, doc. 446). Terminó a las 8 de la noche. Es imposible que los participantes no vieran el telegrama de Labonne, que transmitió al Quai d’Orsay en seis partes, la última de las cuales llegó a las 3.20. Paul-Boncour le habló de él a Azcárate diciendo que «daba a entender que el Gobierno español daba todo por perdido y que no había más que organizar la capitulación y salvar los hombres». Surge la impresión de si el embajador no había sabido contener sus nervios y potenciado, por su cuenta, el cuadro negrísimo que le transmitió Giral y que adornó de toques surrealistas[47].
Del acta se desprende que sólo Paul-Boncour quiso ir adelante. Los ilustres soldados reunidos no representaron fielmente el sentir de sus servicios en los que la preocupación por un eventual triunfo de Franco conseguido gracias a la ayuda italiana no había dejado de hacer mella[48]. Está clara la mezcla de pesimismo, desconfianza en las propias fuerzas y dependencia extrema del Reino Unido, sin contar las simpatías profranquistas de algunos de los participantes que, por definición, son difíciles de documentar, salvo en un caso sumamente revelador que reservamos para el capítulo duodécimo. Obsérvese que tales rasgos no caracterizaron tan sólo el comportamiento de los militares. La aportación de Léger no fue menos importante. Para nuestros propósitos conviene subrayar que nada de ello era nuevo: la voluntad de disociar el caso español de las acometidas del fascismo no nació tras el Anschluss o la batalla de Aragón. Había estado en la base de la política de no intervención y la continuó regando con sus deletéreos efluvios.
En consecuencia, Blum se vio inducido a dar marcha atrás, si es que en realidad había contemplado seriamente la posibilidad de intervención. ¿Cuál fue su línea de retirada? Dos días más tarde el embajador británico fue a verle a su residencia privada. En la misma tarde en que se reunió el CPDN Paul-Boncour le había dicho que probablemente Francia podría verse en el caso de tomar disposiciones terminantes con respecto a la situación en España (Azcárate, p. 358) por lo que cabe pensar que Sir Eric Phipps querría saber de la boca del propio Blum lo que había pasado. Le informó de la gran ansiedad del Gobierno de Londres ante la posibilidad de que Francia abandonara la no intervención. A pesar de todas sus deficiencias, afirmó, había prevenido el riesgo de un conflicto general. Es obvio que puso toda la carne en el asador. Blum replicó que el embajador en Barcelona había dicho que la reciente derrota republicana se había debido a la incorporación de dos divisiones italianas sumamente mecanizadas que, con el apoyo masivo de la aviación del Eje, habían logrado hacerse con el dominio del aire. Aludió, quizá de pasada, a lo que iba a ser su línea de conducta: no rompería abiertamente con la no intervención pero no podía asegurar que no enviase ninguna ayuda, si bien por el momento no sería de efectivos. Sería una intervención de «naturaleza hipócrita y cuestionable» (TNA: FO 371/22639). Sir Eric se preguntó a qué se aplicarían tales calificativos.
El mismo 17 de marzo, y también en conversación con el embajador, Léger segó la hierba bajo los pies de su jefe: Paul-Boncour todavía no había captado totalmente la situación. En el CPDN había argumentado que la victoria de Franco se debería a la ayuda de los italianos y alemanes que ya estaban en España por lo que habría que cesar la no intervención. Él, Léger, por el contrario, había dicho que tal política se había aceptado en su momento a pesar de la presencia en España de italianos y alemanes y que no cabía descartarla a no ser que fuese por algún factor nuevo y poderoso, como el refuerzo masivo por parte de las potencias del Eje[49]. Ello no impedía, naturalmente, que el Gobierno hiciese la vista gorda a un cierto tránsito de armas y municiones para España, incluso procedentes de la propia Francia (ibid). Remachó, pues, la información de Blum. Más noticias sobre lo ocurrido llegaron a Sir Eric a través de su colega holandés, que a principios de abril había preguntado al mariscal Pétain lo que había habido de cierto en los rumores de que el Gobierno había querido intervenir en España y si Gamelin y otros altos jefes habían amenazado con dimitir (nada de ello, obviamente, se mencionó en el acta). Pétain reconoció que tal había sido el caso y que él mismo se había opuesto con todas sus fuerzas a una propuesta tan loca. ¡Cómo para pensar que el acta reflejó lo que se dijera en el CPDN! Sir Eric no se privó de comentar que no derramaría lágrimas cuando Paul-Boncour dejase el Quai d’Orsay, lo cual deseaba pronto (TNA: FO 371/22642). Nada de ello impidió que la prensa de derechas hiciera todo un show y acusara al Gobierno del judío Blum de querer meter a Francia en el avispero español.
En definitiva, es evidente que los soldados de Francia no querían crearse problemas. Si no pensaban hacer mucho de cara a una ofensiva nazi contra Checoslovaquia, salvo continuar el rearme, menos aún lo harían con respecto a España[50]. Quienes se opusieron contaron, además, con «la espada de Verdún» y con el respaldo formal de Daladier, unas veces sensible a los intereses de seguridad franceses amenazados por una victoria franquista, otras a las argumentaciones contrarias. También obtuvieron el apoyo de la burocracia del Quai d’Orsay. Fue en Consejo de Ministros, según dijo Auriol a Azcárate, en donde se abordaron las concesiones que el segundo Gobierno Blum hizo a la República. Al día siguiente de la reunión del CPDN, el Ministerio de Finanzas emitió secretamente una disposición que llevaba tras de sí un impresionante apoyo político: las firmas de los ministros del Interior, Defensa, Aire, Marina, Asuntos Exteriores, Comercio y Colonias. No se hizo pública. Establecía la anulación de las derogaciones sobre las cuales se había basado la ejecución de la política de no intervención desde el verano de 1936. El 17 de marzo una segunda disposición, firmada solamente por el ministro del Presupuesto, preveía la autorización de reexportar, hacia cualquier país ligado a Francia por un acuerdo comercial, las mercancías a las que se refería el anuncio del Quai d’Orsay del 22 de junio de 1937 y al que ya aludimos en el primer capítulo. En román paladino, se autorizaba plenamente, pero en secreto, la apertura de la frontera para el material de guerra extranjero[51]. Al cabo de un año y medio de combates, y cuando la República tenía técnicamente perdida la guerra, Blum empezó a «cargarse» la no intervención. Con mucha cautela[52].
Con todo, no cabe ignorar que también se quiso hacer algo más. El mismo 17 de marzo, Azcárate, que había ido a París, telegrafió a Negrín crípticamente. Una «conversación usted conoce se ha decidido envío cincuenta aviones y material de artillería». Se lo había comunicado el propio Auriol en presencia de Cusin. Igualmente trataron de los aviones soviéticos. Cusin afirmó que el primer barco estaba todavía en la URSS (debía ser el segundo), «porque sin garantías de que el Gobierno francés asegurará el tránsito han suspendido los envíos». Ese mismo día, Azcárate se entrevistó con Daladier para arreglar los detalles (AJNP). El ministro, sin embargo, le acogió fríamente. Mostró honda preocupación ante las noticias que llegaban del EM alemán. No le era posible desprenderse de aviones sin saber lo que podía ocurrir porque resultaba demasiado arriesgado debilitar la defensa francesa, siquiera fuese unas cuantas semanas. Trataría de expedir los cincuenta. Pensaba informar al embajador soviético que los buques con aviones y material serían convoyados por torpederos franceses hasta algún puerto, que más tarde se identificó como Cartagena (telegramas del 17 de marzo y sin fecha: AMAE, FPA, caja 104, E 8). Y, en efecto, según escribió Marcelino Pascua, recién aterrizado, el Quai d’Orsay comunicó a Suritz que había quedado derogada la prohibición de tránsito. Convenía que el Kremlin acelerara los envíos, especialmente de aviones ligeros, que pasarían sin dificultad. Los buques con aviones pesados serían protegidos por torpederos franceses. Las compras en Francia, sin embargo, tendrían que seguir haciéndose a través de países terceros. Los rusos protestaron. No les gustaba acercarse a Gibraltar. Así, pues, todos los aviones pasarían en tránsito. Francia enviaría 30 Potez de bombardeo que se destinaban a Rumanía y a China (Viñas, 1986, p. 163, y Azcárate, pp. 360-362)[53].
En vista del estado de la opinión pública, de las divisiones en el EM y de la alta burocracia del Quai, el temor a una implantación del Eje en España que amenazara a Francia y, ¿por qué no decirlo?, la idea de que la República se merecía un mejor trato que el que recibía a través del coladero de la no intervención, no es difícil comprender los juegos malabares de Blum, Moch, Auriol, Dormoy, socialistas, y Daladier, Paul-Boncour y Cot, radicales. Ahora bien, si los franceses hubieran seguido los deseos de algunos diplomáticos británicos, la lucha contra Franco y el Eje se hubiera colapsado en aquel mismo momento.
¡AL DIABLO LOS REPUBLICANOS!
El 20 de marzo, el agregado militar francés en Rumanía, país miembro de la Pequeña Entente, envió un sobrio informe a Daladier. La anexión de Austria había modificado el mapa europeo. Era la primera violación flagrante de las cláusulas territoriales de los tratados que habían puesto fin a la gran guerra. Veinte años más tarde Alemania la había ganado[54]. Hasta entonces las vulneraciones ocurridas habían tenido lugar dentro de las fronteras alemanas. Se las había tolerado porque no amenazaban directamente los intereses vitales de ningún país. Ya no era el caso. El Anschluss acrecentó los temores de los pequeños Estados y cementó el desarrollo futuro del plan de expansión hitleriano, que no se ocultaba a nadie. Creció, pues, el deseo de acompasarse al mismo. Fortaleció el miedo a que el Reino Unido se inhibiera y a que Francia, por sí sola, no pudiera oponerse. Señaló premonitoriamente que se trataba de una cuestión de fuerza. A Alemania sólo la detendría la amenaza de una potente intervención que pudiera vencerla. De no generarse, el Tercer Reich dominaría Europa (DDF, VIII, doc. 530). Esta fría valoración (el Anschluss puso en marcha la dinámica de la expansión exterior frente a unas potencias democráticas consideradas como impotentes, Kershaw, pp. 101s) no encontró aceptación en Londres en donde las cosas se veían de otra manera. Con lo que hoy parece una cierta arrogancia, la «gran estrategia» de Chamberlain no se ocultó ni siquiera a los soviéticos. Sir Horace Wilson dijo a Maisky que el primer ministro había hecho del apaciguamiento con Alemania e Italia su objetivo principal y que lo llevaría a cabo a través de acuerdos con ambos países. Chamberlain anticipaba incluso una expansión en la Europa central y del sureste, ¡sin descartar la absorción de algún Estado!, pero pensaba que era un mal menor si se comparaba con lo que representaría una guerra con Alemania (Carley, p. 37). Con tal tipo de planteamientos ya podían los franceses poner las barbas en remojo. Por no hablar de quienes iban a pasar antes que nadie por el mal trago que no les ahorraría la munificiencia británica, los checos primero y los republicanos después.
Chamberlain jugó sus cartas con frialdad absoluta. Si llegó a creerse que era un nuevo Metternich estaba en fase autista. No tuvo inconveniente en dejar tirada a la República por mor del abrazo que quería dar a Mussolini (Parker, p. 125), cuando el habitual pretexto del temor a la implantación del comunismo en España ya no valía. Londres tenía, en efecto, otras informaciones. A principios de febrero de 1938, Sir Robert Hodgson telegrafió informando que su colega alemán le había dado a entender que el interés del Tercer Reich por España decrecería ya que el peligro comunista estaba desapareciendo. Análoga conclusión cabía desprender de los comentarios del italiano (TNA: FO 371/22659). Los análisis de la embajada británica en Moscú, conjuntados en un informe anual para 1937 y que se fechó el 9 de febrero, una vez que se pusieron de acuerdo sobre su texto todos los departamentos interesados, pintaron un cuadro similar. Stalin se retraía. Las partes más significativas se reproducen en el CD del apéndice (doc. 22[d22]). No coinciden del todo con nuestra reconstrucción pero permiten apreciar que ni lord Chilton, ni su equipo ni los expertos británicos de la época no divisaban nada de los propósitos que los historiadores profranquistas, conservadores y guerreros de la guerra fría siguen, todavía hoy, atribuyendo a Stalin.
Claro está que entre la clase política conservadora seguía prevaleciendo una actitud que Collier describió así: «La gente … parece perder de vista toda consideración por los intereses de su país en comparación con los de su religión o de su clase cuando lidian con los asuntos de España» (Carley, p. 20). Chamberlain y su equipo representaban tal enfoque. De aquí que su estrategia fuera derivando en identificar posibilidades de mediación, negociar en el CNI una retirada de voluntarios (empantanada desde hacía meses) y, en último término, desligar el problema de España de la búsqueda de un acuerdo con Italia[55]. Una parte no desdeñable de dicha estrategia se llevó a cabo a la luz del día. Ahora bien, la forma en que se manejó la única palanca que tenía el Reino Unido para influir sobre el comportamiento de los contendientes, es decir, la vinculación entre la agresión italiana y el entendimiento con Londres, la aguó considerablemente el propio Gobierno británico, como ha mostrado Moradiellos (2001, pp. 193s). La historia del factor español en las negociaciones es de lo menos edificante que se registra en aquel período de claudicaciones. Así, por ejemplo, el 20 de marzo Ciano presentó a lord Perth como concesión importante el que desde que empezaron las conversaciones «no habían salido de Italia para España ni aviones, ni barcos, ni artillería ni hombres». Dada la dinámica de la ayuda, que ilustramos en el CD del apéndice (doc. 37[d37]), es obvio que mentía como un bellaco. Lo único cierto, añadió, es que los voluntarios y las fuerzas italianas que ya estaban en España habían mostrado una gran actividad. El embajador arguyo que precisamente los bombardeos de Barcelona habían causado gran alarma. Ciano, en un rasgo de cinismo insuperable, respondió que no podía hacer nada. Italia no dirigía las operaciones. No fue preciso que el embajador mostrara el mal gusto de mencionar que la aviación que arremetía contra blancos civiles era italiana (TNA: FO 371/22639). Sir George Mounsey se limitó a expresar el pío deseo de que las observaciones hechas llegasen al mando aéreo italiano.
A pesar de que no podemos entrar en aquel ejercicio de hipocresía y sobrentendidos dos rasgos deben rescatarse de la oscuridad de los archivos. El primero es que el Foreign Office disponía de expertos que interpretaban fría y racionalmente la conducta italiana. El Duce no se retiraría de España y era preciso tener en cuenta, en los diversos supuestos que se considerasen, que no aceptaría la menor merma en su prestigio o vanidad. Su bella figura habría de quedar impoluta. El segundo es que en las conversaciones no tardó en quedar de manifiesto que los italianos no saldrían de Mallorca —desde donde bombardeaban a placer, creando la consternación en la opinión pública de todo el mundo civilizado[56]— y que sólo dejarían España cuando Franco alcanzase la victoria. El problema se desplazó entonces a cómo maquillar la introducción del factor español en el acuerdo en gestación, una vez que, tras la dimisión de Edén, Chamberlain asegurara ante los Comunes, en expresión ambigua y meditada, que no lo concluiría a no ser que «contuviera un arreglo de la cuestión española[57]» («the agreement contained a settlement of the Spanish question»). La dimisión produjo una convulsión en la atmósfera política británica de la que Azcárate informó puntualmente a Negrín. Su impresión personal era que el giro chamberliniano lo explotaría Mussolini para lograr el máximo efecto. No en vano el primer ministro partía del supuesto de entrar en una negociación «reconciliadora» con Italia sin condiciones previas. Si bien el partido conservador quedó herido, cerró filas detrás de Chamberlain lo cual le permitió maquillar la cuestión[58].
Lo que había detrás lo explicó el primer ministro a su hermana Hilda, a quien escribía con asiduidad y revelaba sus convicciones más íntimas: «Tendríamos que establecer excelentes relaciones con Franco, quien parece estar bien dispuesto con nosotros y luego, si los italianos no están de demasiado mal humor, podríamos acelerar las conversaciones con ellos. Si son razonables, podríamos continuar luego por la vía del desarme» (Cockett, p. 103). En una palabra, un autoproclamado genio que se atuvo a su intuición rigurosamente. Ni los soviéticos ni los republicanos se llamaron a engaño. Maisky reconoció que los complicados problemas de la política exterior británica se subsumían en cómo defender el Imperio y cómo conservar las posiciones británicas en la escena internacional. Veía dos caminos: el primero consistía en resistir a los agresores (Alemania, Italia, Japón) a través de un enfoque de seguridad colectiva. Concretamente era difícil de instrumentar si no se establecía una conexión entre Londres, París y Moscú. Ello exigía colaborar con los temidos bolcheviques. En las semanas previas a su dimisión, Eden le había reconocido que, en su retracción ante el fascismo, las democracias habían llegado al borde del precipicio y debían pararse. Chamberlain, sin embargo, estaba en contra de tal noción. No podía aceptar una colaboración con Moscú. De aquí que se abriera el segundo camino: el acomodo con los agresores. Maisky sabía de buenas fuentes que Chamberlain creía que Alemania e Italia se encontraban en una situación difícil y que podía comprarlas a un precio relativamente barato, sobre todo si lograba introducir una cuña entre ambas. Para el embajador soviético ello no haría sino azuzar el apetito de los agresores (lo mismo que diplomáticos como Collier no se cansaban de repetir). Pero, siendo lo tozudo que era, Chamberlain no vacilaría en hollar ese segundo camino. Había que aprestarse a nuevos episodios de cesión porque si la jugada le salía mal habría puesto en peligro el destino del partido conservador y el de su país. Es difícil objetar a este vaticinio que se cumpliría rigurosamente (despacho del 8 de marzo, AVP RF: fondo 105, inventario 18, asunto 27, carpeta 140, pp. 62ss).
En la Cámara de los Comunes, en la que hubo discursos muy agitados y en donde brilló la crítica de Lloyd George, Churchill y Herbert Morrison (este último por la oposición laborista), Chamberlain cometió dos errores tácticos: por un lado, reconoció que no creía en la seguridad colectiva y que consideraba conveniente neutralizar la SdN y, por otro, que ligaba su reputación y el destino de su Gobierno al resultado de las conversaciones anglo-italianas. Esto, naturalmente, debilitó la postura británica en las mismas. La crisis afectó al prestigio del Gobierno. Chamberlain ni se conmovió. El 10 de marzo, dos días antes del Anschluss, apabulló a la opinión pública con un mensaje lleno de optimismo sobre la rosada escena internacional. En el Foreign Office hubo ataques de nervios, incluso del sucesor de Edén, el vizconde lord Halifax, y de Sir Alexander Cadogan[59], fieles seguidores de la política del primer ministro (Parker, pp. 122 y 124).
La burocracia se vio emplazada a justificar por todos los medios la línea decidida por Chamberlain[60], en un contexto de significativo control de la prensa y de sabia dosificación de las informaciones que se daban a la opinión pública[61]. Entre los documentos generados en aquel período uno de los más señalados fue el elaborado por el asesor jurídico del Foreign Office con la intención de demostrar que la no intervención había sido beneficiosa para el Gobierno republicano. No por razones legales sino en términos estrictamente políticos. Es un escrito que rezuma condescendencia y mala fe por los cuatro costados. Como no lo hemos visto mencionado en la más que abundante literatura, lo damos a conocer en el CD del apéndice (doc. 23[d23]). Con estos «apoyos» la República estaba más que servida. Lo que importaba en Londres era llegar, como fuese, al acuerdo anglo-italiano. Se logró el 16 de abril, a pesar de que Ciano siempre fue claro en afirmar que los soldados fascistas sólo abandonarían España tras la victoria de Franco. No antes.
Cadogan (p. 68) no se llamó a engaño: los compromisos no eran nada nuevo y en su mayor parte los italianos los habían roto en anteriores ocasiones. Para Azcárate no había la menor duda de que en aquella época Chamberlain descontaba el «arreglo» mediante el triunfo fulminante de Franco y de sus aliados. Lo veía, según aparece en un fragmento de la carta a Fernando de los Ríos que reproducimos en el CD del apéndice (doc. 1), como la concreción en el caso de España de una política de claudicación, hecha día a día sobre la base de pequeñas y grandes concesiones, respecto a los dictadores fascistas, pero también como reflejo de la preocupación de las consecuencias económicas, financieras y sociales que pudiera llevar consigo una eventual victoria republicana.
Ni que decir tiene que el Gobierno italiano nunca tuvo la menor intención de cumplir el compromiso, basado en una falacia de la que ambas partes eran plenamente conscientes: que ello no podía implicar la retirada del apoyo fascista a Franco. Británicos e italianos sabían perfectamente que lo que este necesitaba era, sobre todo, material. Los pertrechos siguieron afluyendo. Los primeros detectaron los suministros sin la menor dificultad. Para que el acuerdo pudiera entrar en vigor, las interminables discusiones diplomáticas se desplazaron hacia la conveniencia de conseguir que los segundos retiraran diez mil hombres, lo que por fin ocurrió en octubre/noviembre.
En definitiva, el desesperado intento republicano de cortejar a las democracias en los primeros meses de 1938 se saldó con un fracaso, como ya había sucedido un año antes. El cerco a la República nunca se aflojó. En su haber, esta sólo pudo registrar un micro-éxito: el que se mantuviese abierta la frontera francesa en base, eso sí, a una legislación reservada y sometida a los vaivenes de la política parisina. En su debe, destaca la inmensa bofetada del intercambio de cartas anglo-italiano. En cuanto se conoció, los republicanos extrajeron las correspondientes conclusiones:
… el Gobierno del Reino Unido ha admitido la hipótesis de que los hombres y el material enviado a España por el Gobierno italiano, para ayudar a los rebeldes, no sean retirados del territorio español hasta después del final de la lucha actual, lo que lleva consigo la aceptación de que esos hombres y ese material italiano permanezcan en España hasta el término de la contienda … [Esto] constituye no sólo el reconocimiento explícito y solemne del hecho de la intervención italiana sino su legitimación.
Sir George Mounsey no tuvo dificultades en rechazar la protesta. Es más, aprovechó la ocasión para dar una lección a Azcárate sobre lo mucho que el Gobierno británico se había esforzado para conseguir que el acuerdo no entrara en vigor inmediatamente. ¡Había que estar agradecidos[62]! Claro está que entre 1937 y 1938 había diferencias sustanciales. Por un lado, la República ya se había dotado de una política de guerra y de un instrumento, el EP, capaz de resistir aunque ello no le había impedido evitar reveses militares importantes. Por otro, la continuada sucesión de derrotas minó la voluntad de resistencia, ante todo en la cúpula. Los meses de febrero a abril fueron un período hiper-crítico.