Un legado poco favorable
EN EL ESCUDO de la República se abordó la acción interna del nuevo Gobierno Negrín para lidiar con algunas de las consecuencias de los hechos de mayo de 1937. Fueron episodios que si bien han levantado grandes controversias no reflejaban el legado más acuciante. Les superaban la situación militar y la coyuntura internacional. Entre ambas existían interacciones derivadas de las posturas de las potencias intervinientes (Alemania, Italia, Unión Soviética) y de las que teóricamente no lo eran (Francia, Reino Unido). Todas seguían la evolución en los frentes españoles y ajustaban sus actuaciones. El principal problema de ambos bandos consistía en reforzar los apoyos de que disponían. Las posibilidades de éxito eran diferentes. Franco tenía muchas. La República casi ninguna.
ERRORES Y DESEQUILIBRIOS HEREDADOS
El Gobierno Largo Caballero no había ignorado las dificultades. Otra cosa es que hubiese adoptado las medidas adecuadas y en la intensidad necesaria para hacerles frente. A los errores políticos internos, había sumado los externos. La situación tampoco la desconocía el nuevo Gobierno. Tres de sus carteras esenciales las ocupaban hombres con probada experiencia de la amarga soledad republicana. El ministro de Defensa Nacional, Indalecio Prieto, había desempeñado la de Marina y Aire y casi desde el principio estuvo encargado de las adquisiciones de material bélico en el exterior. El ministro de Estado, José Giral, había apurado la soledad hasta las heces en sus intentos por convencer a Léon Blum de que apoyara al Gobierno legítimo tras la sublevación militar. Juan Negrín se movía bien en las finanzas de guerra y en sus escollos internacionales. La primera declaración del nuevo Gobierno fue convencional. No ofreció pistas en dos de los ámbitos centrales para el esfuerzo bélico. Por un lado, trabajaría por la victoria. Por otro, seguiría la línea marcada por su predecesor en el plano externo y reforzaría sus protestas ante la no intervención. Lo interesante no fueron las intenciones sino su instrumentación, con líneas de continuidad pero también discontinuidades.
El gran desafío estribaba en parar la ofensiva franquista en el Cantábrico. No parecía posible conseguirlo. Las diversas maniobras de diversión emprendidas no dieron resultado. El Ejército del Norte estaba muy desorganizado y copado por el nacionalismo vasco, poco deseoso de cooperar con el Gobierno salvo en sus propios términos, disfuncionales para la teórica causa común. Varios sectores peneuvistas buscaban las mejores condiciones para negociar una rendición que les permitiera salvar su patria chica. No entendían la naturaleza del enemigo. En Vizcaya abundaban los traidores, los desertores en potencia y los dobles y triples juegos en número tal que hubieran hecho las delicias de los órganos del contraespionaje republicano y de los agentes de la NKVD. Sin embargo, su actividad en aquella zona fue reducida[2]. Por razones ideológicas y, quizá, logísticas, era más fácil concentrarse en los anarquistas y en el POUM que no en el PNV, escasamente penetrable.
Lo que los líderes del PNV no comprendían lo percibía cualquier observador no prejuzgado. En un informe del 29 de mayo, el teniente coronel Henri Morel, agregado militar francés y jefe en España del Deuxiéme Bureau, se hizo eco de la lentitud del avance franquista, a pesar de haber puesto toda la carne en el asador, dejado de lado los demás frentes y centrado contra el pueblo vasco, «católico y profundamente conservador», roda la inquina que normalmente destinaba a los «marxistas». Morel divisaba en ello una de las características de la guerra que tanto trabajo le costaba que se comprendiera en París: la alianza de castellanos, andaluces y navarros reaccionarios, es decir, de una gran parte de la España interior contra la España exterior, más rica, más evolucionada, más diversificada y, por ende, más proclive a la experimentación social[3]. La autoridad del mando, tras la desastrosa experiencia previa de un Aguirre reconvertido en militar, seguía siendo precaria.
Tampoco el contexto exterior parecía evolucionar de manera favorable, aunque el embajador en Londres, Pablo de Azcárate, telegrafió el 10 de mayo con rumores de que tal vez Alemania e Italia estuvieran dispuestas a examinar alguna que otra modalidad de abandono si se demostraba la imposibilidad de la toma de Bilbao (AMAE: FPA, caja 100, E2)[4]. La importancia y el significado de la capital vizcaína los tenía Prieto muy presentes. El problema estribaba en cómo contribuir eficazmente a salvarla. Las perspectivas eran anunciadoras de un auténtico desastre. El lehendakari Aguirre, que ya seguía un doble juego, ponía el énfasis en la necesidad de material aéreo, como si este fuera la respuesta a todos los males. Enviarlo no era fácil. Prieto se lo había reiterado hasta la saciedad sin lograr que le creyese. No se disponía del suficiente volumen de aparatos para trasladarlos en tromba al Norte. Por razones logísticas y de organización, tal vez incluso por no drenar los recursos propios, los soviéticos no suministraban el número de aviones que se pedían, los enviaban en cantidades relativamente pequeñas, preocupados de que los convoyes, muy camuflados, no cayeran en poder del adversario.
No sólo se trataba de los soviéticos. Según informes llegados a Valencia, el 27 de abril, en una reunión del Consejo de Ministros francés, el presidente de la República, Albert Lebrun, había arremetido contra Pierre Cot, ministro del Aire, a cuenta de las facilidades que ofrecía a los españoles. Incluso indicó que debería suprimirse la línea aérea Toulouse-Bilbao, sostenida por el Gobierno vasco. Léon Blum no defendió a Cot. Los informes mencionaban los obstáculos que suscitaban los franceses. Aun así, en plena crisis de los «hechos de mayo», Prieto envió 16 aviones (15 de caza y uno de bombardeo) que, por falta de autonomía, se vieron obligados a aterrizar en el aeropuerto de Toulouse-Francazal el día 8[5]. Ninguno de los 35 aviadores tenía tarjeta de identidad o licencia de piloto. Se afirmó que el aterrizaje infringía la normativa francesa sobre la no intervención, plasmada en una ley del 21 de enero, un decreto del 18 de febrero y otro del 8 de abril de 1937. Entre quienes lidiaron con el asunto había dos observadores del CNI (un coronel finlandés y un comandante belga) que pusieron el grito en el cielo. Lo repercutió el representante en Francia del sistema de control terrestre y la prensa lo amplió. Cot se vio obligado a ordenar que una escuadrilla reacompañase los aviones. La conjunción de vectores externos e internos impidió que los republicanos pudieran modificar la relación de fuerzas en el Norte.
París volvió a las andadas al abortar otro febril intento a mitad de mes. En esta ocasión 17 aparatos (12 de caza y 5 de reconocimiento), de los cuales 15 estaban armados con ametralladoras, aterrizaron en Pont-Long, aeródromo militar de Pau. Dijeron que llegaban de Santander y que se habían extraviado a causa de la niebla. En este caso no sólo se les obligó a retroceder sino que se les despojó de sus armas y municiones, excepto a tres, para que pudieran proteger el regreso el 22. En definitiva, el Gobierno Blum no se atrevió a consentir el menor gesto de apoyo a la República (DDF, V, docs. 413, 438 y 452)[6]. Aunque la derrota en el Norte en modo alguno podría atribuirse tan sólo a la carencia de aviación[7], las FARE tenían un prestigio casi mesiánico, como recordó Zugazagoitia (p. 292). La gente creía que, una vez que entraran en juego, detener el avance del enemigo sería fácil.
Sin cobertura aérea y frente a la potencia letal de la Cóndor, no había demasiadas posibilidades. Según el consejero militar jefe soviético, general Grigori Shtern, al teatro de operaciones se trasladaron, en diferentes momentos y con grandísimas dificultades, 47 aviones de caza[8]. Tras los incidentes con Francia los envíos se organizaron de la siguiente forma. Un bombardero SB volaba a la zona de Burgos y observaba si hacía buen tiempo. En tal caso informaba al grupo de cazas que esperaban la salida. Este lo guiaba otro SB equipado con los mejores instrumentos entonces disponibles. Todo fue inútil. Era tarde para compensar los dramáticos errores en que las autoridades políticas y militares vascas habían incurrido en su persistente localismo. Este fenómeno, que ya se había manifestado desde el comienzo mismo de la guerra con las patéticas gestiones para poner el País Vasco bajo alguna forma de «protectorado» británico, se pagó muy caro[9]. Lenta, pero inevitablemente, las fuerzas franquistas continuaron su avance. Se conserva una carta del general Goriev a Rojo, jefe del EMC, en la que describe las dificultades orgánicas para la defensa del Norte, la importancia de las corrientes independentistas, la falta de unidad de mando, la falta de coordinación de las industrias de guerra y, no en último término, la mala calidad de los mandos. Los combatientes eran formidables pero no tenían mandos que supiesen utilizar sus cualidades (AHN: AGR, caja 6/4).
Con todo, y como señaló en mayo de 1937 al presidente Cárdenas el delegado mexicano ante la SdN, Isidro Fabela (Diplomáticos, pp. 27-29, 36), uno de los grandes errores del Gobierno Largo Caballero había estribado en dar su consentimiento en el mes de diciembre anterior a la aceptación del CNI por parte de la organización ginebrina. Ello implicaba asumir que, en contra de la evidencia, el conflicto español era meramente interno y no una guerra de agresión internacional que violaba el pacto. Incluso el presidente Azaña se había expresado en aquel sentido, aun reconociendo el sacrificio que imponía. Fabela sólo se lo podía explicar por presiones franco-británicas. Más relieve tuvo, a mi entender, el deseo de cortejar a las democracias, una de las constantes de la política exterior republicana que nunca varió y cuyos meandros jamás han recorrido los propugnadores del sometimiento de la República a los presuntos dictados de Moscú (léanse Beevor, Bennassar, Bolloten, Payne y Radosh, entre los autores extranjeros más recientes). La postura de acatamiento a las resoluciones de la SdN, manipuladas entre bastidores por las grandes potencias, se veló con protestas formales que nunca pudieron deshacer los primeros y trascendentales errores y que han de ponerse en el debe de Giral, Barcia y Álvarez del Vayo como responsables de la política exterior, que a Largo Caballero le tenía absolutamente sin cuidado.
Ello no significa que en Valencia se olvidara a la SdN, aunque no he visto documentados muchos mea culpa si los hubo. Tiene interés en este aspecto un memorándum del 29 de marzo de 1937 que los republicanos hicieron llegar a Maxim Litvinov, comisario de Asuntos Exteriores. Tras la batalla de Guadalajara se habían incautado de enormes masas de documentación. Reforzaban el material que desde fecha temprana se había recogido sobre la intervención italiana y que se comunicó a la SdN en noviembre de 1936 en forma de Libro Blanco. Tras la debacle fascista, y de forma mucho más transparente de lo que había mostrado Málaga era evidente que el régimen mussoliniano disponía en España de unidades completas que operaban en los sectores que se les habían asignado y que se comportaban como fuerzas de ocupación. Ello equivalía a una auténtica invasión que infringía el pacto y constituía una infracción radical de la no intervención y de las obligaciones internacionales contraídas por Italia (AMAE-FPA, caja 100, E 2[10]). Dado que la interpretación soviética no era muy diferente y que, como sabemos desde La soledad de la República, la decisión de Stalin tuvo un fuerte componente de reacción a las intervenciones de las potencias fascistas, la comunicación puede interpretarse como un intento de suministrar munición que emplear en las discusiones del CNI. Pero, naturalmente, era ya demasiado tarde. El CNI nunca salió de su inanidad, salvo para perjudicar a la República, aunque los debates que propició en su seno constituyesen un artilugio útil, según habían proclamado tantas veces, en documentos internos, diplomáticos británicos[11].
Los errores de concepto acumulados durante el Gobierno de Largo Caballero nunca pudieron remediarse. Álvarez del Vayo lo intentó. Por ejemplo, en la reunión de la SdN a finales de mayo de 1937 se basó en la nueva documentación para reforzar sus quejas. Caracterizó de criminal la invasión italiana y alemana. Auguró al plan de control cocido en el CNI el mismo destino que a la política de no intervención. Y así ocurrió[12]. Azaña, en el discurso que pronunció con ocasión del primer aniversario de la sublevación militar, se refirió a una auténtica invasión de España y Negrín repitió la misma idea ante la SdN en septiembre de 1937. No es de extrañar que la propaganda republicana evocara la noción de una segunda «guerra de la independencia». Pero nada se movió. Hay errores que matan. Las potencias del Eje llevaban tiempo afirmando, en la confidencialidad de los contactos diplomáticos con los países democráticos, que no tenían la intención de atentar contra la integridad territorial española. Estos últimos, a pesar de alguna que otra preocupación ocasional, les creyeron o hicieron como si les creían. Al fin y al cabo en el mismo sentido abundaban las melifluas informaciones que[13], de vez en cuando, se suministraban desde el bando franquista.
Un enviado vaticano, monseñor Franceschi, que por encargo del secretario de Estado adjunto, Giuseppe Pizzardo, visitó España desde mitad de abril a principios de junio, dejó un informe de las ventajas que ya había acumulado Franco: control de casi dos terceras partes del territorio (en las que radicaban las zonas excedentarias en productos alimenticios) amén de Marruecos; mayoría de población; puertos seguros en el Atlántico y en el Mediterráneo (Málaga); en consecuencia, facilidad de comunicaciones con el exterior; manejo de una abundancia de barcos patrulleros bien dirigidos que compensaban el desequilibrio en grandes unidades; superioridad en cantidad y calidad de la aviación germano-italiana sobre la soviética; un ejército tutelado por numerosos profesionales, etc. A las ventajas materiales se unía el balance de las intervenciones extranjeras: Italia seguiría hasta el fin, Alemania haría lo mismo. Francia, por el contrario, se retraería. Inglaterra se alinearía con Franco en cuanto recibiera seguridades. Sólo la URSS era el gran apoyo de la República, poro tenía en su contra la distancia y la vulnerabilidad de la ruta mediterránea. Añádase a ello la moral de victoria. El triunfo de Franco era imparable (AG, anexo al doc. 6-95[14]). Era una conclusión correcta.
UNA SITUACIÓN APRETADA
El comportamiento del Gobierno francés es explicable. Según reconoció el EM, la idea predominante sobre cómo garantizar la seguridad propia seguía descansando, ante rodo, en la más estrecha colaboración con el Reino Unido. En caso de un eventual conflicto, el apoyo británico iría muy por delante en potencia, certidumbre y constancia a cualquier alternativa que la Unión Soviética pudiera ofrecer. Los soldados deducían que era imprescindible mantener alineadas las posiciones sobre las británicas. Los lazos con Moscú ayudarían pero sólo bajo condiciones muy, muy estrictas. Destacaban dos: que la cooperación franco-británica no se viera afectada en absoluto y que Polonia y Rumanía no se opusieran ya que sin ellas Moscú no podría hacer valer su capacidad en caso de un posible conflicto con el Tercer Reich (DDF, V, doc. 480). Esta actitud, a la que también subyacían consideraciones ideológicas, llegó intacta hasta la crisis de Munich en septiembre de 1938 y reforzó el sentimiento análogo que dominaba en la cúpula del Quai d’Orsay. En una palabra, nunca se marcaron distancias insalvables ante al Reino Unido. La lógica de agosto de 1936 que llevó a la no intervención continuó triturando las posibilidades de maniobra republicanas. La amenaza del Eje no se conectaba con su intervención en España. Al menos no en términos operativos.
El Gobierno de Valencia no lo ignoraba pero ¿qué podía hacer para doblar el brazo francés? Los autores profranquistas y conservadores se han complacido, y se complacen, en destacar hasta la saciedad la dependencia republicana con respecto a la Unión Soviética. Suelen dejar de lado otra mucho más acusada, la que ligaba a la República con Francia, refugiada —como solía decirse— tras las faldas de la gobernanta inglesa. Los servicios de información republicanos se enteraron de que en una reunión del Consejo de Ministros en el mes de marzo el titular del Quai d’Orsay, Yvon Delbos, que no había mirado con simpatía a la República desde el primer momento, había defendido acaloradamente su política de no intervención tanto en lo que se refería al pasado como para el futuro. Cot lo había deplorado pero Delbos declaró de forma tajante: «Si Francia hubiera hecho o hiciera oficialmente alguna cosa a favor de la República española, perdería ipso facto y completamente la amistad y la colaboración británica». Estas palabras produjeron, según los informantes, una auténtica sensación y nadie replicó. En varias ocasiones el Ministerio de Estado dio traslado a Azaña de tal tipo de informaciones. Los británicos no veían el peligro que supondría una victoria de Franco. El Gobierno de Londres vivía todavía bajo la impresión de que el peligro auténtico radicaba en que el anarquismo o el bolchevismo se adueñaran de España.
Los republicanos sabían más cosas. Por ejemplo que el Quai d’Orsay afirmaba que causaba gran irritación entre los británicos que en España se hablase de la posibilidad de una conflagración europea como consecuencia de la guerra civil. En Londres se creía que esta podría ser la solución que buscaban. Uno de los aspectos más dramáticos del dogal que atenazó a la República es que no fue posible erosionar tal vínculo. En otro momento, el Ministerio de Estado comunicó a Azaña que la política del Quai (controlada por los radical-socialistas) estaba profundamente influida no sólo por Alexis Léger, secretario general, sino también por el embajador Jean Herbette. Este, según se enteró su colega en París, Luis Araquistaín, sentía una gran hostilidad —mejor dicho, auténtico odio— hacia el Gobierno de Valencia. Se consideraba ofendido porque no se habían escuchado sus consejos y por la frialdad con la que el Gobierno Azaña le había tratado antes de la guerra. Informes adicionales señalaron, no obstante, que la opinión de Herbette no contaba tanto[15] pero las presiones para que se le cesara no dieron resultado alguno[16].
La actitud pasiva del Gobierno Blum siempre tuvo sólidos apoyos en la opinión pública y en la clase política. La idea de mezclarse en los jaleos de España provocaba auténtica urticaria. Sin embargo, levantaba ampollas en otros sectores. En un sonado artículo, «La guerre Franco-Espagnole?», un diputado socialista, Édouard Serre, estableció un inventario de los múltiples gestos y acciones en los que el Gobierno de París y sus funcionarios habían dañado a la República. Prieto le contestó públicamente y le felicitó por poner de relieve la paradoja de que los socialistas franceses se desgañitasen en innumerables muestras de simpatía y afecto pero que a la vez utilizasen sus puestos en el Gobierno para contribuir a la asfixia republicana. Cuando constataba la situación en la que los socialistas de otros países habían colocado a los españoles no podía evitar que le salieran las lágrimas[17].
En los archivos parisinos se encuentra una información riquísima sobre la variada panoplia de obstáculos. Con fines ilustrativos podríamos citar, por ejemplo, las condenas de los tribunales a ciudadanos franceses y españoles por tenencia y distribución de armas y de municiones o por tentativas de exportarlas sin la preceptiva autorización; la vigilancia estrecha a que eran sometidos, particularmente entre el movimiento anarquista y sus apoyaturas; detenciones por reclutar voluntarios para las BI y por efectuar transportes ilícitos; medidas contra los agentes de aduanas por intervenir en la exportación de maquinaria que podría utilizarse para fabricar municiones; robos de aviones; seguimiento de quejas sobre incorporación de menores a las BI; informes muy detallados sobre reuniones, mítines y asambleas en solidaridad con los republicanos, etc[18].
La caída de Bilbao el 17 de junio, facilitada por un sinnúmero de traiciones que ha detallado recientemente Cándano y que los autores profranquistas suelen «olvidar», fue un golpe muy duro. Ahora bien, en comparación con lo que había ocurrido en el caso de Málaga, las repercusiones políticas inmediatas se contuvieron. Incluso en la atmósfera cainita de la política republicana no podía ponérsela en el debe del Gobierno al mes escaso de haber empezado a actuar. Un sector del PNV se lanzó a una férvida política de capitulación. La minería e industria vascas, aisladas, no habían prestado gran apoyo a la resistencia republicana pero su potencial reforzaría enormemente la capacidad ofensiva franquista y permitiría estimular la atención británica, jugando según las circunstancias entre Berlín y Londres[19]. En los círculos conservadores del Reino Unido mejoró enormemente la visión de las posibilidades de Franco. Desesperado, Prieto escribió el día 20 a Negrín y le presentó su dimisión:
Nuestras tropas, ante la enorme superioridad de material de guerra de que allí dispone el enemigo, se han visto impotentes para prolongar una defensa que le ha costado ríos de sangre y los rebeldes se han adueñado de la Villa. No necesito encarecer a usted cuánto supone en sí misma y en las repercusiones que tendrá, con respecto a la guerra toda, esta pérdida, la más sensible, indiscutiblemente, entre las que hemos sufrido desde que la lucha comenzó y que habrá de reflejarse con quebranto en el prestigio político del Gobierno… No trato de ocasionar un conflicto político, al contrario, pretendo reducir el que considero inevitable y que incluso llegaría a esfumarse, dándose en horas esta solución que amistosamente le ofrezco (AFIP. Correspondencia. Negrín[20]).
La dimisión no se aceptó. Es probable que Negrín pensase que Prieto no era culpable del desaguisado que había venido cociéndose y no podía arriesgarse a provocar un agrietamiento en el Gobierno tras sólo un mes de actividad. Además, ¿quién ocuparía la cartera de Defensa? Más tarde, el encargado de negocios soviético lamentó que no lo hiciera el propio Negrín, pero era muy arriesgado y no cabe descartar que la carta fuese un gesto obligado porque Prieto debía ser tan consciente como el propio Negrín de lo delicado de la situación. Azaña se hizo eco de opiniones que aducían que, a pesar del desastre, políticamente la situación se clarificaba porque limitaba la deletérea capacidad de influencia del Gobierno vasco[21]. Es una valoración similar a la que la embajada norteamericana en Valencia transmitió la víspera a Washington y que interceptaron los británicos: se aceptaba que la caída tendría consecuencias serias, más en lo político que lo militar, pero no constituiría un acontecimiento decisivo.
NEGRÍN ACUDE A FRANCIA
Pocos días después cayó el Gobierno Blum. Aunque las reflexiones republicanas internas disponibles no son muy abundantes, es difícil que en Valencia se derramaran lágrimas. A priori, nada hacía pensar que su sucesor, dirigido por Camille Chautemps, fuera a comportarse mejor. El nuevo presidente del Consejo era uno de los que más se habían batido en julio y agosto de 1936 para evitar que Francia se mezclase en el avispero español[22]. Blum quedó de vicepresidente, un puesto más bien decorativo pero no sin influencia. Auriol pasó a Justicia, donde no tenía nada que ver con el control aduanero. Fue, sin duda, el aspecto más demoledor. La titularidad del Quai no varió y Delbos siguió sin dar muestras de gran imaginación (P. Jackson, 2000, p. 207). Lo único positivo fue la continuación de Cot en la cartera de Aire. Como por debajo de los valses gubernamentales continuaba dominando la misma alta burocracia, la entrada en acción del nuevo Gobierno se vio acompañada de un signo preocupante. El Journal Officiel publicó un aviso del Quai d’Orsay que reactualizaba la prohibición de exportar armas a España. Léger era consciente de que las potencias del Eje estaban dispuestas a hacer de su intervención una prueba de fuerza, contando con las divergencias en las opiniones públicas de Francia y del Reino Unido. La actitud francesa incluso se endureció.
En la embajada republicana también hubo cambios. Luis Araquistaín, acerbo crítico de Negrín, había perdido a su valedor Largo Caballero y dimitió inmediatamente (Gaceta del 28 de mayo[23]). Para sustituirle se nombró con toda urgencia al embajador en Bruselas, Ángel Ossorio y Gallardo. Si el primero no había sido una elección afortunada, tampoco lo fue el segundo. Azaña hubiese preferido a Besteiro. El Gobierno se opuso, al parecer porque se pensó que no encajaba en los medios socialistas franceses[24]. Probablemente fue un error y siempre hubiera podido sustituirse a Besteiro, como ocurrió con Ossorio. El agente confidencial de Negrín, «C»[25], le envió el 3 de agosto una carta devastadora sobre las primeras semanas de la actuación del nuevo embajador (AFPI: ACZ 184-30). No parecía preocuparse de influir en los políticos con peso. «Cuando tiene que visitar a algún ministro, ha de esperar turno como un visitante cualquiera. No sabe imponerse y hacer que le reciban sin pérdida de tiempo, cosa que consigue en París quien quiere y sobre rodo quien se decide». Esto no significa que Ossorio no se moviese. «C» afirmó que lo hacía en una sola dirección: en la búsqueda de una mediación. Bien a impulso propio o a resultas de influencias. «C» temía la de Salvador de Madariaga, con quien Ossorio sostenía largas conversaciones[26]. Encajaba con el enfoque derrotista de muchos españoles asentados en París o que iban a la capital francesa. No se anduvo con miramientos:
Todos ellos, se llamen republicanos o socialistas, están en Francia porque se han desinteresado de nuestra guerra y lo que quieren es que acabe cuanto antes, sea como sea; desde luego, les agradaría más que terminara de modo que no hiriera mucho sus intereses y tal sería la solución que propone el Sr. Ossorio, sin darse cuenta, tal vez, de que es la menos aceptable, porque no es creíble que lo de España acabe sin que seamos vencidos o vencedores. Cualquier otro término de nuestra lucha sería indigno. Mejor vencidos y muertos que un acuerdo con Franco, monigote de los invasores[27].
Ossorio no tenía la capacidad de lucha de Pascua[28]. Ahora bien, más importante que las personas fueron las sutiles modificaciones que incidieron sobre la política de seguridad de Francia. Durante la gestión de Blum se habían mantenido conversaciones para poner algún diente en la relación franco-soviética. No llegaron a mucho debido a la oposición del EM y del propio Daladier, en parte por prejuicios anticomunistas pero también para no antagonizar a Alemania. Cuando las purgas diezmaron al Ejército Rojo, los franceses aprovecharon la ocasión para finalizar los contactos. Tampoco extrajeron las oportunas conclusiones sobre la calidad de la aviación rusa, considerada ineficiente por falta de mano de obra cualificada (P. Jackson, 2000, p. 237). Al disminuir su interés por la URSS, Francia acentuó su dependencia con respecto al Reino Unido. Ello, no obstante, poco a poco fue creciendo un sentimiento de inseguridad ante la presencia del Eje en España. La noción de que Francia se encontraba en una posición de inferioridad militar frente al Tercer Reich continuó configurando la actitud oficial (ibid., p. 237). Además, en el Deuxième Bureau siempre hubo gente que mantuvo vivos los temores a que el conflicto español pudiera derivar hacia una conflagración general. Cuando a ello se añade la aguda sensación de que la lucha ideológica pudiera traspasar los Pirineos, la actitud de Chautemps resulta explicable[29].
Negrín se apresuró a ponerse en contacto con el nuevo Gobierno. Conocía a muchos de sus miembros y a personajes importantes de la clase política. Tenía con Jules Moch un código especial que utilizaba para señalar sus llegadas. Le enviaba telegramas firmados «Navarro» y en los cuales indicaba una cierta hora. Así, recordaría Moch mucho más tarde, «Dînerai demain 19h30. Navarro» significaba en realidad que pensaba aterrizar a tal hora en Le Bourget. En ocasiones, Negrín le pedía que arreglara encuentros discretos en su casa, o donde él prefiriera, con ciertas personalidades para tratar de asuntos confidenciales[30]. A finales de junio, acompañado de Giral y Azcárate, hizo una visita a la capital francesa, desde donde se llamó varias veces por teléfono a Azaña con buenas impresiones. Vieron a Blum quien les dijo que, en su nuevo puesto, tendría mayor libertad de movimientos. También hablaron con Delbos y Chautemps. Recibieron noticias agridulces. Por ejemplo, si se levantaba la no intervención, los republicanos no podrían adquirir en Francia nada o casi nada porque no era posible desprenderse de ningún armamento. Eso sí, podrían utilizar el territorio francés para el tránsito de materiales que al principio no fueron gran cosa. Delbos también ofreció sustituir a Herbette, aunque la medida se demoró unos meses.
Ambos regresaron satisfechos, según escribió Azaña (pp. 1 19s), y es verdad que los republicanos seguían disfrutando de apoyos en ciertos sectores. El 13 de julio, por ejemplo, el congreso del partido socialista (SFIO) aprobó por unanimidad una resolución en la que, entre otras cosas, se solicitaba que se restableciera el derecho de la República a adquirir armas y municiones sin limitación alguna, que los miembros socialistas del gabinete se opusieran a la concesión del derecho de beligerancia a los franquistas y que se nombrara un nuevo representante en Valencia. La realidad, sin embargo, no salió a la superficie. El embajador francés en Londres fue a París a tomar el pulso al nuevo Gobierno e informó poco después a su colega británico de algo bastante diferente. Había tenido largas entrevistas con Chautemps, Blum y Delbos, precisamente con quienes habían hablado con Negrín y Giral. Todos ellos le habían indicado, con énfasis vario, que continuaría la política de no intervención. Blum, en particular, le dijo que tenía el apoyo de su partido[31]. Así, pues, es preciso relativizar la inicial acogida a Negrín del Gobierno francés, algo perdido ya en la bruma del pasado y en los recuerdos no demasiado precisos de algunos de sus componentes[32]. Hay que subrayar especialmente la actitud de Blum, escasamente favorable.
La política hacia España del mitificado líder socialista, que despertaba abundantes críticas en la derecha, estaba profundamente incardinada en el entrecruzamiento, fatal para la República, de las circunstancias objetivas y de sus actitudes personales. Después de la derrota en la segunda guerra mundial Blum expuso en varios libros cómo la burguesía francesa no quiso la paz cuando era posible, ni cómo supo aceptar el conflicto cuando se convirtió en inevitable. El apego grosero a sus privilegios, a lo que consideraba como su propio interés y la voluntad de poner por encima de todo su posición social agostaron su sentido patriótico. No tenía temor de Hitler porque todos los miedos se los llevaban el Frente Popular y, en particular, el comunismo. No le faltaba razón en este implacable diagnóstico. El temor ridículo a las reivindicaciones de la clase obrera condujo a un sector significativo de la burguesía a una política de abandono que terminó desembocando en la traición. También al partido socialista le correspondió su parte de responsabilidad. La SFIO no llegó a comprender que a partir del momento en que Hitler empezó a hundir las disposiciones centrales en el ámbito de la seguridad del Tratado de Versalles, la libertad de acción francesa corría peligro mortal. Tuvo la tentación del mal pacifismo en una época en que los elementos dominantes eran la potencia militar y la pulsión ideológica.
La nueva investigación, sintetizada por Young, ha revisado muchos de los clichés sobre la Francia de los años treinta, que no era ni tan desastrosa ni tan decadente como solía presentarse en la literatura. Ello no impide afirmar que la actuación de Blum fue un fracaso porque siempre estuvo dominado por la preocupación esencial de no correr el más mínimo riesgo. Bajo la máscara de la no intervención dejó que se desarrollara la intervención masiva italiana y alemana. A pesar de sus preferencias personales, se comportó a remolque de la oposición del interior y de la externa, a saber el Reino Unido[33]. Exageró en todo momento la gravedad de la situación interna. Jamás guio. No concibió que la única forma de contrarrestar una opinión pública desfalleciente consistía en hacer gala de una voluntad resuelta. Si llegó a entrever el peligro, se mostró pusilánime y amedrentado. Nunca fue un líder a lo Churchill, a lo De Gaulle o a lo Negrín, aunque sus émulos o rivales tenían más o menos sus mismos defectos sin poseer sus cualidades. La valoración que hizo Fabela (Diplomáticos, p. 38) se revela exacta setenta años más tarde: «Francia tuvo temor a la guerra; y más que eso, Francia no tuvo al estadista que esos momentos solemnes requerían para obrar con habilidad, con energía y con audacia». De rodas formas, Blum no fue un caso raro. Las élites francesas de los años treinta tampoco estuvieron a la altura de las circunstancias[34]. A la República española y a Checoslovaquia les tocó pagar los platos rotos.
Ello no obstante, en algunos círculos existía la percepción de que, en relación con España, la actuación conjunta franco-británica encubría intereses que no eran rigurosamente idénticos. En los albores del nuevo Gobierno esto se demostró de forma palpable. A finales de junio el agregado del aire británico en París, coronel Douglas Colyer, envió a Londres un informe sobre lo que le había dicho el representante de una empresa inglesa con gran experiencia entre los círculos de la industria aeronáutica francesa. Se había enterado de que Cot había ordenado la adquisición de aviones Potez 54, una parte de los cuales estaba destinada a la República. Otra empresa construía motores en grandes cantidades, una parte de los cuales iría a España. Colyer preguntó a su contacto si Cot privaría a las fuerzas aéreas francesas de unos aviones que tanto necesitaban. La respuesta fue afirmativa. Esta noticia causó conmoción en Londres, sobre todo porque los servicios de inteligencia del Aire le atribuyeron un elevado grado de certeza. Parecía confirmar sus peores temores de que Cot seguía volcado a favor de la República. El director general competente del Foreign Office, William Strang, poco conocido por su simpatía hacia esta, consignó en tono displicente que él siempre había sospechado de Cot, hombre de pocos escrúpulos (sic). Hubiera sido mejor para Francia y Europa si Chautemps le hubiese dejado fuera del Gobierno. Haciendo gala de una insularidad a toda prueba, aludió con condescendencia a la extraña obsesión francesa por lo que acontecía en España (muy superior, dijo, a lo que ocurría en el Reino Unido). Sir Orme Sargent, su colega a cargo de las relaciones con el Tercer Reich, afirmó que habría que plantear la cuestión al Gobierno parisino. Después de todo, los contactos bilaterales eran muy íntimos y la irritación resultante sería pasajera. Lo que había que evitar era que la buena fama (sic) de la política común hacia la guerra española se viera manchada «por el comportamiento poco escrupuloso de algunos ministros y funcionarios franceses». Hubo reflexiones más duras. La actitud francesa recordaba a la de la oposición laborista (sic). Ambas se situaban a una altura moral desde la cual censuraban el comportamiento alemán e italiano, apoyaban la no intervención y trataban de subvertirla ayudando en lo posible al Gobierno de Valencia. Este tipo de enfoques estranguló a la República.
El lector observará en tales comentarios una manifestación más de la teoría de la equivalencia entre ambos bandos, que se presentaba como garantía de un comportamiento internacional correcto. En mi opinión muestra que el apaciguamiento no estaba impulsado sólo desde la cúpula gubernamental sino también desde lo más profundo de la burocracia británica. Por si las moscas, se habló con el embajador francés y el Foreign Office intentó neutralizar, una vez más, cualquier veleidad francesa en apoyo de la República[35], ¡cómo para haber depositado el oro en la City! Ahora bien, dado que la identidad de intereses no era absoluta, no hubieran debido sorprender tanto los esfuerzos de Cot. Sabemos que el 28 de julio la embajada republicana se puso en contacto con la de la URSS. Comunicó que el ministro del Aire había conseguido liberar 25 aviones de caza para enviar a España (indicación de que las informaciones británicas no eran erróneas). Faltaban, eso sí, catorce pilotos y los españoles preguntaron si los soviéticos podían proporcionarlos (AJNP)[36]. El tema no discurrió como se preveía. El 4 de agosto Ossorio informó que 16 aviones norteamericanos cerca de París pronto saldrían para España. A ellos habría que añadir ocho Dewoitine en fábrica, que partirían para Toulouse como si fueran a repararse. Desde allí se trasladarían a territorio republicano (AJNP). A finales de mes transmitió lo que le había dicho Auriol. Se habían dado las órdenes para que salieran los aviones pero varios se encontraban en reparación. Para entonces el bloqueo de las costas mediterráneas y la actividad pirata de la flota italiana ocasionaban perjuicios considerables. Auriol pidió paciencia y dijo que no podía sincerarse más sino que la postura de algunos ministros evolucionaba a favor de la República (AMAE-AB: caja 165, E1).
Según confirmó Azcárate dos reflexiones habían llegado al Consejo de Ministros francés. La primera estribaba en la necesidad de estimular a Italia para que cesara en su «acción de terror» en el Mediterráneo ya que la apertura de la frontera franco-catalana haría que perdiese gran parte de su utilidad. La segunda era que si Francia no la abría mínimamente el bloqueo de la República aparecería como resultado de una acción conjunta franco-italiana: Italia cerraba el mar y Francia la tierra. Para muchos franceses lo que estaba en juego no era tanto tomar la iniciativa cuanto dejar en suspenso la medida excepcional en virtud de la cual, y como consecuencia de la no intervención, se había prohibido el tránsito de material con destino a España. La única sombra era la actitud de Londres y Azcárate anticipaba una auténtica batalla con París. Delbos en lenguaje moderado, Blum más explícito y Cot en forma terminante y categórica se habían expresado en contra de la política británica. Incluso el embajador norteamericano la había ridiculizado[37]. Al tiempo que, como veremos más adelante, hacía declaraciones un tanto rimbombantes, y se retractaba de afirmaciones privadas ante Azcárate, Daladier dijo a Ossorio que no podía acceder a lo solicitado. El Gobierno estaba dividido y una parte se negaba absolutamente a actuar. No querían indisponerse con Londres (telegrama del 7 de septiembre. AMAE-AB: caja 165, E1). Las ejercidas por algunos sectores del EM, preocupados por la conducta italiana, chocaban igualmente con la resistencia de otros no menos significativos del Quai d’Orsay. Este empate duró varios meses hasta que lo zanjó Chautemps.
El vaivén subsiguiente en el Gobierno y Administración franceses se revela en el caso de una operación todavía recubierta de bruma: la adquisición en Nueva York, pagada religiosamente, de seis aviones Douglas por parte de la casa Fokker. No pudieron consignarse a Estonia porque las autoridades de este país exigían la desmesurada comisión de doce millones de francos. La alternativa es que fuesen a parar a una compañía de aviación registrada en Francia. La República disponía de dos, Air Pyrénées y la Compañía Francesa de Transportes Aéreos. La primera tenía implantada una línea con España, la segunda no. Fokker exigía una decisión. Contra la rescisión del contrato militaban tres circunstancias: eran buenos aviones, se habían comprado no sin dificultades y su precio en el mercado había subido en un 10 por 100 (informe del 24 de septiembre de 1937. AJNP). De afirmaciones hechas por Shtern se deduce que la operación terminó realizándose, si bien con retraso. A mitad de octubre sabemos, por telegramas de Ossorio (AMAE-AB: caja 165, E1), que nada se había decidido sobre el tránsito. Ciano declaró al encargado de negocios soviético en Roma —y agente de la NKVD— que no creía que París se atreviera a hacerlo. Se equivocaba, afirmó su colega francés al embajador británico.
Dicho intercambio alimentó en Londres el curioso comentario de que los franceses ofrecerían una excusa a Mussolini para incrementar su ayuda a Franco[38]. En tal lógica, impedirlo constituía ¡un favor a la República! También lo esgrimieron siniestros políticos de primera fila como Flandin, a quien Harvey incluso calificó de «serpiente», y que llegó a amenazar con pedir la convocatoria de la Cámara para que la opinión pública pudiera enterarse de las razones que impulsaban al Gobierno a cambiar de actitud[39]. Poco más tarde, el propio Lebrun declaró al embajador británico que no había mayoría para adoptar una medida de tal porte y que lo mejor que podía hacerse era permanecer neutrales, aún reconociendo la preocupación ante los brutales métodos de Mussolini (telegrama del 23 de octubre, TNA: FO 371/21347).
No tiene interés demorarnos en las tintas y argumentos que se adujeron en Londres para impedir u obstaculizar la actuación francesa. En la práctica, y acorde con la tradición pragmática de la diplomacia británica, se impusieron las consideraciones de Vansittart: hacer todo lo posible para que Francia no abriera oficialmente la frontera al material que caía bajo la no intervención pero no oponerse a que lo hiciese de manera inoficial. Los franceses dejarían pasar lo que quisieran o pudieran[40]. No sería, sin embargo, un volumen que pudiera compensar los envíos de hombres y material que Italia continuaría haciendo a Franco[41]. Tuvo toda la razón. La comparación entre las facilidades que recibía este último y los obstáculos con que chocaba la República es un capítulo triste del encuadramiento internacional de la guerra civil. Un análisis de los debates políticos e intelectuales del período tanto en Francia como en el Reino Unido, en los que la contienda suscitaba pasiones, podría llevar a otra consideración. Pero los resultados fueron los que hemos enunciado. Los Gobiernos de París y Londres no fueron demasiado sensibles a los movimientos de la sociedad civil (con todo, lo fue más el primero que el segundo) y al republicano lo que le interesaban eran los resultados.
AZAÑA MUEVE FICHA
Las iniciales dificultades internacionales del Gobierno Negrín se vieron potenciadas por ciertas acciones encubiertas del presidente de la República. Se trata de un tema sobradamente conocido pero cuyas implicaciones y consecuencias operativas no suelen subrayarse, en nuestra opinión, lo suficiente. Apuntaron en una dirección en la que Azaña jamás pensó, a pesar de considerarse como un buen conocedor de la política internacional, autoelogio que en general no se le discute. En junio de 1937, Negrín convocó a los embajadores en el extranjero. Se celebrarían dos reuniones. Una amplia y otra restringida para los de Londres, París, Moscú y Washington, es decir, las capitales claves. No se había hecho nada similar anteriormente. Azaña dejó en sus memorias, en el apunte correspondiente al día 12, una impresión demoledora sobre la gestión diplomática previa. Algunos representantes republicanos nunca habían recibido instrucciones. Otros se habían limitado al papel de informadores, de espectadores o de refugiados. A Largo Caballero no le importaba el mundo exterior, en cuya realidad no creía. Esta caracterización podría entenderse como maledicencia pero no lo era. Incluso la faz hacia el mundo, Álvarez del Vayo, pensaba más como periodista que como gestor y se concentraba demasiado en la SdN. «El trabajo directo, incansable, cerca de los Gobiernos, a compás de las situaciones de cada día, faltaba». Azaña dixit[42]. En realidad, la mala gestión de la política exterior fue, con escasas excepciones, una constante estructural de la República en guerra. Hoy resulta incomprensible.
Quizá porque seguía pensando que la República tenía perdida la guerra a causa del adverso contexto internacional, Azaña había tratado de alentar algún tipo de mediación. Santos Juliá (2008, pp. XVIII ss) ha hilado su razonamiento certeramente. Sin embargo, es posible hacer un diagnóstico correcto y actuar incorrectamente. Fue el caso de Azaña. Como es notorio, actuó a través de Julián Besteiro, quien desde el estallido de la guerra civil se había mantenido en Madrid con un perfil extremadamente bajo. Se le había designado para que representase a la República en las ceremonias de coronación de Jorge VI en Londres. Largo Caballero había propuesto a Martínez Barrio, en su calidad de presidente de las Cortes, pero Azaña se opuso. Indudablemente él quería que fuese Besteiro, uno de los pocos políticos que había compartido su valoración sobre las escasas posibilidades de victoria.
Azaña se adentró, por persona interpuesta, en un terreno resbaladizo. Olvidaba que la República contaba con un embajador en Londres, uno de los más eficientes de toda la red exterior y que transmitía asiduamente sus propias valoraciones a Valencia. No sabemos si el informe de Azcárate reproducido en el CD del apéndice (doc. 1[d1]) se lo pasó el Ministerio de Estado. Lo hacía con muchos otros y no hay razón para que no lo hiciera con él. La situación que describía hubiera debido inducir a Azaña a meditar, si lo leyó. Los argumentos de Azcárate no dejaban lugar a duda alguna de que el Reino Unido no contemplaba con condescendencia el devenir republicano. La controversia sobre la gestión azañista se ha cebado no tanto sobre los hechos sino sobre la forma y oportunidad.
Besteiro se entrevistó a las 11 de la mañana del 11 de mayo con Azcárate y le describió su misión: Azaña deseaba alcanzar rápidamente una suspensión de hostilidades por medio de una intervención internacional. Confiaba en que Londres pudiera tomar la iniciativa. Suspendidas las hostilidades podría efectuarse el retiro de los voluntarios. Eran ideas con las que el presidente llevaba jugando meses. Besteiro señaló que le había mencionado la necesidad de poner al Gobierno al corriente del encargo. La respuesta fue que no era necesario porque ya lo conocía. No parece que fuese cierto. Azcárate replicó que en cualquier caso no había mucho nuevo. Desde febrero el Gobierno se había declarado oficialmente a favor y se habían hecho gestiones con Londres y París. Un matiz de importancia era, no obstante, que primero deberían retirarse los voluntarios y que si la ejecución de tal medida lo requería podría hablarse después de suspender las hostilidades. En la situación de Bilbao en aquellos momentos parecía suicida plantear como tema central la suspensión ya que se interpretaría inevitablemente como un amago de rendición. No era posible cambiar de postura: los voluntarios iban primero y cuando se decidiera su retirada, si se decidía, habría que estudiar si era o no necesaria la suspensión para llevarla a cabo. Besteiro quedó impresionado por tales argumentos y respondió que plantearía a Eden la cuestión como se había hecho hasta entonces. El general Matz, que le acompañaba, indicó que el pueblo no aceptaría ni la mediación ni la suspensión. Una señal de alarma.
La entrevista se celebró el mismo día 11 a las cinco de la tarde. Besteiro encontró a Eden bien dispuesto[43]. Stone (p. 236) afirma que no se ha hallado minuta alguna de la conversación, lo cual es un tanto sospechoso. El Foreign Office no solía trabajar con tanta nonchalance. Lo que se sabe es lo que Azcárate apuntó en su diario. Eden habría afirmado que tenía sobre la conciencia lo poco que había hecho para librar a España de la catástrofe. (Esto puede entenderse una mera cortesía diplomática: como ya hemos demostrado en el volumen precedente no había vacilado en dar instrucciones muy perjudiciales para la República). En consecuencia, estaba decidido a tomar la iniciativa para poner de acuerdo a las potencias con el fin de que ejerciesen una acción conjunta de cara a la retirada de voluntarios y una suspensión de hostilidades. Si esto se conseguía, Eden creía que no volverían a reanudarse. Indicó, no obstante, a Besteiro que no hiciese ninguna comunicación al Gobierno porque no quería que por el momento el asunto tomase estado oficial. Cuando el veterano político socialista se lo comunicó a Azcárate, este respondió que no había nada nuevo[44]. Eden hizo algunas gestiones a través del Vaticano, sin resultados (Avilés Farré, p. 92).
Tales son los hechos. En ocasiones anteriores había sido el Gobierno republicano el que había actuado en el sentido más o menos inspirado por Azaña, como ha analizado muy bien Juliá. En mayo de 1937 se produjo una innovación. La elección por parte del presidente de la República de un mensajero personal que tomó contacto con un gobierno extranjero si no a espaldas del embajador al menos presentándole ante un hecho consumado. La gestión se hacía, además, en un momento cuya dinámica Azaña no podía desconocer. Suponemos que leería la prensa extranjera o al menos los recortes que se distribuían ampliamente entre los altos escalones de la Administración, tanto civil como militar. Es difícil que ignorase, por ejemplo, que Álvarez del Vayo había dicho a un periodista de Le Temps que había corrido tanta sangre que ideas como las lanzadas por Churchill en torno a una mediación no eran realistas. Ante el Consejo de la SdN había calificado de «quimera» tal noción. Azaña no podía estar menos informado que el encargado de negocios británico en Valencia que por aquel tiempo daba a conocer sus impresiones al Foreign Office: «esta es una guerra a cuchillo, que probablemente sólo terminará con el colapso de un bando o del otro, verosímilmente debido más a la debilitación de la retaguardia que por derrotas militares» (DGBP, XVIII, doc. 489). ¿Había ocurrido algo que hiciera que la situación hubiese cambiado radicalmente desde la primavera, cuando el Gobierno había hecho algunas gestiones discretas? Plantear la pregunta equivale a responderla con una negativa[45].
La intromisión de Azaña pudo tener, sin embargo, consecuencias muy graves. Eden habló de ella con Litvinov, quien también había acudido a la coronación. Este no la consideró una fruslería. Cuando, al mes siguiente, Pascua celebró una de sus periódicas entrevistas con Stalin, Molotov y Vorochilov el primero le preguntó sobre sus impresiones respecto a la situación. El embajador respondió con el último mensaje oral de Largo Caballero: firme convicción en la victoria final. Las dificultades radicaban en la inadecuación y escasez de armamento. Añadió que el nuevo Gobierno seguía la misma trayectoria. Stalin le miró fríamente y le soltó a bocajarro: «Pues no concuerda lo que Vd. me dice con la gestión que hace poco se ha hecho en Londres por un representante del presidente de la República para llegar a una suspensión de hostilidades y, tras ella, a una mediación para la paz».
Pascua se quedó helado y sólo supo responder que desconocía el caso y que dudaba de que lo supiera el propio Gobierno ya que no encajaba con las ideas y propósitos que él transmitía por encargo suyo. Se produjo un breve silencio y pasaron a otros asuntos. Debió de ser un episodio inolvidable. El embajador recordaría que
… me di perfecta cuenta en aquel momento de qué impresión no habrían tenido Stalin y sus compañeros de máxima autoridad en el Gobierno soviético al conocer de la gestión de Besteiro en Londres, realizada por específico encargo del presidente Azaña, que con toda evidencia revelaba incoherencia y fallas de tipo grave, hasta esencial si se quiere, por parte de los órganos dirigentes de suprema responsabilidad en la política de la guerra en España.
Creemos que Pascua extraía una conclusión correcta cuando valoró lo sucedido como sigue:
Y no hay que vacilar en deducir que este elemento de juicio seguramente seria retenido en la mente de Stalin, persona de por sí muy cautelosa c inclinada a la desconfianza, que gozaba también de persistente memoria, como uno más para condicionar sus acciones en el futuro en esta esfera nuestra. Reflexionase sobre la posición falsa y harto delicada en que nos habíamos colocado, solicitando por un lado, con apremio y continuamente, suministro de material bélico y de otras importantes contribuciones del Gobierno soviético, único que en escala considerable podía facilitárnoslas para la lucha contra los rebeldes con ánimo de triunfo, y de otro lado metiéndonos simultáneamente… en gestiones subrepticias y clandestinas (ocultadas al Gobierno) conducentes a una suspensión de hostilidades y mediación consiguiente, gestiones que a decir verdad carecían de hecho de una base de viabilidad, siendo ilusorias en la atmósfera y en las circunstancias políticas generales existentes entonces en España[46].
Naturalmente, habría que profundizar en la documentación soviética de la época para comprobar si el episodio dejó huellas o no. Lo que es claro es que, sin quererlo, Azaña puso al nuevo Gobierno contra las cuerdas en la capital en donde había que cuidar al máximo tanto la sustancia como las formas. Pascua informó a Negrín en su siguiente viaje a España y ganó la impresión de que este empezó a desconfiar del presidente de la República («reaccionó con gran viveza ante mi reseña, reputando improcedente e inadmisible la actuación de Azaña»). Pascua especuló: probablemente acumuló animosidad contra quien «así procedía… A buen seguro pensó que desplegar una acción reprobadora y recriminatoria… iba a provocar, por muy justificada que estuviera, dada la naturaleza del asunto, repercusiones políticas quizás extraordinarias y más nocibles (sic) aún en aquellos arduos momentos, bien complejos, y que, por tanto, resolviera que lo mejor era dejarlo quedo».
Pascua intuía certeramente por dónde iban los tiros pues, tal y como Negrín dejó escrito en sus apuntes sobre el caso Nin, que ya utilizamos en El escudo de la República, la prerrogativa de Azaña estribaba en
… retirar en cualquier momento, y sin explicaciones, su confianza al presidente del Consejo. En condiciones excepcionales puede incluso, si ante un ruego insistente y una apelación al deber patriótico se aviene a ello el jefe de Gobierno, sin dimitir, iniciarse un período larvado, llamémosle así, de consultas. Más de una vez se consintió durante nuestra guerra, inspirados de común acuerdo en el interés de la República y por una especie de gentlemen’s agreement, de que no había de constituir precedente ni menos sentar jurisprudencia. Lo que es inadmisible, sin violar letra y espíritu de la Ley, es que la representación más alta del Estado dirima controversias ministeriales. Para ello no hay en nuestra Constitución más que un camino expedito: expresar el deseo de abrir consultas, lo que equivale a retirar la confianza y obligar a dimitir al Gobierno.
No conviene exagerar por el lado de Negrín. El episodio debió de tener, sin embargo, mayor efecto sobre Azaña y podría haberle alentado a desarrollar gestiones muy delicadas al margen gubernamental. Ciertamente, lo haría en el futuro, también sin éxito. En el caso de una República que no tenía una buena conducción de la política exterior, las consecuencias no podían mejorar la imagen del Gobierno. Visto desde la salva distancia de la actualidad, el comportamiento de Azaña no fue correcto y así lo vieron los dos testigos de sus consecuencias[47]. Uno de ellos, Pascua, reflexionó sobre lo que pudiera haber inducido a Azaña a dar tales pasos. Desechó que tradujera una especial sensibilidad del presidente de la República. No la tenía en mayor medida, escribió, que otros que luchaban por ella, «gente de redaños», especialmente Largo Caballero y Negrín. Habría que centrarse más bien en la idea de que quizá se sintiera responsable de la tragedia
… tanto por su inacción y ceguera en los meses precedentes a la eclosión del conflicto, primero como presidente del Consejo de Ministros, obcecado con ver el fundamental peligro en la situación política de aquellos tiempos sólo por el lado obrero y sindical, c increíblemente desentendiéndose de los peligros que existían de una sublevación militar próxima, no obstante las apremiantes advertencias que entonces reiteradamente se le prodigaron; y luego, una vez ya presidente de la República, imbuyendo, fácilmente por supuesto, al Sr. Casares Quiroga, a quien había nombrado presidente del consejo, con esas mismas erróneas y funestas ideas, respondiendo a su básico condicionamiento psicológico y consiguiente inacción suya; más estallada que fue, en efecto, la rebelión militar y en consecuencia la guerra civil, en palmaria contraposición a sus pensamientos y augurios, no podían hechos tan aciagos y atroces por menos de sacudir profundamente su ánimo y de que dominasen los violentos sucesos ligados a sus inmediatos orígenes su intelecto y proceso de cerebración. Y, de ser esto así, injertándose por añadidura en su primordial escepticismo, tan teñido de pesimismo, no hay que extrañar que, reconcomido, adoptara como presidente de la República el comportamiento subsiguiente y el ulterior, tendente a la mediación.
Hemos reproducido el anterior párrafo, en su prosa un tanto especial, porque muestra un sentimiento que muchos altos dirigentes republicanos compartían. Ciertamente puede explicar la pregunta, que retóricamente se ha hecho Malefakis (pp. 674s), acerca de las razones de la relativa inacción de Azaña en julio de 1936. A quien esto escribe, la tesis de Pascua le parece plausible y no debería echarse en saco roto a la hora, ciertamente penosa pero inevitable, de atribuir responsabilidades por los errores en que Azaña incurrió tanto de cara a la sublevación como la derrota final. En este sentido otra consecuencia, no prevista, del episodio mencionado fue el impacto que dejó en Besteiro. Como veremos en el capítulo decimocuarto, el automarginado político socialista guardó de su breve gestión en Londres un imperecedero recuerdo. Que a ello se añadiese una mayor o menor dosis de rencor o amargura no está demostrado pero la química explotó en el otoño de 1938 cuando, rememorando aquella démarche, se declaró dispuesto a repetirla en busca de la paz, a la vez que maldecía vigorosamente a Negrín.
¿Tenía Azaña otras alternativas? Por supuesto: podría haber esperado al resultado de la crisis gubernamental que por aquel momento estaba cociendo; podría haber tratado de ganar para sí al nuevo presidente del Gobierno; podría haber hecho la gestión con Londres en otro momento. Tal y como procedió abrió una brecha en la representación exterior de la República que afectaría negativamente a la unidad de acción del Estado en la escena internacional de cara a la capital más importante políticamente para el régimen republicano. No es de extrañar que no se hayan encontrado rastros de la visita de Besteiro al Foreign Office.