Capítulo 13

Patterson terminó de hablar —se estaba convirtiendo en un experto lector de servicios fúnebres— los tablones se inclinaron y los cuerpos envueltos en mortajas de Curran y Ferguson se deslizaron dentro de las aguas heladas del Mar de Noruega. Fue entonces cuando el ruido de la sala de máquinas se apagó y el San Andreas comenzó a aminorar la marcha.

Casi toda la tripulación estaba en la cubierta, los hombres muertos habían sido una pareja amable que gozaba de la simpatía de todos. Los cocineros y camareros estaban abajo, al igual que las enfermeras y tres fogoneros. Trent y Jones estaban en el puente.

Jamieson fue el primero en moverse.

—Al parecer —dijo—, cometimos un error. —Se alejó, caminando despacio, con el aire de un hombre que sabe que ése es no es un momento que requiere una urgencia especial.

Patterson y McKinnon lo siguieron lentamente.

—¿Qué quiso decir con eso? Con eso de que cometimos un error —preguntó Patterson.

—Estaba mostrándose amable, señor. Lo que quiso decir fue que el superdotado contramaestre volvió a equivocarse. ¿Quién estaba de guardia abajo?

—Sólo el joven Stephen. Ya sabe, el muchacho polaco. —Esperemos que no sea el próximo en bajar por el tablón. Patterson se detuvo y tomó a McKinnon del brazo—. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Y con eso de que «volvió a equivocarse»?

—Una cosa se relaciona con la otra. —La voz de McKinnon sonaba aburrida—. Quizás esté cansado. Quizás no piense con demasiada claridad. ¿Notó quiénes no estaban en el funeral, señor?

Patterson lo miró durante unos momentos en silencio, luego dijo:

—Las enfermeras. El personal de la cocina. Los camareros. Los hombres que están en el puente. —La presión sobre el brazo de McKinnon aumentó—. Y McCrimmon.

—Así es. ¿Y quién tuvo la brillante idea de permitir que McCrimmon deambulara por allí?

—Sencillamente salió mal. No puede pensar en todo. Nadie puede hacerlo. Es un pez escurridizo, este McCrimmon. ¿Cree que podremos acusarlo de algo?

—Estoy seguro de que nos será imposible. No obstante, señor, me gustaría obtener su permiso para encerrarlo. —McKinnon sacudió la cabeza con gesto amargo—. No hay nada como echar llave a la puerta una vez que el caballo escapó.

Stephen yacía sobre las planchas de acero, cubierto con el petróleo que todavía brotaba de un conducto de combustible cortado. Había un hematoma detrás de su oreja derecha que sangraba levemente. Sinclair terminó de examinarle la cabeza y se enderezó.

—Haré que lo trasladen al hospital. Tomaremos radiografías, aunque no creo que sean necesarias. Pienso que se despertará con nada más que un buen dolor de cabeza. —Observó los dos objetos de acero que estaban sobre las planchas, junto a Stephen.

—¿Sabe quién hizo esto, contramaestre?

—Sí.

—La llave Stilson con que lo golpearon y el hacha para incendios con que cortaron el conducto. Podría haber huellas digitales.

—No. —Con el pie, McKinnon tocó un manojo de trapos sucios que se usaban en la sala de máquinas—. Utilizó esto y aquí no encontraremos huellas. —Miró a Patterson.

—¿El conducto puede reemplazarse, señor?

—Si. ¿En cuánto tiempo, Jamieson?

—Un par de horas, más o menos —respondió éste.

McKinnon dijo:

—¿Podría venir conmigo, señor Patterson?

—Será un placer, contramaestre.

—Podría haberlo matado, sabe —dijo McKinnon con tono afable.

—Desde su asiento en el comedor, McCrimmon lo miró con insolencia.

—¿De qué mierda está hablando?

—De Stephen.

—¿Stephen? ¿Qué hay con Stephen?

—Tiene la cabeza rota.

—Sigo sin entender de qué habla. ¿Cabeza rota? ¿Cómo hizo para romperse la cabeza?

—Usted fue abajo a la sala de máquinas y se la rompió. Y cortó un conducto de combustible.

—Está loco. No me moví de este asiento en los últimos quince minutos.

—Entonces tiene que haber visto a quienquiera que bajó a la sala de máquinas. Usted es fogonero, McCrimmon. ¿Se detiene el motor y no baja a ver qué sucedió?

McCrimmon masticó su goma de mascar.

—Esto es un fraude. ¿Qué pruebas tienen?

—Las suficientes dijo Patterson.

—Queda arrestado, McCrimmon, y lo encerraremos. Cuando lleguemos a Inglaterra, se lo juzgará por asesinato y alta traición, lo condenarán y sin duda será fusilado.

—Esto es pura basura. —Modificó la palabra «basura» con unos cuantos adjetivos irreproducibles—. No hice nada y no pueden probar absolutamente nada. —Pero su rostro normalmente ceniciento se había vuelto aún más ceniciento.

—No es necesario que lo hagamos —dijo McKinnon—. Su amigo Simons, o Braun o como se llame ha estado… bueno, como dicen los norteamericanos, ha estado cantando como un canario. Está dispuesto a atestiguar en su contra con la esperanza de que no lo condenen a cadena perpetua.

—¡El muy malnacido! —McCrimmon se puso de pie, con los labios tirantes, dejando al descubierto los dientes y llevó la mano derecha debajo del overol.

—No lo haga —le ordenó Patterson—. Sea lo que fuere, no lo toque. No tiene adónde escapar, McCrimmon, y el contramaestre podría matarlo con una sola mano.

—Démelo —dijo McKinnon. Tendió la mano y McCrimmon, muy lentamente y con mucho cuidado depositó el cuchillo en su palma.

—No han vencido. El rostro de McCrimmon expresaba miedo y odio al mismo tiempo. —El que ríe último, ríe mejor.

—Puede ser. —McKinnon lo miró con aire pensativo.

—¿Sabe algo que nosotros no sabemos?

—Como usted dice, puede ser.

—¿Cómo por ejemplo que hay un transmisor oculto en la sala de radio?

McCrimmon saltó hacia adelante y emitió un grito breve antes de caer al suelo. Su nariz se había roto contra el puño del contramaestre.

Patterson miró al hombre inconsciente y luego a McKinnon.

—¿Eso le hizo sentir una cierta satisfacción?

—Supongo que no debería haberlo hecho, pero… sí, me dio una cierta satisfacción.

—A mí, también —dijo Patterson.

Lo que pareció ser, pero no fue, un día largo se convirtió en la noche y en la oscuridad, y los alemanes siguieron sin dar señales de vida. El San Andreas, en movimiento otra vez, seguía con un rumbo directo hacia Aberdeen. Stephen recuperó el conocimiento y como predijo el doctor Sinclair, sufría de un moderado dolor de cabeza. Sinclair hizo lo que no eran más que arreglos temporarios en la cara de McCrimmon, pero en realidad se trataba de trabajo para un cirujano plástico.

El teniente Ulbricht, con una carta marítima desplegada sobre la mesa delante de él, se frotó el mentón pensativamente y miró a McKinnon, que estaba sentado frente a él en el camarote del capitán.

—Hemos sido afortunados hasta ahora, ¿afortunados? Jamás creí que diría eso a bordo de una nave británica. ¿Por qué nos están dejando solos?

—Justamente por eso, porque somos afortunados. No tenían un submarino de repuesto en los alrededores y nuestro amigo, el que nos sigue, no iba a volver a intentarlo por su cuenta. Además, todavía estamos en rumbo directo hacia Aberdeen. Saben dónde estamos y no tienen motivos para creer que no vamos adonde se supone que debemos ir. No tienen forma de saber qué sucedió a bordo de este barco.

—Es razonable, supongo. Ulbricht contempló la carta y se golpeó los dientes con el lápiz. —Si algo no nos sucede durante la noche, algo nos va a suceder mañana. Eso es lo que pienso Al menos es lo que siento.

—Lo sé.

—¿Qué es lo que sabe?

—Mañana. Sus compatriotas no son payasos. Mañana pasaremos muy cerca de las Shetland. Sospecharán que hay una posibilidad de que tratemos de llegar a Lerwick o algún otro lugar y actuarán basados en esa posibilidad.

—¿Aviones? ¿Condors?

—Es posible.

—¿La Real Fuerza Aérea tiene aviones de guerra allí?

—Imagino que sí. Pero no lo sé. Hace años que no voy por allí.

—La Luftwaffe lo sabrá. Si hay Hurricanes o Spitfires, la Luftwaffe jamás arriesgará un Condor contra ellos.

—Podrían enviar algunos Messerschmitts de largo alcance como escolta.

—Si no, ¿podría ser un torpedo?

—Eso es algo en que prefiero no pensar.

—Ni yo. Hay algo muy terminante en un torpedo. Sabe, no es necesario navegar hacia el sur alrededor de Bressay y dar la vuelta por Bard Head. Podríamos utilizar el canal del norte. Maryfield es el nombre del poblado, ¿no es así?

—Nací allí.

—Eso fue una tontería de mi parte. Si viramos violentamente hacia el canal de norte, nos torpedearán, sin duda.

—Sí.

—¿Y si seguimos hacia el sur pasando Bressay creerán que seguimos en rumbo hacia Aberdeen?

—Sólo podemos esperarlo, teniente. No tiene sentido dar garantías. Es lo único que podemos hacer.

—¿Lo único?

—Bueno, hay otra cosa. Podemos bajar y cenar.

—¿La última cena, quizá?

McKinnon cruzó los dedos, sonrió y no dijo nada.

La cena, como era de esperar, fue algo solemne. Patterson se encontraba en un estado de ánimo particularmente pensativo.

—¿Se le ocurrió en algún momento, contramaestre, que podríamos ganarle a este submarino? Sin llegar a hacer estallar varias válvulas, podríamos sacarle dos o tres nudos más a esta bañera.

—Sí, señor. Estoy seguro de que podríamos hacerlo. —La tensión en el aire era casi tangible—. También estoy seguro de que el submarino notaría de inmediato el aumento de las revoluciones. Sabría que sabemos que nos sigue. Sencillamente saldría a la superficie, cosa que le permitiría adquirir más velocidad, y acabaría con nosotros. Probablemente lleva una docena de torpedos. ¿Cuántos cree que nos darían?

—Con el primero sería suficiente. —Patterson suspiró—. Los hombres desesperados hacen sugerencias desesperadas. Podría hablar con tono más alentador, contramaestre.

—El descanso luego de una ardua labor —dijo Jamieson—. El puerto luego de mares turbulentos. ¿No va a haber descanso para nosotros, contramaestre? No va a haber un puerto seguro, ¿no es así?

—Tiene que haberlo, señor. Señaló a Janet Magnusson.

—Me oyó prometerle a esta dama que la llevaría de regreso a casa.

Janet sonrió.

—Eres muy amable, Archie McKinnon. Además, muy mentiroso.

McKinnon le devolvió la sonrisa.

—Mujer de poca fe.

Ulbricht fue el primero en notar el cambio en la atmósfera.

—¿Se le ocurrió algo, señor McKinnon?

—Sí. Al menos, eso espero. —Miró a Margaret Morrison—. ¿Podría ser tan amable de pedirle al capitán Bowen que viniera al vestíbulo?

—¿Otra conferencia secreta? Creí que ya no quedaban más espías o criminales o traidores a bordo.

—No lo creo. Pero no hay que correr riesgos. —Miró a los que estaban alrededor de la mesa—. Me gustaría que todos ustedes vinieran.

Justo luego de la madrugada, a la mañana siguiente, todavía amanecía muy tarde en esas latitudes, el teniente Ulbricht oteó a través de la puerta del alerón de estribor la tierra baja que se veía intermitentemente a través de la nieve.

—¿Con que eso es Unst, eh?

—Eso es Unst. —Aunque McKinnon había estado levantado la mayor parte de la noche, parecía fresco y casi alegre.

—¿Y eso… eso es lo que les roba el corazón a ustedes, los nativos de las Shetland?

—Así es.

—No quiero ofenderlo, señor McKinnon, pero ésa es probablemente la isla más desnuda, lúgubre, estéril e inhóspita que vi en toda mi vida.

—Hogar, dulce hogar —replicó McKinnon plácidamente—. La belleza, teniente, está en los ojos del espectador. Además, ningún sitio luce bien en estas condiciones climáticas.

—Y ésa es otra cosa. ¿El tiempo en las Shetland es siempre tan espantoso como el de hoy?

McKinnon contempló con satisfacción las aguas grises, las nubes pesadas y la nieve que caía.

—Para mí, el tiempo es sencillamente hermoso.

—Como usted dice, los ojos del espectador. No creo que el piloto de un Condor comparta su punto de vista.

—No es probable. —McKinnon señaló hacia adelante—. Hacia estribor. Eso es Fetlar.

—¡Ah! —Ulbricht consultó la carta—. A una milla o dos, como mucho, de donde deberíamos estar. No lo hemos hecho tan mal, señor McKinnon.

—¿Hemos? No lo ha hecho tan mal, querrá decir. Una navegación espléndida teniente. El Almirantazgo debería darle una medalla por sus servicios.

Ulbricht sonrió.

—No creo que el almirante Doenitz esté de acuerdo con eso. Hablando de servicios, creo que ya no necesitará los míos. Como navegante, quiero decir.

—Mi padre era pescador profesional. Mis primeros cuatro años en el mar los pasé con él alrededor de esas islas. Me sería muy difícil perderme.

—Lo imagino. —Ulbricht salió al alerón de estribor, miró hacia popa por unos instantes y regresó a toda prisa, tiritando y quitándose la nieve del abrigo.

—El cielo, o lo que puedo ver de él, se está poniendo muy negro hacia el norte. El viento está refrescando. Parece que este tiempo espantoso, o, si prefiere, este tiempo maravilloso, va a continuar así por largo rato. Esto sí que no lo calculó.

—No soy mago. Ni adivino. Predecir el futuro no es una de mis especialidades.

—Bueno, llamémoslo un oportuno golpe de buena suerte.

—Un poco de suerte no nos vendría mal.

Fetlar estaba a estribor cuando Naseby subió a encargarse del timón. McKinnon salió al alerón de estribor para evaluar el tiempo. Como el San Andreas se dirigía uno o dos grados hacia el sudoeste y el viento soplaba del norte, lo tenían casi directamente en la popa. Las nubes en esa dirección eran grises y ominosas, pero no capturaron su atención: tomó conciencia, muy levemente al principio y luego con más seguridad, de algo mucho más ominoso. Regresó adentro y miró a Ulbricht.

—¿Recuerda que hace unos momentos hablábamos de la suerte? —Ulbricht asintió. Bueno, pues acaba de terminársenos. Tenemos compañía. Hay un Condor allí afuera.

Ulbricht no dijo nada, sino que salió al alerón y escuchó. Regresó al cabo de unos instantes.

—No oigo nada.

—Una variación en la fuerza o la dirección del viento. Algo así. Lo oí bien. Hacia el noroeste. Estoy seguro de que el piloto no tuvo intención de que lo oyéramos. Fue un golpe pasajero de viento. Están comportándose con mucha cautela o mucha suspicacia, o quizás ambas cosas. Tienen que considerar la posibilidad de que intentemos llegar a algún puerto en las Shetland. De modo que el submarino sale a la superficie antes de la madrugada y llama al FockeWulf. Sin duda le dijeron al piloto que se mantuviera lejos. Lo hará hasta que se entere por el submarino de que hemos cambiado de rumbo. Entonces vendrá de visita.

—Para acabar con nosotros —dijo Naseby.

—No dejarán caer pétalos de rosa, eso es seguro. Ulbricht dijo:

—¿Ya no piensa que serán lanzatorpedos o planeadores bombarderos o Stukas los que vengan a hacer el trabajo?

—No. No llegarían a tiempo y no pueden venir antes y quedarse dando vueltas por aquí. No tienen el alcance suficiente. Pero ese grandulón de allí arriba puede dar vueltas todo el día, si es necesario. Por supuesto, estoy dando por sentado que hay un solo Condor allí. Podrían ser dos o tres. No olviden que somos un blanco muy, muy importante.

—Es un don que no muchos poseen. —Ulbricht habló con tono sombrío—. Esta habilidad de alegrar a la gente y levantarle el ánimo.

—Me adhiero. —Naseby no sonaba más alegre que Ulbricht—. Ojalá no hubiera salido al alerón.

—No les gustaría que sobrellevara el peso de mis secretos yo solo, ¿verdad? No es necesario decírselo a nadie más. ¿Para qué sembrar tristeza y desesperanza innecesariamente, sobre todo si no se puede hacer nada?

—Un estado de feliz ignorancia, ¿no es así? —dijo Naseby. McKinnon asintió—. Me vendría bien un poco a mí.

Poco después del mediodía, cuando estuvieron a la altura de unas pequeñas islas que apenas se veían y a las que McKinnon llamó las Sherries, él y Ulbricht bajaron, dejando a Naseby y a McGuigan en el puente. La nieve, que se había convertido en un granizo liviano, disminuyó pero no había cesado. La visibilidad, si es que se podía utilizar esa palabra, variaba intermitentemente entre dos y cuatro millas. Las nubes estaban a alrededor de seiscientos metros y en algún lugar por encima de ellas merodeaba el Condor. McKinnon no había vuelto a oírlo, pero estaba seguro de que seguía allí arriba.

El capitán y Kennet estaban sentados en la cama y el contramaestre pasó una buena parte del tiempo con ellos y con Margaret Morrison. Todos se mostraban muy serenos, pero la tensión y la expectativa que flotaban en el aire eran inconfundibles y considerables. Habrían sido aún más considerables, pensó McKinnon si hubieran sabido que el Condor patrullaba por encima de las nubes.

Encontró a Patterson y a Sinclair en el comedor. Sinclair dijo:

—Nos vemos extrañamente libres de alarmas y excursiones esta mañana, ¿verdad contramaestre?

—Ojalá sigamos así por mucho tiempo. —Se preguntó si Sinclair consideraría el Condor como una alarma o una excursión—. El tiempo está de nuestra parte. Nieva, la visibilidad es pobre, no hay niebla, pero es mala de todos modos, y las nubes están bajas.

—Suena prometedor. Quizá todavía lleguemos a recalar en las Islas Felices.

—Eso espero. Hablando de las Islas Felices, ¿ha hecho los preparativos para descargar a los heridos e inválidos cuando lleguemos a las Islas?

—Sí. No hay problema. Rafferty es un caso de camilla, al igual que cuatro de los que recogimos en Murmansk, dos con heridas en las piernas, dos que sufren de congelamiento. Cinco en total. Fácil.

—Bien, señor Patterson, esos dos villanos, McCrimmon y Simons, o como sea que se llame. Tendremos que atarlos, al menos atarles las manos detrás de la espalda, antes de llevarlos a tierra.

—Si es que tenemos la oportunidad de llevarlos a tierra. Tendremos que dejarlo hasta último momento, podrán ser unos delincuentes traicioneros, pero no podemos permitir que un par de hombres se hundan con la nave.

—Por favor, no hablen de esas cosas —dijo Sinclair—. Por supuesto, señor. ¿Se les ha dado de comer? No es que me importe, claro.

—No. —Era Sinclair—. Los vi. Simons dice que perdió el apetito y a McCrimmon le duele tanto la cara que no puede comer. Le creo; apenas si puede mover los labios para hablar. Parecería, contramaestre, que lo hubiera golpeado con un martillo.

—No siento compasión por ninguno de los dos. McKinnon almorzó rápidamente y se levantó.

—Tengo que ir a relevar a Naseby.

Faltan alrededor de dos horas. Quizá menos, si veo un banco bajo de niebla o aun de nubes, cualquier cosa en donde podamos desaparecer, ¿usted o el señor Jamieson estarán en la sala de máquinas para entonces?

—Ambos, probablemente. —Patterson suspiró—. Esperemos que dé resultado, contramaestre.

—Es lo único que podemos hacer, señor.

Poco tiempo luego de las tres de la tarde, en el puente con Naseby y Ulbricht, McKinnon tomó la decisión de escapar.

—No podemos verlo, pero ¿estamos más o menos frente a la punta sur de Bressay?

—Diría que sí. Está al oeste de nosotros.

—Bueno, no tiene sentido postergar lo inevitable. —Tomó el teléfono y llamó a la sala de máquinas—. ¿Señor Patterson? Ahora, por favor. George, todo a estribor, hacia el oeste.

—¿Y cómo voy a saber dónde está el oeste?

McKinnon fue a la puerta del alerón de estribor y la abrió.

—Va a ponerse un poco frío y húmedo pero si mantienes el viento sobre tu mejilla derecha, estarás yendo aproximadamente hacia el oeste. —Fue a la sala de radio destrozada, desconectó el transmisor y salió al alerón de babor.

El tiempo casi no había cambiado. Cielo gris, aguas grises, un granizo liviano y una visibilidad intermitente de no más de dos millas. Regresó otra vez al puente, dejando la puerta abierta para que el viento del norte entrara en el ambiente.

—Uno se pregunta —dijo Ulbricht—, qué está pasando por la mente del capitán del submarino en este momento.

—Probablemente no sean pensamientos demasiado agradables. Todo depende de si contaba con el transmisor o con el Asdic o con ambos para mantenernos bajo control. Si dependía del transmisor, entonces quizá nos siga a una distancia prudente para poder levantar la antena que capte la señal sin ser vista. En ese caso, puede haber estado fuera del alcance de escucha del Asdic. Y si ése es el caso, es posible que crea que el transmisor falló. Después de todo, no tiene motivos para creer que lo encontramos y que estamos al tanto de las travesuras de McCrimmon.

El San Andreas, ya en silencio, navegaba aproximadamente hacia el oeste, todavía con una buena velocidad.

—De modo que está en una encrucijada —dijo McKinnon—. No es una posición en la que me gustaría encontrarme. ¿Entonces, qué decisión toma? ¿Aumenta la velocidad y sigue en el mismo rumbo en que estábamos, con la esperanza de alcanzarnos o piensa que podemos haber huido hacia algún refugio y toma un rumbo de intercepción hacia Bard Head con la esperanza de encontrarnos? Todo depende de lo astuto que sea.

—No lo sé —dijo Ulbricht.

—Yo sí lo sé —dijo Naseby—. Estamos dando por sentado que no nos ha estado siguiendo con la ayuda del Asdic. Si es tan astuto como tú, Archie, tomará ese rumbo de intercepción y además, le pedirá al Condor que baje a buscarnos.

—Tenía miedo de que dijeras eso.

Transcurrieron quince minutos en un silencio cada vez más fantasmagórico, y luego McKinnon salió al alerón de babor. No permaneció allí por mucho tiempo.

—Tenías razón, George. —El contramaestre parecía resignado. Está allí afuera, buscándonos; oigo los motores del Condor con claridad, pero él todavía no nos vio. Pero nos verá, nos verá. Sólo tiene que registrar el área un poco más y nos encontrará. Luego una señal al submarino, un manojo de bombas para nosotros y el submarino viene a dar el golpe de gracia.

—Es un pensamiento muy deprimente —dijo Naseby.

Ulbricht salió al alerón de babor y regresó casi de inmediato. No dijo nada, sólo asintió con la cabeza.

McKinnon tomó el teléfono.

—¿Señor Patterson? ¿Podría poner los motores en marcha, por favor? Y no se moleste en aumentar la velocidad lentamente. Llévela rápido al máximo, por favor. El Condor nos está buscando y en unos minutos nos encontrará. Me gustaría salir de aquí a toda prisa.

—No eres tan veloz como un Condor —dijo Naseby.

—Lamentablemente, lo sé, George. Pero no pienso quedarme aquí sentado como un blanco inmóvil mientras él viene y nos apalea a su gusto. Siempre se puede intentar un poco de acción de evasiva.

—El puede virar mucho más rápido que nosotros. Será mejor que empieces a rezar.

Al Condor le llevó veinte minutos más localizarlos, pero no bien lo hizo no dudó en anunciar su presencia. Se acercó por la popa, volando bajo, como había predicho Naseby, a menos de treinta metros. Naseby puso todo el timón a babor, pero fue en vano; como él también había predicho, el Condor podía virar con mucha más velocidad que ellos.

La bomba, de mucho menos de doscientos veinticinco kilos, cayó sobre la cubierta unos sesenta metros a proa de la superestructura, penetró y estalló en una llamarada y un potente chorro de aceitosa agua negra.

—Eso fue extraño —dijo Naseby.

El contramaestre sacudió la cabeza.

—Extraño, no. Fue codicia.

—¿Codicia? —Ulbricht lo miró y luego asintió—. El oro. —No han perdido las esperanzas todavía. ¿Cuánto cree que falta hasta Bard Head?

—Cuatro millas.

—Aproximadamente. Si no nos detienen antes de eso, nos hundirán.

—¿Y si nos detienen?

—Esperarán a que venga el submarino a capturarnos.

—Es triste —dijo Naseby—. Muy triste. Esta pasión por el dinero, digo.

—Pienso —replicó McKinnon—, que regresarán en un momento para mostrarnos más pasión.

Efectivamente, el Condor estaba virando en ángulo para volver a pasar sobre la banda de babor del San Andreas.

—Algunos de ustedes, los pilotos de Condors —le dijo McKinnon a Ulbricht—, son tercos y persistentes.

—Hay veces en que uno desearía que no lo fueran.

El segundo ataque fue una réplica del primero. El piloto —o el oficial de navegación— era evidentemente un bombardero de precisión muy hábil, pues la segunda bomba cayó exactamente en el mismo lugar, con los mismos resultados.

—Estas bombas no son demasiado gruesas —dijo McKinnon—, pero no vamos a poder tolerar muchas más. Otra como ésa y creo que acabaremos con todo.

—¿La sábana blanca, quieres decir?

—Así es. La tengo aquí arriba. No estaba bromeando. ¡Escuchen! ¡Oigo el ruido de un avión!

—Yo también —dijo Ulbricht—. De industria alemana. —No, éste no. El ruido es totalmente distinto. Es un avión de guerra. ¡Dios, qué estúpido soy! Mejor dicho, ¡qué estúpidos que somos todos, hasta el piloto del Condor! Por supuesto que tienen radares en la isla. Probablemente el lugar es un hervidero de radares. Por supuesto que nos captaron y por supuesto que captaron al Condor. Así que mandaron a alguien a investigar. No. A alguien, no. Oigo dos—. McKinnon tendió la mano e inundó las cubiertas y las bandas del San Andreas con las luces de la Cruz Roja. —Será mejor que no nos confundan con el Tirpitz.

—Los veo —dijo Ulbricht. Su voz carecía de expresión—. Yo también. —McKinnon miró a Ulbricht y logró mantener el júbilo fuera de su voz—. ¿Los reconoce?

—Sí. Aviones Hurricane.

—Lo siento, teniente. —La pena en la voz de McKinnon era genuina—. ¿Pero sabe lo que esto significa, verdad?

—Me temo que si.

Fue una lucha desigual. Los Hurricanes atacaron al Condor desde atrás y dispararon en forma simultánea, uno desde arriba y el otro desde abajo. El FockeWulf no estalló ni se desintegró ni se incendió ni hizo nada dramático. Arrastrando nubes de humo, cayó en picada al mar y desapareció debajo de las olas. El rostro del teniente Ulbricht permaneció inexpresivo.

Los dos aviones regresaron al San Andreas y comenzaron a sobrevolarlo en círculos, uno muy cerca, el otro a una distancia aproximada de una milla. Aunque era difícil ver qué podían hacer contra un submarino a punto de disparar un torpedo excepto volarle el periscopio, su presencia era inmensamente reconfortante.

McKinnon salió al alerón de babor y saludó a uno de los aviones, el que volaba más cerca.

Jamieson respondió cuando McKinnon llamó por teléfono.

—Creo que ya puede reducir a velocidad normal, señor. El Condor se fue.

—¿Se fue? ¿Adónde? —Como era lógico, la voz de Jamieson sonaba perpleja.

—Al fondo del mar. Un par de aviones Hurricane lo volteó.

Los aviones Hurricane permanecieron con ellos hasta que estuvieron a una milla de Bard Head. Entonces una fragata de aspecto decidido y eficiente apareció en la semioscuridad del crepúsculo y se deslizó sin esfuerzo hasta quedar junto al San Andreas. El contramaestre estaba en la cubierta.

Un hombre a bordo de la fragata, supuestamente el capitán, utilizó un altoparlante.

—¿Necesita ayuda y protección, amigo?

—Ahora ya no.

—¿Está muy averiado?

—Bastante. Unas cuantas bombas y varios proyectiles. Pero funcionamos. Hay un horrible submarino dando vueltas por allí.

—No, ya no. Debe de estar más allá del infierno. ¿Qué es eso que ve en mi popa?

—Ah, cargas de profundidad.

—Vaya, vaya. —El barbudo comodoro naval sacudió la cabeza, azorado y miró a los otros que estaban reunidos en el pequeño vestíbulo del hotel.

—La historia es imposible, por supuesto, pero por la evidencia de mis ojos… bueno, sencillamente tengo que creerles. ¿Su tripulación y sus pasajeros están todos ubicados, señor Patterson?

—Sí, señor. Aquí y en casas cercanas. Tenemos todo lo que necesitamos.

—Y hay alguien en un puesto muy alto del gabinete o del Almirantazgo, que anduvo con cuentos. No debería llevar mucho tiempo eliminarlo. Contramaestre, ¿está absolutamente seguro de este asunto del oro?

—Le apuesto su pensión contra la mía, señor. Imagino que hay una diferencia considerable. —Se puso de pie, tomó a Janet Magnusson del brazo y la ayudó a levantarse—. Con el permiso de todos ustedes, le prometí a esta dama que la llevaría a casa.

F I N