Capítulo 12

Se acercaba la medianoche y los aviones Condor no aparecían. Con excepción de dos hombres de turno en la sala de máquinas, Naseby y Trent en el puente y Ulbricht y McKinnon en el camarote del capitán, dos guardias en el hospital y dos enfermeras nocturnas, todos estaban dormidos, aparentaban estarlo o tendrían que haberlo estado. El viento, que viraba hacia el norte había aumentado a fuerza cuatro y el mar estaba algo agitado lo suficiente como para que el San Andreas cabeceara en su rumbo oeste, pero no tanto como para resultar molesto.

En el camarote del capitán, el teniente Ulbricht levantó la mirada de la carta que había estado estudiando, luego miró el reloj.

—Faltan diez minutos para la medianoche. No es que importe la hora precisa; iremos alterando el rumbo a medida que avancemos. Sugiero que tomemos una última altura de las estrellas y apuntemos hacia las Shetland.

Llegó la madrugada, una madrugada fría, gris y ventosa y no hubo señales de aviones enemigos. A las diez, McKinnon algo cansado, había estado timoneando desde las cuatro, bajó en busca del desayuno. Encontró a Jamieson tomando una taza de café.

—Una noche pacifica, contramaestre. Es obvio que nos deshicimos de ellos, ¿no es así?

—Sí, eso parece.

—¿Parece? ¿Sólo «parece»? —Jamieson lo miró, pensativo—. ¿Acaso es posible que detecte una nota de algo que no es alegre confianza? Un noche entera sin señales del enemigo. ¿Sin duda deberíamos estar contentos con nuestra situación actual?

—Desde luego, lo estoy. El presente es una maravilla. Lo que no me causa tanta alegría es el futuro. No sólo hay paz y tranquilidad en este momento: las hay en demasía. Como dice el viejo dicho, es la calma que precede a la tormenta; el presente, la calma y el futuro, la tormenta. ¿No lo siente así, señor?

—¡No, no lo siento así! —Jamieson desvió la mirada y frunció el entrecejo—. Bueno, al menos no lo sentía así hasta que usted vino y perturbó la tranquilidad de mi estado de ánimo. En cualquier momento va a decirme que vivo en el paraíso de los inocentes.

—Eso sería exagerar un poco, señor.

—¿Demasiada paz y tranquilidad? Puede ser, en realidad. ¿El gato y el ratón, otra vez, con nosotros en el papel del ratón, por supuesto? Nos tienen cercados y están esperando el momento adecuado, adecuado para ellos, quiero decir, para atacar, ¿verdad?

—Sí. Acabo de pasar seis horas al timón y tuve mucho tiempo para pensar en ello; con dos minutos me tendría que haber alcanzado. Si hay alguien que estuvo viviendo en el paraíso de los inocentes, ése fui yo. ¿Cuántos FockeWulf Condors cree que hay en los aeropuertos de Trondheim y Bergen, señor?

—No lo sé. Muchos más de lo que quiero creer, sin duda.

—Exactamente. Tres o cuatro actuando en conjunto podrían cubrir diez mil millas cuadradas en un par de horas según la altura y la visibilidad, por supuesto. Es evidente que tienen que localizarnos, a nosotros, el premio más valioso del Mar de Noruega. Pero no lo han hecho, ni siquiera se han molestado en intentarlo. ¿Por qué?

—Porque saben dónde estamos. Porque después de todo no logramos escapar de ese submarino al anochecer.

McKinnon asintió y apoyó el mentón sobre las manos. No había tocado el desayuno que tenía delante.

—Hizo todo lo posible, contramaestre. Nunca hubo garantías. No puede reprocharse a sí mismo.

—Sí, sí que puedo. Es algo que estoy aprendiendo a hacer muy bien, reprocharme a mí mismo, quiero decir. Pero en este caso, no por la razón que usted piensa. Con un grado mínimo de suerte, tendríamos que habernos liberado de él anoche. No lo hicimos. Olvidamos el factor X.

—Habla como el locutor de un aviso publicitario, contramaestre. El Factor X, el ingrediente secreto de los últimos cosméticos femeninos.

—Lo que quiero decir, señor, es que aun si escapamos de él, si salimos del alcance de su Asdic, igualmente podría habernos encontrado, con Asdic o sin él, con Condors o sin ellos. Un buen arquero siempre lleva una segunda cuerda para su arco.

—¿Una segunda cuerda? —Jamieson dejó la taza con mucho cuidado—. ¿Me está diciendo que tenemos otro de esos malditos transmisores de señales a bordo?

—¿Se le ocurre alguna otra respuesta, señor? La suerte nos hizo sentir demasiada satisfacción, nos hizo confiar demasiado, a tal punto que cometimos el error de subestimar al enemigo. Singh, o McCrimmon o Simons, o los tres, por lo que sé, han sido más astutos que nosotros, o al menos lo suficientemente astutos como para apostar a que no nos fijaríamos en lo obvio, nada más que porque era demasiado obvio. Lo más probable es que éste no sea un transmisorreceptor, sino sólo un simple transmisor, no más grande que el bolso de una mujer.

—Pero ya hemos revisado todo, contramaestre. Si no encontramos nada entonces, no encontraremos nada ahora. Lo que quiero decir, es que los transmisores no se materializan de pronto, como por arte de magia.

—No. Pero podría haber habido uno antes de que realizáramos la búsqueda. Es posible que haya sido transferido a otra parte antes de eso, quizás algún Pie Sigiloso previó que se realizaría dicha búsqueda. Sí, revisamos el área del hospital, los camarotes, pañoles, cocinas, todo; pero eso es lo único que revisamos.

—Sí, pero ¿en qué otro lugar…? Jamieson se interrumpió y adoptó un aire pensativo.

—Sí, señor, la misma idea se me ocurrió a mí. La superestructura no es más que una conejera deshabitada en este momento.

—No me lo diga. —Jamieson dejó la taza y se puso de pie.

—Muy bien, a toda máquina hacia la superestructura. Llevaré a un par de mis muchachos conmigo.

—¿Reconocerían un dispositivo transmisor si lo vieran? Creo que yo no lo reconocería.

—Yo sí. Todo lo que tienen que hacer es traerme toda pieza que no tenga nada que hacer a bordo de un barco.

Luego de que él se fue, McKinnon tomó conciencia de que además de su capacidad como maquinista, Jamieson era capaz de reconocer un micrófono o un transmisor.

No más de diez minutos más tarde, Jamieson regresó, sonriendo con evidente satisfacción.

—El instinto infalible de cazador, contramaestre. Lo encontré en el primer intento. Infalible, no hay duda. —¿Dónde?

—Son astutos, estos demonios. Supongo que creyeron que sería irónico y que no buscaríamos allí. ¿Qué mejor lugar para un dispositivo de radio que una sala de radio destrozada? No sólo usaron una de las pocas baterías que quedaron sanas para activarlo, sino que hasta armaron una antena provisoria. Claro, nadie se hubiera dado cuenta de que era una antena, si le echaba una mirada.

—Felicitaciones, señor. Un excelente trabajo. ¿Sigue en su lugar?

—Sí. El primer instinto, por supuesto, fue el de destrozar todo. Pero luego, prevalecieron ideas más juiciosas, si es que puedo aplicarme ese término a mí mismo. Si nos tienen en ese transmisor, entonces nos tienen en su Asdic.

—Desde luego. Y si desarmáramos el aparato y detuviéramos el motor y el generador ahora, sólo tendrían que asomar el periscopio por encima de la superficie y nos localizarían en menos de lo que canta un gallo. Habrá un tiempo y un lugar mejor para desarmar ese dispositivo.

—¿Durante la noche, contramaestre, si es que seguimos a flote cuando llegue la noche?

—No estoy seguro, señor. Como usted sugiere, todo depende de las condiciones que se presenten cuando caiga la noche. Jamieson lo miró con lo que podía ser una expresión pensativa e incrédula, pero no dijo nada.

McKinnon, en un camarote vacío junto al que ocupaba el capitán Andropolous, dormía profundamente cuando Johnny Holbrook lo sacudió media hora después del mediodía.

—El señor Naseby en el teléfono, señor.

McKinnon se sentó en la litera, se frotó los ojos y miró con poca simpatía al asistente de la sala casi adolescente, que al igual que Wayland Day, le tenía un grado de respeto que lindaba con el temor.

—¿Es que ninguna otra persona podía hablar con él?

—Lo siento, señor. Pidió hablar con usted especialmente. McKinnon salió al comedor, donde todos comenzaban a reunirse para almorzar. Estaban Patterson, Sinclair, Jamieson, Margaret Morrison y la enfermera Irene. El contramaestre tomó el teléfono.

—George, estaba en un mundo mejor.

—Lo siento, Archie. Pensé que era mejor que lo supieras. Tenemos compañía. —Naseby podría haber estado hablando del tiempo.

—¡Ah!

—A estribor. Aproximadamente a dos millas. Un poco menos, quizá. Dice que nos detengamos o abrirá fuego.

—Ajá.

—También dice que si tratamos de alterar el rumbo nos hundirá.

—¿De veras?

—Así dice. Quizás hasta hable en serio. ¿Viro hacia él?

—Sí.

—¿Motores al máximo?

—Pediré autorización. Subo en un momento. —Dejó el teléfono.

—Vaya —comentó Margaret Morrison—. Ésa sí que fue una conversación intrigante. Cargada de información, si se puede decirlo.

—Nosotros, los contramaestres, somos hombres de pocas palabras. ¿Señor Patterson, podemos poner los motores al máximo? —Patterson asintió con gesto sombrío, se puso de pie sin pronunciar palabra y cruzó hasta el teléfono.

Jamieson dijo con voz resignada:

—¿Supongo que no es necesario preguntar?

—No, señor. Lo lamento por su almuerzo.

—¿Las… ejem… tácticas directas habituales? —preguntó Sinclair.

—No hay opción. El hombre dice que va a hundirnos.

—Va a decir más que eso cuando nos vea alterar el rumbo hacia él —dijo Jamieson—. Va a decir que el San Andreas está tripulado por un grupo de lunáticos incurables.

—Si lo dice, puede ser que esté en lo cierto. —McKinnon se volvió para irse, pero Ulbricht lo detuvo con la mano—. Yo también voy.

—Por favor, no, teniente. No creo que nuestro nuevo amigo vaya a hundirnos, pero por mil demonios que va a tratar de detenernos. El blanco principal será el puente, estoy seguro. ¿Quiere deshacer todo el trabajo que hicieron el doctor Sinclair y las enfermeras, quiere que lo cosan y lo venden otra vez? Muy egoísta de su parte. ¡Margaret!

—No se mueva de su lugar, Karl Ulbricht.

Ulbricht frunció el entrecejo, se encogió de hombros, sonrió y no se movió de su lugar.

Cuando McKinnon llegó al puente, el San Andreas, con el timón puesto a estribor, estaba comenzando a virar. Naseby se volvió cuando McKinnon entró.

—Toma el timón, Archie. Está enviando un mensaje.

Naseby salió al ala de estribor. Alguien en la torreta de comando del submarino estaba utilizando una lámpara Aldis, pero transmitía muy lentamente: sin duda, pensó McKinnon, porque el operador que no hablaba inglés estaba enviando letra por letra el mensaje que le habían dado. De la torreta hacia proa, había tres hombres agazapados alrededor del cañón de cubierta, que por lo que McKinnon pudo ver desde esa distancia, apuntaba directamente hacia ellos. El mensaje terminó:

—¿Qué dice, George?

—«Retomen el rumbo. Deténgase o disparo».

—Envíale ese cuento acerca de la nave hospital y la Convención de Ginebra.

—No le prestará la más mínima atención.

—Envíaselo de todas formas. Lo distraerá. Nos dará tiempo. Las reglas dicen que no se le dispara a un hombre cuando se está conversando con él.

Naseby comenzó a transmitir, pero casi de inmediato volvió a entrar de un salto en el puente. El humo que brotó del cañón fue inconfundible, como lo fueron el impacto y el sonido del proyectil que estalló en la superestructura casi inmediatamente después. Naseby miró a McKinnon con expresión acusadora.

No juegan según nuestras reglas, Archie.

—Así parece. ¿Puedes ver dónde nos dieron?

Naseby salió al alerón de estribor y miró hacia abajo y hacia popa.

—En el comedor de la tripulación —dijo—. Bueno, lo que era el comedor. No hay nadie allí ahora, por supuesto.

—No era adónde apuntaban, puedes estar seguro de eso. Un viento de fuerza cuatro no es nada para nosotros, pero hace que la plataforma del cañón de un submarino sea más que inestable. Esto no me gusta mucho, George, es probable que le den a todo menos a lo que le apuntan. Sólo podemos esperar que el próximo pase tan por encima del puente como éste pasó por debajo.

El próximo fue a dar justo en el puente. Destrozó la ventana de proa y estribor —una de las que había sido reparada luego de que las ametralladoras de Klaussen las rompieran— atravesó la delgada plancha de metal que separaba el puente de lo que había sido la sala de radio y estalló más allá de ella. La puerta corrediza de madera, se hizo astillas, voló hacia adelante y la fuerza de la explosión hizo caer a los dos hombres; a McKinnon contra el timón y a Naseby contra una mesa con cartas; pero las afiladas esquirlas del proyectil volaron en la otra dirección, dejando ilesos a ambos hombres.

Naseby recuperó parte del aliento que le había sido quitado de los pulmones.

—Están mejorando, Archie.

—Fue un golpe de suerte. —El San Andreas, con las superestructuras que comenzaban a vibrar intensamente a medida que las revoluciones del motor aumentaban, enfilaba en forma directa hacia la torreta de comando del submarino, que no obstante, seguía estando a más de una milla de distancia—. El próximo pasará a una milla de distancia del puente.

El próximo, a decir verdad, no dio en ninguna parte del barco y se hundió en el mar casi cien metros a popa del San Andreas. No detonó con el impacto.

El siguiente proyectil dio en algún lugar cerca de la proa. Desde el puente fue imposible ver dónde estalló, pues no hubo un levantamiento ni una rotura visible en la cubierta del castillo de proa, pero no quedaron dudas de que causó daños: el ruido metálico de la cadena de una de las anclas de proa que cayó al fondo del Mar de Noruega podría haberse oído desde una milla de distancia. El ruido cesó tan repentinamente como había comenzado; sin duda el seguro había sido arrancado de su lugar.

—No es una gran pérdida —dijo Naseby—. ¿Quién ha anclado alguna vez en trescientos metros de profundidad?

—A nadie le importa el ancla. La cosa es: ¿tenemos el casco abierto al mar?

Un nuevo proyectil se enterró en la proa y esa vez no hubo dudas respecto de dónde había estallado, pues una pequeña parte de la cubierta del castillo de proa, en la banda de babor, se levantó a casi treinta centímetros.

—Estemos o no abiertos al mar —dijo Naseby—, éste no parece ser el momento para investigar. No mientras le apunten a la proa, cosa que parecen estar haciendo. Estamos más cerca ahora, de manera que su puntería mejora. Al parecer, buscan darle a la línea de flotación. No es posible que quieran hundirnos. ¿Acaso no saben que el oro está allí?

—No sé lo que saben. Probablemente saben que hay oro a bordo; no hay motivo para que sepan dónde está. Además, no es que una pequeña esquirla vaya a desvalorizar el oro. En cualquier caso, supongo que deberíamos sentirnos agradecidos por el hecho de que en este ángulo, jamás podrán darle al área del hospital.

Un tercer proyectil estalló en la proa casi en el mismo lugar que el anterior; la parte levantada de la cubierta se elevó treinta centímetros más.

—Allí es donde están la carpintería y el depósito de pinturas —comentó Naseby, distraído.

—Era lo que estaba pensando.

—¿Estaban Ferguson y Curran en el comedor cuando te fuiste?

—Pensaba en eso. No recuerdo haberlos visto, aunque eso no quiere decir que no hayan estado allí. Son tan haraganes que no me extrañaría que se hayan salteado el almuerzo con tal de no hacer nada durante una hora. Tendría que habérselo advertido.

—No hubo tiempo para que le advirtieras nada a nadie.

—Podría haber enviado a alguien. Pensé que concentrarían el fuego en el puente, pero igualmente debí haber enviado a alguien. La culpa es mía. —Hizo una pausa para concentrarse y dijo—: Creo que se están alejando, George.

Naseby se llevó los binoculares a los ojos.

—Es cierto. Y hay alguien en el puente, el capitán o no sé quién, utilizando un megáfono. ¡Ah! Los artilleros están trabajando con el cañón y… sí, lo están alineando de proa a popa. ¿Esto significa lo que creo que significa, Archie?

—Bueno, la torreta blindada está vacía y los artilleros están bajando por la escotilla, de modo que debe de significar lo que crees. ¿Ves burbujas en la superficie?

—No. Aguarda un momento. Sí. Sí, muchas.

—Están soltando el lastre principal.

—Pero todavía estarnos a una milla de distancia.

—El capitán no quiere correr riesgos y no lo culpo. No un payaso como Klaussen.

Observaron durante algunos momentos, en silencio. El submarino se hallaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados, las cubiertas se estaban llenando de agua y desaparecía con rapidez.

—Toma el timón, George. Llama al jefe de máquinas por teléfono, quieres, dile lo que sucedió y pídele que reduzca los motores a velocidad normal. Luego vuelve al rumbo en que estábamos. Iré a ver si hacemos agua en proa.

Naseby lo miró irse y supo que el problema del agua era secundario para el contramaestre. Iba a averiguar si, realmente, Curran y Ferguson habían decidido saltear el almuerzo.

McKinnon regresó en diez minutos, tenía una botella de whisky en la mano y dos vasos, y se lo veía muy serio.

—¿No tuvieron suerte? —preguntó Naseby.

—Abandonados por la fortuna, George. Abandonados por McKinnon.

—Archie, basta. Por favor, deja de culparte. Lo hecho, hecho está. —Janet lo interceptó en la entrada del comedor, él había bajado con Naseby, dejando a Trent al timón con Jones y McGuigan como vigías, y lo llevó al rincón—. Ya sé que es una frase trillada y que no tiene sentido, si quieres. Y si quieres oír otra frase trillada y sin sentido, no se puede recuperar a los muertos.

—Es cierto, es cierto, —el contramaestre sonrió sin humor. Y hablando de los muertos, y uno no debería hablar mal de ellos, eran un par de individuos moderadamente inútiles. Pero estaban casados y ambos tenían dos hijas. ¿Qué pensarían ellas si supieran que el valiente contramaestre, en su afán por atacar un submarino, se olvidó por completo de ellos?

—Lo mejor sería que de veras te olvidaras de ellos. Suena cruel, lo sé, pero deja que los muertos entierren a sus muertos. Nosotros estamos vivos; cuando digo «nosotros», no hablo de ti, hablo de todos los demás que están a bordo, incluyéndome a mí. Tu deber es hacia los vivos. ¿Acaso no sabes que cada uno de nosotros desde el capitán y el señor Patterson hacia abajo, depende de ti? Dependemos de ti para que nos lleves a casa.

—Cállate, mujer.

—¿Me llevarás a mí a casa, Archie?

—¿A Scalloway? Con un paso, un brinco y un salto. Claro que lo haré.

Ella se alejó unos centímetros, le puso las manos sobre los hombros, lo miró a los ojos como buscando una respuesta segura y luego sonrió.

—¿Sabes una cosa, Archie? De veras creo que lo harás. Él también sonrió.

—Me alegro. —No lo creía ni por un momento, pero no tenía sentido sembrar tristeza y desesperanza.

Se reunieron con Patterson, Jamieson y Ulbricht alrededor de la mesa. Patterson le acercó un vaso.

—Creo que se lo ha ganado, contramaestre. Un trabajo magnífico.

—No tanto, señor. No pude sino hacer lo que hice. No puedo decir que siento compasión por el capitán de un submarino alemán, pero está realmente frente a un problema imposible: tiene órdenes de no hundirnos, así que lo mejor que puede hacer es tratar de dañarnos lo más posible. Nos vamos encima de él y se esconde. Tan sencillo como eso.

—Como lo dice usted, sí. Oí que se salvaron por un poco en el puente.

—Si el proyectil hubiera atravesado el metal y estallado en el puente, habría sido el fin. Pero en lugar de eso, atravesó el vidrio. Tuvimos suerte.

—¿Y en la proa?

—Tres orificios. Todos por encima de la línea de flotación. Con ésos y el daño que nos hizo el submarino, mejor dicho el daño que nos hicimos nosotros mismos, cuando lleguemos al dique seco los que reparen la nave tendrán mucho trabajo. Los mamparos estancos parecen resistir bien. Esa es la buena noticia. La mala noticia, y temo que la culpa es mía, es que…

—¡Archie! —La voz de Janet fue firme y fuerte.

—Está bien. Se habrán enterado de que… Ferguson y Curran están muertos.

—Lo sé y lo siento mucho. Es terrible. Con ellos ya son veinte los muertos. —Patterson pensó unos momentos—. ¿Piensa que esta situación seguirá igual durante un tiempo?

—¿Qué situación, señor?

—Que traten de detenernos en lugar de hundirnos.

—Para los alemanes es mucho más importante desacreditar a los rusos delante de nuestro gobierno que conseguir el oro. Como están las cosas en este momento, quieren el pan y la torta. Un asunto de codicia, en realidad.

—¿De modo que mientras dure la codicia estamos relativamente a salvo?

—A salvo de que nos hundan, sí. Pero no a salvo de que nos capturen.

—Pero acaba de decir…

—Lo único que tienen que hacer es traer otro submarino y nos tienen en su poder. Con dos submarinos, no hay posibilidad de hacer nada. Si perseguimos a uno, el otro se pondrá en un rumbo paralelo al nuestro y disparará hasta cansarse. No a la sala de máquinas, por supuesto, quieren que podamos llegar por nuestra propia cuenta a Noruega. Apuntarán al área del hospital. Un solo proyectil en esa zona y se iza la bandera blanca, si tuviéramos una pizca de sentido común la izaríamos antes de que disparasen. La próxima vez que suba al puente me llevaré una preciosa sábana.

—Hay momentos, contramaestre, en que me gustaría que se guardara sus pensamientos para sí —dijo Jamieson.

—Me limitaba a responder a una pregunta, señor. Y tengo otro pensamiento, otra pregunta, si prefiere. Sólo un pequeño grupo de personas tiene que haber estado al tanto de esta operación, el plan de utilizar al San Andreas como transportador de oro. Un ministro o dos, un almirante o dos. No más. Me pregunto quién es el traidor que nos mandó al cadalso. Si lograrnos regresar y si alguna persona famosa e importante se suicida repentinamente, entonces lo sabremos. —Se puso de pie—. Si me disculpan, tengo trabajo que hacer.

—¿Qué trabajo, Archie? —Era Janet—. ¿No has hecho suficiente por hoy?

—El trabajo de contramaestre no termina nunca. Asuntos de rutina, Janet, asuntos de rutina. Se marchó del comedor.

—Asuntos de rutina —repitió Janet—. ¿Qué asuntos?

—Curran está muerto.

Ella no pareció comprender.

—Lo sé.

—Curran era el que hacía las velas. Era trabajo de él envolver y coser a los muertos.

Janet se puso de pie rápidamente y se alejó de la mesa. Patterson miró a Jamieson con expresión avinagrada.

—Hay momentos, Jamieson, en que me gustaría que usted se guardara sus pensamientos para sí. No tiene ni una pizca de tino.

—Es cierto, es cierto. Un búfalo lo hubiera hecho mejor que yo.