Media hora más tarde, McKinnon se reunió con Margaret Morrison en el pequeño vestíbulo cerca del comedor. Estaba pálida y seria, pero parecía bastante serena. Se sentó frente a ella.
—¿Cómo se siente ahora?
—Algo descompuesta. Tengo náuseas. —Esbozó una sonrisita—. El doctor Sinclair parecía más preocupado por el estado de mi mente. Creo que está bien.
—Me alegro. Bueno, no, no me alegro, fue una cosa terrible, pero siento más deseos de felicitarla que de apiadarme de usted.
—Lo sé, Janet me lo dijo. No soy de esas personas a las que les gusta asustarse, pero… bueno, podría haberlo hecho, ¿verdad, Archie? Degollarme, digo.
—Podría haberlo hecho. Tendría que haberlo hecho.
—¡Archie!
—Cielos, eso no sonó muy bien, ¿verdad? Quise decir que por su propio bien debió haberlo hecho. Es posible que haya soltado suficiente soga como para ahorcarse.
—No entiendo lo que quiere decir. —Sonrió para que sus palabras no resultaran ofensivas—. Me parece que nadie entiende bien lo que usted quiere decir. Janet dice que es un individuo muy retorcido.
—Sólo a los verdaderamente honestos se los calumnia de esta manera. Es una cruz que tenemos que soportar.
—Me cuesta imaginarlo en el papel de mártir. Janet dijo que tenía varias preguntas para hacerme.
—No son varias, sino sólo una. Bueno, algunas, pero se resumen en una. ¿Dónde estuvo esta tarde antes de que nos detuviéramos?
—En el comedor. Luego fui a relevar a Irene, justo antes de que se apagaran las luces.
—¿Alguien le preguntó acerca de la salud de los pacientes de la Sala A cuando estaba en el comedor?
—Bueno, sí. —Ella pareció levemente sorprendida—. Con frecuencia me preguntan sobre los pacientes. Es natural, ¿verdad?
—Esta tarde, quise decir.
—Sí. Se lo dije. También es natural, ¿no?
—¿Le preguntaron si alguno estaba dormido?
—No. Ahora que lo pienso, no fue necesario que lo hicieran. Recuerdo haber dicho que sólo el capitán y el primer oficial estaban despiertos. Fue una especie de broma. —Se interrumpió, se tocó los labios con la mano y adoptó una expresión angustiada—. Ya veo. No fue realmente una broma, ¿verdad? Me costó media hora de sueño involuntario.
—Me temo que sí. ¿Quién le hizo la pregunta?
—Wayland Day.
¡Ah! Nuestro encargado de la despensa, ex encargado, debería decir y ahora su sombra fiel y su adorador desde lejos.
—No siempre desde tan lejos como cree; a veces me resulta algo embarazoso. —Sonrió y luego se puso seria de pronto—. Está tomando el sendero equivocado, Archie. Quizá sea un poco pesado, pero es sólo un muchacho, y muy bueno. Es impensable.
—No veo ningún sendero por aquí. Estoy de acuerdo, es impensable. Nuestro Wayland jamás se prestaría a nada que pudiera lastimarla. ¿Quiénes eran los otros que estaban en la mesa? O lo suficientemente cerca como para oír.
—¿Cómo sabe que había alguien más en mi mesa? —Margaret Morrison es demasiado inteligente como para ser estúpida.
—Sí, reconozco que eso fue estúpido de mi parte. Estaba Maria…
—¿La cabo Maria? —Ella asintió—. Está descartada. ¿Quién más?
—Stephen. El muchacho polaco. No sé pronunciar su apellido. También estaban Jones y McGuigan, que casi siempre están con Wayland Day, supongo que porque son los tres más jóvenes de la tripulación. Dos marineros llamados Curran y Ferguson, casi no los conozco porque los veo muy poco. Y sí, me parece recordar que estaban dos de los enfermos que recogimos en Murmansk. No sé sus nombres.
—¿Le parece recordar?
—No. Lo recuerdo. Es porque no sé sus nombres, supongo. Estoy segura que uno tiene tuberculosis y el otro un colapso nervioso.
—¿Podría volver a identificarlos?
—Con toda facilidad. Ambos tienen cabello pelirrojo.
—Hartley y Simons. —McKinnon abrió la puerta del vestíbulo—. ¡Wayland!
Wayland Smith apareció en breves segundos y se paró en posición de firmes.
—Señor.
—Vaya a buscar al señor Patterson y al señor Jamieson. Ah, sí, y al teniente Ulbricht. Deles mis saludos y dígales si por favor pueden venir.
—Sí, señor. De inmediato, señor.
Margaret Morrison miró a McKinnon, divertida.
—¿Cómo sabía que Wayland estaba tan cerca?
—¿Alguna vez trató de deshacerse de su sombra en un día de sol? Puedo profetizar cosas, aunque no soy vidente, como que por ejemplo el teniente Ulbricht será el primero en llegar.
—Ah, cállese. ¿Le sirvió de algo lo que dije? Otra pregunta estúpida. Si no le hubiera servido, no habría llamado a los otros tres.
—Por cierto que sí. Otra pequeña complicación, pero creo que podremos manejarla. Ah, teniente Ulbricht. Qué veloz. Siéntese, por favor. —Ulbricht se sentó junto a Margaret Morrison mientras McKinnon contemplaba el cielo raso.
—No tiene por qué hacer eso —dijo ella con tono fastidiado.
Ulbricht la miró.
—¿A qué se refiere, Margaret?
—El contramaestre tiene un sentido del humor retorcido.
—En absoluto. Es sólo que a ella no le gusta que tenga razón. —Miró a su alrededor, saludó a Patterson y a Jamieson, luego se puso de pie y cerró la puerta con mano firme.
—Es tan serio como eso, ¿verdad? —dijo Patterson.
—Preferiría que no nos oyeran, señor. —Les resumió las conversaciones que había tenido con Janet Magnusson y con Margaret Morrison y luego dijo—: Una de esas nueve personas que pudieron oír a la cabo Morrison sabía que el capitán Bowen y el señor Kennet eran los únicos dos pacientes en la Sala A que estaban despiertos y aprovechó esa información al máximo. ¿Estamos de acuerdo?
Nadie lo contradijo.
—Podemos descartar a la cabo Maria. Ningún buen motivo. Salvo que es inconcebible.
—Inconcebible. —Patterson y Jamieson hablaron al mismo tiempo.
—¿Stephen? No. Está más a favor de los británicos que nadie y jamás olvidará que fue la Marina Real la que le salvó la vida en el Mar del Norte.
Margaret Morrison levantó la mirada, sorprendida.
—No lo sabía.
—Nosotros tampoco, cabo, aunque él pertenece a la sala de máquinas. Lo supimos sólo cuando el contramaestre nos lo contó. Sus agentes están en todos los rincones y las grietas. —Patterson parecía levemente ofendido.
—Wayland Day, Jones y McGuigan. No. Apenas si salieron del jardín de infantes y no han vivido lo suficiente ni han pecado lo suficiente como para ser aprendices de contraespionaje. Eso nos deja con cuatro sospechosos.
—Curran y Ferguson están descartados. Los conozco. Son vagos de primera categoría y no tienen la energía, el interés o la inteligencia como para ser espías. Aparte de eso, se pasan todo el tiempo libre hibernando en la carpintería en proa y salen tan poco de allí que casi no saben lo que sucede en el resto del barco. La prueba final, por supuesto, es que aunque no son muy inteligentes, no son tan estúpidos como para hacer estallar una carga explosiva en el compartimiento de lastre mientras ellos duermen encima, en la carpintería. Eso deja a Simons y a Hartley, dos de los hombres enfermos, supuestamente enfermos, que recogimos en Murmansk. ¿No le parece que habría que hacerlos venir aquí, señor Patterson?
—Tiene razón, contramaestre. Esto se está poniendo interesante.
McKinnon abrió la puerta.
—¡Wayland!
Si era posible hacerlo, Wayland Day tardó menos tiempo todavía que en la ocasión anterior. McKinnon le impartió las instrucciones, luego agregó:
—Que estén aquí en cinco minutos. Dígales que traigan sus libretas de pago. —Cerró la puerta y miró a Margaret Morrison.
—¿No le gustaría marcharse ahora?
—No, en absoluto. ¿Por qué tendría que irme? Estoy tan interesada e involucrada en esto como cualquiera de ustedes. —Se tocó el cuello con un movimiento instintivo—. O más también.
—Quizá no le guste.
—Se trata de un interrogatorio del estilo de la Gestapo, ¿no es así?
—Cómo se los tratará depende del señor Patterson. Me estoy arriesgando a opinar, pero no me parece que el señor Patterson sea partidario de la tortura. No debe de tener implementos en la sala de máquinas.
Ella lo miró con frialdad.
—No le sienta bien hacerse el gracioso.
—Parece que muy pocas cosas me sientan bien.
—Hartley y Simons —dijo Jamieson—. Los teníamos en la lista de sospechosos. Bueno, más o menos. ¿Lo recuerda, contramaestre?
—Lo recuerdo. Y también que estuvimos de acuerdo en que el Departamento de Investigaciones Criminales de Scotland Yard no corría peligro de verse reemplazado por nosotros.
—Hay algo que debo decir —declaró Ulbricht—. Es desalentador, pero tengo que decirlo. Estuve aquí desde que las luces se apagaron hasta que volvieron a encenderse. Con su pelo rojo, esos dos hombres son inconfundibles. Ninguno de los dos abandonó su lugar durante ese lapso.
—Vaya, vaya. —Margaret Morrison parecía satisfecha—. Eso desbarata un poco su teoría, ¿no es cierto, señor McKinnon?
—Es triste, cabo, muy triste. ¿De veras le gustaría que me equivocara, verdad? Tengo la extraña sensación de que se demostrará que estaba equivocado antes de que acabe este viaje. Aunque no será usted la que lo haga. —Sacudió la cabeza—. Es triste.
La cabo Morrison podía ser muy insistente cuando quería. Adoptó su mejor expresión de cabo y dijo:
—Ya oyó lo que dijo el teniente: ninguno de esos dos hombres se movió de su lugar durante ese período crucial.
—Me sorprendería que lo hubieran hecho. —El entrecejo fruncido de Margaret Morrison cedió el lugar a una expresión perpleja, que a su vez fue reemplazada por una cierta cautela. McKinnon miró a Ulbricht—. Teniente, no estamos tratando solamente con Pie Sigiloso número dos: estamos tratando con Pies Sigilosos números dos y tres. Quedó establecido que fue el número dos, un miembro de la tripulación, el que abrió el boquete en el compartimiento de lastre cuando estábamos junto a esa corbeta. Pero no había ningún miembro de la tripulación sospechoso cerca de la cabo Morrison. De modo que el dedo apunta hacia Hartley o Simons. Quizás hacia ambos. Fue astuto. No había forma de que los asociáramos con el infortunio del San Andreas, porque en ese momento, cuando se abrió el boquete, ambos estaban en el hospital de Murmansk, donde uno o los dos habían sido sobornados. Por supuesto que ninguno de los dos iba a moverse del asiento durante el ataque. Eso hubiera sido demasiado obvio.
Ulbricht se tocó la cabeza.
—Lo único que me resulta obvio es que el teniente Ulbricht no está en su momento de máxima lucidez. Pégueme en la cabeza con una maza lo suficientemente grande y comprenderé todo tan rápido como cualquiera. Por supuesto que tiene razón. Era obvio. —Miró a Margaret Morrison—. ¿No está de acuerdo?
Había un marcado rubor en el rostro normalmente pálido.
—Supongo que sí.
—No es tiempo de suponer. —El contramaestre parecía cansado—. Lo que sucedió es que la información se pasó antes, mucho antes, de que los motores se detuvieran. ¿Cuánto tiempo antes de eso le hizo la pregunta Wayland Day acerca de la Sala A?
—No lo sé. No estoy segura.
—Vamos, Margaret. ¿No se da cuenta de que es importante?
—¿Quince minutos? —titubeó ella—. Quizá veinte. No estoy segura, de veras.
—Por supuesto que no está segura. Uno no anda mirando el reloj cada cinco minutos. ¿Pero si durante esos quince o veinte minutos uno de esos dos hombres se levantó de su silla y luego regresó?
—Sí —respondió ella en voz muy baja.
—¿Cuál de los dos?
—No lo sé. De verdad. Por favor, créame. Sé que antes dije que podía identificarlos con facilidad, pero…
—Por favor, Margaret. Le creo. Lo que quiso decir es que podía identificarlos en pareja, no individualmente. Los dos son inusualmente parecidos, y ambos tienen cabello pelirrojo. Además, usted ni siquiera sabía los nombres.
Ella le sonrió con gratitud, pero no dijo nada.
—Vaya si tiene razón, contramaestre. Aparte de eso, estoy convencido porque no hay otra explicación. —Patterson se frotó el mentón—. Este asunto del interrogatorio. Al igual que el señor Jamieson y que usted, no creo realmente ser aspirante a un puesto en el DIC. ¿Cómo lo llevamos a cabo?
—Sugiero que primero tratemos de dejar sentado si son quienes dicen ser. Hartley dice que es mecánico de la sala de máquinas. Se lo dejaré a usted. Simons alega ser operador principal de torpedos. Le hablaré yo. —Miró su reloj—. Ya pasaron los cinco minutos.
Patterson no los invitó a que tomaran asiento. Los miró con frialdad y con aire pensativo durante unos segundos y luego dijo:
—Soy el jefe de máquinas Patterson. Estoy temporalmente al mando de este buque y tengo unas preguntas que hacerles. Los motivos de estas preguntas pueden esperar. ¿Cuál de ustedes dos es Hartley el mecánico de sala de máquinas?
—Yo, señor. —Hartley era un poco más alto y más fornido que Simons, pero de no ser por ese detalle, el parecido entre los dos era notable; la confusión de Margaret Morrison era más que comprensible.
—Usted dice ser mecánico de la sala de máquinas. ¿Puede probarlo?
—¿Probarlo? —Hartley parecía anonadado—. ¿Qué quiere decir con «probarlo», señor? No tengo ningún certificado aquí, si eso es lo que quiere.
—¿Podría pasar una prueba práctica?
—¿Una prueba práctica? —La expresión de Hartley se aclaró—. Por supuesto, señor. Nunca estuve en su sala de máquinas, pero eso no importa. Un mecánico es un mecánico. Lléveme a la sala de máquinas e identificaré cualquier parte del equipo que desee. Lo puedo hacer con los ojos vendados, guiándome nada más que por el tacto. Le diré qué función tiene cualquier pieza del equipo y también puedo desarmarla y volverla a armar.
—Hm. —Patterson miró a Jamieson—. ¿Qué opina? —Yo no perdería el tiempo, señor.
—Yo tampoco. —Asintió en dirección al contramaestre, que miró a Simons.
—¿Usted es Simons, el operador principal de torpedos?
—Sí. ¿Y quién es usted? —McKinnon observó el rostro delgado y arrogante y dudó de que alguna vez llegaran a ser hermanos de sangre—. No es un oficial.
—Soy marinero.
—No respondo a las preguntas de un marinero mercante.
—Lo hará —dijo Patterson—. El señor McKinnon no es precisamente el equivalente a un marinero de la Marina Real. Es el marinero en jefe, el equivalente al oficial subalterno de ustedes. Aunque a usted no tiene por qué importarle lo que es. Está actuando bajo mis órdenes y si le desobedece, me desobedece a mí. ¿Comprendido?
—No.
—«No, señor», cuando se le habla a un oficial —dijo McKinnon con voz serena.
Simons hizo una mueca, hubo unos movimientos borrosos y Simons quedó doblado en dos, haciendo arcadas y tratando de respirar. McKinnon lo miró con frialdad mientras se enderezaba y dijo a Patterson:
—¿Puedo tener una opción en lo que respecta a este hombre, señor? Es un sospechoso evidente.
—Así es. Puede.
—O al calabozo a pan y agua hasta que lleguemos a puerto o un interrogatorio a solas conmigo.
—¡Calabozo! —La voz de Simons era un graznido; un golpe de McKinnon en el plexo solar no era algo de lo que uno se recuperaba con facilidad—. No puede hacerme eso.
—Puedo, y si es necesario, lo haré. —La voz de Patterson era gélida e indiferente. Estoy al mando de esta nave. Si quiero, puedo hacer que lo arrojen por la borda. Por otra parte, si tengo pruebas de que es un espía, puedo hacer que lo fusilen. El reglamento para los tiempos de guerra así lo dice—. El reglamento no decía nada por el estilo, pero no era probable que Simons lo supiera.
—Prefiero el interrogatorio a solas —dijo McKinnon. Una Margaret Morrison horrorizada dijo:
—Archie, no puede…
—Cállese —la interrumpió Patterson con voz helada—. Sugiero, Simons, que responda a unas sencillas preguntas. —Simons adoptó una expresión furibunda y calló.
—¿Es usted operador principal de torpedos?
—Claro que lo soy.
—¿Puede probarlo?
—Al igual que Hartley, no tengo ningún certificado aquí. Y ustedes no tienen torpedos con qué ponerme a prueba. Aunque igual no sabrían distinguir entre un extremo del torpedo y el otro.
—¿Dónde está la base?
—En Portsmouth.
—¿Dónde se capacitó como O.P.T.?
—En Portsmouth, por supuesto.
—¿Cuándo?
—A principios del cuarenta y tres.
—Déjeme ver su libreta de pago. —McKinnon la examinó brevemente, luego miró a Simons—. Muy nueva y muy limpia. —Algunas personas cuidan sus pertenencias.
—¿Pues no cuidó muy bien su libreta vieja, verdad?
—¿Qué diablos quiere decir con eso?
—Esta es nueva, robada o falsificada.
—¡Por Dios, no sé de qué está hablando!
—Lo sabe muy bien. —El contramaestre tiró la libreta sobre la mesa—. Esa libreta está falsificada, usted es un mentiroso y no es O.P.T. Por desgracia para usted, Simons, fui artillero de segunda clase en la Marina. Ningún O.P.T. se capacitó en Portsmouth a principios del cuarenta y tres, es más, no lo hicieron por varios años antes y después de ése. Estudiaban en Roedean College, cerca de Brighton, solía ser la mejor escuela de niñas en Inglaterra antes de la guerra. Usted es un farsante y un espía, Simons. ¿Cuál es el nombre de su cómplice a bordo del San Andreas?
—No sé de qué habla.
—Amnesia. —McKinnon se puso de pie y miró a Patterson—. ¿Permiso para encerrarlo, señor?
—Permiso concedido.
—Nadie va a encerrarme —gritó Simons—. Exijo… —Su voz se convirtió en un chillido cuando McKinnon le dobló el brazo detrás de la espalda.
—¿Se quedará aquí, señor? —preguntó McKinnon. Patterson asintió—. No tardaré mucho. Cinco, diez minutos. ¿Ya no necesitamos a Hartley?
—Claro que no. Disculpe, Hartley, pero teníamos que saber.
—Comprendo, señor. —Era evidente que no comprendía.
—No, no comprende. Pero se lo explicaremos más tarde. —Hartley se marchó, seguido por McKinnon y Simons, que todavía tenía la muñeca derecha en algún lugar cerca de su omóplato izquierdo.
—Diez minutos —dijo Margaret Morrison—. Lleva diez minutos encerrar a un hombre.
—Caba Morrison —dijo Patterson. Ella lo miró—. La admiro como enfermera. Me agrada como persona. Pero no pretenda inmiscuirse en cosas de las que no sabe nada ni opinar sobre ellas. El contramaestre quizá sea sólo un contramaestre, pero opera en un nivel del que usted no sabe nada. Si no fuera por él, usted estaría prisionera o muerta. En lugar de ladrarle todo el tiempo, sería mejor que agradeciera porque en este mundo todavía quedan algunos Archie McKinnon por allí. —Se interrumpió y se maldijo a sí mismo en voz baja al ver la cabeza gacha de ella y las lágrimas que le corrían por el rostro.
McKinnon empujó a Simons dentro de un camarote vacío, cerró la puerta con llave, guardó esta última en el bolsillo, se volvió y golpeó a Simons exactamente en el mismo lugar que antes, aunque con bastante más fuerza. Simons trastabilló hacia atrás, chocó pesadamente contra el mamparo y cayó al suelo. McKinnon lo levantó, le estiró el brazo contra el mamparo y le golpeó los bíceps con toda su fuerza. Simons gritó, trató de mover el brazo y descubrió que era imposible: estaba completamente paralizado. El contramaestre repitió la operación en el brazo izquierdo y lo dejó caer nuevamente.
—Estoy dispuesto a proseguir con esto por tiempo indefinido —dijo McKinnon con tono afable, casi cordial—. Voy a seguir golpeándolo y si es necesario, dándole puntapiés en cualquier lugar entre los hombros y los dedos de los pies. No tendrá ni una sola marca en la cara. No me gustan los espías, no me gustan los traidores y tampoco siento demasiado afecto por las personas que tienen las manos manchadas con la sangre de los inocentes.
McKinnon regresó al vestíbulo y se sentó en su lugar. Ulbricht miró el reloj y dijo:
—Cuatro minutos. Vaya, usted sí que cumple con su palabra, señor McKinnon.
—Una pequeña diligencia, eso es todo. —Miró a Margaret Morrison y vio el rostro manchado de lágrimas.
—¿Qué sucede?
—Nada. Es todo este asunto horroroso.
—No es agradable. —La miró con expresión pensativa durante unos segundos, abrió la boca para decir algo, pero cambió de idea—. Simons se volvió muy cooperador y brindó bastante información.
—¿Cooperador? —repitió Margaret con tono incrédulo—. ¿Brindó?
—No hay que juzgar a gin hombre por las apariencias. Hay profundidades ocultas en cada uno de nosotros. Su nombre no es Simons, sino Braun, con «au», no con «ow».
—Alemán, sin duda —dijo Patterson.
—Parece, pero pertenece realmente a la Marina Real. Su pasaporte es una falsificación; se lo dio alguien en Murmansk. No pudo ser más específico, supongo que debe de haber sido un miembro de lo que sin duda es un círculo de espionaje. No es O.P.T., sino asistente de enfermería, lo qué concuerda con el cloroformo que se usó en dos ocasiones y con la droga que se le administró al capitán Andropolous. —Dejó caer dos llaves sobre la mesa—. Estoy seguro de que el doctor Sinclair confirmará que éstas son las llaves del dispensario.
—Cielos —dijo Jamieson—. Por cierto que no perdió usted el tiempo, contramaestre. Braun debió de mostrarse muy comunicativo.
—Así es. Hasta me hizo conocer la identidad de Pie Sigiloso número dos.
—¡¿Qué?!
—Recuerde, Margaret, que hace unos minutos le dije que se demostraría antes de que acabara el viaje que yo estaba equivocado en algo. Pues bien, no me llevó mucho tiempo demostrar que decía la verdad. Es McCrimmon.
—¡McCrimmon! —Jamieson casi saltó de la silla—. McCrimmon. ¡Maldito hijo de puta!
—Está sentado, bueno, semisentado, junto a una dama —le reprochó McKinnon sin mucha convicción.
—¡Ah, sí! Es cierto. Lo siento, cabo. —Jamieson volvió a sentarse—. Pero… ¡McCrimmon!
—Creo que la culpa es principalmente mía, señor. Afirmé con convicción que aunque era un delincuente, lo consideraba un delincuente digno de confianza. Un grave error en mi juicio. Pero tenía razón a medias.
—Puedo aceptar el hecho de que sea McCrimmon. —Patterson habló con tranquilidad y si estaba alterado, no lo demostró—. Nunca me gustó. Un individuo truculento, ofensivo y grosero para hablar. Dos sentencias, en Barlinnie, la prisión de máxima seguridad en las afueras de Glasgow. Ambas por violencia callejera. Me imagino que para él no es nada nuevo tener una barra de hierro en la mano. La Marina Real jamás habría aceptado un hombre con esos antecedentes. Sólo se puede deducir que nuestros parámetros son menos rígidos. —Hizo una pausa para pensar—. ¿Lo apresamos?
—Es lo que me pregunto. Me encantaría mantener una pequeña conversación con él. Lo que pasa, señor Patterson, es que no creo que obtengamos información útil de él. Los que lo contrataron son demasiado astutos como para decirle a un individuo como McCrimmon algo más de lo que necesita saber. Sin duda no le contarían sus planes, su fin. Debe de haber sido un caso de «haz esto y esto y aquí tienes el dinero». Además, señor, si lo dejamos en libertad, podremos vigilar cada uno de sus movimientos sin que lo sepa. Es posible que tenga algo más en mente y si podemos pescarlo con las manos en la masa, quizás obtengamos información valiosa. Qué tipo de información, no lo sé, pero creo que deberíamos darle un poco más de soga.
—Estoy de acuerdo. Si está decidido a ahorcarse, necesitará ese poco más de soga.
El teniente Ulbricht encontró una estrella que les sirvió de guía. Estaba en el Puente con McKinnon mientras el San Andreas se dirigía al oeste a máxima velocidad, con Curren al timón. El cielo estaba parcialmente nublado, el viento no soplaba con demasiada fuerza y el mar se hallaba relativamente calmo. Ulbricht acababa de atisbar la Estrella Polar y había establecido que se hallaban casi en el mismo lugar que al mediodía. Permaneció en el puente, donde parecía preferir pasar el tiempo, excepto, notó McKinnon, durante los períodos en que Margaret Morrison no estaba de turno.
—¿Cree que nos hemos deshecho de él ahora, señor McKinnon? Han pasado tres horas y media, quizá cuatro, desde que lo intentamos.
—No se le ve un pelo, hay que admitirlo. Pero el hecho de que no lo veamos, como yo siempre digo, no significa que no esté allí. Pero sí, tengo la extraña sensación de que quizá nos hayamos librado de él.
—Tengo cierto respeto por sus «extrañas sensaciones».
—Sólo dije «quizá». No lo sabremos hasta que el primer Condor aparezca con sus bengalas.
—Me gustaría que no hablara de esas cosas. De cualquier manera, es posible que lo hayamos esquivado y que el FockeWulf no nos encuentre. ¿Cuánto tiempo piensa mantener este rumbo?
—Cuando más tiempo lo mantengamos, mejor, creo. Si nos perdieron, entonces probablemente piensen que tomamos nuevamente el rumbo hacia Aberdeen. Por lo que sabemos, no tienen motivos para pensar que creemos que ellos saben que nos dirigimos a Aberdeen, y entonces optaríamos por otro lugar. Así que es posible que piensen que llevamos un rumbo sudsudoeste en lugar de oeste. He oído decir, teniente Ulbricht, aunque no recuerdo quién lo dijo, que algunos alemanes a veces tienen una sola idea en la cabeza.
—Tonterías. Piense en nuestros poetas y dramaturgos, nuestros compositores y filósofos. —Ulbricht calló por unos instantes y McKinnon lo imaginó sonriendo para sí en la oscuridad—. Bueno, sí, quizá de tanto en tanto. Sinceramente, espero que ésta no sea una de esas ocasiones. Cuanto más tiempo pasen rastreando el área en dirección a Aberdeen y cuanto más nos alejemos hacia el oeste, menos probabilidades tendrán de encontrarnos. Así que mantendremos este rumbo por una o dos horas más.
—Sí. Más. Propongo que mantengamos este rumbo durante toda la noche y luego, poco antes de la madrugada, nos dirijamos directamente hacia Scapa Flow.
—Me parece bien. Eso significará dejar las Shetland a babor. Quizás hasta logre atisbar sus islas. Es una lástima que no pueda quedarse allí al pasar.
—Ya llegará el día. Es la hora de la cena, teniente.
—¿Ya? De ninguna manera tenemos que perdernos la cena. ¿Viene?
—Sí, voy. Curren, telefonee a Ferguson y dígale que suba aquí. Que vigile constantemente desde los dos alerones. Trescientos sesenta grados, ¿comprende?
—Lo haré. ¿Qué se supone que puede encontrar, contramaestre?
—Bengalas.
McKinnon se encontró con Jamieson justo luego de llegar al comedor y lo llevó aparte.
—¿Nuestro amigo el traidor ha estado haciendo algo que no debía hacer, señor?
—No. Garantizado. El jefe Patterson y yo hablamos y decidimos contarles la verdad a todos los del equipo de la sala de máquinas, bueno, a todos menos a uno. Reilly, que parece ser la única persona que habla con él. Aparte de Reilly, McCrimmon ganaría un concurso de antipatía sin esforzarse, es la persona más cordialmente detestada de toda la sala de máquinas. De modo que hablamos con cada hombre en forma individual, les dijimos cómo estaban las cosas y les pedimos que no hablaran del asunto con ningún otro tripulante. Así que estará bajo supervisión constante, tanto en la sala de máquinas como en el comedor. —Miró a McKinnon con atención—. Nos pareció una buena idea. ¿Usted no está muy convencido?
—Lo que usted y el señor Patterson decidan está bien para mí.
—¡Diablos! —Jamieson habló con vehemencia—. Le sugerí al jefe que habláramos con usted, pero él estaba seguro de que estaría de acuerdo.
—En realidad no lo sé, señor. —McKinnon vaciló—. Parece una buena idea. Pero… bueno, McCrimmon será un villano, sí, pero es un villano muy astuto. No olvide que hasta ahora nadie sospechó de él ni lo descubrió y todo hubiera seguido igual de no haber sido por un afortunado accidente. Que sea una persona tosca, violenta y detestable, con una preferencia por las barras de hierro, no significa que no sea sensible a la atmósfera, al hecho de que la gente se comporte con demasiada indiferencia o que lo vigile furtivamente. Además, si Reilly le habla ¿no habría que vigilarlo también a él?
—No es tan grave, contramaestre. Aun si sospecha que lo observan, ¿no garantizará eso su buen comportamiento?
—Puede ser, pero también puede ser que cuando haga algo que no debería hacer, si lo hace, por supuesto, va a asegurarse de que no haya nadie cerca, cosa que no deseamos en absoluto. Si creyera que aún no se sospecha de él, podría delatarse. Ahora nunca lo hará. —McKinnon echó una mirada en dirección a la mesa—. ¿Dónde está el señor Patterson?
Jamieson pareció incómodo.
—Vigilando un poco las cosas.
—¿Vigilando las cosas? Vigilando a McCrimmon, quiere decir. El señor Patterson jamás se ha perdido la cena desde que está en esta nave. Usted lo sabe, yo lo sé… y puede estar seguro de que McCrimmon también lo sabe. Si sospecha que sospechamos, ya oigo las campanadas de alarma en su mente.
—Es posible —dijo Jamieson con lentitud—, que no haya sido una idea tan buena después de todo.
Patterson no fue el único ausente de la mesa esa noche. Janet Magnusson estaba de turno y tanto la cabo Maria como el doctor Sinclair estaban abocados a la difícil y dolorosa tarea de volver a vendar la cabeza del capitán Bowen. El capitán, según se informó, estaba haciendo un ruido considerable.
—¿El doctor Sinclair piensa que podrá volver a ver? —preguntó Jamieson. Al igual que los otros tres comensales, jugueteaba con un vaso de vino mientras aguardaba a que se sirviera el primer plato.
—Está seguro —respondió Margaret Morrison—. Yo también lo estoy. Pero faltan unos días, todavía. Tiene los párpados muy ampollados.
—¿Y el resto de los pacientes, dormidos como de costumbre? —Ella hizo una mueca, sacudió la cabeza y Jamieson dijo de inmediato—: Perdón; ésa no fue una pregunta demasiado diplomática, ¿verdad?
Margaret sonrió.
—Está bien. Es sólo que tardaré uno o dos días en sacarme a Simons y a McCrimmon de la cabeza. Como de costumbre, sólo el señor Kennet está despierto. Quizás el Oberleutnant Klaussen también lo esté; es difícil decirlo. Nunca está quieto, siempre murmura.
—¿Cosas que no tienen ningún sentido, como siempre? —dijo McKinnon.
—Ninguno. Todo en alemán, por supuesto, excepto una palabra en inglés que repite una y otra vez, como si lo obsesionara. Es curioso, el tema de Escocia aparece todo el tiempo.
—Miró a Ulbricht. —Usted conoce Escocia bien. Nos dirigimos a Escocia. Yo soy mitad escocesa. Archie y Janet, aunque alegan ser de las islas Shetland, son realmente escoceses.
—Y no olvide al muchacho con la esponja llena de cloroformo —dijo McKinnon.
Ella hizo una mueca.
—Ojalá no hubiera dicho eso.
—Perdón. Fue una tontería. ¿Y cuál es la conexión escocesa con Klaussen?
—Es la palabra que no deja de repetir. Edimburgo.
—¡Ah! Edimburgo. ¡La Atenas del norte! —Ulbricht parecía muy entusiasmado—. La conozco bien, muy bien. Mejor que muchos escoceses, me atrevería a decir. El Castillo de Edimburgo. El Palacio Holyrood. La capilla. Los Jardines. La calle Princes, la más hermosa de todas… —Su voz se perdió, luego volvió a sonar atenta:
—¡Señor McKinnon! ¿Qué sucede?
Los otros dos miraron al contramaestre. Sus ojos eran los de un hombre que ve las cosas desde una gran distancia y los nudillos de la mano fuerte que tenía el vaso se veían blancos. De pronto, el vaso se hizo añicos y el vino tinto se derramó sobre la mesa.
—¡Archie! —La muchacha tendió la mano y le tomó la muñeca—. ¡Archie! ¿Qué sucede?
—Vaya, eso sí que fue una tontería, ¿no es así? —La voz sonaba calma, controlada y McKinnon parecía haberse recuperado. Limpió la sangre con una servilleta de papel.
—Lo siento.
Ella le hizo volver la mano con la palma hacia arriba.
—Se hizo un tajo profundo.
—No tiene importancia. Edimburgo, ¿no es así? Está obsesionado con esa palabra. Eso es lo que usted dijo, Margaret. Obsesionado. Y vaya si debería estarlo. Y yo también debería estar obsesionado. Por mi propia ceguera, por mi propia y maldita estupidez.
—¿Cómo puede decir algo así? Si ven algo que los demás no vemos, entonces somos todos más estúpidos que usted.
—No. Porque yo sé algo que ustedes no saben.
—¿Qué es? —Había curiosidad en la voz de ella, pero también una profunda aprensión—. ¿Qué es?
McKinnon sonrió.
—Margaret, hubiera creído que usted, precisamente, habría aprendido los peligros de hablar en público. Por favor, traiga al capitán Bowen al vestíbulo.
—No puedo; le están vendando la cabeza.
—Margaret, me parece que debería hacer lo que sugiere el contramaestre. —Era la primera vez que Ulbricht la llamaba por su nombre en público—. Algo me dice que el capitán no necesitará una segunda invitación.
—Y traiga a su amiga —dijo McKinnon—. Lo que tengo que decir puede interesarle.
Ella lo miró con expresión pensativa durante unos instantes, luego asintió y se marchó sin pronunciar palabra. McKinnon la observó irse, también con expresión pensativa y luego se volvió hacia Jamieson.
—Creo que debería decirle a uno de sus hombres que le pida al señor Patterson que también venga.
El capitán Bowen entró en el vestíbulo acompañado por el doctor Sinclair, que no pudo hacer otra cosa, pues se encontraba en la mitad del proceso de vendaje.
—Parece que vamos a tener que cambiar de idea otra vez, respecto de nuestros planes —dijo McKinnon. Tenía un cierto aire de resignación, no debido al cambio, sino al hecho de que Janet le estaba vendando la mano con decisión—. Es seguro ahora que los alemanes, si no pueden capturarnos, nos enviarán al fondo. El San Andreas ya no es un buque hospital, sino un buque con un tesoro. Estamos transportando una fortuna en oro. No sé cuánto, pero me atrevería a decir que debe de andar por los veinte o treinta millones de libras esterlinas.
Nadie dijo nada. No había mucho que se pudiera decir ante ese comentario extravagante y la serenidad y la seguridad del contramaestre no alentaban lo que podría haber sido un esperado coro exclamatorio de sorpresa, duda e incredulidad.
—Es por supuesto, oro ruso, sin duda a cambio de municiones, alimentos, etcétera. A los alemanes les encantaría ponerle las manos encima, porque supongo que el oro es oro, no importa cuál sea su país de origen, pero si no pueden obtenerlo, van a cerciorarse de que los ingleses tampoco lo obtengan, y no por despecho o frustración, aunque supongo que también podría haber algo de eso. Pero lo que importa es esto. El gobierno británico tiene que saber que llevamos el oro: sólo hay que pensar un momento para darse cuenta de que ésta debió de haber sido una operación conjunta planeada entre el gobierno británico y el soviético.
—¿Utilizar una nave hospital como transportadora de oro? —La incredulidad de Jamieson era total—. El gobierno británico jamás haría algo tan perjudicial.
—No estoy en posición de comentar eso, señor. Imagino que nuestro gobierno puede ser tan pérfido como cualquier otro y está lleno de gobiernos pérfidos por allí. Pienso que la ética queda muy relegada durante la guerra, si es que existe la ética durante la guerra. Lo único que quiero decir acerca del gobierno es que va a sospechar de los rusos e interpretará nuestra desaparición de la peor manera posible: quizá llegue a la conclusión de que los rusos interceptaron la nave luego de que zarpó, se deshicieron de la tripulación, llevaron al San Andreas a cualquier puerto en el norte de Rusia, descargaron el oro y hundieron la nave. También pueden creer que los rusos ni siquiera se molestaron en cargar el oro, sino que se limitaron a esperar y acechar al San Andreas. Los rusos tienen una pequeña flota de submarinos en Murmansk y Arcángel.
»Cualquiera sea la opción que prefiera el gobierno, e imagino que es muy probable que crean en una o en la otra, el resultado será el mismo y deleitará el corazón de los alemanes. El gobierno británico creerá que los rusos hicieron trampa en el trato y sospecharán de éste y de cualquier otro pacto futuro. Jamás podrán probar nada, pero hay algo que sí pueden hacer: reducir o cortar todos los envíos a Rusia. Esto sería más efectivo para detener la ayuda de los aliados a Rusia que todos los submarinos en el Atlántico Norte y en el Ártico.
Hubo un largo silencio, luego Bowen dijo:
—Es una trama muy plausible, contramaestre, atractiva, si es que se puede usar esa palabra, y hasta convincente. Pero depende de una cosa: ¿por qué cree que llevamos este oro a bordo?
—No lo creo, señor. Lo sé. Hace unos minutos, luego de que nos sentamos a comer, la cabo Morrison comentó acerca del delirio incesante del Oberleutnant Klaussen. Parece que no deja de repetir una palabra: Edimburgo. La cabo dice que parece obsesionarlo. Y vaya si hay razón para que lo obsesione. No hace mucho tiempo un submarino alemán hundió el acorazado Edimburgo, cuando regresaba de Rusia. El Edimburgo transportaba por lo menos veinte millones de libras de oro en lingotes dentro de las bodegas.
—¡Dios Santo! —La voz de Bowen era un susurro—. ¡Dios Todopoderoso! Tiene razón, Archie, por Dios que tiene razón.
—Todo encaja perfectamente, señor. —Le habían repetido mil veces a Klaussen que no tenía que repetir el error de su ilustre predecesor que despachó al Edimburgo. También explica, me refiero al hundimiento del Edimburgo, la vil decisión de utilizar al San Andreas. Los acorazados o los torpederos se pueden hundir. Según la Convención de Ginebra, las naves hospital son inmunes.
—Me gustaría habérselo contado antes —dijo Margaret Morrison—. Ha estado murmurando acerca de Edimburgo desde que lo trajeron a bordo. Debí darme cuenta de que tenía que significar algo.
—No tiene por qué reprocharse —dijo McKinnon—. ¿Por qué tendría que tener algún significado esa palabra para usted? Los hombres que deliran dicen cualquier cosa. No habría cambiado nada si lo hubiéramos averiguado antes. Lo que sí importa es que lo averiguamos antes de que fuera demasiado tarde. Al menos, espero que no sea demasiado tarde. Si hay que hacer algún reproche, el destinatario soy yo. Por lo menos, yo sabía acerca del Edimburgo, no creo que nadie más lo supiera, y no tendría que haberlo olvidado. Las papas se quemaron, otra vez.
—¿Todo concuerda, no es así? —dijo Jamieson—. Explica la razón por la que no se les permitió a usted y al señor Kennet ver lo que hacían detrás de las lonas cuando reparaban el boquete. No querían que vieran que reemplazaban el lastre que habían quitado por otro tipo de lastre. ¿Supongo que ustedes sabían qué aspecto tenía el lastre original?
—En realidad, no. Creo que el señor Kennet tampoco lo sabía.
—Los rusos no estaban al tanto de eso y no corrían riesgos. Estoy seguro de que pintaron los lingotes de gris o del color del lastre, pero el tamaño y la forma de los bloques de oro tiene que haber sido diferente. De allí el letrero de «Prohibido pasar» en las lonas. Todo lo que sucedió desde entonces se explica con la presencia de ese oro. —Jamieson hizo una pausa, pareció vacilar, luego asintió como si hubiera tomado una decisión—. ¿No le parece, contramaestre, que McCrimmon se presenta como un problema?
—En realidad, no. Es un agente doble.
—¡Maldición! —Jamieson estaba fastidiado—. Esperaba, por una vez, ser yo el primero en encontrar la solución a un problema.
—Fue muy parejo —dijo McKinnon—. La misma pregunta se me ocurrió a mí en el mismo momento. Es la única respuesta, ¿no es así? La historia del espionaje, o así me hicieron creer, está llena de agentes dobles. McCrimmon es solamente uno más. Su empleador principal, el único empleador, es, por supuesto, Alemania. Quizá descubramos cómo los alemanes lograron infiltrarlo en el servicio de los rusos o quizá no lo averigüemos, pero no hay duda de que lo hicieron. Por cierto, fueron los rusos los que le dijeron que abriera ese boquete en el compartimiento de lastre, pero eso les convenía más a los alemanes que a los rusos. Ambos tenían razones de peso para encontrar una excusa que desviara al San Andreas a Murmansk; los rusos para cargar el oro, los alemanes para infiltrar a Simons y la carga explosiva en el compartimiento de lastre.
—Una historia complicada —dijo Bowen— que no lo es tanto cuando uno desenreda las hebras. Esto cambia las cosas un tanto, ¿no es cierto, contramaestre?
—Creo que sí, señor.
—¿Alguna idea acerca de cuál es el mejor rumbo, utilizo la palabra en sus dos sentidos, a tomar en el futuro?
Estoy abierto a sugerencias.
—Pues no recibirá ninguna de mi parte. Con todo el respeto que merece el doctor Sinclair, sus servicios acaban de anular una mente que ya no estaba funcionando demasiado bien.
—¿Señor Patterson? —preguntó McKinnon—. ¿Señor Jamieson?
—Oh, no —dijo Jamieson—. No tengo intención de que vuelvan a atraparme de esa forma, no le hace bien a mi orgullo que me expliquen por qué mi brillante plan no serviría y por qué sería mucho mejor hacer lo que dice usted. Además, soy maquinista. ¿Qué tiene pensado?
—Ustedes son responsables, entonces. Tengo pensado continuar en el rumbo oeste hasta la medianoche. Eso nos ayudará a alejarnos aún más de los Heinkels y los Stukas. No me preocupan demasiado, casi nunca atacan en la oscuridad y si logramos deshacernos del submarino, entonces no sabrán por dónde buscarnos y la ausencia de bengalas de un Condor parece sugerir que si nos están buscando, lo hacen en el lugar equivocado.
»A medianoche, le pediré al teniente que trace un curso hacia Aberdeen. Tenemos que esperar que haya estrellas a la vista. Eso nos llevaría bastante cerca de la costa oriental de las Shetland, ¿no es así, teniente?
—Realmente muy cerca. Podría saludar con la mano por última vez a sus islas, señor McKinnon.
—El señor McKinnon no va a decirle adiós a ningún lugar. —La voz pertenecía a Janet Magnusson y sonaba decidida—. Necesita vacaciones, me dice, tiene nostalgia y Lerwick es su hogar. ¿No es así, Archie?
—Eres vidente, Janet. —Si a McKinnon le molestó que se le adelantaran, no dio señales de ello—. Pensé que sería una buena idea, capitán, detenernos un tiempo en Lerwick y ver qué tenemos allí en la proa. Esto tiene dos ventajas, creo. Estamos seguros ahora de que los alemanes nos hundirán antes de permitirnos llegar a salvo a cualquier puerto británico y cuanto más al sur vayamos, más probabilidades hay de que nos ataquen, de modo que enfilaremos lo menos posible hacia el sur. Segundo, si nos localiza un avión o un submarino, podrán confirmar que estamos en rumbo directo hacia Aberdeen, de modo que ellos todavía tienen mucho tiempo. En el momento indicado, viraremos hacia el oeste, rodearemos un lugar llamado Bard Head, luego hacia el noroeste y el norte hasta Lerwick. Desde el momento en que alteremos el rumbo hasta el momento en que leguemos a puerto no debería pasar más de una hora y los bombarderos alemanes tardarán más que eso para salir de Bergen a toda prisa hacia allí.
—Me parece muy bien —dijo Jamieson.
—Ojalá pudiera decir lo mismo. Es demasiado fácil, demasiado preparado y está siempre la posibilidad de que los alemanes adivinen que eso es exactamente lo que vamos a hacer. Probabilidad es la palabra adecuada. Es un acto de arrojo nacido de la desesperación, pero es el menor de los males que puedo imaginar, y tenernos que intentarlo en algún momento.
—Como no me canso de repetir, contramaestre —comentó Jamieson—, es reconfortante tenerlo cerca.