—¿Tengo permiso de la cabo de esta sala para hablar unas palabras con el capitán?
—El capitán está a sólo dos camas de aquí. —Margaret Morrison miró al contramaestre con expresión calculadora—. ¿O acaso tiene en mente otra sesión secreta?
—Bueno, sí es bastante privada.
—¿Más choques contra submarinos, es eso?
—No quiero volver a ver un submarino en mi vida —declaró McKinnon con vehemencia—. Lo único que conseguiremos con actos heroicos es una tumba temprana y acuosa. —Asintió en dirección a la cama donde estaba tendido el Oberleutnant Klaussen, moviéndose de un lado a otro y murmurando para sí, en un monólogo casi inaudible—. ¿Está así todo el tiempo?
—Todo el tiempo. No deja de mascullar.
—¿Algo de lo que dice tiene sentido?
—Nada. Nada en absoluto.
McKinnon guió al capitán hasta una silla en el pequeño vestíbulo a la salida del comedor de la tripulación.
El señor Patterson y el señor Jamieson están aquí, señor. Quería que escucharan lo que tengo en mente y deseaba obtener su permiso para llevar a cabo —quizá— ciertas cosas que tengo pensadas. Quiero hacer tres sugerencias.
»La primera se refiere a nuestro destino. ¿Estamos obligados a ir a Aberdeen, señor? Quiero decir, ¿hasta qué punto son inviolables las órdenes del Almirantazgo?
El capitán Bowen hizo algunos comentarios significativos, pero irreproducibles acerca del Almirantazgo, luego dijo:
—La seguridad del San Andreas y de los que están a bordo es de absoluta importancia. Si considero que esta seguridad corre algún tipo de peligro, llevaré al San Andreas a cualquier puerto seguro en el mundo y al diablo con el Almirantazgo. Somos nosotros los que estamos aquí, no ellos. Nosotros estamos en grave peligro; y el mayor peligro que corren en el Almirantazgo es caerse de sus sillas en Whitehall.
—Sí, señor. —El contramaestre esbozó una pequeña sonrisa—. Pensé que esas preguntas eran innecesarias, pero tenía que hacerlas.
—¿Por qué?
—Porque estoy convencido de que hay un red de espionaje alemán en Murmansk. —Le explicó las razones que le había dado al teniente Ulbricht menos de una hora antes—. Si los alemanes saben tanto acerca de nosotros y de nuestros movimientos, entonces es casi seguro que también saben que nuestro destino es Aberdeen. Mantener un rumbo hacía Aberdeen es como entregarles a los alemanes un regalo.
»Y lo que es más importante aún, a mi modo de ver, al menos, es por qué los alemanes están tan interesados en nosotros. Probablemente no lo sabremos hasta que lleguemos a algún puerto seguro y aun entonces llevará tiempo averiguarlo. Pero si este factor desconocido es tan valioso para los alemanes, ¿no es posible que sea todavía más valioso para nosotros? Lo que yo creo, pero mi creencia carece de bases sólidas, es que los alemanes preferirían perder este valioso trofeo antes que dejárnoslo a nosotros. Tengo la incómoda sensación de que si llegáramos a acercarnos demasiado a Aberdeen, los alemanes pondrían uno o dos submarinos a merodear en algún lugar cerca de Peterhead —eso es aproximadamente a veintiséis millas nornordeste de Aberdeen y les darían la orden de no dejarnos llegar más hacia el sur. Eso significaría una sola cosa: torpedos.
—No diga nada más, contramaestre —dijo Jamieson—. Me convenció. Aquí tiene a un pasajero que quiere tachar de inmediato Aberdeen del itinerario.
—Tengo el presentimiento de que está en lo cierto —replicó Bowen—. Quizás en un cien por ciento. Aun si las probabilidades fueran nada más que del diez por ciento, no se justificaría correr el riesgo. Tengo una queja que elevar contra mí mismo, contramaestre. Se supone que yo soy el capitán. ¿Por qué no se me ocurrió a mí?
—Por que usted tenía otras cosas en la cabeza, señor.
—¿Y eso adónde me deja a mí? —quiso saber Patterson.
—A mí se me ocurrió hace solo unos instantes, señor. Estoy seguro de que cuando el señor Kennet y yo estuvimos en tierra en Murmansk, algo se nos escapó. Tiene que haber sido así. Lo que todavía no entiendo es por qué los rusos nos metieron en Murmansk, por qué se mostraron tan dispuestos y eficientes para reparar el agujero en el casco y terminar el hospital. Si tuviera la clave para responder a esa pregunta, entonces conocería todas las respuestas, incluso por qué los rusos fueron tan colaboradores cuando su comportamiento habitual va de lo poco amistoso a lo francamente hostil, pero no tengo esa clave.
—Sólo podemos especular —dijo Bowen—. Si tuvo tiempo para considerar esto, contramaestre, obviamente tuvo tiempo para considerar puertos alternativos. Puertos seguros.
—Sí, señor. Islandia o las Orkney —es decir, Reykiavik o Scapa Flow. Reykiavik tiene la desventaja de estar tan lejos como Scapa; por otra parte, cuanto más al oeste vayamos, más nos alejaremos del alcance de los Heinkels y los Stukas. Si nos dirigiéramos a Scapa, estaríamos al alcance de esos aviones, prácticamente durante todo el recorrido, pues su base está en Begen. También hay otro inconveniente: desde que el Oberleutnant Prien hundió el Royal Oak allí arriba, las minas vuelven imposible la entrada. Pero tiene la ventaja de que tanto la Marina como la Real Fuerza Aérea tienen bases allí. No puedo asegurarlo, pero es probable que hagan patrullajes aéreos frecuentes alrededor de las Orkney, después de todo, allí está la base de la Flota Metropolitana. No tengo idea del alcance de esas patrullas, pueden ser cincuenta millas, cien, no lo sé. Creo que hay buenas probabilidades de que nos divisen mucho antes de que estemos cerca de Scapa.
—Lo que equivale a estar en casa y sequitos, ¿no es así, contramaestre?
—No diría eso, señor. Siempre están los submarinos. —McKinnon hizo una pausa y pensó. Como lo veo, señor, existen cuatro cosas. Ningún piloto británico va a atacar una nave hospital británica. Probablemente nos vería un avión de patrullaje como un Blenheim, por ejemplo, que no tardaría en pedir apoyo y ningún piloto bombardero alemán se arriesgaría a enfrentarse con Hurricanes o Spitfires. El avión de patrullaje sin duda también avisaría a Scapa para que nos abrieran un paso entre las minas. Y por último, seguramente enviarían un torpedero o una fragata o una corbeta— en fin, algo veloz con suficiente cargas de profundidad como para desalentar a cualquier submarino que ande cerca.
—No es una elección muy envidiable —dijo Bowen—. ¿Tres días hasta llegar a Scapa, se atrevería a decir?
—Si logramos deshacernos del submarino que estoy seguro de que nos sigue. Cinco días hasta Reykiavik.
—¿Y si no logramos deshacernos de nuestro perseguidor? ¿No van a comenzar a sospechar cuando nos vean alterar el rumbo hacia Scapa Flow?
—Si logran seguirnos, no notarán la alteración de rumbo por un día o dos, o aún más. Durante ese tiempo, iremos en rumbo directo hacia Aberdeen. Una vez que estemos al sur de la latitud de Fair Isle, alteraremos el rumbo hacia el sudoeste o oestesudoeste o lo que sea para llegar a Scapa.
—Es una probabilidad, es una probabilidad. ¿Tiene alguna preferencia, señor Patterson?
—Creo que le dejo mi preferencia al contramaestre. —Me adhiero— dijo Jamieson.
—¿Y bien?
—Me sentiría más feliz en Scapa, señor.
—Igual que todos, creo. Bien, contramaestre, la sugerencia número uno ya está decidida. ¿Número dos?
—Hay seis vías de salida del hospital, señor, tres hacia proa y tres hacia popa. ¿No cree que sería mejor, señor, si confináramos a todos en el área del hospital, excepto, por supuesto, los que estén de servicio en la sala de máquinas y en el puente? Sabemos que el nuevo Pie Sigiloso todavía está con nosotros y parece una buena idea restringir su campo de operaciones, si es que le queda alguno, cosa que no sabemos, a un área lo más limitada posible. Sugiero que clausuremos cuatro de esas puertas, dos de popa y dos de proa y apostemos guardias en las dos restantes.
—¿Quiere que las soldemos? —preguntó Jamieson.
—No. Una bomba puede llegar a estallar en el hospital. Las dos puertas que no están clausuradas podrían torcerse y trabarse. Todos quedarían atrapados. Cerramos las puertas de la forma usual y les damos un par de golpes moderados con un martillo.
—Y quizá Pie Sigiloso tenga su propio martillo.
—Jamás se atrevería a usarlo. Con el primer ruido metálico tendría a toda la tripulación sobre la espalda.
—Es cierto, es cierto. —Patterson suspiró—. Me estoy poniendo viejo. ¿Tenía una tercera sugerencia?
—Sí, señor. Lo involucra a usted, con su permiso. No creo que haría ningún mal si reuniera a todos y les dijera lo que sucede, no es que vaya a poder comunicarse con el capitán Andropolous y su tripulación, claro, porque estoy seguro de que la mayoría no sabe lo que está sucediendo. Cuénteles acerca del Doctor Singh, del transmisorreceptor y de lo que le sucedió a Limassol. Dígales que hay otro Pie Sigiloso suelto y que es por eso que hemos clausurado las cuatro puertas para limitar sus movimientos. Por favor, dígales que aunque no es una cosa muy agradable, tienen que vigilarse los unos a los otros como halcones, se trata, después de todo, de su propia supervivencia, e informar acerca de cualquier comportamiento sospechoso. Quizá sirva para contener a Pie Sigiloso y al menos les dará algo que hacer.
Bowen dijo:
—¿De veras piensa, contramaestre, que esto de cerrar las puertas y advertir a la tripulación mantendrá bajo control a Pie Sigiloso?
—Basándome en nuestro desempeño hasta el momento —respondió McKinnon con tono sombrío—, lo dudo muchísimo.
La tarde y las primeras horas de la noche (y aunque en ese momento estaban a más de trescientas millas al sur del Círculo Ártico, la noche en esas latitudes caía muy, muy temprano) pasaron pacíficamente, como había esperado McKinnon. No hubo señales del submarino, pero él había estado seguro de que éste no se mostraría. No hubo señales de aviones Condor de reconocimiento, cosa que sólo sirvió para confirmar su teoría de que el enemigo se escondía debajo del agua, y ni Heinkels ni Stukas aparecieron sobre el horizonte oriental, pues la hora del coup de gráce todavía no había llegado.
Media hora luego de la puesta del sol, la noche estaba oscura. La capa de nubes era irregular y el resto del cielo estaba brumoso, aunque era posible ver algunas estrellas pálidas.
—Me parece que es hora, George —le dijo McKinnon a Naseby—. Voy a bajar. Cuando los motores se detengan —eso debería suceder dentro de siete u ocho minutos— haz virar el barco en 180º hasta que estemos regresando por donde vinimos. A pesar de la oscuridad, deberías poder divisar la estela. Después de eso… bueno, sólo podemos esperar que veas una estrella. Yo debería estar de regreso en aproximadamente diez minutos.
Mientras descendía, pasó por el camarote del capitán. Ya no había nadie cuidando el sextante y el cronómetro: con dos de las salidas de proa del hospital clausuradas y la tercera vigilada, era imposible que alguien llegara a la cubierta superior y de allí al puente. En la cubierta estaba tan oscuro, notó el contramaestre con satisfacción, que era necesario utilizar la soga para guiarse hasta el hospital. Stephen, el joven fogonero, estaba allí, cumpliendo la misión de centinela; McKinnon le dijo que fuera a reunirse con los demás en el comedor. Cuando llegaron allí, McKinnon encontró a Patterson esperándolo.
—¿Están todos aquí, señor?
—Todos. Sin olvidar a Currarc y a Ferguson.
—Esos dos habían estado hibernando en la carpintería, en proa.
—El Acta de Rebelión ha sido debidamente leída. Cualquiera que haga el menor sonido luego de que nos detengamos, luego de que se detengan los motores, mejor dicho, ya sea sin quererlo o no, será silenciado. Sólo se permite hablar en susurros. Dígame, contramaestre, ¿es cierto que se puede percibir el sonido de un cuchillo y un tenedor sobre el plato?
—No lo sé, en realidad. No sé cuán sensibles son los dispositivos de escucha en un submarino moderno. Sé que el sonido de una llave inglesa al caer sobre la cubierta se detecta con toda facilidad. No hay que correr riesgos.
Entró en las dos salas, controló que todos supieran acerca de la necesidad de absoluto silencio, encendió las lámparas de emergencia y bajó a la sala de máquinas. Sólo Jamieson y McCrimmon estaban allí. Jamieson encendió una lámpara de emergencia.
—Ahora, ¿verdad?
—Está lo más oscuro que puede ponerse aquí, señor.
Cuando McKinnon llegó a la cubierta del comedor, las revoluciones de los motores ya habían disminuido. Se sentó a una mesa junto a Patterson y esperó en silencio hasta que los motores se detuvieron y el ruido del generador se apagó. Con el silencio absoluto y solamente la luz débil de las lámparas de emergencia para iluminar el área, la atmósfera contenía elementos tanto fantasmagóricos como siniestros.
—¿No hay posibilidad de que los del submarino crean que se les descompuso el aparato para escuchar? —susurró Patterson.
—No, señor. No hay que ser un operador de Asdic muy eficiente para saber cuándo las revoluciones de un motor disminuyen y luego se apagan.
Aparecieron Jamieson y McCrimmon, cada uno con una lámpara de emergencia. Jamieson se sentó junto a McKinnon.
—Lo único que nos falta ahora, contramaestre, es un capellán naval.
—Unas cuantas oraciones no vendrían mal, señor. Sobre todo una oración para que Pie Sigiloso no tenga otro transmisor que envíe señales de guía.
—Por favor. Ni siquiera toque esos temas. —Calló por unos instantes, luego dijo—: Estamos escorando, ¿no es así?
—Sí, es así. Naseby está haciendo un viraje de 180° para tomar el camino por el que vinimos.
—¡Ah! —Jamieson se mostró pensativo—. Para que nos pierda. Estamos volviendo sobre nuestros pasos. ¿Pero no hará él lo mismo? Quiero decir, ¿no será la primera cosa que se le ocurrirá?
—Para ser franco, no tengo idea de cuáles serán las cosas que se le ocurrirán. Su primera idea puede ser que nuestro rumbo de regreso es una treta tan obvia que ni siquiera va a considerarla. Hasta puede creer que nos estamos dirigiendo directamente hacia la costa noruega, cosa que es tan ridícula que puede estar pensándola. O quizá podamos estar dirigiéndonos hacia el nordeste, de regreso hacia el Mar de Barents. Sólo un loco lo haría, por supuesto, pero tendrá que considerar el hecho, nos crea o no locos. Otra alternativa de las tantas es que piense que una vez que creamos estar libres de las garras del Asdic, continuaremos nuestro rumbo hacia Aberdeen. O hacia algún lugar del norte de Escocia. O de las Orkney. O de las Shetland. Tenemos muchas opciones y lo más probable es que elijan la equivocada.
—Comprendo —dijo Jamieson—. Digo esto con admiración, contramaestre, y no como reproche: tiene usted una mente muy retorcida.
—Esperemos que el Oberleutnant a cargo de ese submarino no tenga una mente aún más retorcida. —Se volvió hacia Patterson—. Voy arriba a reunirme con Naseby y ver si hay señales de vida alrededor.
—¿Señales de vida? ¿Quiere decir que cree que el submarino puede haber salido a la superficie para buscarnos?
—Puede haberlo hecho.
—Pero usted dijo que estaba oscuro.
—Tendrá un reflector. Dos, por lo que sé.
—¿Y cree que los usará? —preguntó Jamieson.
—Es una posibilidad. No una probabilidad. A esta altura, ya tiene que estar enterado de lo que le sucedió a su compañero esta mañana.
Patterson le tocó un brazo.
—¿No estará… ejem… considerando la posibilidad… de otra colisión?
—Cielos, no. No creo que el San Andreas pueda sobrevivir a otro golpe como ése. Pero el capitán del submarino no tiene por qué saberlo. Quizás esté convencido de que estamos tan desesperados como para intentar cualquier cosa.
—¿Y no lo estamos?
—El camino hasta el fondo del Mar de Noruega es muy largo. —McKinnon hizo una pausa para reflexionar. Lo que realmente necesitamos ahora es una buena tormenta de viento y nieve.
—El Condor y las bengalas, ¿no es así, contramaestre?
—No es un pensamiento que se olvida con facilidad. Se volvió hacia Jamieson. —¿Nos pondremos en marcha en media hora, señor?
—En media hora. ¿Pero muy, muy suavemente? —Por favor, señor, muy, muy lentamente. Desde el puente los sonidos de la sala de máquinas eran inaudibles y la única indicación de que estaban en movimiento era la leve vibración de la superestructura. Al cabo de unos minutos, McKinnon dijo:
—¿Tenemos algún rumbo, George?
—Casi. Estamos desviados en diez grados aproximadamente. Hacia el sur. Dentro de un par de minutos volveremos a dirigirnos hacia el oeste. Me pregunto…
—Tú te lo preguntas, yo me lo pregunto, todos nos lo preguntamos: ¿estamos solos en el Mar de Noruega o tenemos compañía, una compañía que no piensa darse a conocer? Me arriesgo a decir que estamos solos y así lo espero. Más allá de una cierta distancia, un submarino no puede muy bien detectar un motor a muy bajas revoluciones. Lo que sí puede detectar es un generador, razón por la que no habrá luces abajo por otros quince minutos.
McKinnon examinó el mar desde ambos lados de la cubierta superior, pero todo estaba a oscuras y en silencio. Subió al puente y salió a los alerones pero ni siquiera desde esa perspectiva se veía algo; ni el dedo acusador de un reflector, nada.
—Bien, George, esto es un cambio. Todo tranquilo, todo en paz.
—¿Es una señal buena o mala?
Elige. Todavía estamos en camino, ¿no es así?
—Si. Acabo de detectar nuestra estela, Y también localicé un par de estrellas, una del lado de babor, hacia proa y la otra, a estribor. No tengo idea de cuáles son, por supuesto, pero eso tendría que mantenernos en dirección al oeste hasta que nos detengamos.
—Cosa que no debería suceder por mucho rato, todavía.
En poco menos de quince minutos, el San Andreas estuvo muerto en el agua y, quince minutos más tarde, volvió a la vida.
Poco menos de media hora luego de que McKinnon llegó al puente, el teléfono sonó. Naseby respondió y se lo alcanzó al contramaestre.
—¿Contramaestre? Aquí la Sala A. Habla Sinclair. Creo que será mejor que baje. —Sinclair sonaba cansado o desmoralizado, o ambas cosas—. Pie Sigiloso atacó otra vez. Hubo un accidente. No hay necesidad de apresurarse mucho, nadie está lastimado.
—Estuvimos demasiado tiempo sin un accidente. —El contramaestre se sentía tan cansado como Sinclair.
—¿Qué sucedió?
—El transmisorreceptor está inutilizado.
—Magnífico. Bajo ya mismo… a paso moderado. —Dejó el teléfono—. Pie Sigiloso atacó de nuevo, George. Parece que el transmisorreceptor que está en la Sala A ya no es lo que era.
—Oh, Dios. —No era una exclamación de horror, espanto o furia, sólo una señal de resignación.
—¿Por qué no apretaron el botón de alarma?
—Sin duda lo averiguaré cuando llegue allí. Enviaré a Trent para que te releve. Sugiero que hagas uso de las provisiones del capitán Bowen. La vida a bordo del San Andreas, George, es igual que en cualquier otra parte: una maldita cosa después de la otra.
Lo primero que le llamó la atención en la Sala A no fue el transmisorreceptor en la caja de Paro Cardíaco sino el espectáculo que presentaba Margaret Morrison con los ojos cerrados, tendida sobre la cama, con Janet inclinada sobre ella. El contramaestre miró al doctor Sinclair, que estaba sentado desconsoladamente en la silla que por lo general ocupaba la cabo.
—Creí que me dijo que nadie había sido lastimado.
—No en el sentido médico, aunque la cabo Morrison quizá no esté de acuerdo conmigo. La han dormido con cloroformo, pero estará bien en unos minutos.
—¿Cloroformo? Pie Sigiloso no parece ser muy original.
—Es un canalla insensible. La chica acaba de sufrir heridas desagradables, pero este individuo no parece haber estado presente cuando repartieron los instintos humanitarios.
—¿Espera encontrar delicadeza y ternura en un criminal que trata de asesinar a un hombre con una barra de acero? —McKinnon se acercó al costado de la mesa y contempló los restos del aparato de radio—. Le ahorraré los comentarios obvios. Naturalmente, por supuesto, nadie sabe lo que sucedió porque por supuesto, no hubo testigos presenciales.
—Algo así. Si sirve de algo, fue la enfermera Magnusson la que descubrió esto.
McKinnon la miró.
—¿Por qué entraste? ¿Oíste algo?
Ella se enderezó y lo miró con reprobación.
—Eres un desalmado, Archie McKinnon. Esta pobre muchacha tendida aquí, la radio destrozada y ni siquiera te ves alterado, fastidiado, ni mucho menos furioso. Pues yo estoy furiosa.
—Lo veo. Pero Margaret se pondrá bien y el aparato está destrozado. No encuentro sentido al hecho de enfurecerme por cosas por las que no puedo hacer nada y lo que tengo en lugar de mente tiene otras cosas en qué pensar. ¿Oíste algo?
—No tienes arreglo. No, no oí nada. Sólo entré para hablar con ella. Estaba caída sobre la mesa. Corrí en busca del doctor Sinclair y la pusimos en esta cama.
—Sin duda alguien tuvo que ver algo. No pueden haber estado todos dormidos.
—No. El capitán y el primer oficial estaban despiertos. —Sonrió con dulzura—. Habrá notado, señor McKinnon, que tanto el capitán Bowen como el señor Kennet tienen los ojos vendados.
—Sólo espera —amenazó McKinnon en voz baja— a que te tenga en las Shetland. Tienen muy buena opinión de mí en Lerwick. —Ella hizo un mohín y el contramaestre miró hacia donde estaba el capitán.
—¿Oyó algo, capitán?
—Algo que sonaba como el tintineo de un vidrio. No era mucho.
—¿Y usted, señor Kennet?
—Lo mismo, contramaestre. Tampoco era mucho.
—No tenía por qué serlo. No se necesita un martillo de hierro para romper unas pocas válvulas. Un poco de presión con la suela sería suficiente. —Se volvió hacia Janet otra vez—. Pero Margaret no puede haber estado dormida. Tiene que haberlo… no, no pudo haber venido por aquí. Tendría que haber pasado por tu sala. ¿No estoy muy inteligente hoy, verdad?
—No. —Ella sonrió, pero esta vez lo hizo sin malicia—. No estamos tan avispados como de costumbre esta noche, ¿no es cierto?
McKinnon se volvió y miró más allá de la mesa de la cabo. La puerta que daba a la sala de recuperación estaba abierta alrededor de dos centímetros. McKinnon asintió.
—Es lógico. ¿Para qué iba a molestarse en cerrarla cuando sería obvio para cualquier persona con medio ojo, debió de olvidarse de mí, que no había otra forma de entrar? Comedor, pasadizo, quirófano, sala de recuperación, Sala A; tan simple como eso. Todas las puertas sin llave, por supuesto. ¿Por qué habrían de estar cerradas? Pues bien, ahora no nos molestaremos en cerrarlas. ¿Sabe alguien cuándo sucedió esto? ¿En algún momento entre que se encendieron los motores y regresó la luz?
—Creo que tuvo que ser entonces —dijo Sinclair—. Hubiera sido el momento y la oportunidad ideal. Alrededor de diez minutos luego de que se encendieron los motores, pero cinco minutos antes de que volviera la luz, el señor Patterson dio permiso a todos de hablar normalmente y moverse, siempre y cuando no hicieran ningún ruido fuerte. Las luces de emergencia son muy débiles en el mejor de los casos y todos hablaban con entusiasmo, tensión aliviada, supongo, esperanzas de habernos deshecho del submarino, agradecimiento por estar todavía en pie, ese tipo de cosas, y había mucho movimiento. Hubiera sido un juego de niños desaparecer y regresar al cabo de un minuto, sin que nadie se diera cuenta.
—Tiene que haber sido así —dijo el contramaestre—. Cualquiera de la tripulación, o de ese lote de Murmansk; de hecho, cualquiera que estuviera allí afuera. Seguimos sin acercarnos a la identidad del hombre que posee la llave del dispensario. Capitán, señor Kennet, me pregunto por qué no llamaron a la cabo Morrison. ¿Sin duda habrán olido el cloroformo?
Janet dijo:
—Ah, vamos, Archie, puedes ver que tienen las narices vendadas. ¿Podrías oler algo con un pañuelo delante de la nariz?
—Tiene razón a medias, enfermera —dijo Bowen—. Olí el cloroformo, pero fue muy leve. El problema es que hay tantos olores médicos y antisépticos en esta sala que no le presté atención.
—Pues bien, no pudo haber regresado al comedor con una esponja apestando a cloroformo. Igual que las manos, para el caso. Regresaré en un momento.
El contramaestre desenganchó una luz de emergencia, entró en la sala de recuperación, miró brevemente a su alrededor y luego pasó al quirófano y encendió las luces. Casi de inmediato, en un balde en un rincón, encontró lo que buscaba y regresó a la Sala A.
—Una esponja —apestando a cloroformo, como es debido—, una ampolla rota y un par de guantes. Todas cosas inútiles.
—No lo fueron para Pie Sigiloso —objetó Sinclair.
—Inútiles para nosotros. Inútiles como evidencia. No nos llevan a ninguna parte. —McKinnon se sentó sobre la mesa de la cabo y miró con algo de fastidio al Oberleutnant Klaussen, que murmuraba para sí incesante e ininteligiblemente.
—¿Sigue así? ¿Todo el tiempo?
Sinclair asintió.
—No para nunca.
—Debe de ser fastidioso para los otros pacientes y para la cabo o la enfermera de turno. ¿Por qué no llevaron esta cama a la sala de recuperación?
—Porque la cabo que está a cargo, es Margaret, ¿lo recuerdas?, no quiere que lo muevan. —Janet se mostraba fría y paciente—. Es su enfermo, quiere vigilarlo de cerca y a ella no le molesta. ¿Alguna otra pregunta, Archie?
—Lo que quieres decir es por qué no me voy o me callo o hago algo. ¿Qué? ¿Trabajos de detective? —Su rostro se ensombreció—. No hay nada que detectar. Sólo estoy esperando a que Margaret vuelva en sí.
—Señales de piedad, por fin.
—Quiero hacerle unas preguntas.
—Debí haberlo imaginado. ¿Qué preguntas? No hay dudas de que el atacante se le acercó por detrás y la dejó inconsciente antes de que ella se diera cuenta de lo que pasaba. De otro modo habría apretado el botón y pedido auxilio. No hizo ninguna de las dos cosas. No hay nada que le puedas preguntar que no podamos responder nosotros.
—Como no soy jugador, no te haré perder dinero. Pregunta número uno. ¿Cómo supo Pie Sigiloso, y tuvo que saberlo, que aparte del capitán Bowen y del señor Kennet, que están momentáneamente ciegos, todos los demás pacientes estaban dormidos? Jamás se habría atrevido a hacer lo que hizo si hubiera habido una posibilidad remota de que alguien estuviera despierto. ¿Cómo lo supo? Contéstame por favor.
—No… no lo sé. —Era obvio que estaba anonadada—. Eso nunca se me ocurrió. Pero creo que a nadie se le ocurrió.
—Es comprensible. Preguntas como ésa se le ocurren sólo a contramaestres viejos y estúpidos. Estás a la defensiva, Janet. Pregunta número dos. ¿Quién se lo dijo?
—Eso tampoco lo sé.
—Pero quizá Maggie sí. Número tres. ¿Qué solícito miembro de la tripulación o qué solícito pasajero se interesó por el estado de salud de los pacientes de la Sala A?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Quizá Maggie lo sepa, ¿no es así? Después de todo, la elegirían a ella para hacerle esa pregunta, ¿no? Y dijiste que podías contestar todas las preguntas que le hiciera a ella. ¡Tonterías! Pregunta número cuatro.
—Archie, comienzas a hablar como un fiscal. No soy culpable de nada.
—No seas tonta. Nadie te acusa a ti. Cuarta pregunta, y la más importante de todas. Pie Sigiloso, como todos sabemos por experiencia, no es ningún tonto. Debió de prever la posibilidad de que alguien le haría la pregunta a Maggie: ¿con quién, cabo Morrison, habló usted de la salud de sus pacientes? Tenía que dar por sentado que Maggie estaría en posición de señalarlo con el dedo. Así que mi pregunta es: ¿por qué, para proteger su anonimato no la degolló después de dormirla? Un cuchillo afilado es tan silencioso como una esponja con cloroformo. ¿Hubiera sido lo más lógico, no crees, Janet? Pero no lo hizo. ¿Por qué no la asesinó?
Janet se había puesto muy pálida y cuando habló, lo hizo en un susurro.
—Horrible —dijo—. Horrible, horrible.
—¿Te estás refiriendo a mí otra vez? Va bien, debo decir, con lo que me dijiste antes: que era un villano sin corazón.
—No, tú no, tú no. —La voz le temblaba todavía—. Es la pregunta. La idea. La posibilidad. ¿Podría… podría haber sucedido así?, ¿no es cierto, Archie?
—Me sorprende que no haya sido así. Pero creo que sabremos la respuesta cuando Maggie se recupere.
El silencio volvió a reinar en la sala y fue Bowen el que lo rompió.
—Muy galante de su parte, contramaestre, muy galante, por cierto. No le reprochó a la señorita el no haber podido responder a sus preguntas. Si le sirve de consuelo a su amiga Janet, ninguna de esas preguntas se me ocurrió a mí tampoco.
—Gracias, señor —dijo ella—. Fue muy amable de su parte. Me hace sentir mejor. Ves, Archie, no puedo ser tan estúpida, después de todo.
—Nadie sugirió que lo fueras. ¿Cuánto tardará en recuperar el sentido, doctor Sinclair?
—Cinco minutos, quince… ¿veinticinco? Es imposible decirlo. Las personas varían mucho en lo que se refiere al tiempo de recuperación. Y aun cuando vuelva en sí, estará algo aturdida por un tiempo, no tendrá la claridad mental como para responder a preguntas difíciles.
—Cuanto la tenga, llámeme, por favor. Estaré en el puente.