Menos de diez minutos luego de que McKinnon llegó al puente, sonó el teléfono.
—Habla Jamieson —dijo la voz—. Por cierto que en este maldito barco suceden cosas. Hubo otro accidente.
—¿Accidente?
—Accidente adrede. Incidente, debí haber dicho. Su amigo Limassol.
«Limassol» era el nombre que McKinnon le dio al hombre que resultó ser operador de radio del Argos. Aparte de este descubrimiento, la única otra cosa que el contramaestre pudo averiguar fue que el hombre era chipriota griego de Limassol.
—¿Qué le pasó a mi amigo Limassol?
—Lo golpearon.
—Ah. —McKinnon no era un hombre muy propenso a las exclamaciones—. Era inevitable. ¿Quién lo apaleó?
—No tendría que hacer esa pregunta, contramaestre. ¿Cómo diablos voy a saberlo? Nadie nunca sabe quién hace las cosas a bordo del San Andreas. El primer oficial fue más profético de lo que creyó cuando le puso el nombre nuevo al barco. Es una maldita zona de desastre. Sólo puedo relatarle los hechos como los sé. La cabo Maria estaba de turno cuando Limassol se sentó a estudiar el aparato. Después de un rato se levantó e hizo el gesto de atornillar su dedo índice contra la palma de la otra mano. Ella dedujo, correctamente, que quería herramientas y le dijo a Wayland Day que lo llevara a la sala de máquinas. Yo estaba allí y le di las herramientas que necesitaba. También se llevó ese instrumento para detectar las pérdidas de voltaje. Daba toda la impresión de ser un hombre que sabe lo que hace. En el camino de regreso, en el pasadizo que lleva al comedor, lo apalearon. Con algo duro y pesado.
—¿Cuán duro y cuán pesado?
—Aguarde un momento. Lo tenemos aquí abajo en una cama en la Sala A. El doctor Sinclair lo está atendiendo. Él se lo explicará mejor que yo.
Hubo un breve silencio, luego se oyó la voz de Sinclair en el teléfono.
—¿Contramaestre? Pues bien, diablos, se confirma la existencia de Pie Sigiloso número dos, aunque no se necesitaba ninguna confirmación, pero no esperaba una acción tan rápida y violenta. Este muchacho no pierde el tiempo, ¿verdad? Es peligroso, violento, actúa según su propia iniciativa y su mente trabaja en la misma sintonía que la nuestra.
—¿Y Limassol?
—Bastante mal, para ser optimista. Un objeto metálico sin ninguna duda, podría haber sido una barra de hierro. Me atrevería a decir que la intención del agresor era matarlo. Con la mayoría de la gente lo hubiera logrado, pero este Limassol tiene un cráneo como el de un elefante. Fracturado, por supuesto. Le haré una radiografía. Es de rutina y no tiene objeto, pero hay que hacerla. No hay señales de daños cerebrales, lo que no es lo mismo que decir que no los hay. Pero al menos no hay daños evidentes, por ahora. Hay dos cosas de las que estoy seguro, señor McKinnon. Vivirá, pero no le será de mucha utilidad a usted ni a nadie, por algún tiempo.
—Como dijo el doctor Singh acerca del teniente Cunningham: ¿dos horas, dos días, dos semanas, dos meses?
—Algo así. Sencillamente, no tengo idea. Lo único que sé es que si se recupera rápidamente, no le será de utilidad por varios días, así que exclúyalo de cualquier plan que pueda tener.
—Estoy escaso de planes, doctor.
—Así es. Parece que nos estamos quedando sin opciones. El señor Jamieson quiere hablar con usted.
Jamieson volvió a tomar el teléfono.
—Quizás esto haya sido culpa mía, contramaestre. Quizá si hubiera estado pensando con más claridad y con más rapidez, esto no habría sucedido.
—¿Cómo diablo iba a saber que atacarían a Limassol?
—Es cierto. Pero tendría que haber ido con él; no para protegerlo, sino para ver lo que hacía para poner en funcionamiento el aparato. Así podría haber aprendido algunas bases rudimentarias, para que no tuviéramos que depender solamente de un hombre.
—Pie Sigiloso probablemente también lo hubiera golpeado a usted. No tiene sentido señor, tratar de adjudicarse la culpa cuando ésta no existe. Las papas se quemaron y no fue usted el responsable. Déme un poco de tiempo y descubrirá que todo fue culpa de McKinnon.
Cortó y le relató el meollo de la conversación a Naseby, que timoneaba, y el teniente Ulbricht, que había declarado que se sentía tan bien que ya no necesitaba estar en cama.
—Inquietante —dijo Ulbricht—. Nuestro amigo parece ser ingenioso, rápido para pensar y muy decidido. Digo «inquietante» porque se me acaba de ocurrir que él puede haber sido Pie Sigiloso número uno y no el doctor Singh, en cuyo caso podemos esperar todo tipo de cosas desagradables. De cualquier forma, eso parece descartar a la tripulación del Argos: ninguno habla inglés, así que no tenían forma de saber que la unidad coronaria falsa estaba en la Sala A.
McKinnon lo miró con expresión sombría.
—El hecho de que ninguno parezca entender una palabra de inglés (son muy hábiles para poner los rostros en blanco cuando uno les habla en ese idioma) no significa que uno o dos de ellos no lo hablen mejor que yo. No queda descartada la tripulación del Argos. Y por supuesto, no quedan descartados los nueve inválidos que recogimos en Murmansk ni nuestros propios tripulantes.
—¿Y cómo habrían sabido ellos que la unidad coronaria falsa había sido pasada de la sala de recuperación a la Sala A? Sólo, déjeme ver, sólo siete personas sabían del traslado. Los siete que estábamos sentados a la mesa esta mañana. ¿Quizás uno de nosotros haya hablado?
—No. —McKinnon habló con certeza.
—¿Sin quererlo?
—No.
—¿Es tanta la confianza que nos tiene? —Ulbricht sonrió sin humor—. ¿O es que tiene que confiar en alguien?
—Claro que confío en ustedes. —McKinnon habló con tono levemente cansado—. La cosa es que no era necesario que nadie hablara. Todos saben que el doctor Singh y los tripulantes del Argos están muertos. —Hizo un gesto descuidado con la mano—. Después de todo, los sepultaremos en media hora. Todos saben que murieron por la explosión dentro de la sala de recuperación y nuestro nuevo Pie Sigiloso debe de haber sabido que el aparato estaba allí. Probablemente imaginó o sospechó que la caja de la unidad coronaria se había dañado lo suficiente como para revelar la existencia del transmisor. No fue así, en realidad, pero eso fue pura suerte de mi parte.
—¿Cómo explica el ataque al operador de radio?
—Fácilmente. —McKinnon habló con amargura—. No era necesario para Pie Sigiloso saber dónde estaba la radio, lo único que tenía que saber era que habíamos desarrollado un cierto interés en radios. El señor Jamieson trató de adjudicarse parte de la culpa por el ataque. Es totalmente innecesario hacerlo cuando la Mente Maestra de McKinnon anda cerca. Fue mi culpa. Mi culpa. Cuando bajé a buscar un oficial de radio, la tripulación del Argos, como siempre, estaba a solas en un rincón. Pero no estaban solos en la habitación: había varios de los heridos que recogimos en Murmansk y algunos miembros de nuestra tripulación. Pero no estaban lo suficientemente cerca como para oír la conversación. Aunque no hubo conversación. Sólo dije la palabra «radio» varias veces, en voz baja para que no se me oyera, y este muchacho de Limassol me miró. Luego hice un gesto con el dedo índice, como si estuviera enviando una señal en Morse. Después de eso, moví la manija de un generador eléctrico imaginario. Nadie pudo haber visto esto, excepto la tripulación del Argos. Fue entonces cuando cometí mi estúpido error. Me llevé una mano a la oreja, como si escuchara algo. A esta altura, Limassol había comprendido el mensaje y estaba de pie. Pero nuestro nuevo Pie Sigiloso también comprendió el mensaje. Con sólo un pequeño movimiento de mi mano lo captó. No solamente es violento y peligroso sino que también es astuto. Una combinación desagradable.
—Por cierto que sí —dijo Ulbricht—. Tiene razón, pero no veo motivos para autorreprocharse. La palabra que utilicé antes era la correcta: inquietante.
—¿Por casualidad recuerdas quién estaba en la habitación cuando sucedió eso? —preguntó Naseby.
—Sí. Todos los miembros de la tripulación que no estaban de turno. En la cubierta, había solamente dos haciendo guardia: tú y Trent en el camarote del capitán, vigilando el sextante y el cronómetro. Todo el equipo de la sala de máquinas menos los que estaban de servicio. Dos cocineros y Mario. Siete de los diecisiete inválidos que recogimos en Murmansk: los tres supuestamente tuberculosos, los tres que supuestamente sufren colapsos mentales y uno de los que padece de congelamiento. Está tan vendado que casi no puede caminar, de modo que no entra en consideración. Un par de enfermeras que tampoco entra en consideración. Y no hay duda de que usted tiene razón, teniente: la tripulación del Argos tiene que estar descartada.
—Bueno, eso sí que es curioso —dijo Ulbricht—. Hace un momento, usted se mostraba poco dispuesto hacia ellos, cosa que me resultó extraña, pues en esa larga conversación que mantuvimos en el camarote del capitán, estuvimos más o menos de acuerdo en que la tripulación del Argos quedaba descartada. La sugerencia original, si lo recuerda, provino de usted.
—Lo recuerdo. Falta poco para que me mire en el espejo y diga: «Desconfio también de ti». Sí, sé que yo hice la sugerencia, pero todavía me quedaba una pequeña duda. En ese momento, sospechaba que teníamos otro Pie Sigiloso a bordo, pero no tuve la seguridad hasta hace menos de media hora. Es imposible creer que no fue nuestro nuevo Pie Sigiloso el que abrió el boquete en el compartimiento de lastre de proa cuando estábamos junto a esa corbeta que se hundía. Y es impensable, y para mí esto es lo que remata todo, que un miembro de la tripulación del Argos esté decidido a asesinar a una persona que no sólo es compañero de tripulación sino también compatriota.
—Al menos eso es algo —dijo Naseby—. Queda sólo nuestra tripulación, ¿no es así?
—Sí, nuestra tripulación… y por lo menos seis hombres supuestamente inválidos, física o mentalmente.
Naseby sacudió la cabeza con pesar.
—Archie, este viaje va a ser tu ruina. Nunca te conocí así, tan desconfiado de todo el mundo. ¡Si hasta dijiste que podrías llegar a desconfiar de ti mismo!
—Si tener una mente ruin y desconfiada nos brinda alguna posibilidad de sobrevivir, George, entonces seguiré así. Recordarás que tuvimos que zarpar de Halifax a toda prisa, en una nave de carga medio convertida en un hospital. ¿Por qué? Para llegar a Arcángel a toda velocidad. Luego, después de ese pequeño accidente cuando estábamos junto a la corbeta, se tornó esencial que nos desviáramos a Murmansk. ¿Por qué?
—Bueno, estábamos algo inclinados hacia proa.
—Habíamos dejado de hacer agua, las condiciones meteorológicas eran bastante buenas, podríamos haber llegado al Mar Blanco y luego de atravesarlo llegar a Arcángel sin demasiados problemas. Pero no, era Murmansk o nada. Otra vez: ¿por qué?
—Para que los rusos pusieran esa carga explosiva en el compartimiento de lastre. —Ulbricht sonrió—. Recuerdo sus palabras: nuestros gallardos aliados.
—Yo también las recuerdo, y me gustaría que no fuera así.
Todos nos equivocamos y por cierto que yo no soy una excepción, y ése fue uno de mis mayores errores. Los rusos no nos pusieron la carga; fue su gente.
—¿Los alemanes? ¡Imposible!
—Teniente, si imagina que Murmansk y Arcángel no son un hervidero de espías y agentes alemanes, usted vive en el país de las maravillas.
—Puede ser, puede ser. Pero infiltrarse en un equipo de trabajo naval ruso… eso es imposible.
—No es imposible, pero ni siquiera es necesario. Se puede sobornar a la gente y si bien quizá no sea cierto que cada hombre tiene su precio, siempre están los que sí lo tienen.
—¿Sugiere que fue un traidor ruso?
—¿Por qué no? Ustedes tienen sus propios traidores. Nosotros, los nuestros. Cada país tiene sus traidores.
—¿Por qué querríamos nosotros, los alemanes, poner una carga explosiva en el San Andreas?
—Sencillamente, no tengo idea. Como tampoco tengo idea de por qué los alemanes nos atacaron, hostigaron y persiguieron, pero sin tratar de hundirnos, desde que dimos la vuelta al Cabo del Norte. Lo que sugiero es que puede ser que el mismo agente, no los mismos agentes, sobornaron a uno o más de los inválidos que recogimos en Murmansk. Un caso supuestamente psiquiátrico, o un paciente con colapso mental, que está harto de la guerra y del mar, sería una elección ideal para el papel de traidor y ni siquiera imagino que el precio haya sido muy alto.
—Objeción, señor McKinnon. La decisión de separar al San Andreas del convoy fue hecha a último momento. No se puede sobornar a un hombre de la noche a la mañana.
—Es cierto. Al menos, es altamente improbable. Quizá sabían una o dos semanas antes que nos dirigiríamos a Murmansk.
—¿Cómo diablos podían saberlo?
—No lo sé. Y tampoco sé por qué alguien en Halifax sabía hace tanto tiempo que el doctor Singh necesitaría un transmisorreceptor.
—¿Y no le parece extraordinario que los rusos, si no fueron los que pusieron esa carga explosiva, hayan traído el San Andreas a Murmansk al parecer nada más que para el beneficio de sus misteriosos agentes alemanes?
—No son mis agentes, pero sí son misteriosos. Otra vez, la respuesta es que no lo sé. La verdad es que no sé nada de nada. —Suspiró—. Ah, bien. Ya es casi mediodía, teniente. Iré a buscar el sextante y el cronómetro.
—Todavía seguimos en el mismo rumbo: 213. Exactamente 64º norte. Lo ideal sería dirigirse al sur ahora, pero estando cerca de Trondheim como lo estamos, lo único que lograríamos sería acercarnos aún más. Sugiero que mantengamos este rumbo por ahora, luego viremos hacia el sur alrededor de medianoche. Eso nos llevaría a la costa este de sus islas nativas mañana, señor McKinnon. Haré bien los cálculos.
—Usted es el navegante —replicó McKinnon afablemente.
El teniente Ulbricht se enderezó luego de terminar con la carta.
En marcado contraste con las condiciones que habían existido cuarenta y ocho horas antes, cuando se llevó a cabo el funeral en masa, el tiempo era en ese momento casi benigno. El viento no superaba la fuerza tres, el mar estaba lo suficientemente calmo como para que el San Andreas se mantuviera derecho sobre la quilla y las nubes no eran más que una ancha franja blanca y mullida contra el cielo celeste. McKinnon, de pie junto a la borda de estribor del San Andreas, no sintió ningún placer ante esa mejoría: le hubiera gustado mucho más que siguiera la tormenta de nieve que había soplado durante el funeral anterior.
Además del contramaestre, los únicos otros testigos en el funeral fueron Patterson, Jamieson, Sinclair y dos fogoneros y dos marineros que habían traído los cuerpos. Nadie más había querido asistir. Por razones obvias, nadie iba a llorar al doctor Singh y sólo Sinclair había conocido a los dos tripulantes muertos del Argos, y aun así, nada más que como dos cuerpos inconscientes sobre una mesa de operaciones.
Arrojaron al doctor Singh sin ceremonias por la borda; nadie le deseó lo mejor para su travesía hacia el más allá. Patterson, que jamás se hubiera lucido como sacerdote, leyó rápidamente la liturgia del libro de oraciones delante de los dos marineros griegos muertos y luego ellos también se fueron.
Patterson cerró el libro de oraciones.
—Dos veces es demasiado. Esperemos que no haya una tercera. —Miró a McKinnon—. ¿Supongo que seguimos en nuestro nada bienaventurado rumbo?
—Es lo único que podemos hacer, señor. El teniente Ulbricht sugiere que vayamos cambiando el rumbo hacia el sur más tarde. Eso nos llevará en forma más directa hacia Aberdeen. Sabe lo que hace. Pero tardaremos aproximadamente doce horas todavía.
—Lo que sea mejor. —Patterson contempló el horizonte vacío—. ¿No le parece curioso, contramaestre, que no nos hayan molestado ni localizado durante más de tres horas? Como la comunicación con el submarino se interrumpió desde entonces, tienen que ser muy estúpidos para no darse cuenta de que le sucede algo muy malo.
—Me imagino que el comandante en Trondheim de la flota de submarinos del almirante Doenitz es cualquier cosa menos estúpido. Tengo la sensación de que saben perfectamente dónde estamos. Entiendo que algunos de los submarinos más modernos son muy veloces bajo el agua y podría haber uno siguiéndonos por Asdic sin que sepamos nada. —Como Patterson, pero mucho más lentamente, contempló el horizonte, luego se quedó mirando hacia babor.
—Nos están siguiendo.
—¿Qué? ¿Cómo es eso?
—¿No lo oye?
Patterson ladeó la cabeza, luego asintió con lentitud.
—Me parece que sí. Sí, ahora lo oigo.
—Condor —dijo McKinnon—. FockeWulf. —Señaló con el dedo—. Ahora lo veo. Viene directamente desde el este y Trondheim está hacia el este ahora. El piloto de ese avión sabe exactamente dónde estamos. Se lo han transmitido, probablemente vía Trondheim, desde el submarino que nos está siguiendo.
—¿Pero el submarino no tiene que salir a la superficie para poder transmitir?
—No. Lo único que tiene que hacer es levantar por encima del agua la antena de transmisión. Podría hacerlo a un par de millas de distancia y no la veríamos. De todos modos, probablemente está a más distancia que ésa.
—Uno se pregunta qué intenciones tendrá el Condor.
—Adivine, señor. Por desgracia, no estamos dentro de las mentes de los comandantes del submarino ni de la Luftwaffe en Trondheim. Mi opinión es que no van a tratar de aniquilarnos y no porque se hayan tomado el trabajo de no hundirnos hasta ahora. Si quisieran hundirnos, un torpedo de ese submarino que estoy seguro que está allí sería más que suficiente. O, si quisieran hundirnos desde el aire, no usarían un Condor, que en realidad es un avión de reconocimiento; Heinkels, Heinkels III o Stukas con tanques de mucho alcance realizarían la tarea con más eficiencia y Trondheim está a sólo doscientas millas de aquí.
—¿Qué busca, entonces? —El Condor estaba a dos millas de distancia y perdía altura rápidamente.
—Información. —McKinnon levantó la mirada hacia el puente y vio que Naseby estaba en el alerón de babor, mirando hacia el Condor que se acercaba. Ahuecó las manos a los lados de la boca y gritó:
—¡George! —Naseby se volvió—. ¡Abajo, abajo! —McKinnon hizo el gesto apropiado con la mano. Naseby levantó el brazo para hacerle ver que había comprendido y desapareció dentro del puente—. Señor Patterson, metámonos dentro de esa superestructura. Ahora.
Patterson sabía cuándo hacer preguntas y cuándo callar. Tomó la delantera y al cabo de diez segundos todos estuvieron protegidos excepto el contramaestre, que se quedó en lo que había sido la entrada.
—Información —repitió Patterson—. ¿Qué información?
—Un momento. —Se movió rápidamente hacia la banda de la nave, miró hacia popa por no más de dos segundos, luego regresó a la protección de la superestructura.
—Media milla —dijo McKinnon—. Muy despacio, muy despacio, a alrededor de quince metros. ¿Información? Agujeros de balas digamos, en las bandas o en la superestructura, algo que indique que estuvimos en combate con algún navío. No verá ningún orificio del lado de babor.
Patterson comenzó a decir algo, pero lo que tenía que expresar se perdió en el repentino clamor de las ametralladoras, en la cacofónica furia de cientos de balas al golpear la superestructura y la banda en unos pocos segundos, y en el abrupto crescendo del ruido cuando los gigantescos motores del avión pasaron a no más de cincuenta metros. Unos pocos segundos más y todo volvió a quedar relativamente en silencio.
—Bueno, sí ahora veo por qué le dijo a Naseby que mantuviera la cabeza baja —dijo Jamieson.
—Información. —Patterson parecía ofendido, casi quejumbroso—. Maldita la forma de recabar información que tienen. Creí que ustedes dijo que no nos atacarían.
—Dije que nos hundirían. Eliminar a algunos tripulantes les sería útil. Cuantos más maten, más creerán que nos tienen a su merced.
—¿Cree que obtuvieron la información que buscaban?
—Estoy seguro. No tenga dudas de que todos los ojos que había en ese Condor estaban examinándonos muy de cerca cuando pasaron a cincuenta metros. No vieron el daño en la proa porque está bajo agua, pero no pueden dejar de haber visto otra cosa que también está bajo agua en la proa: la línea de carga. A menos que sean completamente miopes, tienen que haber visto que estamos inclinados hacia adelante. Y a menos que sean igualmente estúpidos, tienen que haberse dado cuenta de que embestimos a algo o algo nos embistió. No puede tratarse de una mina o un torpedo porque ahora estaríamos en el fondo del mar. Habrán comprendido de inmediato que chocamos con algo y no tendrán que adivinar demasiado de qué se trataba.
—Cielos, cielos —dijo Jamieson—. Me parece que esto no me gusta nada, contramaestre.
—Ni a mí, señor. Cambia bastante las cosas, ¿no es así? Es cuestión de ver cuáles son las prioridades del alto comando alemán, supongo. Una cuestión de vivos o muertos. ¿Es más importante para ellos apresarnos más o menos vivos o quieren vengarse por la pérdida del submarino?
—Cualquiera sea la elección, no podemos hacer nada al respecto —dijo Patterson—. Vayamos a almorzar.
—Creo que deberíamos esperar un momento, señor —McKinnon permaneció quieto y silencioso por unos instantes, luego dijo—: Está regresando.
Y regresó, volando a la misma altura, casi a ras de las olas. La segunda pasada fue una repetición exacta de la primera, pero como si se la viera en un espejo: en lugar de volar de popa hacia proa del lado de babor, voló de proa a popa del lado de estribor, de nuevo acompañado por el fuego de las ametralladoras. Diez segundos después de que cesó el fuego, McKinnon, seguido de los otros, dejó la protección de la superestructura y fue hasta la borda de babor.
El Condor se alejaba por babor y ganaba altura.
—Bien, bien —dijo Jamieson—. La hemos sacado barata, parece. Deben de haber visto esos tres orificios del lado de estribor, ¿no cree, contramaestre?
—No pueden habérselos perdido, señor.
—¿Podría estar buscando altura para bombardear antes de regresar para ajustar cuentas con nosotros?
—Podría bombardearnos desde una altura de treinta metros sin correr ningún peligro.
—¿Quizá no lleva bombas?
—No. Las lleva, sin duda. Sólo los FockeWulfs del gran semicírculo de Trondheim a Lorient en Francia, alrededor de Gran Bretaña, o los que patrullan el Estrecho de Dinamarca no llevan bombas, sino tanques de combustibles adicionales. Los que realizan patrullajes más cortos siempre llevan bombas; de doscientos cincuenta kilos, por lo general y no más chicas como las que usó el teniente Ulbricht. El piloto del Condor está, por supuesto, en contacto radial directo con Trondheim, les ha explicado por qué ya no tienen noticias del submarino, pero aun así se le han dado órdenes de no meterse con nosotros. Por el momento, al menos.
—Tiene razón —dijo Patterson—. No regresa. Qué curioso. Podría haberse pasado todo el día, no hasta el anochecer, al menos, sobrevolándonos e informando acerca de nuestra posición. Pero no; se aleja. Me pregunto por qué.
—No es necesario que lo haga, señor. La partida del Condor es la prueba que necesitábamos para asegurarnos de que nos sigue un submarino. De nada sirve tener un submarino y un avión siguiéndonos al mismo tiempo.
—¿No hay nada que podamos hacer respecto de ese maldito submarino?
—Bueno, no podemos embestirlo porque no sabemos donde está y podemos estar seguros de que hay probabilidades de que salga a la superficie porque a esta altura ya habrá oído lo que le pasó al otro, o lo oirá de un momento a otro. Es posible que podamos perderlo, pero no ahora. Por cierto, si apagáramos los motores y generadores le haríamos perder el contacto, pero eso no duraría demasiado: elevaría el periscopio, examinaría el horizonte y volvería a encontrarnos.
—No ahora… ¿quiere decir cuando esté oscuro?
—Sí, pensé que podríamos probar. Nos quedamos quietos por media hora, luego tomamos un rumbo nuevo con muy pocas revoluciones de motor: cuanto menos ruido hagamos, menos probabilidades hay de que nos encuentren. Podría llevarnos casi una hora volver a llegar a la velocidad máxima. En el mejor de los casos, es un juego de azar, y si lo ganamos, igual no hay garantías de que quedemos liberados. El submarino enviará un mensaje a Trondheim avisando que nos perdió. Ellos saben aproximadamente dónde estamos y un Condor con dos o tres docenas de bengalas puede cubrir un área muy grande en poco tiempo.
—Usted sí que me levanta la moral —dijo Jamieson—. Las tácticas de esos individuos me resultan incomprensibles. ¿Por qué hacen que un Condor vuele hacia aquí, regrese de nuevo y luego, como sugiere usted, vuelva a volar hacia aquí al anochecer? ¿Por qué no se queda aquí afuera todo el tiempo y hace que lo releve otro Condor? Para mí, no tiene sentido.
—Para mí, sí. Aunque todavía estamos lejos de Aberdeen, los jefes alemanes en Noruega pueden estar decidiendo si tratar o no de volver a detenernos. Mi presentimiento, y no es más que eso, me dice que lo harán. No hay forma de que un Condor nos detenga sin hundirnos o averiarnos. Quedó en claro que no quieren hundirnos ni averiarnos hasta el punto de que no podamos seguir por nuestra propia cuenta. El submarino puede salir a la superficie a una milla de aquí, observar con cuidado para ver si nota una desviación de un par de grados en nuestro rumbo, y observarán con mucho, mucho cuidado, y luego llenarnos la superestructura y el hospital de proyectiles hasta que icemos la banderita blanca.
—Usted me reconforta, contramaestre.
Cuando McKinnon entró en el puente, Naseby le entregó un par de prismáticos.
—Puerta de estribor, Archie, no es necesario salir. De la mitad de la nave, un poco hacia proa. Cerca del oeste.
McKinnon tomó los prismáticos, escudriñó el área indicada durante aproximadamente diez segundos, luego los devolvió.
—A una milla y media, creo. Parece nada más que un espejo, pero por supuesto, no es un espejo, es el periscopio de un submarino reflejando el sol. Nos están haciendo la guerra psicológica, George.
—¿Así es como se llama?
—Quieren que los veamos, por supuesto. Por casualidad, por supuesto. Un descuido, por supuesto. Despacio, George, muy despacio, vira hacia babor hasta que nos dirijamos más o menos hacia el este, luego mantente en ese rumbo. Mientras lo haces, llamaré al jefe de máquinas y le pediré permiso.
Localizó a Patterson en el comedor, le describió la situación y pidió permiso para dirigirse hacia el este.
—Lo que usted diga, contramaestre. ¿No nos acerca precisamente a casa, verdad?
—Eso es lo que hará felices a los alemanes, señor. También es lo que me hace feliz a mí. Mientras nos dirijamos hacia Noruega, que es adonde ellos quieren que vayamos, y no a Escocia, no es probable que nos apaleen por hacer exactamente lo que ellos quieren. Cuando caiga la noche, por supuesto, huiremos hacia Escocia otra vez.
—Satisfactorio, contramaestre, muy satisfactorio. ¿Hacemos correr las noticias?
—Sugiero que se lo diga al señor Jamieson y al teniente Ulbricht, señor. En cuanto a los demás, cualquier mención de un submarino les haría perder las ganas de almorzar.