—¿Qué estás haciendo aquí? —McKinnon contempló la figura tendida de Janet Magnusson, que estaba recostada sobre la cama más cercana a su escritorio, muy pálida.
—Por lo general me tomo un descanso a esta hora de la mañana. —Trató de hablar con tono ácido, pero no lo logró y sonrió débilmente—. Me han herido de gravedad, Archie McKinnon. Gracias a ti.
—Cielos. —McKinnon se sentó sobre la cama y le puso una mano sobre el hombro—. Lo siento. ¿Cómo…?
—Ahí no. —Ella apartó la mano—. Es ahí donde me hirieron.
—Lo siento, otra vez. —Levantó la mirada hacia el doctor Sinclair. ¿Cuán grave es?
—La enfermera Magnusson tiene una herida muy leve en el hombro derecho. Un trozo de proyectil. —Sinclair señaló un agujero filoso en el mamparo, aproximadamente de un metro ochenta por encima del nivel de la cubierta, luego le mostró el cielo raso marcado—. Parece que el resto fue a parar allí. Pero la enfermera Magnusson estaba de pie en ese momento y recibió el efecto del impacto. Cayó sobre la cama en la que está ahora, que por suerte estaba vacía en ese momento y nos llevó diez minutos hacerle recuperar el sentido.
—Remolona. —McKinnon se puso de pie—. Regresaré. ¿Algún otro herido aquí, doctor?
—Dos. En el extremo de la sala. Marineros del Argos. Uno en el pecho, el otro en la pierna. Esquirlas que rebotaron en el cielo raso. Ni siquiera tuve que sacárselas, de tan pequeñas que eran. No les puse vendas, sólo algodón y tela adhesiva.
McKinnon miró al hombre que se agitaba, inquieto y murmuraba en la cama de enfrente.
0berleutnant Klaussen… el comandante del submarino. ¿Cómo está?
—Delirando, como verá. El problema que tiene… no tengo ni idea cuál es. Endoso su sugerencia de que debe de haber salido a la superficie desde una gran profundidad. Si es así, estoy luchando con lo desconocido. Lo siento.
—No me parece que haya necesidad de disculparse, señor. Cualquier otro médico estaría en la misma situación. No creo que nadie haya escapado jamás de una profundidad superior a los setenta y cinco metros. Si Klaussen lo hizo,… bueno, es terreno desconocido. No puede haber bibliografía sobre eso.
—Archie.
McKinnon se volvió. Janet Magnusson estaba apoyada sobre un codo.
—Se supone que tienes que estar descansando.
—Voy a levantarme. ¿Qué haces con ese martillo y ese cincel en la mano?
—Voy a tratar de abrir la puerta trabada.
—Comprendo. —Calló por unos instantes mientras se mordía el labio inferior.
—¿La sala de recuperación, no es así?
—Sí.
—El doctor Singh y los dos hombres del Argos, el de las quemaduras y el de la pelvis fracturada… ¿están allí, verdad?
—Así me dijeron.
—Bien, ¿por qué no vas? —Parecía casi enojada—. ¿Por qué te quedas aquí conversando, sin hacer nada?
—No me parece que eso sea justo, enfermera Magnusson. —Jamieson, que acompañaba a McKinnon y a Sinclair, habló con suave reproche—. ¿Sin hacer nada? El contramaestre hace más que todos nosotros juntos.
—Estoy pensando que quizá no haya tanto apuro, Janet —dijo McKinnon—. Muchos han estado golpeando a esa puerta durante los últimos quince minutos y no hubo respuesta. Puede significar algo o puede no significar nada. Lo importante era que no servía de nada tratar de forzar esa puerta hasta que no hubiera un médico a mano y el doctor Sinclair acaba de terminar su tarea en las salas.
—Lo que quieres decir… lo que quieres decir realmente.
—Archie, es que no crees que los que están dentro de la sala de recuperación vayan a necesitar los servicios de un médico, Espero equivocarme, pero si, eso es lo que temo. Ella volvió a recostarse.
—Como no quiso decir el señor Jamieson, estaba hablando de más. Lo siento.
—No tienes por qué disculparte. —McKinnon se volvió y se dirigió a la Sala A. La primera persona que capturó su atención fue Margaret Morrison. Estaba sentada detrás de su escritorio, aún más pálida de lo que había estado Janet, y la cabo Maria le estaba asegurando una venda alrededor de la cabeza. McKinnon no fue directamente hacia ella, sino que se encaminó hacia el extremo derecho de la sala, donde el teniente Ulbricht estaba sentado en la cama, y Bowen y Kennet tendidos en las suyas.
Otras tres víctimas —dijo Sinclair—. Bueno, desafortunados sería una palabra mejor. Mientras que el estallido en la Sala B fue hacia arriba, me temo que aquí fue para abajo.
McKinnon miró a Ulbricht.
—¿Qué le pasa? —Ulbricht tenía un grueso vendaje alrededor del cuello.
—Yo le diré qué le pasa —dijo Sinclair—. Tiene suerte, Una suerte de mil demonios. Una esquirla, debió de estar afilada como una navaja, le cortó el costado del cuello. Medio centímetro más a la derecha y le hubiera cortado la arteria carótida también y ahora sería el difunto teniente Ulbricht.
Ulbricht miró a McKinnon con el rostro inexpresivo.
—Creí que nos mandaba aquí abajo para estar más seguros.
—Eso es lo que yo también creí. Estaba seguro de que concentrarían el fuego sobre el puente. No estoy buscando excusas, pero no creo haberme equivocado. Pienso que los artilleros del submarino se dejaron invadir por el pánico. Estoy seguro de que Klaussen no dio instrucciones para que dispararan contra el casco.
—¿Klaussen?
—0berleutnant. El capitán. Sobrevivió, pero parece estar bastante mal.
—¿Cuántos sobrevivientes hubo en total?
—Seis.
—Y el resto los envió al fondo.
—Soy culpable, si eso es lo que quiere decir. No me siento particularmente culpable. Pero soy responsable, sí.
—Supongo que eso hace que seamos dos. Responsables, pero no culpables. —Ulbricht se encogió de hombros; no parecía interesado en seguir con la conversación. McKinnon se acercó a la cama del capitán.
—Lamento oír que se ha lastimado de nuevo, señor.
Yo y Kennet. Muslos izquierdos, los dos. El doctor Sinclair me dijo que es sólo un pequeño rasguño y como no puedo ver, tengo que creerle. Pero no lo siento como si fuera un rasguño, se lo aseguro. Y bien, Archie, muchacho, lo logró. Sabía que lo haría. Si no fuera por estas malditas vendas, le estrecharía la mano. Felicitaciones. Debe de sentirse muy bien por lo que hizo.
—No me siento nada bien, señor. Si hubo sobrevivientes y si lograron encontrar un compartimiento donde no entrara el agua, ahora estarán asfixiándose en el fondo del Mar de Noruega.
—Es cierto, es cierto. Pero no tiene que reprocharse nada, Archie. Eran ellos o nosotros. Desagradable, pero de todas formas, bien hecho. —Con habilidad, Bowen cambió de tema—. Estamos acelerando, ¿no es así? ¿Los daños en la proa son limitados, supongo?
—Nada de eso, señor. Tenemos un gran boquete en el casco. Pero hay un trozo de submarino empotrado en el orificio. Esperemos que se quede allí.
—No podemos sino rezar, contramaestre, no podemos sino rezar. Y sin importar cómo se sienta usted, todos los que están a bordo de esta nave le están muy agradecidos.
—Lo veré más tarde, señor.
Se volvió, miró a Margaret Morrison y luego al doctor Sinclair.
—¿Está muy herida?
—Peor que los demás, pero nada peligroso. Estaba sentada junto a la cama del capitán y recibió dos heridas: un corte muy feo en el brazo derecho y una herida superficial en la cabeza. La cabo Maria acaba de vendársela.
—¿No debería estar en cama?
—Si. Traté de insistir pero le advierto que no volveré a hacerlo. ¿Por qué no prueba usted?
—No, gracias. —McKinnon se aproximó a la muchacha, que lo miró con los ojos oscuros cargados de reproche y opacos por el dolor.
—Esto es todo culpa suya, Archie McKinnon.
El contramaestre suspiró.
—Lo mismo que me dijo Janet. Es difícil complacer a todo el mundo. Lo siento muchísimo.
—Y debería sentirlo. No por esto, quiero decir. El dolor físico, permítame decirle, no es nada comparado con el dolor mental. Me engañó. Nuestro respetado contramaestre es exactamente lo que me acusó de ser: un embustero.
—Oh, cielos. El vapuleado contramaestre otra vez en el banquillo de los acusados. ¿Qué se supone que hice ahora?
—Me hizo sentirme muy, muy tonta.
—¿De veras? Jamás haría una cosa así.
—Pues lo hizo. ¿Recuerda cuando en el puente sugirió en broma, por supuesto, que los bombardeáramos con pan duro y papas rancias? Bueno, algo así.
—¡Ah!
—¡Si, ah! ¿Recuerda esa escena emocional, bueno, emocional de mi parte, sufro cuando pienso en ella, en la que le supliqué que luchara y luchara y luchara? ¿Lo recuerda, no es así?
—Si, creo que sí.
—¡Cree que si! Ya había tomado la decisión de luchar contra ellos, ¿verdad?
—Bueno… si.
—Bueno… si —lo imitó ellas. Ya había decidido embestir a ese submarino.
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijo, Archie?
—Porque podría habérselo mencionado por casualidad a alguien que podría habérselo mencionado por casualidad a Pie Sigiloso, que nada casualmente se lo hubiera contado al capitán del submarino que se habría asegurado de no ponerse en posición como para que pudiera embestirlo. Hasta podría, sin saberlo por supuesto, habérselo mencionado directamente a Pie Sigiloso.
Ella no trató de disimular el dolor que se le reflejaba en los ojos.
—Así que no confía en mí. Me dijo que sí.
—Confío absolutamente en usted. Ya se lo dije.
—¿Entonces, por qué…?
—Fue una de esas cosas de antes y ahora. Antes era la cabo Morrison. Yo no sabía que existía Margaret Morrison. Ahora lo sé.
—¡Ah! —Ella frunció los labios, luego sonrió, obviamente tranquilizada—. Comprendo.
McKinnon la dejó, se reunió con el doctor Sinclair y con Jamieson y juntos fueron hasta la puerta de la sala de recuperación. Jamieson llevaba un taladro eléctrico, un martillo y unas clavijas de madera, afiladas en la punta.
—¿Vio el boquete que hizo el proyectil cuando fue arriba a examinar la proa? —preguntó.
—Sí. Justo sobre la línea de flotación, o uno o dos centímetros por encima de ella. Podría haber agua adentro. O no. Es imposible adivinarlo.
—¿A qué altura?
—Cuarenta y cinco centímetros, digamos. Estoy adivinando.
Jamieson enchufó el taladro y apretó el gatillo. La mecha de tungsteno se hundió con facilidad en el pesado acero de la puerta.
—¿Qué pasa si hay agua detrás? —quiso saber Sinclair. —Introducimos una de esas clavijas, luego lo intentamos otra vez más arriba.
—Listo dijo Jamieson. Sacó la mecha del taladro. —No hay nada.
McKinnon golpeó el picaporte de acero dos veces con el martillo. El picaporte ni siquiera se movió una fracción de centímetro. Luego del tercer golpe, se separó de la puerta y cayó a la cubierta.
—Lástima —dijo McKinnon—. Pero es necesario averiguarlo.
Jamieson se encogió de hombros.
—No hay alternativa. ¿Soplete?
—Por favor. —Jamieson partió y regresó en dos minutos con el soplete, seguido de McCrimmon que llevaba el cilindro de gas y una lámpara conectada a un cable. Jamieson encendió la llama de oxiacetileno y comenzó a trazar un semicírculo alrededor del lugar donde había estado el picaporte; Me Crimmon conectó el cable y la lámpara protegida por alambre se encendió.
—Estamos suponiendo que es aquí donde se atrancó la puerta —dijo Jamieson desde detrás de la máscara de plástico que le protegía el rostro.
—Si nos equivocamos, cortaremos alrededor de las bisagras. No creo que vaya a ser necesario. La puerta no está retorcida. Casi siempre es la cerradura o el pestillo lo que se traba.
El compartimiento estaba saturado del olor acre del humo cuando por fin Jamieson se enderezó. Golpeó la cerradura un par de veces con el costado del puño, y desistió.
—Estoy seguro de que atravesé la maldita cosa, pero no quiere caer.
—El pestillo todavía está en la ranura. —McKinnon golpeó con suavidad el martillo contra la puerta y el semicírculo de metal cayó hacia adentro. Volvió a golpear, esta vez con más fuerza y la puerta cedió un centímetro. Con un segundo golpe, cedió varios centímetros más. Hizo a un lado el martillo y empujó la puerta, hasta que crujiendo y protestando, ésta se abrió casi de par en par. Tomó el cable con la lamparilla que tenía McCrimmon y entró.
Había agua en la cubierta, no mucha, quizá cinco centímetros. Los mamparos y el cielo raso estaban agrietados y rayados por las esquirlas del proyectil. El orificio de entrada que había hecho el proyectil en el mamparo exterior era un círculo dentado a menos de treinta centímetros de la cubierta.
Los dos hombres del Argos estaban recostados en sus camas, mientras que el doctor Singh, con la cabeza inclinada sobre el pecho, estaba sentado en un pequeño sillón. Los tres parecían ilesos; no había marcas de heridas. El contramaestre acercó la luz a la cara del doctor Singh. Fuera cual fuere la esquirla que se le había clavado en el cuerpo, ninguna le había llegado al rostro. La única señal de que algo había sucedido eran los finos hilos de sangre que le salían de la nariz y los oídos. McKinnon le entregó la lámpara al doctor Sinclair, que se inclinó sobre su colega muerto.
—¡Dios Santo! El doctor Singh. —Lo examinó por unos segundos, luego se enderezó—. Que esto tenga que sucederle a un excelente médico, a un hombre noble como él.
—¿En realidad no esperaba encontrar otra cosa, verdad, doctor?
—No, en realidad, no. Tenía que ser esto o algo similar. —Examinó brevemente a los dos hombres que yacían en las camas, sacudió la cabeza y se volvió—. Pero igual es un golpe para mí. —Era obvio que se refería al doctor Singh.
McKinnon asintió.
—Lo sé. No quiero aparecer insensible, doctor, pero… ¿ya no necesitará más a estos hombres? Me refiero a autopsias y esas cosas.
—Cielos, no. La muerte debe de haber sido instantánea. Concusión. Si sirve de consuelo, murieron sin darse cuenta. —Hizo una pausa—. Podría revisarles la ropa, contramaestre. O quizás estén en sus efectos personales o quizás el capitán Andropolous sepa los detalles.
—¿Se refiere a nombres, fechas de nacimiento y esas cosas, señor?
—Sí. Tengo que llenar los certificados de defunción.
—Me encargaré de eso.
—Gracias, contramaestre. —Sinclair trató de sonreír pero fracasó—. Como de costumbre, le dejo la parte sórdida a usted.
—Se marchó, aliviado por poder irse. El contramaestre se volvió a Jamieson.
—¿Puede prestarme a McCrimmon, señor?
—Por supuesto.
—McCrimmon, vaya a buscar a Curran y a Trent, ¿quiere? Cuénteles lo que sucedió. Curran sabrá qué tamaño de lonas traer.
—¿Agujas e hilo, contramaestre?
—Curran fabrica velas. Déjeselo a él, Y dígale que esta vez es un trabajo limpio.
McCrimmon se marchó y Jamieson dijo:
—¿Un trabajo limpio? Es un trabajo horrendo. A usted siempre le toca el trabajo sucio, McKinnon. Sinceramente, no sé cómo puede seguir haciendo todo. Si hay algo desagradable o macabro para hacer, usted está primero en la lista de todos.
—Esta vez, no. Esta vez, señor, usted está primero en mi lista. Alguien tiene que decírselo al capitán. Alguien tiene que decírselo al señor Patterson. Y lo que es peor de todo, mucho peor, alguien tiene que decírselo a las enfermeras. Esta última no es una tarea que me gustaría hacer en absoluto.
—Las muchachas. Dios, no había pensado en eso. A mí tampoco me gusta esa tarea. ¿No cree, contramaestre, que como usted las conoce tan bien…?
—No, señor, no creo nada semejante. —McKinnon esbozó una sonrisita—. ¿Seguramente, como oficial, no pensará delegarle a un pinche una tarea que usted no quiere hacer?, ¿verdad?
—¡Pinche! Esa sí que es buena, por Dios. Está bien, que nunca se diga que quise eludir mi deber, pero desde ahora, siento un grado menos de compasión por usted.
—Sí, señor. Otra cosa: cuando este lugar esté despejado, ¿quiere pedirle a un par de sus hombres que suelden un parche sobre este hueco en el mamparo? Dios sabe que han tenido bastante práctica en esa tarea últimamente.
—Por supuesto. Esperemos que éste sea el último.
Jamieson se marchó y McKinnon echó un vistazo a su alrededor. Una caja de madera en un rincón le llamó la atención, sólo porque la tapa se había abierto parcialmente por la explosión. McKinnon, no sin un considerable esfuerzo, levantó la tapa y contempló por unos segundos el contenido. Volvió a poner la tapa en su lugar, tomó el martillo y la aseguró. Estampadas sobre la tapa en grandes letras rojas estaban las palabras PARO CARDÍACO.
McKinnon, con cansancio, se sentó a la mesa en el comedor. La cabo Morrison y la enfermera Magnusson, cuyas apariencias anunciaban que deberían haber estado en la cama (habían sido reemplazadas por la cabo Maria y la enfermera Irene), estaban sentadas allí también, al igual que el teniente Ulbricht, que no sólo daba la impresión de haber olvidado por completo su roce con la muerte sino que estaba lo suficientemente recuperado como para haberse conseguido un lugar entre las dos muchachas. Sinclair, Patterson y Jamieson estaban sentados a un extremo de la mesa. McKinnon miró al teniente Ulbricht con expresión pensativa y luego le habló al doctor Sinclair.
—No quiero cuestionar su competencia profesional, señor, ¿pero puede estar levantado el teniente?
—Mi competencia profesional es irrelevante. —Era posible ver que el doctor Sinclair todavía no se había recuperado del golpe de encontrar muerto a su colega—. El teniente, al igual que la cabo Morrison y la enfermera Magnusson, se muestra poco dispuesto a colaborar, intransigente y sencillamente desobediente. Los tres probablemente lo llamarían tener ideas propias. El teniente Ulbricht, casualmente, no corre ningún peligro. La lastimadura en su cuello ni siquiera puede llamarse una herida superficial. Un rasguño, eso es lo que tiene.
—Entonces, teniente, quizá quiera hacer algunos cálculos. No hemos hecho ninguno desde anoche.
—A su disposición, contramaestre. —Si el teniente le guardaba rencor por la muerte de sus compatriotas, se esforzaba por disimularlo—. Cuando quiera. Sugiero que sea a mediodía.
Patterson preguntó.
—¿Ya terminó en la sala de recuperación, contramaestre?
—McKinnon asintió. —Bien, uno se cansa de estar diciendo gracias, de modo que no lo aburriré. ¿Cuándo los sepultamos?
—Cuando usted lo decida, señor.
—En las primeras horas de la tarde, antes de que oscurezca. —_Patterson rió sin humor—. Cuando yo lo decida. El jefe de máquinas Patterson es el hombre indicado cuando se trata de tomar decisiones sobre asuntos que no tienen importancia. No recuerdo haber tomado la decisión de atacar el submarino.
—Consulté con el capitán Bowen, señor.
—¡Ah! —La exclamación provino de Margaret Morrison. Con que de eso se trató la conferencia de dos minutos.
—Por supuesto. Él lo aprobó.
—¿Y si no lo hubiera hecho? —preguntó Janet—. ¿Igual habrías embestido al submarino?
—No sólo lo aprobó —dijo McKinnon con paciencia—, sino que se mostró entusiasmado. Muy entusiasmado. Con respeto hacia el teniente Ulbricht aquí presente, el capitán no se sentía muy bien dispuesto hacia los alemanes. En ese momento, al menos.
—Te estás evadiendo, Archie McKinnon. Responde a mi pregunta. ¿Si él no lo hubiera aprobado, habrías atacado de todos modos?
—Sí. No es necesario que se lo cuentes al capitán, sin embargo.
—Enfermera Magnusson. —Patterson le sonrió para que no se ofendiera por sus palabras—. No me parece que el señor McKinnon merezca ser interrogado ni reprobado. Creo que se merece una felicitación por un trabajo magníficamente llevado a cabo. —Se puso de pie, fue al armario donde el doctor Singh guardaba sus provisiones privadas y regresó con una botella de whisky y algunos vasos, le sirvió una medida a McKinnon y dejó la botella delante de él. Creo que el doctor Singh hubiera estado de acuerdo.
—Gracias, señor. —McKinnon bajó la mirada hacia el vaso sobre la mesa. Él ya no necesitará esto.
Se hizo un silencio alrededor de la mesa Como era de prever, fue Janet la que lo rompió.
—Pienso que ése no fue un comentario considerado.
—Lo piensas ahora. Puede ser. Puede ser que no. —No había tono de disculpa en la voz—. Levantó el vaso y bebió. —El doctor Singh conocía el buen whisky.
El silencio fue más largo esa vez, más largo y más tenso. Sinclair, incómodo, lo rompió.
—Estoy seguro de que todos nos hacemos eco de los sentimientos del señor Patterson, McKinnon. Un trabajo magnífico.
Pero, utilizando sus palabras, no quiero cuestionar su competencia profesional, ¿corrió un riesgo bastante grande, no es así?
—¿Quiere decir que puse en peligro las vidas de todos los que estaban a bordo?
—No dije eso. —Su expresión turbada dejó en claro que si bien no lo había dicho, lo había pensado.
—Fue un riesgo calculado —dijo McKinnon—, pero sin exageración. Las probabilidades de éxito estaban de mi lado, creo. Estoy seguro de que el submarino tenía la orden de abordarnos, no de hundirnos, razón por la que también estoy seguro de que los que manejaban el cañón dispararon sin órdenes.
»El capitán del submarino, el Oberleutnant Klaussen, no era el hombre indicado, ni estaba en el lugar indicado en el momento indicado. Estaba cansado, o era inmaduro, inexperto o incompetente, o quizá se mostró un poco confiado. Puede ser que se haya tratado de una conjunción de todos esos factores. De lo que no hay duda es de que un capitán de submarino experimentado jamás se hubiera puesto en posición paralela a la nuestra, a menos de media milla de distancia. Debió haberse quedado a un par de millas, distancia que le habría permitido sumergirse a toda prisa en caso de emergencia, enviado la orden de que mandáramos una lancha, cargarla con media docena de hombres con ametralladoras automáticas y enviarla de vuelta para apoderarse del San Andreas. No podríamos haber hecho nada para detenerlos. O mejor aún, tendría que haberse acercado, desde la popa, posición que jamás hubiera posibilitado una colisión, y luego haberse detenido junto a la escala.
»Y por supuesto, se sintió demasiado seguro de sí mismo, demasiado confiado. Cuando nos vio bajando la escala, se convenció de que el juego había terminado. Jamás se le ocurrió que una nave hospital pudiera ser usada como arma ofensiva. Y fue tan ciego o tan estúpido como para no darse cuenta de que nos estuvimos acercando a él todo el tiempo, desde que establecimos el contacto. En resumen, cometió todos los errores posibles. Hubiera sido difícil elegir un hombre peor para ese puesto.
Hubo un silencio largo e incómodo. Mario, discreto y eficiente como siempre, había llenado todos los vasos que estaban sobre la mesa, pero con excepción del contramaestre, nadie había tocado el que le correspondía.
—Basándose en lo que usted indica —insistió Sinclair—, el capitán del submarino no era realmente el hombre indicado para esa tarea. Y, por supuesto, usted lo engañó por completo. Pero sin duda el peligro existía de todos modos. En la colisión, quiero decir. El submarino podía habernos hundido a nosotros y no viceversa. Estamos construidos con finas planchas de acero; el casco del submarino es terriblemente resistente.
—No me tomaría el atrevimiento de darle cátedra sobre asuntos médicos, doctor Sinclair.
El médico sonrió.
—Lo que quiere decir es que no debo tomarme el atrevimiento de darle cátedra sobre asuntos marítimos. Pero usted es contramaestre en una nave mercante, señor McKinnon.
—Hoy, sí. Pero antes pasé doce años de servicio en submarinos.
—Oh, no. —Sinclair sacudió la cabeza—. Demasiado, sencillamente demasiado. Sin duda hoy no es el día del doctor Sinclair.
—Sé de un número considerable de colisiones entre naves mercantes y submarinos. En casi todos los casos, las colisiones eran entre amigos o, en tiempos de paz, entre un submarino y un inocuo navío extranjero. Los resultados siempre eran los mismos: la nave de superficie siempre salía mejor.
»No parece lógico, pero tiene sentido. Tome una esfera hueca de vidrio, con paredes de, digamos, menos de un centímetro de diámetro, sumérjala a una profundidad considerable —hablo de casi cien metros— y no estallará. Sáquela a la superficie, déle un golpecito con un martillo y se deshará en mil pedazos. Es lo mismo con el casco de un submarino. Puede resistir presión a grandes profundidades, pero en la superficie, un golpe corto y seco, como el de la proa de una nave mercante, lo destrozará. Hay que admitir que las probabilidades de éxito del submarino no se acentúan por el hecho de que una nave mercante pueda desplazar muchos miles de toneladas y viajar a una velocidad regular. Por otra parte, aun un navío pequeño como un pes quero puede hundir un submarino. La idea es, doctor Sinclair, que no fue tan peligroso: no tenía muchas dudas acerca de cuál sería el resultado.
—Comprendo, señor McKinnon. Tiene delante de usted a un arrepentido zapatero que se atendrá a sus zapatos de aquí en más.
—¿Alguna vez le sucedió esto? —preguntó Patterson.
—No. De haberme sucedido, lo más probable es que hoy no estaría aquí. Sé de muchos casos. Cuando estaba en el servicio, el oficio, como solíamos llamarlo, teníamos un lema que decía algo como: no te preocupes por el enemigo, ten cuidado con tus amigos. En la década del veinte, un submarino británico —el MI— chocó accidentalmente con una nave mercante, cerca de la costa de Devon. Murieron todos. Tiempo después, un submarino norteamericano fue embestido por un barco de pasajeros italiano, el City of Rome. Todos murieron. Al poco tiempo, otro submarino norteamericano chocó con un torpedero de los guardacostas, cerca de Cape Cod. No hubo sobrevivientes. Una nave japonesa mandó a pique al Poseidón, británico. Un accidente. Fue frente a la costa del norte de China. Hubo un buen número de sobrevivientes, pero algunos murieron por envenenamiento de nitrógeno. En los primeros años de guerra, el Surcouf, tripulado por los franceses libres, y tan grande que se lo llamaba el trasatlántico de los submarinos, fue hundido en el Caribe por una nave del convoy al que escoltaba. El Surcouf tenía una tripulación de ciento cincuenta hombres: murieron todos. —McKinnon se pasó una mano por los ojos—. Hubo otros casos. Me olvidé de la mayoría. Ah, sí, estaba el Umpire. En el cuarenta y uno, creo. Lo destruyó un pesquero, y no grande.
Explicó su idea, como dice el doctor Sinclair, la dejó muy en claro. Acepto que el elemento de riesgo no era alto. Tendrá que tolerarnos, señor McKinnon. Somos todos aficionados. No sabíamos. Usted, sí. El hecho de que el submarino esté en el fondo del mar es prueba fehaciente de eso. —Hizo una pausa—. Debo decir, contramaestre, que su hazaña no parece haberle brindado satisfacción alguna.
—No.
Patterson asintió.
—Comprendo. Haber sido responsable de la muerte de tantos hombres… bueno, no es un pensamiento alegre. McKinnon lo miró, levemente sorprendido.
—Lo hecho, hecho está. El submarino se fue y su tripulación, también. No es motivo de celebración, pero tampoco de recriminación. La próxima nave mercante de los aliados que hubiera aparecido en el periscopio de Klaussen, sin duda habría ido a parar adonde está el submarino ahora. El único submarino bueno es el que está hundido en el fondo del mar, con el casco destrozado.
—¿Entonces por qué…? —Patterson se interrumpió, obviamente falto de palabras, y luego dijo—: Al diablo con los pros y los contras, igual fue un trabajo espléndido. La idea de estar en un campo de prisioneros me gustaba tan poco como a usted. —Miró alrededor de la mesa—. Un brindis por el contramaestre y por la memoria del doctor Singh.
—No soy tan modesto como me cree. No tengo el menor inconveniente en beber a mi propia salud. —McKinnon miró a los otros seis—. Pero me niego a brindar por Pie Sigiloso.
McKinnon se estaba convirtiendo en un experto para causar silencios. Ese, el cuarto, fue mucho más largo y más tenso que los que lo habían precedido. Los otros seis lo miraron boquiabiertos, se miraron entre ellos con expresiones adustas e interrogantes, luego volvieron a fijar la atención en McKinnon. Otra vez, fue Janet la que quebró el silencio.
—¿Sabes lo que estás diciendo, verdad, Archie? Al menos, espero que lo sepas.
—Me temo que sí. Doctor Sinclair, tenían una unidad para paros cardíacos en la sala de recuperación. ¿Había una unidad similar en algún otro lado?
—Sí. En el dispensario.
—Y tenía precisas instrucciones respecto de que en caso de emergencia, había que usar primero la que estaba en el dispensario.
—Así es. —Sinclair lo miró sin comprender—. ¿Cómo es posible que sepa eso?
—Porque soy muy inteligente. —El habitualmente calmo y frío contramaestre no hizo ningún esfuerzo por ocultar su amargura—. Después de lo que pasó, soy muy inteligente. —Sacudió la cabeza—. No tiene objeto que me escuchen decirles lo poco inteligente que fui. Sugiero que vayan todos a echar una ojeada a la unidad coronaria de la sala de recuperación. La unidad ya no está allí: esta en la Sala A, junto al escritorio de la cabo. La tapa está cerrada, pero la cerradura está dañada. Podrán abrirla con facilidad.
Los seis se miraron, se pusieron de pie, salieron y regresaron al cabo de un minuto. Se sentaron en silencio y permanecieron así. O estaban impactados por lo que habían visto o no encontraban palabras para expresar sus sentimientos.
—¿Bonito, no es así? —dijo McKinnon—. Un transmisor-receptor de gran poder. Dígame, doctor Sinclair, ¿se encerraba alguna vez el doctor Singh en la sala de recuperación? —No sabría decirle—. Sinclair sacudió la cabeza con vehemencia, como para deshacerse de la incredulidad. —Podría haberlo hecho y nadie se habría enterado.
—¿Pero con frecuencia entraba en esa habitación solo?
—Sí. Muchas veces. Solo. Insistía en ocuparse personalmente de los dos heridos. Estaba en todo su derecho, por supuesto; él era el que los había operado.
—Desde luego. Luego de que encontré la radio, todavía no sé qué me hizo abrir esa maldita unidad coronaria, examiné la cerradura de la puerta, la parte que el señor Jamieson había quemado con el soplete y el pestillo. Ambos estaban muy aceitados. Cuando el doctor Singh hacía girar esa llave, no se debía oír ningún ruido de metal contra metal, ni siquiera el menor de los clics, aunque uno estuviera escuchando a medio metro, no es que alguien haya tenido la menor razón para andar escuchando a medio metro, claro. Luego de cerrar la puerta y asegurarse de que sus dos pacientes estuvieran sedados, y si no lo estaban él se encargaba de sedarlos de inmediato, podía utilizar el aparato a voluntad. Imagino que no la debe de haber usado con demasiada frecuencia: el propósito principal, el esencial, de la radio era enviar continuamente una señal de guía.
—Todavía no puedo entenderlo ni obligarme a creerlo —dijo Patterson con lentitud, tratando de salir de su trance—. Por supuesto, es cierto, tiene que ser cierto, pero eso no lo hace más fácil de creer. Era un hombre tan bueno, tan amable, y un excelente médico, ¿no es así, doctor Sinclair?
—Era un excelente médico. De eso no hay dudas. Y un brillante cirujano.
—Como lo era el doctor Crippen, por lo que sé —dijo McKinnon—. Lo encuentro tan increíble como usted, señor Patterson. No tengo idea sobre cuáles pudieron ser sus motivos, y me imagino que jamás los sabremos. Era un hombre muy inteligente y cauteloso, que jamás corrió un riesgo, un hombre que siempre cubrió sus huellas. De no haber sido por unos artilleros alemanes demasiado ansiosos por disparar, jamás nos habríamos enterado de la identidad de Pie Sigiloso. Su traición puede haber tenido algo que ver con su origen: aunque hablaba de ser descendiente de paquistaníes era, por supuesto, indio, y tengo entendido que los indios con educación universitaria tienen pocos motivos para amar al soberano británico. Puede haber tenido algo que ver con la religión, si tenía raíces paquistaníes, probablemente era musulmán. En cuanto a la conexión… no tengo idea. Hay una docena más de razones aparte de la nacionalidad, la política y la religión, que convierten a un hombre en traidor. ¿De dónde salieron esas unidades coronarias, doctor Sinclair?
—Las cargaron en Halifax, Nueva Escocia.
—Lo sé. ¿Pero sabe de dónde vinieron?
—No tengo la menor idea. ¿Es importante?
—Es posible. Lo que sucede es que no sabemos si el doctor Singh instaló la radio luego de que trajeron la unidad a bordo o si ésta ya vino con la radio instalada. Me atrevería a apostar que el aparato ya había sido instalado. Algo muy difícil de hacer a bordo de un barco. Es difícil introducir el aparato de contrabando e igualmente difícil deshacerse de la unidad que estaba dentro de la caja.
Sinclair dijo:
—Cuando declaré que no sabía de dónde provino esa unidad no mentí. Pero sé de qué país es originaria: de Inglaterra.
—¿Cómo lo sabe?
—Por las marcas de los esténciles.
—¿Hay muchas empresas en Gran Bretaña que hacen esas cosas?
—Ni idea. No es algo que uno se pregunta. Una unidad coronaria es una unidad coronaria. Muy pocas empresas, me imagino.
—Tendría que ser fácil de rastrear el origen, y ni por un momento imagino que la unidad salió de la fábrica con la radio ya instalada. —Miró a Patterson—. Los de Inteligencia Naval estarían muy interesados en saber qué ruta siguió esa unidad entre la fábrica y el San Andreas y qué escalas hizo.
—Lo estarían, sin duda. Y no les llevaría nada de tiempo descubrir en qué momento cambió de manos y quién hizo el cambio. Me parece muy descuidado de parte de nuestros amigos saboteadores haberse dejado tan al descubierto.
—No crea, señor. Sencillamente, nunca imaginaron que los descubriríamos.
—Supongo que no. Dígame, contramaestre, ¿por qué tardó tanto en decirnos lo del doctor Singh?
—Porque tuve la misma reacción que ustedes: tuve que esforzarme mucho para convencerme de la evidencia ante mis propios ojos. Además, todos ustedes respetaban y estimaban mucho al doctor Singh; a nadie le gusta ser portador de malas noticias. —Miró a Jamieson—. ¿Cuánto tiempo llevaría señor, instalar un botón en el escritorio de la cabo en la Sala A, de modo que hiciera sonar un timbre, por ejemplo aquí, en el puente y en la sala de máquinas?
—Muy poco. —Jamieson hizo una pausa—. Sé que debe de tener una excelente razón para este, ¿cómo podríamos llamarlo?, sistema de alarma. ¿Podemos saber cuál es?
—Por supuesto. Para que la cabo o la enfermera a cargo de la Sala A pueda avisarnos si entra cualquier persona no autorizada a la Sala. Esa persona no autorizada estará en la misma ignorancia en que estamos nosotros en este momento: no sabrá si ese transmisor funciona o no. Tiene que dar por sentado que sí, tiene que dar por sentado que podemos estar en posición de enviar un SOS a la Marina Real. Obviamente, es de suma importancia para los alemanes que no se envíe esa señal y que quedemos desprotegidos y solos. Nos quieren con vida, así que el intruso hará cualquier cosa por destruir ese aparato.
—Un momento, —un momento dijo Patterson—. ¿Intruso? ¿Persona no autorizada? ¿De qué habla? El doctor Singh está muerto.
—No sé quién puede ser. Lo único que sé es que existe. Quizá recuerde que hace un tiempo dije que creía que teníamos más de un Pie Sigiloso a bordo. Ahora estoy seguro. Doctor Sinclair, durante la hora antes de que el teniente Ulbricht y su FockeWulf entraran en escena, y después de eso también, usted y el doctor Singh estaban operando a dos marineros heridos, ¿no es así? Me refiero a los hombres del Argos.
—Correcto. —Sinclair parecía perplejo.
—¿Salió él del quirófano en algún momento?
—Ni una vez.
—Y fue durante ese lapso que alguien estaba ocupado manipulando las cajas de juntas y fusibles. Así que… Pie Sigiloso número dos.
Hubo un breve silencio, luego Jamieson dijo:
—¿No somos particularmente brillantes?, ¿verdad? Por supuesto que tiene razón. Debimos habernos dado cuenta solos.
Y lo habrían hecho. Encontrar el cuerpo del doctor Singh y luego descubrir lo que era es suficiente como para excluir cualquier otro pensamiento de la mente. A mí acaba de ocurrírseme. Tuve más tiempo para recuperarme del asombro, supongo.
—Objeción —dijo Patterson—. O pregunta, mejor dicho. Si ese aparato está destrozado, los alemanes no tienen forma de rastrearnos.
—No nos están rastreando ahora —explicó McKinnon con paciencia-Los cables de la batería están desconectados. Aunque no lo estuvieran, destrozar el aparato sería el menor de los dos males. Lo último que quiere Pie Sigiloso número dos es ver a la Marina Real en el horizonte. Pueden tener otro transmisorreceptor escondido en algún lado, aunque lo dudo. Doctor Sinclair, por favor controle la otra unidad coronaria en el dispensario, aunque estoy seguro de que la encontrará en perfecto estado.
—Bueno —dijo Sinclair—, al menos es una satisfacción saber que nos perdieron.
—No apostaría a eso, doctor. Es más, apostaría en contra. Un submarino no puede utilizar su radio debajo del agua, pero hay que recordar que este muchacho nos seguía por la superficie y que estaba seguramente en constante contacto con su base terrestre. Sabrán exactamente cuál era nuestra ubicación y nuestro rumbo en el momento del hundimiento del submarino. Ni siquiera me sorprendería que hubiera otro submarino siguiéndonos ahora; por alguna maldita razón, parecemos tener mucha importancia para los alemanes. Y no hay que olvidar que cuando más al sudoeste vayamos, más horas de luz habrá. El cielo está bastante despejado y hay buenas probabilidades de que un FockeWulf o algún otro avión nos vea durante el día.
Patterson lo miró con expresión sombría.
—Usted si que nos reconforta, contramaestre.
McKinnon sonrió.
—Lo siento, señor. Sólo estaba calculando las probabilidades, eso es todo.
—Las probabilidades —dijo Janet—. Apuestas en contra de nuestras posibilidades de llegar a Aberdeen, ¿no es así, Archie?
McKinnon giró las manos con las palmas hacia arriba.
—No soy jugador, hay demasiados factores desconocidos. La opinión de cualquiera de ustedes es tan válida como la mía.
No apuesto contra nuestras posibilidades, Janet. Creo que podemos llegar. —Hizo una pausa—. Tres cosas. Iré a ver al capitán Andropolous y a sus hombres. Me parece que «radio» es una palabra bastante universal. Si no, el lenguaje de las señas debería resultar. La mayoría de la tripulación del Argos sobrevivió, así que lo más probable es que haya un oficial de radio entre ellos. Puede echarle un vistazo a ese aparato y ver si podemos usarlo para transmitir. Teniente Ulbricht, le agradecería que subiera al puente cuando sea la hora y haga sus cálculos. Tres: si las luces en la Sala A se apagan en algún momento, quienquiera que esté a cargo tiene que oprimir el botón de pánico inmediatamente.
McKinnon se dispuso a levantarse, se detuvo y miró la bebida que no había tocado.
—Bueno, quizá, después de todo, un brindis por los que se fueron. Una vieja maldición céltica, mejor. Por el doctor Singh. Que su sombra deambule esta noche por el lado oscuro del infierno. —Levantó el vaso—. Por Pie Sigiloso.
McKinnon bebió su brindis solo.