En la penumbra de la alborada, detrás de una repentina nevada violenta, apareció el submarino, camuflado en varios tonos de gris y a una distancia de menos de media milla. Navegaba sobre la superficie y se distinguían con claridad tres figuras en la torreta blindada y otras tres manejando el cañón de cubierta, un poco más a proa de la torreta. El submarino seguía un rumbo exactamente paralelo al del San Andreas y podía haberlo estado siguiendo desde hacía varias horas. Estaba a estribor de la nave, de modo que el San Andreas se hallaba entre éste y el cielo que se iluminaba hacia el sur. Las dos puertas del puente que daban a los alerones estaban totalmente abiertas. McKinnon tomó el teléfono, llamó a la sala de máquinas para indicar que pusieran los motores a toda máquina, giró el timón a estribor y comenzó a acercarse imperceptiblemente al submarino.
El y Naseby estaban solos en el puente. De hecho, eran las dos únicas personas que quedaban en la superestructura, puesto que diez minutos antes McKinnon había dado órdenes para que todo el mundo, incluyendo al recalcitrante teniente Ulbricht, bajara al hospital. Solicitó la compañía de Naseby por dos razones. A diferencia de él, Naseby era un experto señalero en Morse y tenía una lámpara de señales lista; más importante aún, McKinnon estaba casi seguro de que el puente sufriría un ataque en poco tiempo y quería tener un timonel competente a mano por si quedaba incapacitado.
—Mantente fuera de vista, George —dijo McKinnon—. Pero trata de vigilarlos. Van a empezar a mandar mensajes en cualquier momento.
—Pueden verte —dijo Naseby.
—Quizá puedan ver mi cabeza y mis hombros por encima del alerón del puente. Quizá no. No importa. La cosa es que creerán que yo no los veo. No olvides que están en el cuadrante oscuro del mar y no tienen motivos para creer que estamos esperando un ataque. Además, el trabajo de un timonel es vigilar la brújula y mirar hacia adelante; no hay razón para que yo tenga que estar oteando el horizonte hacia todos lados. —Sintió cómo vibraba la superestructura al adquirir mayor velocidad la nave, movió un poco más el timón hacia estribor, tomó un jarrito de latón de la bitácora destrozada y fingió beber de él—. Es como una ley de la naturaleza, George. Nada más tranquilizador que ver a un inocente que nada sospecha tomando una taza matinal de té.
Durante un minuto, que pareció eterno, nada sucedió. La superestructura comenzaba a vibrar con bastante intensidad y McKinnon comprendió que el San Andreas estaba avanzando a toda máquina. En ese momento estaban casi noventa metros más cerca del submarino que cuando lo divisaron, pero el capitán del mismo no dio señales de haberse dado cuenta de eso. Si McKinnon hubiera mantenido la velocidad anterior, el viraje hacia el submarino lo hubiera hecho quedar un poco a popa de éste, pero el aumento de velocidad le permitió mantener su posición. El capitán del submarino no tenía motivos para sospechar, y nadie en su sano juicio puede sospechar de un indefenso buque hospital.
—Está enviando señales, George —dijo McKinnon.
—Lo veo. —«Deténganse», dice. «Deténganse o los hundo». ¿Qué le envío, Archie?
—Nada. —McKinnon giró el timón otros tres grados a estribor, tomó otra vez el jarrito de latón y fingió beber—. No le prestes atención.
—¡No prestarle atención! —Naseby parecía angustiado—. Ya oíste lo que dijo. Va a hundirnos.
—Miente. No nos persiguió hasta aquí sólo para hundirnos. Nos quiere con vida. No solamente no va a torpedearnos; no puede, a menos que hayan inventado torpedos que doblen en esquina. ¿Así que cómo va a detenernos? ¿Con ese cañoncito ridículo que tiene en cubierta? Es apenas un poco más grande que un pompom.
—Debo advertirte, Archie, que el individuo va a enojarse mucho.
—No hay nada de qué enojarse. No vimos su señal. Naseby bajó los prismáticos.
—También tengo que advertirte que está a punto de usar el cañón cito ridículo.
—Seguro. El clásico disparo de advertencia para llamar la atención. Si de veras quiere advertirnos, disparará delante de la proa, se me ocurre.
Los dos proyectiles, cuando llegaron, dieron en el mar unos metros delante del San Andreas; uno se hundió en silencio entre las olas, y el otro estalló con el impacto. El ruido de la explosión y el crujido sordo del cañón ya no les permitieron pasar por alto la presencia del submarino.
—Muéstrate, George —dijo McKinnon—. Dile que deje de disparar y pregúntale qué quiere.
Naseby salió al ala de estribor y transmitió el mensaje. La respuesta llegó de inmediato.
—Tiene una sola idea en la cabeza —dijo Naseby—. El mensaje dice: «Deténganse o los hundo».
—Un individuo lacónico. Diles que somos una nave hospital.
—¿Crees que es ciego, quizá?
—Todavía hay poca luz y nuestro lado de estribor es el que está más a oscuras. Puede que piense que creemos que no puede ver. Dile que somos neutrales, menciona la Convención de Ginebra. Quizá sea una faceta mejor de su personalidad.
Naseby transmitió el mensaje, aguardó la respuesta, luego se volvió hacia McKinnon con pesar.
—No tiene una faceta mejor.
—Como la mayoría de los capitanes de submarinos alemanes. ¿Qué dice?
—La Convención de Ginebra no cuenta en el Mar de Noruega.
—Ya no hay hombría de bien en alta mar. Probemos con su patriotismo. Dile que tenemos sobrevivientes alemanes a bordo.
Mientras Naseby transmitía el mensaje, McKinnon telefoneó para que aminoraran la marcha. Naseby apareció en la puerta y sacudió la cabeza con tristeza.
—Su patriotismo marcha a la par de su hombría de bien. Dice: «Controlaremos compatriotas cuando abordemos. Comenzamos a disparar en veinte segundos».
—Responde: «No hay necesidad de disparar. Nos detenemos. Controlar estela».
Naseby envió su mensaje, luego dijo:
—Bueno, lo entendió bien. Ya tiene los prismáticos sobre la popa. Sabes, creo que se nos está acercando. Muy poco, pero sí, se acerca.
—Creo que tienes razón. —McKinnon giró el timón un poco más hacia estribor—. Si nota algo, probablemente creerá que es porque se nos está acercando y no viceversa. ¿Sigue mirando nuestra estela?
—Sí.
—La turbulencia ya debe de haberse disipado bastante. Eso tendría que ponerlo contento.
—Bajó los prismáticos —dijo Naseby—. Ahí viene un mensaje.
El mensaje no decía si el capitán del submarino estaba o no contento, pero denotaba cierto grado de satisfacción.
—Dice el tipo que somos muy juiciosos —informó Naseby—. También nos ordena que bajemos la escala.
—Dile que comprendiste. Avísale a Ferguson que empiece a arriarla de inmediato, pero que se detenga a alrededor de dos metros del agua. Luego diles a Curran y a Tren que bajen la lancha salvavidas hasta la misma altura.
Naseby pasó los dos mensajes y luego dijo:
—¿Crees que necesitaremos la lancha?
—Honestamente, no tengo idea. Pero si la necesitamos, la necesitaremos con mucha prisa. —Llamó a la sala de máquinas y pidió hablar con Patterson.
—¿Jefe? Habla el contramaestre. Estamos aminorando un poco, como sabe, pero eso es sólo por el momento. El submarino se nos está acercando. Bajamos la escala y la lancha salvavidas, la primera según las instrucciones del submarino y la lancha según las mías… No, no pueden verla. Está del lado de babor, que es su lado ciego. No bien estén en posición, voy a pedir motores a toda máquina. Solicito una cosa, señor. Si tengo que usar la lancha me gustaría que le permitiera al señor Jamieson venir conmigo. Con la pistola que tiene usted. —Escuchó por unos instantes mientras el teléfono emitía chasquidos en su oído y luego dijo—: Dos cosas, señor. Quiero al señor Jamieson, porque aparte de usted y de Naseby, es el único miembro de la tripulación en quien puedo confiar. Muéstrele dónde está la traba de seguridad. Y no, señor, usted sabe perfectamente que no puede venir en lugar del señor Jamieson. Es el oficial a cargo y no puede abandonar el San Andreas. —McKinnon dejó el teléfono y Naseby dijo con tono de reproche:
—Podrías llevarme a mí.
McKinnon lo miró con frialdad.
—¿Y quién va a timonear esta maldita nave cuando yo no esté?
Naseby suspiró.
—Es cierto, es cierto. Parecen estar preparando una expedición de abordaje, Archie. Hay tres hombres más en la torreta blindada. Están armados con ametralladoras o metralletas o como se llamen esas cosas. Algo feo, en fin.
—Pues no esperábamos rosas. ¿Cómo anda Ferguson? Si esa escala no empieza a moverse pronto el capitán del submarino comenzará a sospechar. O lo que es peor, comenzará a impacientarse.
—No creo. Al menos, no todavía. Veo a Ferguson, así que estoy seguro de que el capitán alemán también lo ve. Ferguson tiene dificultades de algún tipo, está martillando el aparejo. Seguro que está congelado.
—Fíjate cómo viene la lancha, ¿quieres?
Naseby cruzó el puente, salió al alerón de babor y regresó en unos segundos.
—Ya está abajo. A dos metros del agua, como pediste. —Cruzó al alerón de estribor, escudriñó el submarino con los binoculares, los bajó y se volvió hacia McKinnon.
—Maldita la gracia que me hace. Todos esos tipos parecen llevar máscaras de gas o algo así.
—¿Máscaras de gas? ¿Te sientes bien?
—Por supuesto que sí. Todos llevan alrededor del cuello un chaleco salvavidas con forma de herradura, con una manguera adherida a la parte superior. No la llevan puesta ahora, la tienen colgando por delante, pero hay una boquilla y antiparras adheridas al extremo del tubo. ¿Desde cuándo usan gas los submarinos alemanes?
—No lo usan. ¿De qué les serviría el gas? —Tomó los prismáticos de Naseby, examinó el submarino por unos instantes y luego se los devolvió—. Tauchretter, George Tauchretter. Conocido también como el pulmón Dráguer. Tiene un cilindro de oxígeno y un recipiente con dióxido de carbono. Su única función es ayudar a escapar de un submarino hundido.
—¿No es gas? —Naseby parecía algo desilusionado.
—No es gas.
—Pues para mí, ése no parece un submarino hundido.
—Algunos comandantes de submarinos obligan a la tripulación a llevarlos todo el tiempo cuando están sumergidos. No tiene mucho sentido en estas aguas, pienso. Andan a alrededor de doscientos metros de profundidad, aquí, a veces llegan a trescientos. No hay forma de escapar de esas profundidades, con el pulmón Dráguer o sin él. ¿Y Ferguson?
—Por lo que puedo ver, sigue martillando. No, espera, espera. Dejó el martillo y está tratando de soltar la palanca. Se mueve, Archie. Está bajando.
—¡Ah! —McKinnon telefoneó para que pusieran los motores a toda máquina.
Transcurrieron unos segundos, luego Naseby dijo:
—A mitad de camino. —Luego de un lapso similar, prosiguió con el mismo tono lacónico—. Ya está abajo, Archie. A dos metros, más o menos. Ferguson la ha asegurado.
McKinnon asintió y puso todo el timón a estribor. Lentamente al principio y luego con creciente velocidad, el San Andreas comenzó a virar.
—¿Quieres quedarte sin cabeza, George?
—En realidad, no. —Naseby entró, cerró la puerta del alerón detrás de si y espió por la ventanilla de la puerta. El San Andreas, que ya no cabalgaba con el mar, comenzaba a cabecear aunque suavemente; pero la superestructura entera vibró en forma alarmante cuando los motores alcanzaron el punto máximo de poder.
—¿No crees que deberías tirarte al suelo?
—En un minuto, Archie, en un minuto. ¿Crees que los del submarino se fueron a dormir?
—Tienen problemas con la vista, seguro. Pienso que deben de estar restregándose los ojos, sin poder creer lo que ven.
Si bien los del submarino no estaban literalmente restregándose los ojos, la deducción de McKinnon había sido acertada. Las reacciones del comandante y de su tripulación fueron extraordinariamente lentas, pero dadas las circunstancias, eso resultaba comprensible. La tripulación del submarino había cometido el perdonable e imperdonable error de confiarse y bajar la guardia justo en el momento en que deberían de haber estado más alertas al peligro. Pero el hecho de ver que se arriaba la escala en estricto cumplimiento de sus órdenes debió de convencerlos de que no había posibilidad de que se ofreciera resistencia y que el abordaje del San Andreas ya era un hecho. Además, nadie en la historia de la guerra jamás había oído que una nave hospital se usara como arma ofensiva. Era impensable. Lleva tiempo reconsiderar lo impensable.
El San Andreas había virado tanto que el submarino estaba a no más de 45° hacia proa y estribor. Naseby pasó de la puerta del alerón a la ventanilla más cercana de la parte delantera del puente.
—Están apuntando lo que a ti te gusta apodar ese cañoncito ridículo.
—Entonces quizá sea mejor que nos tiremos al suelo.
—No. No están apuntándola al puente, sino al casco, hacia popa. No sé qué pretenden… —Se interrumpió y gritó—: ¡No!
—¡No! ¡Al suelo, al suelo! —Se arrojó sobre McKinnon y ambos cayeron sobre la cubierta del puente. En el momento que tocaban el suelo, cientos de proyectiles, acompañados por el repiqueteo de varias ametralladoras, se estrellaron contra el extremo de proa y de estribor del puente. Ninguna de las balas logró penetrar el metal, pero las cuatro ventanas se hicieron añicos. Los disparos duraron alrededor de tres segundos y no bien cesó, el cañón de cubierta del submarino disparó tres veces en rápida sucesión, y en cada ocasión, el San Andreas se sacudió al recibir los proyectiles en algún lugar del casco a proa.
McKinnon se puso de pie y tomó el timón.
—Si hubiera estado aquí de pie, ahora sería el difunto Archie McKinnon. Te daré las gracias mañana. —Contempló la ventana central delante de él. Estaba perforada, rajada y completamente opaca—. ¿George?
Pero Naseby no necesitaba que se lo dijera. Tomó el matafuegos y rompió la ventana con sólo dos golpes. Echó una ojeada cautelosa por donde había estado la ventana, vio que el San Andreas se cerraba sobre la proa del submarino y se enderezó en forma abrupta, con la instintiva reacción del que de pronto comprende que el peligro pasó.
—La torreta de comando está vacía, Archie. Todos se han ido. ¿Condenadamente curioso, no crees?
—No tiene nada de curioso. —El contramaestre hablaba con ironía; si estaba impresionado o sacudido por lo cerca que había estado de la muerte, no lo demostraba—. Es habitual, George, bajar y cerrar la escotilla detrás de uno cuando se tiene la intención de sumergirse. En este caso, de sumergirse a toda velocidad.
—¿Sumergirse a toda velocidad?
—El capitán no tiene alternativa. Sabe que no tiene fuego para detenernos y que no hay forma de usar los torpedos. En este momento está expulsando todo el lastre principal. ¿Ves esas burbujas? Eso es agua que sale de los tanques de lastre por presión de aire; algo como mil trescientos cincuenta kilogramos por centímetro cuadrado.
—Pero… dejó a los artilleros en cubierta.
—Así es. Otra vez, no tiene alternativa. Un submarino es mucho más valioso que las vidas de tres hombres. ¿Ves esas válvulas que están girando en la parte derecha de los trajes? Son válvulas de oxígeno. Convierten a los pulmones Dráguer en chalecos salvavidas. De nada les servirán si se topan con una hélice. ¿Quieres salir a los alerones, George, y ver si hay fuego o humo en popa?
—Podrías telefonear.
McKinnon señaló el teléfono delante del timón; el aparato había sido destrozado por una bala de ametralladora. Naseby asintió y salió primero a un ala y luego a otra.
—Nada. Nada que pueda verse desde afuera. —Miró hacia adelante, en dirección al submarino, que estaba a menos de cien metros—. Se está sumergiendo, Archie. Las cubiertas de proa y popa ya están llenas de agua.
—Lo veo.
—Y está virando a estribor.
—También lo veo. Es la desesperación. Cree que si puede virar el submarino en un ángulo muy agudo, recibirá un impacto menor. Un impacto al que pueda sobrevivir.
—El casco ya está sumergido. ¿Lo logrará?
—Es demasiado tarde. —McKinnon telefoneó para pedir motores a toda máquina y giró el timón levemente a babor. Cinco minutos más tarde, cuando la parte superior de la torreta se estaba cubriendo de agua, el tajamar del San Andreas embistió el casco del submarino, a alrededor de noventa metros a proa de la torreta de comando. La nave hospital se sacudió, pero el efecto global del impacto fue extrañamente pequeño. Por un período de no más de tres segundos, experimentaron, más que oyeron, la sensación de acero rechinando sobre acero. Luego, en forma abrupta, el contacto se perdió.
—Bien —dijo Naseby—. Con que así es como se hace, ¿eh? —Hizo una pausa—. Va a haber mucho metal destrozado en ese submarino. Si una hélice embiste…
—Imposible. El submarino se fue para abajo y todavía deben de estar expulsando lastre. Esperemos no haber recibido muchos daños.
—Dijiste que el capitán no tenía alternativa. Nosotros tampoco. ¿Crees que habrá sobrevivientes?
—No lo sé. Si los hay, lo averiguaremos muy pronto. Dudo mucho que hayan tenido tiempo de cerrar las escotillas estancas. Si no lo hicieron, entonces ese submarino se va a pique. Si alguien va a escapar, tendrá que hacerlo antes de pasar los setenta y cinco metros, jamás oí de nadie que escapara de un submarino a mayor profundidad.
—¿Tendrían que usar la torreta?
—Supongo que sí. Hay una escotilla a proa; en realidad es una escotilla de acceso al cañón de cubierta. Pero lo más probable es que la proa del submarino esté totalmente inundada, así que ésa no serviría. Puede haber una escotilla en popa, no lo sé. La torreta es lo más fácil, o lo habría sido si no hubiéramos embestido su navío.
—No les dimos cerca de la torreta.
—No era necesario. El poder compresivo de algo como diez toneladas de peso tiene que ser bastante feroz. La escotilla de la torreta puede haberse cerrado a presión. No sé si será posible abrirla. O lo que es peor aún, puede haberse abierto y con cuatrocientos cincuenta litros de agua por segundo entrando en la sala de control, no hay forma de que nadie puede escapar; probablemente queden inconscientes al cabo de los primeros instantes. Bajaré a la cubierta, ahora. Sigue virando a estribor y mantente a popa hasta que te detengas, luego vira hacia el viento. Sacaré la lancha no bien te hayas alejado lo suficiente.
—¿De qué sirve sacar la lancha si no va a haber sobrevivientes?
McKinnon lo guió al alerón de babor y hacia popa vieron a tres hombres en el agua.
—Esos tres tipos. Los artilleros. Por lo que pude ver, sólo llevaban mamelucos e impermeables. Quizás un pulóver o dos, pero eso no haría diferencia. Si los dejas allí otros diez o quince minutos, morirán congelados.
—Que se mueran. Esos malnacidos nos dieron tres veces en la popa. Quién sabe, quizá algunos de esos proyectiles hayan estallado en el hospital.
—Lo sé, George, lo sé. Pero creo que la Convención de Ginebra dice algo al respecto. —McKinnon le palmeó el hombro y bajó.
Justo afuera de la entrada del hospital, McKinnon encontró a media docena de personas que lo esperaban: Patterson, Jamieson, Curran, Trent, McCrimmon y Stephen. Patterson dijo:
—Creo que ha habido una colisión o algo así, contramaestre.
—Sí, señor. Un submarino.
—¿Y?
McKinnon señaló hacia abajo.
—Espero que no corramos la misma suerte que ellos. ¿Los mamparos estancos de proa, señor?
—Por supuesto. De inmediato. —Patterson miró a McCrimmon y a Stephen, que se marcharon sin pronunciar palabra.
—¿Qué más, contramaestre?
—Nos dieron tres veces en la popa, señor. ¿Daños en el hospital?
—Algunos. Los tres proyectiles dieron en el área del hospital. Uno parece haber estallado cuando atravesaba el mamparo entre la Sala A y la B. Algunos heridos, ninguna baja. El doctor Sinclair se está haciendo cargo.
—¿Y el doctor Singh?
—Estaba en la sala de recuperación con los dos marineros heridos del Argos. La puerta se trabó y no podemos entrar.
—¿Estalló algún proyectil allí adentro?
—Nadie lo sabe.
—Nadie lo… pero ese es el compartimiento adyacente a la Sala A. ¿Son todos sordos, allí adentro?
—Así es. Fue el primer proyectil el que estalló entre las dos salas. Eso los dejó bien sordos.
—Ah. Bien, la sala de recuperación tendrá que esperar. ¿Qué sucedió con el tercer proyectil?
—No explotó.
—¿Dónde está?
—Rodando de aquí para allá.
—Rodando de aquí para allá —repitió McKinnon lentamente—. Qué bien. Sólo porque no estalló con el impacto…
—Se interrumpió y le dijo a Curran: —Un par de sogas de la lancha. No olviden los cuchillos—. Entró y reapareció a los veinte segundos, trayendo un proyectil pequeño y de apariencia inocua. Lo tiró por la borda y dijo a Jamieson: —¿Tiene su pistola, señor?
—La tengo. ¿Para qué quiere las sogas, contramaestre?
—Para lo mismo que quiero su pistola, señor. Para desalentar a la gente. Para atarla si es necesario. Si hay sobrevivientes, no se sentirán contentos por lo que les hemos hecho a sus compañeros y a su navío.
—Pero esos hombres no están armados. Son tripulantes de submarino.
—No lo crea, señor. Muchos oficiales llevan pistolas, y los suboficiales también, según tengo entendido.
—¿Aun si tuvieran pistolas, que podrían hacer? —Tomarnos como rehenes, eso es lo que podrían hacer. Y si nos toman como rehenes, podrían copar la nave.
—¿Usted no confía en demasiada gente, verdad? —preguntó Jamieson, casi con admiración.
—Sólo en alguna. Sucede que no me gusta correr riesgos. La lancha estaba a menos de cincuenta metros de donde flotaban los artilleros del submarino, cuando Jamieson tocó el brazo de McKinnon y señaló hacia estribor.
—Burbujas. Michas burbujitas.
Las veo. Puede ser que alguien esté subiendo.
—Creí que siempre subían en una gran burbuja de aire.
—Nunca. Pude haber una gran burbuja cuando abandonan el submarino, pero ésa se desintegra de inmediato. —McKinnon aminoró la marcha al acercarse al grupo que estaba en el agua.
—Alguien acaba de salir a la superficie —dijo Jamieson.
No, por Dios, son dos.
—Sí. Tienen chalecos salvavidas inflables. Aguantarán. —McKinnon detuvo el motor y esperó mientras Curran, Trent y Jamieson literalmente tiraban de los hombres hasta subirlos a bordo. Parecían incapaces de colaborar. Eran tres muchachitos y temblaban en forma incontrolable, esforzándose por no parecer aterrorizados.
—¿Revisamos a estos tres? —dijo Jamieson—. ¿Los atamos?
—Cielos, no. Míreles las manos, están azules y petrificadas. Si ni siquiera pudieron aferrarse a la lancha, menos podrían apretar un gatillo, aun si lograran desabotonarse los impermeables, cosa que les es imposible.
McKinnon accionó la palanca y se dirigió hacia los dos hombres que habían salido a la superficie. Mientras tanto, una tercera figura apareció a menos de doscientos metros.
Los dos hombres que rescataron parecían estar en buen estado. Uno de ellos era moreno, de ojos oscuros y rostro inteligente y alerta. Debía de tener unos veintisiete o veintiocho años. El otro era muy joven, muy rubio y estaba muy asustado. McKinnon se dirigió al primero, en alemán.
—¿Su nombre y su rango?
—0bersteuermann Doenitz.
—¿Doenitz? Muy apropiado. —El almirante Doenitz era el brillante comandante en jefe de la flota alemana de submarinos—. ¿Tiene una pistola, Doenitz? Si dice que no la tiene y le encuentro una, tendré que matarlo porque no es digno de confianza. ¿Tiene una pistola?
Doenitz se encogió de hombros y extrajo una pistola envuelta en goma.
¿Y su amigo?
—El joven Hans es ayudante de cocina. —Doenitz hablaba un inglés fluido—. No se le puede confiar una sartén, y mucho menos una pistola.
McKinnon le creyó y fue en busca del tercer sobreviviente. Al acercarse, vio que el hombre estaba muerto o inconsciente, porque tenía el cuello doblado hacia adelante y la cara en el agua. La razón de eso no fue difícil de averiguar. El pulmón Dráguer estaba inflado solamente a medias y el exceso de oxígeno se había ido al punto más alto de la bolsa detrás de su cuello obligándolo a bajar la cabeza. McKinnon se detuvo junto al hombre, lo tomó del chaleco salvavidas, le puso una mano debajo del mentón y le levantó el rostro del agua.
Lo examinó por uno o dos segundos y le dijo a Doenitz:
—Lo conoce, por supuesto.
—Heissman, nuestro primer teniente.
McKinnon lo dejó caer nuevamente al agua. Doenitz lo miró con una mezcla de ira y asombro.
—¿No va a subirlo? Puede estar inconsciente o casi ahogado.
Su primer teniente está muerto. —McKinnon hablaba con total convicción—. Tiene la boca llena de sangre. Le estallaron los pulmones. Se olvidó de exhalar oxigeno mientras subían.
Doenitz asintió.
—Quizá no sabía que había que hacerlo. Yo no lo sabía. Me temo que últimamente no tenemos mucho tiempo para practicar la forma de escapas. —Miró a McKinnon con curiosidad—. ¿Cómo lo sabía? Usted no es tripulante de submarinos.
—Lo fui. Durante doce años.
Curran gritó desde la proa.
—Hay uno más, contramaestre. Acaba de salir. Derecho hacia adelante.
McKinnon arrimó la lancha al hombre en menos de un minuto e hizo que lo subieran y lo tendieran sobre un banco. Permaneció allí en una extraña posición: con las rodillas flexionadas contra el pecho, las manos apretando las rodillas, tratando de rodar de lado a lado. Era la subida, o no habría liberado el oxígeno de los pulmones. ¿Durante la noche viajaron debajo del agua o sobre la superficie?
—Superficie. Todo el tiempo.
—Eso descarta el dióxido de carbono, que puede ser venenoso; pero no se puede acumular dióxido de carbono cuando está abierta la torreta. Por la forma en que se aprieta el pecho y las piernas, parecería ser la enfermedad de descompresión, pues es allí donde duelen más sus efectos. Pero esto tampoco puede ser.
—¿Enfermedad de descompresión?
—Sí, la enfermedad de los buzos. Es cuando se forman burbujas de nitrógeno demasiado rápidamente, casi siempre cuando se sube con demasiada velocidad. —McKinnon, con la lancha a toda velocidad, se dirigía directamente hacia el San Andreas, que se había detenido a menos de media milla de distancia—. Pero para eso es necesario estar respirando en una atmósfera de alta presión durante bastante tiempo y su capitán no estuvo debajo del agua lo suficiente como para eso. Quizás escapó de una gran profundidad, quizá de una profundidad mayor de la que nadie escapó estando en un submarino, y en ese caso, no sé qué efectos podría tener. Hay un médico a bordo. Supongo que él tampoco lo sabrá; un médico común puede pasarse la vida sin encontrar un caso como éste. Pero al menos podrá calmarle el dolor.
La lancha salvavidas pasó cerca de la proa del San Andreas que, curiosamente, parecía estar intacta. Pero el daño era incuestionable: el San Andreas estaba por lo menos noventa centímetros más hundido en la proa, cosa que era de esperarse si los compartimientos de proa se habían inundado, lo que era inevitable.
McKinnon detuvo la lancha junto a la nave y ayudó al capitán del submarino, que estaba casi inconsciente, a llegar hasta la escala. Patterson lo esperaba allí, con el doctor Sinclair y otros tres miembros del equipo de la sala de máquinas.
—Éste es el capitán del submarino —le dijo McKinnon al doctor Sinclair—. Puede estar sufriendo de envenenamiento por nitrógeno.
—Por desgracia, contramaestre, no tenemos cámara de descompresión a bordo.
—Lo sé, señor. Es posible que sólo esté sufriendo los efectos de haber salido a la superficie desde una gran profundidad. No lo sé, lo único que sé es que está terriblemente dolorido. Los demás están bastante bien, todo lo que necesitan es ropa seca. —Se volvió hacia Jamieson, que acababa de unírsele en la cubierta.
—¿Quizá, señor, sería tan amable de supervisar el cambio de ropa?
—¿Quiere que me asegure de que no llevan nada que no deberían llevar?
McKinnon sonrió y se volvió hacia Patterson.
—¿Cómo están los mamparos estancos de proa, señor? —Aguantan. Me fijé. Están retorcidos y trabados, pero aguantan.
—Con su permiso, señor, tomaré un traje de buzo y echaré un vistazo.
—¿Ahora? ¿No puede esperar un poco?
—Me temo que esperar es lo único que nos resta. Podemos estar casi seguros de que el submarino estaba en contacto con Trondheim hasta el momento en que nos indicó que nos detuviéramos; creo que sería una estupidez de nuestra parte suponer lo contrario. Pie Sigiloso sigue entre nosotros. Los alemanes saben exactamente dónde estamos. Hasta ahora, por razones que sólo ellos conocen, nos han estado tratando con guantes de seda. Quizás ahora sientan deseos de quitarse esos guantes. No me parece que al almirante Doenitz le guste la idea de que uno de sus submarinos fue hundido por un buque hospital. Creo que nos corresponde, señor, salir de aquí a toda velocidad. El problema es que tenemos que decidir si ir a toda máquina hacia adelante o hacia atrás.
—Ah. Sí, comprendo. Tiene razón.
—Sí, señor. Si el orificio en la proa es lo suficientemente grande, no creo que los mamparos toleren la presión si vamos a mucha velocidad. En ese caso, tendríamos que avanzar marcha atrás. La idea no me agrada demasiado. Pero no es imposible hacerlo. Sé de un petrolero que embistió a un submarino alemán a alrededor de setecientas millas del puerto al que se dirigía. Llegó… haciendo todo el recorrido marcha atrás. Pero no me gusta mucho la idea de ir de popa hasta Aberdeen, sobre todo si el tiempo empeora. No sólo no tiene que ir más despacio, sino que timonear se torna condenadamente difícil.
—Me pone nervioso, contramaestre. A toda velocidad, McKinnon, como dice usted, a toda velocidad. ¿Cuánto tiempo llevará?
—Sólo lo que tardo en ponerme el traje de goma, la máscara, tomar la linterna, bajar y volver a subir. Como máximo, veinte minutos.
McKinnon regresó en quince minutos. Con la máscara en una mano y la linterna en la otra, subió por la escala hasta donde estaba Patterson, esperándolo.
—Podemos ir hacia adelante, señor —dijo McKinnon—. A toda máquina, diría.
—Bien, bien, bien. ¿Les daños son leves, supongo? ¿Cómo es de pequeño el orificio?
—No es un orificio pequeño. Es un maldito boquete, grande como la puerta de un gran alero. Hay un trozo de ese submarino de alrededor de dos metros por uno ochenta, empotrado en nuestra proa. Parece ser un tapón bastante resistente y creo que cuanto más rápido vayamos, más se asegurará.
¿Y si nos detenemos o tenemos que retroceder, o nos topamos con mal tiempo?… quiero decir, ¿qué pasa si se cae el tapón?
—Le agradecería, señor, que no hablara de esas cosas.