Poco después de las diez de la mañana, comenzó a nevar otra vez. McKinnon se había quedado quince minutos más en el camarote del capitán, y se marchó sólo cuando vio que al teniente le estaba resultando difícil mantener los ojos abiertos. Luego habló con Naseby, Patterson y con Jamieson, que estaba supervisando nuevamente las tareas de refuerzo de la superestructura. Los tres estuvieron de acuerdo en que Ulbricht sin duda estaba en lo cierto; y los tres opinaron como el contramaestre que ese nuevo descubrimiento no servía de nada. McKinnon regresó al puente cuando comenzó a nevar de nuevo.
Abrió la puerta de un alerón con cuidado, pero la fuerza del viento se la arrancó de la mano, haciéndola golpear contra el puente. La nieve, liviana todavía, caía en forma casi horizontal. Era imposible estar de frente a ella, pero volviéndole la espalda y mirando hacia proa, vio que el sentido de las olas había cambiado: el amanecer estaba llegando y gracias a esa luz vio paredes de agua que tendían a ir para un lado y luego para otro, en forma desordenada y confusa. Aun sin la evidencia de sus ojos se hubiera dado cuenta del cambio: la cubierta bajo sus pies comenzaba a temblar y sacudirse de manera desconcertante. El frío era intenso. A pesar de su considerable peso y de su fuerza, McKinnon descubrió que la tarea de cerrar la puerta del alerón detrás de sí al entrar de nuevo en el puente no era nada fácil.
Se encontraba conversando con Trent cuando sonó el teléfono. Era la cabo Morrison. Dijo que ya estaba lista para subir al camarote del capitán.
—No se lo recomendaría, cabo. Las cosas no están muy agradables aquí arriba.
—Le recuerdo que me dio su palabra. —Hablaba con su mejor voz de cabo.
—Lo sé. Pero es que las condiciones han empeorado.
—Oiga, señor McKinnon…
—Allá voy. Pero usted es responsable.
En la Sala B, Janet Magnusson lo miró con reprobación.
—El hospital no es lugar para un muñeco de nieve.
—Sólo estoy de paso. En una misión caritativa. Al menos, eso es lo que cree tu testaruda amiguita.
Ella se mantuvo impasible.
—¿Se trata del teniente Ulbricht?
—¿Quién si no? Acabo de verlo. Parece estar bastante bien. Creo que ella está loca.
—El problema contigo, Archie McKinnon, es que no tienes fineza de sentimientos. No en lo que se refiere a cuidar de los enfermos. Y en otros sentidos tampoco, seguramente. Y si ella está loca, es sólo porque ha estado diciendo cosas agradables sobre ti.
—¿Sobre mí? No me conoce.
—Es cierto, Archie, es cierto. —Sonrió dulcemente—. Pero el capitán Bowen, sí.
McKinnon buscó por un instante algún comentario adecuado para hacer acerca de los capitanes que chismeaban con las cabos, no encontró ninguno y pasó a la Sala A. La cabo Morrison, apropiadamente abrigada, lo estaba esperando. Había un pequeño maletín médico sobre una mesa junto a ella. McKinnon la saludó con un movimiento de la cabeza.
—¿Quiere por favor sacarse esos lentes, cabo?
—¿Por qué?
—Es el Don Juan que hay en él —comentó Kennet. Hablaba casi con su buen humor habitual—. Probablemente piensa que se la ve mejor sin ellos.
—No es mañana para un oso polar, señor Kennet, y mucho menos para un Don Juan. Si la señora no se quita los lentes, el viento lo hará por ella.
—¿Cómo está el viento, contramaestre? —Era el capitán Bowen.
—Fuerza once, señor. Tormenta de nieve. Nueve noventa milibares.
—¿Y las aguas se están quebrando? —Aun en el hospital, el temblor del navío era inconfundible.
—Un poco, señor.
—¿Algún problema?
—Aparte del hecho de que la cabo parece decidida a suicidarse, ninguno. —Al menos, mientras resista la superestructura, pensó.
La cabo Morrison ahogó una exclamación cuando salieron a la cubierta superior. A pesar de que se había preparado mentalmente, no imaginó la fuerza salvaje de ese viento huracanado y la nieve que lo acompañaba; tampoco imaginó el efecto que tendría en sus pulmones la abrupta caída de veinticinco grados en la temperatura. McKinnon no perdió el tiempo. Aferró a la cabo Morrison con una mano, la soga con la otra y permitió que el viento los empujara por la traicionera cubierta congelada hasta la protección de la superestructura. Una vez que estuvieron bajo techo, ella se quitó la capucha y permaneció allí, jadeando y masajeándose las costillas.
—La próxima vez, señor McKinnon, si es que hay una próxima vez, lo escucharé. ¡Dios mío! Nunca imaginé… bueno, nunca lo imaginé. ¡Y mis costillas! —Se las tocó con cuidado como para asegurarse de que todavía seguían allí—. Tengo costillas comunes, como todo el mundo. Creo que me las quebró.
—Lo siento —dijo McKinnon, muy serio—. Pero no creo que le hubiera gustado caer por la borda. Y me temo que habrá una próxima vez. Tenemos que regresar y en contra del viento, cosa que será bastante peor.
—Por el momento, no tengo ningún apuro por regresar, gracias.
McKinnon la guió por la escalera hacia los camarotes de la tripulación. Ella se detuvo y contempló el pasillo retorcido, los mamparos quebrados, las puertas destrozadas.
—De modo que es aquí donde murieron. —Hablaba en un susurro ronco—. Cuando uno lo ve, es demasiado fácil comprender cómo murieron. Pero primero hay que verlo para poder entender. Horrendo… bueno, no es la palabra adecuada. Gracias a Dios que no lo vi. Y usted tuvo que despejar todo.
—Tuve ayuda.
—Sé que hizo lo más horrible. El señor Spenser, el señor Rawlings, el señor Batesman, esos fueron los casos más horrorosos, ¿verdad? Sé que no dejó que nadie más los tocara. Johnny Holbrook se lo dijo a Janet y ella me lo contó. —Se estremeció—. No me gusta este lugar. ¿Dónde está el teniente?
McKinnon la guió hasta el camarote del capitán, donde Naseby estaba vigilando al teniente Ulbricht, que estaba recostado.
—Buenos días, otra vez, teniente. Acabo de experimentar en carne propia el clima al que lo ha estado exponiendo el señor McKinnon. Fue terrible. ¿Cómo se siente?
—Mal, cabo. Muy mal. Creo que necesito cuidados y atención.
Ella se quitó el traje impermeable y el abrigo.
—No parece estar muy grave.
—Apariencias, apariencias. Me siento muy débil. No quiero pecar de insolente automedicándome, pero lo que necesito es un tónico, algo que me devuelva las fuerzas. —Tendió una mano lánguida—. ¿Sabe qué hay allí en ese armario?
—No —respondió ella con tono severo—. No lo sé, pero puedo adivinar.
—Bueno, pensé que quizás… en estas circunstancias, comprende…
—Esas son las provisiones privadas del capitán Bowen.
—¿Me permite repetir lo que dijo el capitán? —dijo McKinnon—. Mientras el teniente Ulbricht siga navegando, puede continuar haciendo uso de mis provisiones. O algo parecido.
—No veo que esté navegando ahora. Pero está bien. Un trago pequeño.
McKinnon le sirvió un vaso de whisky y se lo alcanzó. La expresión en el rostro de la cabo indicaba claramente que ella y el contramaestre tenían diferentes interpretaciones de la palabra «pequeño».
—Vamos, George —dijo McKinnon—. Éste no es lugar para nosotros.
La cabo Morrison pareció sorprenderse.
—No podemos tolerar el hecho de ver sangre. Ni tampoco el sufrimiento, para el caso.
Ulbricht bajó el vaso.
—¿Nos dejan a merced de Pie Sigiloso?
—George, si esperas afuera, iré a relevar un poco a Trent en el timón. Cuando esté lista para irse, cabo, sabrá dónde encontrarme.
McKinnon creyó que el trabajo de la cabo Morrison llevaría diez o quince minutos como mucho, pero sin embargo, pasaron casi cuarenta hasta que ella apareció en el puente. El contramaestre la miró con compasión.
—¿Más trabajo de lo que creía, cabo? ¿No estaba bromeando cuando dijo que se sentía mal?
—No le pasa nada. Sobre todo a su lengua. ¡Cómo habla ese hombre!
—¿No estaba hablando con una pared, verdad?
—¿Qué quiere decir?
—Bueno —dijo McKinnon con buena lógica—, no habría seguido hablando si usted no hubiera seguido escuchándolo.
La cabo Morrison no parecía apurada por marcharse. Permaneció en silencio por unos minutos, luego dijo con una leve sonrisa:
—Esto me resulta… bueno, enojoso, no, pero sí fastidioso. La mayoría de las personas estaría interesada por saber de qué hablamos.
—Estoy interesado por saberlo. Es sólo que no soy curioso. Si quisiera decírmelo, me lo diría. Si yo le pidiera que me lo dijera y usted no quisiera hacerlo, entonces no me lo contaría. Pero está bien, me gustaría que me lo contara.
—No sé si eso me resulta enojoso o no. —Hizo una pausa—. ¿Por qué le contó al teniente Ulbricht que yo era mitad alemana?
—No es un secreto, ¿verdad?
—No.
—Y no está avergonzada de serlo. Me lo dijo usted misma. Así que por qué… ¡ah! ¿Por qué no le dije a usted que se lo había contado? Eso es lo que quiere saber. Sencillamente, no se me ocurrió.
—Al menos podría haberme dicho que él era mitad inglés.
—Eso tampoco se me ocurrió. No es importante. No me importa de qué nacionalidad es una persona. Le conté acerca de mi cuñado. Al igual que el teniente, es piloto. También es teniente. Si creyera que es su deber dejar caer una bomba encima de mí, lo haría sin pensarlo dos veces. Pero es un hombre excelente.
—Usted perdona fácilmente, señor McKinnon.
—¿Perdonar? —La miró con sorpresa—. No tengo nada que perdonar. Quiero decir, todavía no arrojó la bomba sobre mí.
—No me refería a eso. Aun silo hiciera, no habría diferencia.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé…
McKinnon no siguió con el tema.
—No me parece una conversación interesante. Al menos no como para prolongarla durante cuarenta minutos.
—También disfrutó mucho haciéndome ver que era más inglés que yo. Desde el punto de vista sanguíneo, digo. Cincuenta por ciento inglés para empezar y medio litro más, de la transfusión de ayer.
—No me diga —acotó McKinnon con cortesía.
—De acuerdo, veo que las estadísticas tampoco son interesantes. También dice que su padre conoce al mío.
—Ah. Eso sí que es interesante. Aguarde un minuto. Dijo que su padre había sido agregado en la Embajada Alemana en Londres. No mencionó si era agregado comercial o cultural o lo que fuera. ¿No le habrá mencionado casualmente que su padre había sido agregado naval?
—Así es.
—No me diga que el viejo es capitán en la Marina alemana.
—Exactamente.
—Eso los convierte casi en hermanos de sangre. Preste atención a mis palabras, cabo —le advirtió McKinnon con solemnidad—. Veo la mano del destino en esto. ¿Algo predeterminado, le parece?
—¡Pfff!
—¿Los dos están en servicio activo?
—Sí. —Hablaba con pesar.
—¿No le resulta gracioso que sus respectivos progenitores estén merodeando en alta mar tratando de idear formas de eliminarse mutuamente?
—No me parece nada gracioso.
—No quise decir gracioso en ese sentido. —Si alguien alguna vez le hubiera sugerido a McKinnon que Margaret Morrison en un determinado momento le llegaría a parecer una figura angustiada, él habría dudado de la salud mental de dicha persona: pero ya no era así. La repentina tristeza de ella le resultó inexplicable—. No se preocupe, muchacha. Nunca sucederá. —No sabía muy bien qué quería decir con eso.
—Por supuesto que no. —La voz de ella carecía totalmente de convicción. Pareció como si fuera a hablar, vaciló, miró hacia abajo y luego levantó la cabeza lentamente. Tenía la cara en sombras, pero a él le pareció ver el brillo de lágrimas—. Oí cosas acerca de usted, hoy.
—Ajá. Nada bueno, seguramente. No hay que creer en nada de lo que se dice hoy en día. ¿Qué cosas, caba?
—Me gustaría que no me llamara así. —El fastidio era tan sorprendente como la tristeza.
McKinnon arqueó la ceja.
—¿Caba? Pero si es cabo.
—Pero es la forma en que lo dice. Lo siento, no quise decir eso, no lo dice diferente de los demás.
Él sonrió.
—No me gustaría que me confundiera con un villano. ¿Señorita Morrison?
—Sabe mi nombre.
—Sí. También sé que comenzó a decir algo, cambió de idea y está tratando de ganar tiempo.
—No. Sí. Bueno, no del todo. Es difícil, no soy buena para esas cosas. Oí acerca de su familia esta mañana. Justo antes de que subiéramos. Lo siento, lo siento de veras.
—¿Janet?
—Sí.
—No es ningún secreto.
—Fue un piloto bombardero alemán el que los mató. —Lo miró por un largo instante, luego sacudió la cabeza—. Cuando aparece otro piloto bombardero alemán que vuelve a atacar a civiles inocentes, usted es el primero que sale a defenderlos.
—No me ponga alas ni una aureola. Además, no estoy tan seguro de que eso sea un cumplido. ¿Qué pretendía que hiciera? ¿Vengarme de un hombre inocente?
—¿Usted? No sea tonto. Bueno, no, quizá la tonta fui yo al decirlo, pero sabe muy bien a qué me refiero. También oí que el suboficial McKinnon, Medalla al Servicio Distinguido y no sé qué otra condecoración, estaba en un hospital de Malta con la espalda rota cuando se enteró de la noticia. Un bombardero de la Fuerza Aérea italiana acabó con su submarino. Usted parece tener afinidad con los bombarderos enemigos.
—Janet no sabía eso.
Ella sonrió.
—El capitán Bowen y yo nos hemos hecho muy amigos.
—El capitán Bowen —dijo McKinnon con serenidad— es una vieja chismosa.
—El capitán Bowen es una vieja chismosa. El señor Kennet es una vieja chismosa. El señor Patterson es una vieja chismosa. El señor Jamieson es una vieja chismosa. Son todos viejas chismosas.
—¡Cielos! Esa es una acusación muy seria, cabo. Perdón. Margaret.
—Las viejas chismosas hablan en voz baja y cuchichean. Cada vez que se juntan dos o tres o los cuatro, hablan en voz baja y cuchichean. Se puede sentir la tensión, casi oler el miedo… bueno, no, esa no es la palabra indicada; aprensión, tendría que haber dicho. ¿Por qué cuchichean?
—Quizá tengan secretos.
—Merezco algo mejor que eso.
—Tenemos saboteadores a bordo.
—Lo sé. Todos lo sabemos. Los cuchicheadores saben que todos lo sabemos. —Lo miró a los ojos por un largo instante—. Sigo mereciendo algo mejor que eso. ¿No confía en mí?
—Sí, confío en usted. Nos están persiguiendo. Alguien a bordo del San Andreas posee una radio transmisora que envía una señal continua de ubicación. La Luftwaffe y los submarinos saben exactamente dónde estamos. Alguien nos quiere. Alguien quiere apoderarse del San Andreas.
Durante varios minutos, ella lo miró a los ojos como si buscara la respuesta a una pregunta que no podía formular. McKinnon sacudió la cabeza y dijo:
—Lo siento. Eso es todo lo que sé. Tiene que creerme.
—Lo creo. ¿Quién podría estar enviando esa señal?
—Cualquiera. Pienso que es alguien de nuestra tripulación. Podría ser un sobreviviente del Argos. Podría ser cualquiera de los enfermos que recogimos en Murmansk. Cada una de estas ideas es ridícula, pero una tiene que ser menos ridícula que las demás. Eso sí, no sé cuál.
—¿Por qué querrían este barco?
—Si lo supiera, conocería las respuestas a muchas cosas. Una vez más, no tengo la menor idea.
—¿Cómo se apoderarían de nosotros?
—Con un submarino. No hay otra forma. No tienen buques de superficie y un avión queda totalmente descartado. Rezando, eso es lo que probablemente estén haciendo sus cuchicheadores, rezando. Rezando para que nunca deje de nevar. Nuestra única esperanza está en que logremos mantenernos ocultos. Rezando para que, como decían los antiguos, no nos abandone la fortuna.
—¿Y si eso sucede?
—Entonces es el fin.
—¿No va a hacer nada? —Ella parecía incrédula—. ¿Ni siquiera va a tratar de hacer algo?
Hacía varias horas que McKinnon había tomado la decisión de lo que debía hacerse, pero ése no parecía ser el lugar ni el momento para entrar en detalles acerca de sus planes.
—¿Qué pretende que haga? ¿Mandarlos a pique con una salva de pan duro y papas rancias? Se olvida de que ésta es una nave hospital. Enfermos, heridos, todos civiles.
—Pero sin duda hay algo que se pueda hacer. —Había un tono extraño en la voz de ella; casi una nota de desesperación. Siguió hablando con amargura—. El tan condecorado suboficial McKinnon.
—El tan condecorado suboficial McKinnon preferiría vivir para seguir luchando —replicó McKinnon, sin inmutarse.
—¡Pues luche ahora! —La voz de ella se quebró—. ¡Luche! ¡Luche! ¡Luche! —Ocultó el rostro entre las manos.
McKinnon le pasó un brazo alrededor de los hombros temblorosos y la miró con asombro. Era un hombre de recursos casi infinitos, capaz de lidiar con todo lo que se le cruzaba en el camino, pero no podía explicarse la extraña conducta de ella. Trató de encontrar palabras de consuelo, pero como no sabía qué tenía que consolar, no encontró ninguna. Frases como «Bueno, bueno» tampoco parecían venir al caso, así que finalmente se conformó diciendo:
—Iré a buscar a Trent y la llevaré abajo.
Cuando llegaron abajo, luego de una travesía riesgosa a través de la cubierta superior, entre la superestructura y el hospital (tuvieron que luchar contra el viento y la nieve), la guió hasta el pequeño vestíbulo y fue en busca de Janet Magnusson. Cuando la encontró, dijo:
—Creo que será mejor que vayas a ver a tu amiga Maggie. Está muy alterada. —Levantó una mano—. No, Janet, soy inocente. No fui yo el que la alteró.
—Pero estabas con ella cuando se alteró —replicó Janet con tono acusador.
—Está decepcionada conmigo, eso es todo.
—¿Decepcionada?
—Quiere que me suicide. Yo no lo veo de esa forma. Ella se tocó la cabeza.
—Uno de ustedes dos está loco. No tengo muchas dudas de quién se trata. —McKinnon se sentó sobre un banco junto a la mesa mientras ella regresaba al vestíbulo. Reapareció unos cinco minutos más tarde. Tenía una expresión preocupada.
—Lo siento, Archie. Eras inocente. Y ninguno de los dos está loco. Es que ella tiene sentimientos ambivalentes respecto de los alemanes.
—¿Ambi qué?
—Encontrados. Y no ayuda el hecho de que su madre sea alemana. Ha sufrido mucho. Mucho. Sé que tú también, pero tú eres diferente.
—Por supuesto que soy diferente. No tengo fineza de sentimientos.
—Ah, cállate. Tú no sabes que… en realidad, creo que soy la única persona que lo sabe. Hace alrededor de cinco meses perdió a su único hermano y a su novio. Ambos murieron sobre Hamburgo. No en el mismo avión, ni siquiera en el mismo bombardeo. Pero con un intervalo de unas pocas semanas.
—Dios Todopoderoso. —McKinnon sacudió la cabeza con lentitud y quedó callado por unos instantes—. Pobre chica. Eso explica muchas cosas. —Se puso de pie, cruzó hasta donde estaban las provisiones privadas del doctor Singh y volvió con un vaso—. La legendaria fuerza de voluntad de los McKinnon. ¿Estabas con Maggie cuando sucedió, Janet?
—Sí.
—¿La conociste antes de eso?
—Por supuesto. Somos amigas desde hace años.
—¿Así que debiste de haber conocido a esos dos muchachos? —Ella no dijo nada—. Quiero decir si los conocías bien. —Janet siguió sin decir nada, se quedó allí sentada, con la cabeza gacha, al parecer mirando las manos cruzadas que tenía apoyadas sobre la mesa. Impaciente, McKinnon le tomó una muñeca y la sacudió con suavidad—. Janet.
Ella levantó la mirada.
—¿Sí, Archie? —Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Oh, cielos —suspiró McKinnon—. Tú, también. —Sacudió la cabeza de nuevo y calló otra vez por unos instantes—. Mira, Janet, esos muchachos sabían lo que hacían. Conocían los riesgos. Sabían que si podían, las baterías antiaéreas alemanas y los pilotos nocturnos los derribarían. Y así lo hicieron, estando en todo su derecho. Y me gustaría recordarte que ésos no eran bombarderos aislados, eran bombarderos de saturación y ya sabes lo que eso significa. Así que mientras tú y Maggie lloran por ustedes mismas, podrían también llorar por los parientes de miles de muertos inocentes que la Real Fuerza Aérea dejó en Hamburgo. Es lo mismo que lloren por toda la humanidad.
Dos lágrimas le rodaron por las mejillas.
—Tú, McKinnon, eres un villano sin corazón.
—Sí, soy todo eso. —Se puso de pie—. Si alguien me necesita, estaré en el puente.
El mediodía llegó y pasó y, con el correr de las horas, el viento cobró más fuerza, hasta adquirir la aullante intensidad de los huracanes y tifones de las zonas más tropicales de la tierra. A eso de las dos de la tarde, cuando la luz, que en su mejor momento no había pasado de ser una penumbra gris, comenzó a irse, lo poco que podía verse de las encrespadas aguas a los costados y proa del San Andreas —la tormenta de nieve imposibilitaba la visión de todo lo que estuviera a popa del puente— estaban tan blancas como la nieve y las olas eran tan grandes como para cubrir una casa de dos plantas. El San Andreas tenía problemas. Con sus nueve mil trescientas toneladas, no era un buque pequeño y el contramaestre había ordenado disminuir las revoluciones del motor hasta que el barco apenas si avanzaba, pero de todas formas tenía problemas, y las causas de éstos no estaban ni en el tamaño de la nave ni en el de las olas, pues en circunstancias normales el San Andreas podría haber capeado el temporal sin mayores dificultades. Los dos motivos principales radicaban en otra parte.
El primero de éstos era el hielo. Un navío en aguas turbulentas puede estar rígido o blando. Si está rígido, resiste a los cabeceos y ondulaciones y cuando escora se recupera en forma abrupta; cuando está blando, cabecea y escora con facilidad y se recupera en forma lenta y dificultosa. La nave está blanda cuando se pone pesada en su parte superior, elevando de esa forma el centro de gravedad. La causa principal de esto es el hielo. A medida que el hielo en las cubiertas superiores del navío se pone más blando; cuando el hielo adquiere un determinado grosor, el barco ya no se recupera de los cabeceos, zozobra y se hunde. Aun magníficos pesqueros, construidos especialmente para operar en el Ártico, han sucumbido al ataque furtivo e insidioso del hielo; y para portaviones que operan muy al norte, el hielo sobre las amplias áreas abiertas constituía una amenaza constante para su estabilidad.
McKinnon estaba muy preocupado por la acumulación de hielo sobre las cubiertas del San Andreas. La nieve había formado una capa de hielo, pero no era mucho, porque aparte del área a popa de la superestructura, gran parte de la nieve se había volado con el viento; pero desde hacía varias horas, de acuerdo con la cambiante dirección de las masas de agua, el San Andreas había estado levantando copiosas cantidades de agua y de espuma, que se convertían en hielo aun antes de tocar la cubierta. La nave, de tanto en tanto, avanzaba en forma estable, pero cada vez con más frecuencia, escoraba y cabeceaba y en cada oportunidad, se recuperaba con más dificultad. McKinnon sabía que faltaba todavía para llegar al límite crítico, pero si las condiciones no mejoraban un poco, el límite llegaría inevitablemente. No se podía hacer nada; martillos pesados y barras de hierro habrían tenido un efecto mínimo y lo más probable era que las personas que los manejaran terminaran cayendo por la borda: sobre esa traicionera pista de patinaje, hubiera sido imposible mantener el equilibrio. Por primera vez, McKinnon lamentó estar a bordo de una nave norteamericana a petróleo, en lugar de una inglesa a carbón: las cenizas desparramadas sobre la cubierta habrían ayudado a impedir el deslizamiento y a derretir el hielo. No había nada que pudiera hacerse con el diésel.
Lo que causaba más preocupación todavía era la superestructura. Excepto cuando la nave estaba erguida sobre la quilla, el metal presionado temblaba y se sacudía, crujía y gemía su tortura, y cuando caía dentro de una depresión entre las olas, toda la estructura se movía en forma perceptible. En el punto más alto, el puente donde se encontraba McKinnon, éste calculó que el movimiento lateral era de entre ocho y quince centímetros por vez. Era una sensación por demás desagradable y lo obligaba a pensar qué inclinación y qué ángulo se necesitarían para que la superestructura cediera y se separara del San Andreas. Con esa idea en la mente, McKinnon bajó a ver al teniente Ulbricht.
Ulbricht, que había almorzado unos sándwiches y un poco de whisky, y luego había dormido un par de horas, estaba apoyado sobre unas almohadas en la litera del capitán, y se encontraba en un estado de ánimo razonablemente filosófico.
—El que bautizó con el nombre de San Andreas a este barco —dijo— eligió bien. Sabe, por supuesto, que San Andreas es una célebre falla de las capas de la corteza terrestre, producida por sacudimientos. —Se aferró a un extremo de la litera cuando la nave cayó en una depresión entre las olas y se sacudió en forma alarmante—. Me parece estar viviendo un terremoto.
—Fue idea del señor Kennet. A veces tiene un sentido del humor algo peculiar. Hasta hace una semana, éste seguía siendo el Ocean Belle. Cuando cambiamos la pintura gris a los colores de la Cruz Roja, blanco, verde y rojo, el señor Kennet dijo que deberíamos también cambiar el nombre. Esta nave se construyó en Richmond, California. Richmond está sobre la falla Hayward, que es una rama de la de San Andreas. A él le parecía que San Andreas era un nombre mucho más romántico que Hayward. También creyó que era divertido ponerle el nombre de una zona de catástrofes. —McKinnon sonrió—. Me pregunto si todavía le seguirá pareciendo divertido.
—Bueno, pues tuvo bastante tiempo para pensar desde que dejé caer esas bombas ayer por la mañana. Se me ocurre que se debe de haber arrepentido. —Ulbricht volvió a aferrarse a la litera ante un nuevo sacudón—. ¿El tiempo no mejora, señor McKinnon?
—El tiempo no mejora. De eso vine a hablarle, teniente. Viento de fuerza doce. Con la oscuridad y la nieve, la visibilidad es cero. No veremos estrellas durante horas. Creo que usted estaría mucho mejor en el hospital.
—De ninguna manera. Tendría que enfrentarme a un huracán, y ni hablar de la nieve, para llegar hasta el hospital. ¿Un hombre en mi estado actual de debilidad? Ni pensarlo.
—Hace más calor allí, teniente. Estará más cómodo. Y el movimiento, naturalmente, es mucho menor.
—Cielos, señor McKinnon, ¿cómo pudo pasar por alto la mayor tentación? Todas esas preciosas enfermeras. No, gracias. Prefiero el camarote del capitán, ni qué decir de su whisky. La verdad es, por supuesto, que usted sospecha que la superestructura puede desmoronarse en cualquier momento y quiere sacarme de aquí antes de que eso suceda. ¿No es así?
—Bueno… —McKinnon tocó el mamparo externo—. Está algo inestable.
—Y usted se quedará, por supuesto.
—Tengo que hacer mi trabajo.
—De ninguna manera. El honor de la Luftwaffe está en juego. Si usted se queda, yo me quedo.
McKinnon no discutió. Se sentía extrañamente complacido por la decisión de Ulbricht. Golpeó el barómetro con los dedos y arqueó una ceja. ¿Tres milibares?
—¿Arriba?
—Arriba.
—La ayuda está cerca. Todavía hay esperanzas.
—El tiempo tardará en componerse. Si se arregla, la superestructura igual puede caer en cualquier momento. Aun si eso no sucede, nuestra única esperanza está en la nieve.
—¿Y cuando se vaya la nieve?
—Entonces llegarán los submarinos.
—¿Está convencido de eso?
—Sí. ¿Usted, no?
—Me temo que sí.
Tres horas más tarde, luego de las cinco, y bastante antes de lo que había esperado McKinnon, el tiempo comenzó a mejorar, casi imperceptiblemente al principio, luego con creciente rapidez. La velocidad del viento bajó a fuerza seis, las olas quebradas y confusas de la tarde se ordenaron otra vez hasta formar un padrón reconocible, el San Andreas se enderezó sobre la quilla, el hielo sobre las cubiertas dejó de ser una amenaza y la superestructura casi dejó de crujir y gemir. Pero lo mejor de todo, para McKinnon, era que la nieve, aunque ya no volaba en forma horizontal como antes, seguía cayendo copiosamente. Estaba seguro de que cuando sobreviniera el ataque, sería en las breves horas de luz, pero tenía plena conciencia de que un capitán de submarino decidido no vacilaría en atacar a la luz de la luna. Según su experiencia, la mayoría de los capitanes de submarinos alemanes eran muy decididos y más tarde en la noche habría luna. La nieve no les garantizaría nada de día, pero durante las horas de oscuridad los mantendría a salvo.
Se dirigió al camarote del capitán, donde encontró al teniente Ulbricht fumando un costoso cigarro Havana —el capitán Bowen, hombre de pipa, se permitía un cigarro por día— y bebiendo un whisky igualmente costoso, cosas que sin duda contribuían a su estado de ánimo relajado.
—Ah, señor McKinnon. Así me gusta más. Me refiero al tiempo. Está mejorando con cada minuto que pasa. ¿Sigue nevando?
—Mucho. Una bendición a medias, supongo. No se puede ver las estrellas, pero al menos mantiene lejos a sus amigos.
—¿Amigos? Sí. Paso bastante tiempo preguntándome quiénes son mis amigos. —Movió la mano con gesto indiferente, cosa que no era nada fácil con un vaso de whisky en una y un cigarro en la otra—. ¿La cabo Morrison está enferma?
—No diría eso.
—Se supone que soy su paciente. Esto podría llamarse horrenda negligencia. Podría fácilmente desangrarme hasta morir.
—No podemos permitirnos eso. —McKinnon sonrió—. La haré venir.
Llamó al hospital y cuando llegó allí, la cabo ya estaba lista.
—¿Hay algún problema? —preguntó—. ¿Está mal?
—Se siente dejado de lado y dijo algo acerca de desangrarse hasta morir. En realidad, está de buen ánimo, fumando un cigarro, bebiendo whisky y gozando al parecer de excelente salud. Es sólo que está aburrido y quiere hablar con alguien.
—Puede hablar con usted.
—Cuando dije alguien, no quise decir cualquiera. No soy Margaret Morrison. Astutos, estos pilotos de la Luftwaffe. Siempre puede acusarla de no cumplir con su deber.
La llevó al camarote del capitán, le indicó que lo llamara al hospital cuando terminara, extrajo las listas de la tripulación del escritorio del capitán, se marchó y fue en busca de Jamieson.
Juntos pasaron casi media hora revisando los papeles de cada miembro de las tripulaciones de cubierta y de la sala de máquinas, tratando de recordar cada detalle conocido de sus historias pasadas y lo que los otros tripulantes habían dicho acerca de cualquier individuo. Cuando terminaron de consultar las listas y sus propias memorias, Jamieson hizo a un lado los papeles, se echó hacia atrás en la silla y suspiró.
—¿Qué saca de todo esto, contramaestre?
—Lo mismo que usted, señor. Nada. Ni siquiera sabría hacia dónde apuntar con el dedo de la sospecha. No sólo no hay candidatos apropiados para el papel de saboteadores, sino que no hay ni uno que podría serlo siquiera remotamente. Creo que ambos iríamos a la corte a testificar por todos ellos. Pero si aceptamos la teoría del teniente Ulbricht, y usted, el señor Patterson, Naseby y yo la aceptamos, según la cual debe de haber sido uno de los tripulantes originales el que detonó esa carga en el compartimiento de lastre cuando estábamos junto a esa corbeta, tiene que ser uno de ellos. O si no, uno del equipo del hospital.
—¿Del equipo del hospital? —Jamieson sacudió la cabeza—. El equipo del hospital. ¿La cabo Morrison como una Mata Hari marítima? Tengo tanta imaginación como cualquiera, contramaestre, pero no ese tipo de imaginación.
—Yo tampoco. También iríamos a la corte por ellos. Pero tiene que ser alguien que estaba a bordo de este barco cuando zarpamos de Halifax. Cuando nos retiremos, señor Jamieson, será mejor que no nos postulemos para un empleo en el Departamento de Investigaciones Criminales (DIC) de Scotland Yard. También está la posibilidad de que quienquiera que sea esté complotado con alguien del Argos o con uno de los nueve inválidos que recogimos en Murmansk.
—Sobre los cuales no sabemos absolutamente nada, cosa que no ayuda mucho.
—Por lo que concierne a la tripulación del Argos, eso es cierto. En cuanto a los inválidos, tenemos, por supuesto, sus nombres, rangos y números. Uno de los casos de tuberculosis, un hombre llamado Hartley, es mecánico de la sala de máquinas. Tendría que saber de electricidad. Otro, Simons, uno de los que sufrió colapso mental, o al menos así lo declararon, es operador en jefe de torpedos. Tiene que entender de explosivos.
—Demasiado obvio, contramaestre.
—Demasiado obvio. Quizá la idea es que pasemos por alto lo demasiado obvio.
—¿Ha visto a esos dos? ¿Les ha hablado?
—Sí. Imagino que usted también lo hizo. Son los dos pelirrojos.
—Ah, esos dos. Marineros toscos y honestos. No parecen criminales en absoluto. Pero claro, supongo que los criminales nunca lo parecen. —Suspiró—. Estoy de acuerdo con usted, contramaestre. El DIC no corre peligro con nosotros.
—No, por cierto. —McKinnon se puso de pie—. Creo que iré a rescatar a la cabo Morrison de las garras del teniente Ulbricht.
La cabo Morrison no estaba entre las garras del teniente, ni daba muestras de querer que la rescataran.
—¿Ya es hora de ir? —preguntó.
—Por supuesto que no. Sólo quería decirle que estaré en el puente cuando me necesite. —Miró primero a Ulbricht y luego a la cabo Morrison—. ¿Logró salvarlo, entonces?
En comparación con lo que había sido unas pocas horas antes, el alerón de estribor del puente era casi un refugio de paz y tranquilidad. El viento había disminuido a fuerza cuatro y el mar, aunque no era precisamente una laguna, se había tranquilizado hasta el punto de que el San Andreas apenas si cabeceaba. Eso era del lado del, haber. Del lado del debe, estaba el hecho de que la nieve era tan fina que McKinnon no tuvo dificultad para divisar la forma iluminada de la cruz roja sobre la cubierta de proa, reflejándose pálidamente bajo la capa de hielo. Regresó al puente y llamó a Patterson a la sala de máquinas.
—Habla el contramaestre, señor. La nieve está mermando. Parece que dejará de nevar muy pronto. Solicito permiso para apagar todas las luces exteriores. Las olas todavía son demasiado grandes como para que cualquier submarino nos vea desde la profundidad del periscopio, pero si está en la superficie, si no nieva más y tenemos las luces de la Cruz Roja encendidas, nos verán desde muchas millas desde la torreta de comando.
—Y eso no nos gustaría, ¿verdad? Apaguen las luces, entonces.
—Otra cosa. ¿Podría hacer que algunos hombres abran un sendero, con barras de hierro, martillos, cualquier cosa, en el hielo entre el hospital y la superestructura? Con sesenta centímetros de ancho estaría bien.
—Considérelo hecho.
Quince minutos más tarde, todavía sin señales de Margaret Morrison, el contramaestre volvió a salir al alerón. Ya no nevaba. Había pedazos de cielo despejado y brillaban algunas estrellas, aunque la Estrella Polar estaba oculta. La oscuridad todavía era completa; McKinnon ni siquiera podía ver el castillo de proa con las luces apagadas. Regresó adentro y bajó al camarote del capitán.
—Ha dejado de nevar, teniente y hay unas pocas estrellas; no muchas, y por cierto que no se ve la Estrella Polar, pero algo es algo. No sé cuánto durarán estas condiciones, de modo que pensé que quizá quisiera echar un vistazo ahora. Supongo que la cabo Morrison habrá detenido la hemorragia.
—Nunca hubo una hemorragia y usted lo sabe muy bien, señor McKinnon.
—Sí, cabo.
Ella hizo una mueca, luego sonrió.
—Archie McKinnon.
—El viento disminuyó mucho —dijo éste. Ayudó a Ulbricht a ponerse la ropa de abrigo—. Pero la ropa es tan necesaria como antes. La temperatura sigue debajo de cero.
—¿Farenheit?
—Lo siento. Ustedes no usan ésa. Hay alrededor de veinte grados centígrados bajo cero.
—¿Puede acompañarlo su enfermera? Después de todo, el doctor Sinclair fue con él la última vez.
—Por supuesto. Aunque no le aconsejo salir al alerón. —McKinnon tomó el sextante, el cronómetro y los acompañó hasta el puente. Esa vez, Ulbricht no necesitó ayuda. Salió a los dos alerones y eligió el de estribor para hacer las observaciones. Le llevó más tiempo que la vez anterior, pues fue necesario hacer más mediciones porque no se veía la Estrella Polar. Regresó adentro, trabajó sobre la carta por varios minutos, luego levantó la mirada.
—Satisfactorio. En las circunstancias, muy satisfactorio. No me refiero a mis cálculos, sino al rumbo que hemos estado manteniendo. No sé si lo hemos mantenido todo el tiempo, por supuesto, pero eso no importa. Estamos al sur del Círculo Ártico, aproximadamente 66.20 norte, 4.20 este. Rumbo 213, que parece indicar que el viento viró sólo cinco grados en las últimas doce horas. Estamos muy bien así, señor McKinnon. Habría que mantener el mar y el viento a popa durante la noche y aun si nos desviamos del rumbo, no chocaremos con nada. Mañana por la mañana, trazaremos un rumbo más al sur.
—Muchas gracias, teniente —dijo McKinnon—. Como dice el refrán, se ha ganado su pan. A propósito, se lo haré subir en media hora. También se ha ganado una noche tranquila: no lo molestaré más por hoy.
—¿No me gané algo más, también? Hacía mucho frío allí arriba, señor McKinnon.
—Estoy seguro de que el capitán estaría de acuerdo. Como dijo él, mientras usted navegue… —Se volvió hacia la muchacha.
—¿Viene ahora?
—Sí, sí, por supuesto que tiene que ir. He sido muy desconsiderado, muy desconsiderado. —Si lo carcomían los remordimientos, no era evidente—. Todos sus otros pacientes…
—Todos mis otros pacientes están bien. La cabo Maria se está ocupando de ellos. Yo no estoy de turno.
—¡No está de turno! Eso me hace sentir peor todavía. Debería estar descansando, querida, o durmiendo.
—Estoy muy despierta, gracias. ¿Va a bajar usted también? Ya no hay problema, la nave está firme como una roca y le acaban de decir que ya no lo necesitarán.
—Bueno, veamos. —Ulbricht hizo una pausa juiciosa—. Creo que debería quedarme. Urgencias imprevistas, comprende.
—Los oficiales de la Luftwaffe no tienen que decir mentiras. Por supuesto que entiendo. Entiendo que la única urgencia prevista es que se quede sin provisiones y la única razón por la que no baja es que no servimos whisky con las cenas en el hospital.
El teniente sacudió la cabeza tristemente.
—Me siento profundamente herido.
—¡Herido! —dijo ella. Habían regresado al comedor del hospital—. Herido.
—Creo que lo está. —McKinnon la miró con expresión divertida y calculadora—. Y usted, también.
—¿Yo? ¡Ah, vamos!
—Sí. De veras. Está herida porque cree que él prefiere el whisky a su compañía, ¿no es así? —Ella no respondió—. Si cree eso, entonces tiene una muy mala opinión de sí misma y del teniente. Estuvo con él durante una hora esta noche. ¿Qué bebió durante ese tiempo?
—Nada —terció ella en voz baja.
—Nada. No es bebedor y es un muchacho sensible. Está sensible porque es un enemigo, porque es un prisionero de guerra y, por supuesto, está sensible sobre todo porque ahora tiene que vivir el resto de su vida con la idea de que mató a quince personas inocentes. Usted le preguntó si iba a bajar. Él no quería que se lo preguntaran. Quería que lo convenciera, que se lo ordenara. El «si» implica indiferencia y por como se siente él, eso equivaldría a un rechazo. ¿Así que, qué sucede? La cabo manda a paseo su compasión e intuición femenina y hace unos comentarios tajantes que Margaret Morrison jamás habría hecho. Un error, pero muy fácil de corregir.
—¿Cómo? —La pregunta era una tácita admisión de que el error había sido cometido.
—Tontita. Tómele la mano y pídale perdón. ¿O acaso es demasiado orgullosa?
—¿Demasiado orgullosa? —Ella parecía insegura, confundida—. No lo sé.
—¿Demasiado orgullosa porque él es alemán? Mire, sé acerca de su novio y su hermano y lo siento muchísimo, pero eso no…
—Janet no tendría que habérselo contado.
—No sea boba. No objetó a que ella le contara acerca de mi familia.
—Y eso no es todo. —Parecía casi enojada—. Usted dijo que andaban por allí matando a miles de personas inocentes y que…
—Esas no fueron mis palabras. Janet no dijo eso. Está haciendo lo que acusó de hacer al teniente Ulbricht: diciendo mentiras. Además, se está yendo por las ramas. De acuerdo, así que los perversos alemanes mataron a dos personas a las que amaba. ¿Me pregunto a cuántas mataron ellas antes de morir? Pero eso no es realmente importante, ¿verdad? No los conoce ni sabe sus nombres. ¿Cómo puede llorar por gente a la que jamás vio, maridos y mujeres, amantes y niños, sin rostros ni nombres? Es ridículo, ¿no es así?, y las estadísticas son aburridas. Dígame, ¿su hermano le contó alguna vez lo que sentía cuando salía con su Lancaster y asesinaba a los compatriotas de su madre? Pero por supuesto, él jamás los había conocido, de modo que eso cambiaba todo, ¿no es cierto?
—Pienso que usted es odioso —susurró ella.
—Usted piensa que soy odioso. Janet piensa que soy un villano sin corazón. Yo pienso que son un par de espléndidas hipócritas.
—¿Hipócritas?
—Ya sabe… el doctor Jekyll y el señor Hyde. La cabo y Margaret Morrison. Janet es igual. Al menos yo no tengo valores dobles. —McKinnon se dispuso a marcharse pero ella lo tomó del brazo y se dedicó, no por primera vez, a examinar en forma desconcertante cada uno de sus ojos por turno.
—No quiso decir eso en serio, ¿verdad? Acerca de que Janet y yo éramos unas hipócritas.
—No.
—Usted sí que es retorcido. Está bien, está bien, corregiré mi error.
—Sabía que lo haría. Margaret Morrison.
—¿No la cabo Morrison?
—No se parece a la señora Hyde. —Hizo una pausa—. ¿Cuándo iba a casarse?
—En septiembre pasado.
—Janet. Janet y su hermano. ¿Eran muy amigos, verdad?
—Sí. ¿Se lo dijo ella?
—No. No fue necesario.
—Sí, eran muy amigos. —Calló por unos instantes—. Iba a ser un casamiento doble.
—Diablos —dijo McKinnon y se alejó. Revisó todas las lumbreras del hospital, aun desde la altura relativamente baja de la torreta blindada de un submarino, la luz de un ojo de buey sin tapar puede verse desde muchas millas de distancia, bajó a la sala de máquinas, habló unos instantes con Patterson, regresó al comedor, cenó y luego bajó a las salas. Janet Magnusson, en la sala B, lo miró acercarse sin entusiasmo.
—Así que otra vez con lo mismo.
—Sí.
—¿Sabes de qué estoy hablando?
—No. No lo sé ni me importa. Supongo que estás hablando de tu amiga Maggie y de ti. Por supuesto que lo siento muchísimo por las dos y quizá mañana cuando lleguemos a Aberdeen se me parta el corazón por lo que sucedió ayer. Pero ahora no, Janet. En este momento, tengo una o dos cosas más importantes en la cabeza, como por ejemplo, llegar a Aberdeen.
—Archie. —Ella le apoyó una mano sobre el brazo—. Ni siquiera voy a pedirte perdón. Sólo estoy silbando en la oscuridad, ¿no te das cuenta, payaso? No quiero pensar en el mañana. —Se estremeció y él no supo si fue en broma o en serio—. Me siento extraña. He estado hablando con Maggie. ¿Va a suceder mañana, no es así, Archie?
—Si al decir mañana te refieres a cuando llegue la luz, entonces, sí. Hasta podría ser esta noche, si sale la luna.
—Maggie dice que tiene que ser un submarino. Eso dijiste.
—Ajá.
—¿Qué te parece la idea de que te tomen prisionero? —No me gusta en absoluto.
—Pero ¿es lo que sucederá, no es cierto?
—Espero que no.
—¿Cómo puedes esperar que no? Maggie dice que vas a rendirte. No lo dijo directamente porque sabe que somos amigos… ¿somos amigos, señor McKinnon?
—Somos amigos, señorita Magnusson.
—Bueno, no lo dijo, pero creo que ella piensa que eres un poco cobarde, de veras.
—Nuestra Maggie es, ¿perspicaz es la palabra?, una muchacha muy perspicaz.
—No tan perspicaz como yo. ¿De veras crees que tenemos probabilidades de llegar a Aberdeen?
—Hay una probabilidad.
—¿Y después de eso?
—¡Ajá! Muy astuta, Janet Magnusson. Si no tengo planes para el futuro, entonces quiere decir que no veo que vaya a haber un futuro. ¿No es así? Pues bien, veo un futuro y tengo planes. Voy a tomarme mis primeras vacaciones desde 1939 y me iré un par de semanas a las Shetland. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste allí?
—Hace años.
—¿Vendrás conmigo, Janet?
—Por supuesto.
McKinnon fue a la Sala A y cruzó el pasillo hasta donde estaba la cabo Morrison sentada a su mesa.
—¿Cómo está el capitán?
—Bastante bien, supongo. Algo callado y apático. ¿Pero por qué me lo pregunta a mí? Pregúnteselo a él.
—Tengo que pedirle permiso para sacarlo de la sala.
—Sacarlo de… ¿para qué?
—Quiero hablarle.
—Háblele aquí, si quiere.
—Me imagino perfectamente las miradas sospechosas que recibiría de usted si comenzáramos a cuchichear y las preguntas sospechosas que me haría después. Mi querida Margaret, tenemos que discutir asuntos de estado.
—No confía en mí, ¿no es así?
—Es la segunda vez que me hace esa pregunta estúpida. Le doy la misma respuesta. Confío en usted. Totalmente. Confío en el señor Kennet aquí presente. Pero hay otros cinco en los que no sé si confiar.
McKinnon se llevó al capitán de la sala y regresó con él al cabo de dos minutos. Luego de volver a ponerlo en la cama, Margaret Morrison dijo:
—Esa debe de haber sido la conferencia de estado más corta de la historia.
—Somos hombres de pocas palabras.
—¿Y ése es el único comunicado oficial que se me dará? —Bueno, así es como se maneja la diplomacia de alto nivel. La palabra secreto es la contraseña.
Al entrar en la sala B fue interceptado por Janet Magnusson.
—¿Qué fue todo eso? Me refiero a tu reunión con el capitán Bowen.
—No mantuve una conversación privada con el capitán para contárselo a todos los pacientes de la Sala B. Estoy bajo juramento de silencio.
Margaret Morrison entró, miró primero a uno luego a la otra, y dijo:
—¿Y bien, Janet, fue más directo contigo que conmigo?
—¿Directo? Está bajo juramento de silencio, dice. Su propio juramento, no me cabe ninguna duda.
—Ninguna. ¿Qué le ha estado haciendo al capitán?
—¿Haciendo? No le hice nada.
—Diciendo, entonces. Parece decididamente alegre.
—¿Alegre? ¿Cómo puede saberlo? Con todas esas vendas no se le ve la cara.
—Hay más de una forma de adivinarlo. Está sentado en la cama, restregándose las manos de tanto en tanto, y dos veces dijo «Ajá».
—No me sorprende. Se requiere un talento especial para llegar al corazón y a la mente de los enfermos y deprimidos. Es un don. Algunos de nosotros lo tenemos. —Miró a una y luego a la otra—. Y otros no lo tienen.
Las dejó mirándose mutuamente.
Trent despertó a McKinnon a las dos de la madrugada.
—Salió la luna, contramaestre.
Como pudo apreciar con pesar al salir al alerón de babor, la luna brillaba en todo su esplendor, así le pareció. Por lo menos la mitad del cielo estaba despejada. La visibilidad por encima del mar casi calmo era notable, hasta tal punto que no tuvo dificultad en distinguir la línea del horizonte. Y si él podía ver el horizonte, comprendió de pronto, entonces un submarino podría verlos desde una distancia de diez millas, sobre todo si el San Andreas estaba recortado contra la luz de la luna. McKinnon se sintió desnudo y muy vulnerable. Bajó, despertó a Curran, le dijo que se apostara como vigía en el alerón de estribor del puente, buscó a Naseby, le pidió que controlara que los soportes y las roldanas de las lanchas salvavidas estuvieran libres de hielo y funcionando bien y luego regresó al alerón de babor, donde cada dos minutos, se dedicó a otear el horizonte con sus prismáticos. Pero el mar entre el San Andreas y el horizonte se mantuvo providencialmente vacío.
El San Andreas en sí, era un espectáculo notable. Totalmente cubierto de hielo y nieve, brillaba y resplandecía bajo la luna, con excepción de una angosta zona en el centro, a popa de la superestructura, donde el humo de la chimenea destrozada había dejado una mancha oscura que llegaba hasta el pilar de popa. Las torres de proa y de popa parecían enormes arbolitos de Navidad refulgentes y las cadenas del ancla en el castillo de proa se habían transformado en suaves sogas de níveo algodón. Era un universo extraño y hermoso, casi mágico; pero uno sólo tenía que pensar en los peligros letales que yacían bajo las aguas y la belleza y la magia desaparecían.
Pasó una hora y todo siguió silencioso y tranquilo. Otra hora llegó y se fue, nada sucedió y McKinnon casi no pudo creer la buena suerte que tenían. Y antes de que transcurriera la tercera hora, las nubes cubrieron la luna y comenzó a nevar otra vez, suavemente, pero fue suficiente como para dejarlos sumidos de nuevo en el bendito anonimato. McKinnon le dijo a Ferguson, que en ese momento estaba de guardia, que lo despertara si dejaba de nevar, y bajó en busca de un poco de sueño.
Se despertó a las nueve. Era muy tarde para él, pero no se preocupó demasiado; todavía faltaba una hora para el amanecer. Mientras cruzaba la cubierta superior notó que las condiciones eran las mismas que unas horas atrás: mar moderado, viento de fuerza tres y una suave nevada. McKinnon no creía en los presentimientos, pero sus huesos le advertían que esa paz y tranquilidad se acabarían antes de que transcurriera la mañana.
Abajo habló con Jones, luego con McGuigan, Stephen y Johnny Holbrook. Se habían turnado, de a parejas, para registrar las idas y venidas de todos en el hospital. Los cuatro juraron que nadie se había movido durante la noche y que nadie había salido de la zona del hospital.
Desayunó con el doctor Singh, el doctor Sinclair, Patterson y Jamieson —el doctor Singh, a su juicio, se veía inusualmente cansado y tenso— luego se dirigió a la Sala B, donde encontró a Janet Magnusson. Estaba pálida y ojerosa.
McKinnon la miró con preocupación.
—¿Qué sucede, Janet?
—No pude dormir, no pegué un ojo en toda la noche. Todo por culpa tuya.
—Por supuesto. Siempre es culpa mía. Regla número uno: cuando algo sale mal, échale la culpa al contramaestre. ¿Qué se supone que hice esta vez?
—Dijiste que el submarino atacaría si salía la luna. —Dije que era posible, no seguro.
—Es lo mismo. Me pasé la mayor parte de la noche mirando por el ojo de buey, no, señor McKinnon, no encendí la luz de mi camarote, y a eso de las dos, pensé que el ataque sobrevendría en cualquier momento. Y cuando se ocultó la luna, creí que saldría de nuevo. Luna. Submarino. Tu culpa.
—Debo admitir que hay una cierta lógica. Retorcida, por supuesto, pero no más de lo que uno esperaría de una mente femenina. De todas formas, lo siento.
—Pero a ti se te ve muy bien. Fresco. Descansado. Y te levantaste tarde esta mañana. Nuestro guardián se queda dormido en horas de trabajo.
—Vuestro guardián también perdió un poco de sueño anoche —respondió McKinnon. Regresaré en un momento. Tengo que ver al capitán.
La cabo Maria, no la cabo Morrison, era la que estaba de guardia en la Sala A. McKinnon habló con el capitán y el primer oficial, y luego le dijo Bowen.
—¿Todavía está seguro, capitán?
—Más seguro que nunca. ¿Cuánto falta para que amanezca?
—Quince minutos.
—Le deseo suerte.
—Creo que será mejor que nos la desee a todos. Regresó a la Sala B y le preguntó a Janet:
—¿Dónde está tu amiga?
—Visitando a los enfermos. Está con el teniente Ulbricht. —No debió haber ido sola.
—No fue sola. Como estabas durmiendo, vino tu amigo George Naseby a buscarla.
McKinnon la miró con desconfianza.
—Algo te resulta divertido.
—Es la segunda vez en la mañana que sube.
—¿Él se está muriendo o algo por el estilo?
—No creo que ella sonreiría tanto si un paciente estuviera al borde de la muerte.
—¡Ah! Haciendo las paces, ¿te parece?
—Lo llamó «Karl» dos veces. —Sonrió—. A eso lo llamo hacer las paces. ¿Tú, no?
—¡Dios Todopoderoso! Karl. Ese asqueroso asesino nazi.
—Bueno, ella dijo que tú le pediste que hiciera las paces. No, que se lo dijiste. Así que ahora te llevarás todo el crédito, supongo.
—El crédito es para el que se lo merece —dijo McKinnon, distraído—. Pero tiene que bajar de inmediato. Es muy riesgoso estar allí arriba.
—El amanecer. —La voz de ella era casi un susurro.
—¿Esta vez estás seguro, Archie?
—Esta vez estoy seguro. El submarino llegará con el amanecer.
El submarino llegó con el amanecer.