Capítulo 5

McKinnon, dormido profundamente como estaba, se despertó en forma instantánea cuando Naseby lo sacudió y bajó las piernas por el extremo de la litera del capitán Bowen.

—¿Qué hora es, George?

—Las seis. Curren acaba de bajar del puente. Dice que la tormenta de nieve se disipó.

—¿Hay estrellas?

—No me lo dijo.

El contramaestre se puso otro suéter, un abrigo de lana gruesa y botas, se dirigió al puente, habló brevemente con Curren y salió al alerón de estribor. Al cabo de uno o dos segundos, inclinado hacia adelante y de espaldas al viento huracanado, tosiendo y jadeando al sentir el aire helado en los pulmones, comenzó a desear estar en cualquier otro lado menos ése. Encendió la linterna y tomó el termómetro. Marcaba veinticuatro grados bajo cero. Combinada con el viento, la sensación térmica era de sesenta grados bajo cero.

Se enderezó lentamente y miró hacia afuera, hacia la proa. A la luz de las lámparas de la Cruz Roja sobre la cubierta de proa pudo ver, como se lo había anticipado Curran, que la tormenta de nieve se había disipado. Contra el cielo color índigo, las estrellas resplandecían en forma extraordinaria. Respirando a través de la mano enguantada que le cubría la boca y la nariz, McKinnon se volvió hacia el viento y miró hacia popa.

Al principio no pudo ver nada, porque el viento le hizo brotar lágrimas de los ojos. Buscó un par de antiparras del bolsillo del abrigo, se las colocó por debajo de la capucha, se enderezó otra vez y frotando de tanto en tanto el dorso del mitón de lana contra el vidrio logró ver, en forma intermitente, lo que estaba sucediendo en la popa.

Las olas —el tiempo no había empeorado todavía hasta el punto en que el mar se vuelve turbulento— tenían entre tres y cuatro metros de altura. Las estrellas brillaban con la misma fuerza que hacia proa y McKinnon pronto localizó la Estrella Polar, hacia el lado de estribor. El viento ya no viraba hacia el norte y el San Andreas, por lo que él podía juzgar, seguía todavía en su rumbo sursudoeste.

McKinnon regresó al puente, cerró la puerta con alivio y pensó por unos instantes. Podía deducirse que el rumbo actual no presentaba peligros; por otra parte no se podía asegurar que pudieran mantener dicho rumbo. El tiempo, en esa área gris e indefinida entre el Mar de Barents y el Mar de Noruega, era notablemente cambiante. No había esperado, por ejemplo, y lo dijo, que el cielo se despejara esa noche; tampoco había garantías de que siguiera así y de que el viento no virara más hacia el norte. Descendió dos cubiertas, seleccionó bastante ropa abrigada de los camarotes abandonados de la tripulación y se dirigió al área del hospital. Mientras atravesaba la peligrosa y resbaladiza cubierta superior, guiado sólo por las sogas, tomó conciencia con pesar de que ya se estaba gestando un cambio, cosa que no había notado en el alerón de estribor unos minutos antes. Filosas agujas de hielo comenzaban a clavársele en las zonas desprotegidas de la piel. No auguraban nada bueno.

En la cubierta donde estaba el comedor del hospital se cruzó con Jones y McGuigan, que le aseguraron que nadie había andado por allí. Pasó a la Sala B, donde en un extremo estaba Janet Magnusson sentada delante de su escritorio, con los codos apoyados sobre el mismo, el mentón descansando sobre las manos y los ojos cerrados.

—¡Ajá! —dijo McKinnon—. Durmiendo en horas de trabajo, enfermera Magnusson.

Levantó la mirada, sobresaltada, parpadeó y trató de hablar con indignación.

—¿Durmiendo? Por supuesto que no. —Escudriñó la ropa que traía McKinnon—. ¿Para qué es eso? ¿Te has convertido en un comerciante de harapos, Archie? No, no me lo digas. Es para ese pobre hombre que está allí adentro. Maggie está allí, también. No le agradará.

—Respecto de tu querida Maggie, creí que un poco de sufrimiento para el teniente Ulbricht le hubiera caído mejor que nada. No me dan lástima ni la cabo Morrison ni el teniente.

—¡Archie! —Janet se había puesto de pie—. Tu cara. ¡Sangre!

—En lo que a mí y al teniente nos concierne, tu amiga debería sentirse contenta. —Se limpió la sangre del rostro—. No está muy agradable arriba.

—Archie. —Ella lo miró con expresión vacilante y preocupación en los ojos cansados.

—Todo está bien, Janet. —Le tocó el hombro y pasó a la Sala A. La cabo Morrison y el teniente Ulbricht estaban despiertos y tomando té, la cabo en su escritorio, Ulbricht sentado en la cama; tenía el rostro descansado y los ojos límpidos: como dijo el doctor Singh, el piloto alemán poseía un notable poder de recuperación. Jamieson, totalmente vestido y tendido sobre una cama, abrió un ojo cuando McKinnon pasó junto a él.

—Buen día, contramaestre. ¿Es de día, no es así?

—Seis y veinte, señor.

—Santo Cielo. Egoísmo, eso es. Dormí durante siete horas. ¿Cómo están las cosas?

—Una noche tranquila, arriba. ¿Aquí también?

—Debió de serlo. Nadie me despertó. —Observó la ropa que llevaba McKinnon y luego miró a Ulbricht.

—¿Hay estrellas?

—Sí, señor. Por el momento, al menos. No creo que duren demasiado.

—¡Señor McKinnon! —La voz de la cabo Morrison era fría y algo áspera, como siempre cuando se dirigía al contramaestre—. ¿Piensa arrastrar a este pobre hombre afuera de la cama en una noche como ésta? Le han disparado varias veces.

—Sé que le dispararon varias veces ¿o acaso olvida quién lo sacó del agua? —El contramaestre poseía una cortesía innata, pero nunca la sacaba a relucir cuando hablaba con la cabo Morrison—. Así que ahora es un pobre hombre… bueno, es mejor que ser un sucio asesino nazi. ¿A qué se refiere con eso de «en una noche como ésta»?

—Me refiero al tiempo, por supuesto. —Tenía los puños apretados. Jamieson miraba el cielo raso.

—¿Qué sabe usted acerca del tiempo? No salió de aquí en toda la noche. Si hubiera salido, me habría enterado. —La descartó dándole la espalda y miró a Ulbricht—. ¿Cómo se siente, teniente?

—¿Tengo una opción? —Ulbricht sonrió—. Me siento lo suficientemente bien. Aun si no fuera así, iría de todas formas. No sea demasiado duro con la cabo, contramaestre. Incluso la dama de la lámpara en la guerra de Crimea tenía poca paciencia con los heridos difíciles. Pero ella está pasando por alto mi egoísmo natural. Yo también estoy en este barco. Descendió de la cama con movimientos rígidos y con la ayuda de McKinnon y Jamieson, comenzó a ponerse la ropa encima del pijama, mientras la cabo Morrison observaba con gélida reprobación que finalmente culminó en un tamborileo de los dedos sobre su mesa.

—Pienso que deberíamos llamar al doctor Singh —dijo.

McKinnon se volvió lentamente y la miró; cuando habló, lo hizo con una voz tan carente de expresión como su rostro.

—No creo que importe demasiado lo que usted piense, cabo. Sugiero que despierte al capitán Bowen y averigüe hasta qué punto importa lo que usted piensa.

—El capitán está bajo los efectos de sedantes. Cuando recupere el sentido, le haré saber de su insolencia.

—¿Insolencia? —McKinnon la miró con indiferencia—. Creo que él preferiría la insolencia a la estupidez, la estupidez de una persona que trata de poner en peligro al San Andreas y a todos los que están a bordo. Es una lástima que no haya celdas en este barco.

Ella lo fulminó con la mirada, pareció querer hablar, pero se volvió cuando el doctor Sinclair entró en la sala. Soñoliento y despeinado, observó con asombro el espectáculo ante sus ojos.

—¡Doctor Sinclair! ¡Gracias a Dios que está aquí! —Rápidamente, comenzó a explicarle la situación—. Esos… esos hombres quieren salir a mirar las estrellas o navegar o algo así y a pesar de mis protestas insisten en arrastrar a un hombre gravemente enfermo hasta el puente o uno de esos lugares y…

—Comprendo lo que está sucediendo —repuso Sinclair con tranquilidad—. Pero si están arrastrando al teniente, él no está resistiendo demasiado, ¿verdad? Y ni por asomo puede usted describirlo como un hombre gravemente enfermo. Pero entiendo su punto de vista, cabo. Debería estar bajo supervisión médica constante.

—¡Ah! Gracias, doctor. —La cabo Morrison casi se permitió una sonrisa—. De modo que debe regresar a la cama.

—Bueno, no, no exactamente. Un abrigo, un par de botas marinas, mi maletín y subiré con ellos. De esa forma, el teniente estará bajo constante supervisión médica.

Aun con la ayuda de los tres hombres, les llevó más tiempo del que creían llegar con el teniente Ulbricht hasta el camarote del capitán. Una vez que estuvieron allí, el teniente se dejó caer pesadamente sobre la silla detrás de la mesa.

—Muchas gracias, caballeros. —Estaba muy pálido y respiraba en forma rápida y entrecortada—. Lo siento. Parece que no estoy tan bien como creía.

—Tonterías —dijo el doctor Sinclair con tono eficiente—. Lo hizo muy bien. Es esa sangre inglesa de mala calidad que tuvimos que darle esta mañana, nada más. —Se adueñó con soltura de las provisiones alcohólicas del capitán—. Sangre escocesa de primera. Efecto garantizado.

Ulbricht sonrió levemente.

—¿No hay algo acerca de la dilatación de los poros? —No estará al aire libre el tiempo suficiente como para darles a sus poros la posibilidad de protestar.

Arriba en el puente, McKinnon le puso las antiparras al teniente y luego lo envolvió en bufandas, de manera tal que no quedara ni un milímetro de piel expuesta. Cuando terminó, el teniente Ulbricht estaba tan inmunizado contra el frío como era posible estarlo: dos pasamontañas y una ajustada capucha se encargaban de eso.

McKinnon salió al alerón de estribor, colgó una lámpara del rompevientos de lona, regresó adentro, tomó el sextante y a Ulbricht del brazo derecho —el que no estaba herido— y lo guió hacia afuera. A pesar de que estaba protegido contra los elementos, de que el contramaestre lo había prevenido, y de que durante el breve trayecto por la cubierta superior ya había tenido un indicio de lo que los esperaba, no estaba en absoluto preparado para lidiar con la fuerza salvaje del viento que lo golpeó no bien salieron del alerón. Sus piernas débiles tampoco estaban preparadas. Dio dos pasos hacia adelante y aunque logró aferrarse al rompevientos, habría caído si no hubiera sido por la mano firme del contramaestre que lo sostuvo. Si él hubiera estado llevando el sextante, sin duda lo habría dejado caer.

Con el brazo de McKinnon alrededor de su cuerpo, Ulbricht midió la altura de las estrellas hacia el sur, oeste y norte, anotando con torpeza los resultados. Las primeras dos mediciones fueron relativamente rápidas y sencillas; la tercera, hacia el norte, llevó mucho más tiempo y fue más difícil, puesto que Ulbricht tenía que detenerse todo el tiempo para quitar las agujas de hielo de las antiparras y del sextante. Cuando terminó, le devolvió el sextante a McKinnon, apoyó los codos en el extremo del alerón y miró hacia la popa, limpiándose mecánicamente las antiparras con el dorso de la mano. Luego de alrededor de veinte minutos, McKinnon lo tomó del brazo sano y literalmente lo arrastró de nuevo a la protección del puente, cerrando la puerta de un golpe. Le entregó el sextante a Jamieson y le quitó a Ulbricht la capucha, los pasamontañas y las antiparras.

—Le pido disculpas por esto, teniente, pero hay un momento y un lugar para cada cosa y contemplar el panorama desde ese alerón no es una de ellas.

—La chimenea. —Ulbricht parecía algo mareado—. ¿Qué pasó con la chimenea?

—Se cayó.

—Comprendo. Se cayó. Quiere decir que yo… que yo…

—A lo hecho, pecho —filosofó Jamieson, y le entregó un vaso al teniente—. Para ayudarlo con sus cálculos.

—Gracias. Sí. —Ulbricht sacudió la cabeza como para despejarse la mente—. Sí. Mis cálculos.

Débil como estaba y temblando sin cesar a pesar de que la temperatura en el puente había superado los ocho grados— Ulbricht no dejó lugar a dudas respecto de que como navegante, sabía muy bien lo que estaba haciendo. Trabajando basado en las estrellas, no tenía que preocuparse por la variación y desviación. Con una carta, compases de división, reglas paralelas, lápices y el cronómetro, terminó sus cálculos en un tiempo notablemente breve y dibujó una cruz en la carta luego de haber consultado las tablas de navegación.

—Estamos aquí. Bueno, bastante cerca. 68,05 norte, 7,20 este, más o menos al oeste de las Islas Lofoten. Nuestro rumbo es 218. ¿Se me permite preguntar cuál es nuestro destino?

Jamieson sonrió.

—Francamente, teniente Ulbricht, no nos serviría de mucho si no lo supiera. Aberdeen.

—¡Ah! Aberdeen. Tienen una prisión bastante famosa allí, ¿no es cierto? Peterhead, ¿verdad? Me pregunto cómo serán las celdas.

—Es una prisión para civiles. No creo que usted vaya a parar allí. O a cualquier otra prisión. —Jamieson lo miró con curiosidad—. ¿Cómo sabe acerca de Peterhead, teniente?

—Conozco bien Escocia. Y a Inglaterra, mejor aún. —Ulbricht no entró en detalles—. Así que vamos a Aberdeen. Nos mantendremos en este rumbo hasta que lleguemos a la latitud de Trondheim, luego hacia el sur hasta llegar a la latitud de Bergen, o si lo prefiere, señor McKinnon, la latitud de sus islas nativas.

—¿Cómo supo que soy de las Shetland?

—A algunos miembros del equipo de enfermeras no parece molestarles hablar conmigo. Luego tomaremos un rumbo más hacia el oeste. Eso es a grandes rasgos, trabajaremos en los detalles a medida que avancemos. Es un ejercicio muy simple y no hay problemas.

—Claro que no hay problemas —dijo Jamieson—. Tampoco hay problemas para interpretar a Rachmaninoff, siempre y cuando uno sea pianista.

Ulbricht sonrió.

—Sobreestiman mis simples habilidades. El único inconveniente que surgirá será cuando recalemos, cosa que deberá hacerse de día. En esta época del año, las nieblas son comunes en el Mar del Norte y no hay forma de navegar en la bruma sin radio ni brújula.

—Con un poco de suerte, eso no debería ser un inconveniente —dijo McKinnon—. Con guerra o sin ella, sigue habiendo bastante tránsito en la costa este y hay buenas posibilidades de que nos encontremos con un buque que nos guíe hasta el puerto.

—De acuerdo —asintió Ulbricht—. Una nave de la Cruz Roja no se pasa por alto con facilidad, sobre todo una a la que le falta la chimenea. —Bebió un poco, caviló unos instantes, luego dijo—: ¿Su intención es llevarme de nuevo al hospital?

—Naturalmente —respondió Sinclair—. Allí es donde tiene que estar. ¿Por qué lo pregunta?

Ulbricht miró a Jamieson.

—¿Se espera, por supuesto, que yo vuelva a medir la altura de las estrellas?

—¿Esperar, teniente? Dependemos de ello.

—Y a intervalos frecuentes, si las condiciones climáticas lo permiten. Nunca sabemos cuándo cambiará el mar o el viento sin que nos demos cuenta de ello. La cosa es que no tengo muchos deseos de arrastrarme de nuevo hasta el hospital, luego regresar aquí cada vez que tenga que hacer mediciones. ¿No podría sencillamente recostarme en el camarote del capitán?

—No hay problema. ¿Doctor Sinclair?

—Tiene sentido. El teniente Ulbricht no está en la lista de enfermos graves y así se recuperará más fácilmente. Subiré cada dos o tres horas para ver cómo sigue.

—¿Contramaestre?

—No hay inconvenientes. Para la cabo Morrison tampoco, me imagino.

—¿Tendré compañía, por supuesto?

—¿Compañía? —preguntó Sinclair—. ¿Quiere decir una enfermera, teniente?

—No me refiero a una enfermera. Con todo respeto hacia sus encantadoras jóvenes, doctor Sinclair, no creo que ninguna de ellas serviría de mucho si ese individuo al que ustedes llaman Pie Sigiloso subiera para destruir o hacer desaparecer el sextante y el cronómetro, y por cómo me siento, no podría ahuyentar a una mosca. Además él tendría que eliminar a los testigos.

—No hay problema, teniente —dijo el contramaestre—. Tendrá que tratar de eliminarme a mí o a Naseby y no creo que le agrade la idea. Aunque a nosotros sí nos agradaría.

Sinclair sacudió la cabeza con pesar.

—A la cabo Morrison esto no le va a gustar nada. Otra usurpación de su autoridad. Después de todo, el teniente es paciente suyo, no mío.

—Tampoco hay problema con eso —declaró McKinnon—. Simplemente dígale que el teniente cayó por la borda.

—¿Y cómo están sus pacientes esta mañana, doctor? —McKinnon estaba desayunando con el doctor Singh.

—No hay cambios dramáticos, contramaestre. Los dos tripulantes del Argos alojados en la sala de recuperación están como se puede estar cuando se tiene la pelvis fracturada y quemaduras múltiples. El estado del comandante Warrington y de su oficial de navegación no ha cambiado: Cunningham sigue en coma y se alimenta por vía endovenosa. Hudson permanece estable: la hemorragia del pulmón cesó. El primer oficial Kennet está mejorando, aunque Dios sabe cuándo podremos quitarle esas vendas de la cara. El único que me preocupa es el capitán. No es nada grave, ni siquiera serio, sólo preocupante. Usted vio cómo estaba cuando habló con él la última vez: echaba fuego por todos lados. Ahora se ha vuelto extrañamente silencioso, casi letárgico. O quizá es sólo que se tranquilizó ahora que sabe cuál es la posición y el rumbo de la nave. El de ustedes fue un buen trabajo, contramaestre.

—El crédito no es para mí, señor. Fue el teniente Ulbricht quien hizo un buen trabajo.

—Como sea, el capitán Bowen parece encontrarse en un estado de ánimo más filosófico. Sugiero que vaya a verlo.

Cuando el rostro de un hombre está totalmente cubierto por vendas, es difícil adivinar cuál es su estado de ánimo. Tenía una pipa maloliente entre los labios quemados y era imposible decir si estaba disfrutando o no de ella. Cuando oyó la voz de McKinnon, el capitán se la quitó de la boca.

—¿Seguimos a flote, contramaestre? —Hablaba con más claridad que antes y con menos dificultad.

—Bueno, señor, digamos que no se fue todo al demonio. Y se acabaron las alarmas y las excursiones. Por lo que puedo decir, el teniente Ulbricht es un experto, creo que usted no vacilaría en tenerlo como oficial de navegación. Está recostado en su litera, señor, pero ya le habrán explicado el motivo de ese cambio.

—Sin duda está terminando con mis provisiones.

—Tomó un par de tragos, señor. Los necesitaba. Todavía está muy débil y el frío en el puente era terrible. Creo que nunca hizo un tiempo peor en el Ártico. De todos modos, no estaba bebiendo cuando lo dejé. Dormía profundamente.

—Mientras siga comportándose en esta forma, puede beber todo lo que desee. Manifiéstele mi más sincero agradecimiento.

—Lo haré. ¿Tiene instrucciones para dar, señor?

—¿Instrucciones, contramaestre? ¿Instrucciones? ¿Cómo puedo dar instrucciones?

—No lo sé, señor. Nunca fui capitán.

—Pues ahora lo es, maldito sea. No estoy en condiciones de dar instrucciones a nadie. Haga lo que le parezca mejor, y por lo que he oído hasta ahora, lo que le parece mejor está bastante bien. Claro que —añadió el capitán con tono reprobador—, no hubiera esperado otra cosa de Archie McKinnon.

—Gracias, señor. Lo intentaré. —McKinnon se volvió para marcharse de la sala pero la cabo Morrison lo detuvo. Por primera vez, lo miraba como si hasta pudiera pertenecer a la especie humana.

—¿Cómo está él, señor McKinnon?

—¿El teniente? Descansando. Está mucho más débil de lo que dice, pero jamás lo admitirá. Es un hombre muy valiente, un excelente navegante y un caballero. Cuando dice que no sabía que el San Andreas era una nave hospital, le creo en forma absoluta. No hay mucha gente a la que le crea en forma absoluta.

—Estoy segura de que no. —El retorno a la antigua aspereza fue sólo momentáneo—. Me parece que no lo sabía realmente. Es más, estoy casi segura.

—Qué bien. —McKinnon le sonrió, por primera vez, pensó con asombro—. Janet, la enfermera Magnusson, me dijo que usted proviene de la costa este. ¿Sería una impertinencia preguntar de qué lugar exactamente?

—Por supuesto que no. —Sonrió y McKinnon se dio cuenta con asombro aun mayor que ésta era la primera vez que ella le sonreía—. Aberdeen. ¿Por qué?

—Qué curioso. El teniente Ulbricht parece conocer la ciudad bastante bien. Por cierto que sabe acerca de la prisión de Peterhead y no está demasiado complacido con la idea de ir a parar allí.

Una expresión de lo que podría haber sido preocupación cruzó por el rostro de ella.

—¿Irá?

—En absoluto. Si nos hace llegar a Aberdeen, probablemente le darán una medalla. ¿Sus padres son de Aberdeen, cabo?

—Mi padre. Mi madre es de Kiel.

—¿Kiel?

—Sí. Alemania. ¿No lo sabía?

—Por supuesto que no. ¿Cómo podría saberlo? Y ahora que lo sé, hay alguna diferencia.

—Soy mitad alemana. —Ella volvió a sonreír—. ¿No se siente sorprendido, señor McKinnon? ¿Escandalizado, quizá?

—No, no me siento escandalizado. —McKinnon la miró con pesar—. Yo también tengo problemas en ese sentido. Mi hermana Jean está casada con un italiano. Tengo una sobrina y un sobrino, dos bambini que no pueden, o no podían, antes de la guerra, hablar una palabra de inglés con su viejo tío. —Debe de tornar la comunicación difícil.

—Por fortuna, no. Yo hablo italiano.

Ella se quitó los lentes, como para examinarlo más de cerca.

—¿Habla italiano, señor McKinnon?

—Sí. Y español. Y alemán. Usted debe de saber alemán. Puede ponerme a prueba cuando quiera. ¿Sorprendida, cabo? ¿Escandalizada?

—No. —Ella sacudió la cabeza lentamente y sonrió por tercera vez. McKinnon tomó conciencia del hecho de que una Margaret Morrison sonriente, con esos amistosos ojos oscuros, era una criatura totalmente diferente de la cabo Morrison a la que él creía haber llegado a conocer—. No, no lo estoy. De veras.

—¿Proviene de una familia de marinos, cabo?

—Sí. —Esa vez sí se sorprendió—. ¿Cómo lo sabía?

—No lo sabía. Adiviné. Es por la conexión con Kiel. Muchos marineros británicos conocen bien la ciudad de Kiel, me incluyo entre ellos, que tiene, o tenía, la mejor regata de Europa. Su padre es de Aberdeen. ¿Pescador? ¿Hombre de mar o algo así?

—Algo así.

—¿Así cómo?

—Bueno… —vaciló.

—¿Bueno qué?

—Es capitán de la Marina Real.

—¡Dios Santo! —McKinnon la miró con asombro, luego se frotó el mentón sin afeitar—. Tendré que tratarla con más respeto en el futuro, cabo Morrison.

—No creo que sea necesario, señor McKinnon. —La voz era formal, pero la sonrisa que le siguió, no—. Ya no.

—Habla como si estuviera avergonzada de ser la hija de un capitán de la Marina Real.

—No lo estoy. Me siento orgullosa de mi padre. Pero a veces puede ser difícil. ¿Me entiende?

—Sí, creo que sí.

—Muy bien, señor McKinnon. —Los lentes estaban de nuevo en su lugar y la cabo Morrison era toda eficiencia—. ¿Veré al teniente Ulbricht arriba? —McKinnon asintió—. Dígale que subiré a verlo en una hora, quizá dos.

McKinnon parpadeó, cosa que en él era el máximo de expresividad emocional.

—¿Usted?

—Sí. Yo. —Levantó la cabeza con orgullo.

—Pero el doctor Sinclair dijo que vendría…

—El doctor Sinclair es un médico, no una enfermera. —La cabo Morrison lo dijo como si hubiera algo levemente vergonzoso en el hecho de ser médico. Yo estoy a cargo del teniente. Probablemente necesitará que se le cambien los vendajes.

—¿Cuándo subirá, exactamente?

—¿Acaso importa? Encontraré sola el camino.

—No, cabo, no lo hará. No sabe lo que es allá arriba. Sopla un temporal de mil demonios, hay treinta grados bajo cero, está oscuro y la cubierta parece una pista de patinaje. Nadie sube sin mi permiso, y menos aún las enfermeras. Telefoneará y vendré a buscarla.

—Sí, señor McKinnon —replicó ella, muy tiesa, y luego esbozó una pequeña sonrisa—. Por la forma en que lo dice, no me deja lugar para discutir.

—Lo siento. No quise ofenderla. Antes de subir, póngase todo el abrigo que crea que necesitará y luego duplique la cantidad.

Janet Magnusson estaba en la Sala B cuando él pasó por allí. Ella echó un vistazo al rostro de Archie y dijo:

—¿Qué te sucede?

—Prepárese, enfermera Magnusson. El fin está cerca.

—¿Qué diablos quieres decir, Archie?

—El dragón de la sala contigua. —Hizo un gesto con el dedo pulgar hacia la Sala A—. Acaba de…

—¿Dragón? ¿Maggie? Ayer era una leona.

—Dragón. Ha dejado de escupir fuego. Me sonrió. Por primera vez desde que zarpamos de Halifax. Sonrió. Cuatro veces. Una experiencia perturbadora.

—¡Vaya! —Ella lo sacudió por los hombros—. Me alegro de veras. De modo que admites que la juzgaste mal.

—Lo admito. Pero cuidado, pienso que ella también me juzgó mal a mí.

—Te dije que era buena, ¿lo recuerdas, Archie?

—Sí, lo recuerdo. Y de veras que lo es.

—Muy buena. Buenísima.

—¿Y qué quieres decir con eso?

—Te sonrió a ti.

El contramaestre le dirigió una mirada helada y se marchó.

El teniente Ulbricht estaba despierto cuando McKinnon regresó al camarote del capitán.

—¿El deber me llama, señor McKinnon? ¿Más cálculos?

—Quédese tranquilo, teniente. No hay estrellas. El cielo está cubierto. Creo que seguirá nevando. ¿Cómo se siente?

—Bastante bien. Al menos cuando estoy recostado. Físicamente, quiero decir. —Se tocó la cabeza con los dedos—. Aquí arriba, no tan bien. He estado pensando y preguntándome muchas cosas.

—¿Pensando y preguntándose por qué está aquí tendido?

—Exactamente.

—¿No es lo que hacemos todos? Al menos, yo no he hecho otra cosa que preguntármelo. No llegué demasiado lejos, a decir verdad. Es más, no llegué a ninguna parte.

—No voy a decirle que yo podría ser de alguna ayuda, llámelo curiosidad, si quiere, pero ¿le importaría contarme qué le ha estado pasando al San Andreas desde que zarpó de Halifax? Si tiene que revelarme secretos navales, no, por supuesto.

McKinnon sonrió.

—No tengo ningún secreto. Además, si tuviera algunos y se los contara, ¿qué haría usted con ellos?

—Tiene razón. ¿Qué podría hacer yo?

McKinnon le resumió en forma breve lo que había sucedido desde que partieron de Nueva Escocia, y cuando terminó, Ulbricht dijo:

—Bien, ahora déjeme ver si sé contar.

»Hasta donde entendí, hubo siete grupos diferentes involucrados en los movimientos del San Andreas, o mejor dicho a bordo de él. En primer lugar, está su propia tripulación. Luego estuvieron los sobrevivientes heridos que recogieron del torpedero averiado. Después de eso vinieron los sobrevivientes del submarino ruso, que tuvieron que recoger de la corbeta que se hundió. Luego recogieron a unos heridos en Murmansk. Desde que partieron de allí, rescataron a los sobrevivientes del Argos, a los del Andover, y a Helmut y a mí. ¿Eso da siete?

—Eso da siete.

—Podemos eliminar a los sobrevivientes del torpedero averiado y de la corbeta. Su presencia a bordo de esta nave no pudo haber sido otra cosa que casual. También podemos olvidarnos del comandante Warrington y sus dos hombres y de Helmut Winterman y de mí. Eso deja solamente a su tripulación, los sobrevivientes del Argos y los enfermos que recogieron en Murmansk.

—No podría imaginar un grupo de sospechosos menos probable.

—Yo tampoco, contramaestre, pero no es la imaginación lo que nos importa, sino la lógica. Tiene que ser uno de esos tres grupos. Tome por ejemplo los hombres que recogió en Murmansk. Uno de ellos puede haber sido sobornado. Sé que suena ridículo, pero la guerra en sí es ridícula, y las cosas más increíbles suceden en circunstancias ridículas, y si hay algo seguro, es que no vamos a encontrar la respuesta a este enigma en el terreno de lo obvio. ¿A cuántos enfermos está repatriando desde Rusia?

—A diecisiete.

—¿Por casualidad conoce la naturaleza de sus heridas?

—Tengo una vaga idea.

—¿Todos malheridos?

—No hay heridos graves a bordo. Si estuvieran graves, no estarían aquí. No están del todo bien, podría decirse.

—¿Pero están inmovilizados? ¿Permanentemente en cama?

—Los heridos, sí.

—¿No todos están heridos?

—Sólo ocho.

—¡Dios Santo! ¡Ocho! ¿Quiere decir que hay nueve que no están lastimados?

—Depende de lo que quiera decir con lastimados. Hay tres que sufren de congelamiento, tres con tuberculosis y los otros tres tuvieron colapsos mentales. Esos convoyes rusos cobran caro, teniente, en muchos sentidos.

—No tiene motivos para simpatizar con nuestros submarinos o con nuestra Luftwaffe, señor McKinnon.

El contramaestre se encogió de hombros.

—Ocasionalmente mandamos bombarderos sobre Hamburgo.

Ulbricht suspiró.

—Supongo que éste no es momento para filosofar acerca de cómo dos males nunca pueden hacer un bien. Así que tenemos nueve hombres que no están heridos. ¿Todos se pueden mover?

—Los tres que padecen de congelamiento están virtualmente inmovilizados. Jamás he visto tantas vendas. Los otros seis… bueno, pueden andar de aquí para allá tan bien como usted y yo. En realidad eso no está bien dicho: tan bien como yo y mucho mejor que usted.

—Ajá. Seis que pueden moverse. Sé poco de medicina, pero lo que sí sé es cuán difícil es discernir hasta qué punto es grave un caso de tuberculosis. También sé que un hombre con un caso bastante avanzado puede moverse con toda facilidad. En cuanto a los colapsos mentales, ésos son fáciles de simular. Uno de esos tres puede estar tan equilibrado como lo estamos nosotros, o como creemos estarlo. En realidad, los tres pueden estarlo. No es necesario que le diga, señor McKinnon, que hay algunos que están tan hartos del salvajismo, de la locura de la guerra, que harán cualquier cosa con tal de escapar de ella. Se fingen enfermos para acabar con todo. Muchos han llegado al límite de tolerancia y no quieren saber nada más. Durante la Primera Guerra Mundial, muchos soldados británicos sufrían de una enfermedad incurable que era una garantía a prueba de fuego de que los enviarían de regreso a casa. Se la llamaba DAC, Desorden que Afecta el Corazón. Los más insensibles médicos británicos comúnmente la llamaban Desesperadas Ansias de ir a Casa.

—Oí hablar de eso, teniente. No soy por naturaleza una persona curiosa, ¿pero puedo hacerle una pregunta personal?

—Por supuesto.

—Su inglés es mucho mejor que el mío. La cosa es que no suena como un extranjero que habla inglés. Suena como un inglés hablando inglés, un inglés que ha estado en una escuela privada inglesa. Es curioso.

—No tanto. A usted no se le escapa casi nada, señor McKinnon. Me eduqué en una escuela privada inglesa. Mi madre es inglesa. Mi padre fue, durante muchos años, agregado en la Embajada Alemana en Londres.

—Vaya, vaya. —McKinnon sacudió la cabeza y sonrió—. Es demasiado. Realmente, es demasiado. Dos sorpresas de esta magnitud en veinte minutos.

—Si quisiera decirme de qué está hablando…

—La cabo Morrison. Usted y ella deberían juntarse. Acabo de enterarme de que es mitad alemana.

—¡Cielos! ¡Por todos los Santos! —No podía decirse que Ulbricht hubiera enmudecido por el asombro, pero estaba azorado—. Madre alemana, por supuesto. ¡Qué extraordinario! Se lo digo en serio, contramaestre, éste podría ser un asunto grave. Me refiero al hecho de que ella sea mi enfermera. Tiempos de guerra. Complicaciones internacionales, sabe.

—No lo sé y no lo veo así. Ambos están realizando su trabajo. De todos modos, ella vendrá a verlo dentro de poco.

—¿Vendrá a verme? ¿A ese implacable asesino nazi?

—Quizá cambió de parecer.

—Bajo compulsión, por supuesto.

—Es su idea e insiste con eso.

—Será una jeringa hipodérmica. Una dosis letal de morfina o algo así. Para retornar a nuestros seis deambuladores, eso amplía un poco el campo, ¿no es así? Un rufián sobornado que se hace pasar por enfermo o un enfermo de tuberculosis igualmente sobornado. ¿Qué le parece?

—No me gusta nada. ¿Cuántos hombres sobornados, espías, saboteadores, cree que hemos recogido entre los sobrevivientes del Argos? Es una idea estúpida, lo sé, pero como dijo usted, estamos buscando respuestas estúpidas para preguntas estúpidas. Y hablando de preguntas estúpidas, aquí va otra. ¿Cómo sabemos que el Argos fue realmente atacado por una mina? Sabemos que los buques petroleros son muy duros y resistentes y que éste regresaba con los tanques vacíos. Los petroleros no mueren fácilmente y aun petroleros con los tanques llenos han sobrevivido a los torpedos. Ni siquiera sabemos que el Argos sufrió la explosión de una mina. ¿Cómo sabemos que no fue saboteado para que surgiera la oportunidad de introducir un saboteador —o más de uno— a bordo del San Andreas? ¿Qué le parece?

—Como dijo usted, no me gusta nada. Pero no estará sugiriendo seriamente que el capitán Andropolous…

—No estoy sugiriendo nada acerca del capitán Andropolous. Por lo que sé, puede ser el peor villano que surca los mares en estos días. Aunque estoy dispuesto a considerar casi cualquier solución alocada a nuestras preguntas, no puedo aceptar la idea de que un capitán sacrifique su barco por cualquier propósito. Pero una o varias personas para las que el Argos no significaba nada, podrían hacerlo con toda tranquilidad. Sería interesante saber si Andropolous contrató tripulantes adicionales en Murmansk, como por ejemplo compatriotas de él qué hubieran sobrevivido a otro naufragio. Por desgracia, Andropolous y su tripulación hablan solamente griego y ninguna otra persona a bordo habla griego.

—Yo hablo un poco de griego, muy poco, el tipo de cosa que se aprende en el colegio, las escuelas privadas inglesas son entusiastas partidarias del aprendizaje de griego, y lo he olvidado casi por completo. No es que crea que serviría de mucho que pudiéramos averiguar quién o quiénes se unieron al Argos en Murmansk. No harían otra cosa que adoptar expresiones de inocencia ultrajada, jurar que no saben de qué estamos hablando y ¿qué podríamos hacer entonces? —Ulbricht calló durante casi un minuto y luego dijo de pronto:

—Los constructores rusos.

—¿Qué constructores rusos?

—Los que repararon los daños en el casco de este barco y terminaron de construir el hospital. Pero en especial los que repararon el casco.

—¿Qué hay con ellos?

—Un momento. —Ulbricht pensó un poco más—. No sé exactamente cuántos lobos disfrazados de ovejas hay a bordo del San Andreas, pero de pronto estoy seguro de que el primero fue un miembro de la tripulación, de eso no me cabe la menor duda.

—¿Cómo diablos se le ocurrió eso? No es que vaya a sorprenderme por nada, le aseguro.

—Sufrieron esos daños en el casco mientras estaban junto a la corbeta que se hundía, antes de terminar de hundirla con las ametralladoras, ¿correcto?

—Correcto.

—¿Cómo sucedió?

—Ya se lo dije. No sabemos. No fueron torpedos, ni minas ni nada de eso. Un torpedero estaba a un lado de la corbeta, rescatando a los sobrevivientes del submarino ruso hundido. Hubo una serie de explosiones dentro de la corbeta antes de que pudiéramos alejarnos. Una fue de una caldera, la otra podría haber sido de pólvora, cañones de dos libras, cualquier cosa. Había un incendio adentro. Fue en ese momento que debieron de producirse los daños.

—Pienso que no sucedió así en absoluto. Pienso que fue entonces cuando ese miembro de la tripulación detonó una carga en el compartimiento de lastre de babor. Pienso que fue alguien que sabía exactamente cuánto explosivo utilizar para asegurarse de que el barco no se fuera a pique, pero sí se dirigiría al puerto más cercano donde fuera posible repararlo, como en ese caso era Murmansk.

—Tiene sentido. Podría haber sucedido así. Pero no estoy convencido.

—En Murmansk, ¿vio alguien el tamaño o la forma del orificio que había en el casco?

—No.

—¿Alguien trató de verlo?

—Sí. El señor Kennet y yo.

—Pero oh sorpresa, no lo vieron. No lo vieron porque no les permitieron verlo.

—Así es. ¿Cómo lo supo?

—¿Tenían lonas todo alrededor y por encima del área que se estaba reparando?

—Así es. —McKinnon comenzaba a parecer pensativo—. ¿Les dieron alguna explicación?

—Sí, dijeron que era para protegerlo del viento y la nieve. —¿Y había mucho viento o nieve?

—No.

—¿Trataron ustedes de pasar detrás de las lonas?

—Sí. No nos lo permitieron. Dijeron que era demasiado peligroso y que sólo retardaría el trabajo de los constructores. No discutimos porque no nos pareció tan importante. Si conoce a los rusos, debe de saber lo testarudos que pueden ser acerca de las cosas más ridículas. Además, nos estaban haciendo un favor y no había motivos para que sospecháramos. Está bien, está bien, teniente, no hay razón para que me rompa la cabeza con una maza. No es necesario ser maquinista o metalúrgico para reconocer un boquete que ha sido abierto de adentro para afuera.

—¿Y ahora no le parece extraño que el segundo daño al casco se haya producido precisamente en el mismo compartimiento de lastre?

—No, ahora no. Nuestros valerosos aliados, los nuestros, no los suyos, seguramente dejaron la carga explosiva en el compartimiento con una mecha larga convenientemente adherida. Está usted en lo cierto, teniente.

—Así que todo lo que tenemos que hacer ahora es encontrar a un miembro de su tripulación que tenga conocimientos de explosivos y experiencia con ellos. ¿Se le ocurre alguien, señor McKinnon?

—Sí.

—¡¿Qué?! —Ulbricht se incorporó hasta quedar apoyado sobre un codo—. ¿Quién?

McKinnon levantó los ojos hacia el cielo raso.

—Yo.

—Eso es una gran ayuda. —Ulbricht volvió a recostarse—. Eso sí que es una gran ayuda.