—Quienquiera haya sido responsable de esto debió haber tenido acceso al dispensario —dijo Patterson. Estaba con Jamieson y McKinnon en el pequeño salón de estar del hospital.
—Eso no ayudará, señor —respondió McKinnon—. Desde las diez de la mañana, todos los que están a bordo de esta nave, menos, por supuesto, los heridos, los que están inconscientes y los que están sedados, tuvieron acceso al dispensario. No hay una sola persona que no haya estado en el área del hospital para comer, dormir, o tan sólo descansar.
—Quizá no lo estamos viendo desde la perspectiva correcta —acotó Jamieson—. ¿Por qué razón querría alguien destrozar la brújula? No puede ser sólo para impedirnos seguir el rumbo que estábamos siguiendo o para que no nos escapemos. Lo más probable es que Pie Sigiloso todavía esté transmitiendo su señal de guía y que los alemanes sepan exactamente dónde estamos.
—A lo mejor quiere que cunda el pánico —dijo McKinnon—. Quizás espera que aminoremos la marcha, en lugar de dar vuelta en círculos, cosa que fácilmente podría suceder si el tiempo empeora, el mar se torna confuso y si no tenemos brújula. Quizás hay un submarino alemán en los alrededores y no quiere que nos alejemos demasiado. Existe una posibilidad todavía peor. Hemos estado dando por sentado que Pie Sigiloso tiene nada más que un transmisor; quizá también tiene un aparato receptor. ¿Qué sucedería si estuviera en contacto con Alta Fjord o con un submarino o un Condor de reconocimiento? Podría haber un buque de guerra inglés cerca y lo último que querrían es que nos contactáramos con él. Pues bien, nos sería imposible hacerlo, pero el radar del buque podría captarnos a diez o quince millas de distancia.
—Demasiados «si», «quizá» y «a lo mejor esto» y «a lo mejor esto otro». —La voz de Patterson sonó decidida, como la de un hombre que ha tomado una resolución—. ¿En cuántos hombres de este barco confía, contramaestre?
—¿En cuántos…? —McKinnon se interrumpió para calcular—. En nosotros tres y en Naseby. Y en el equipo médico. No es que tenga una razón en particular para confiar en ellos, tampoco tengo razones para desconfiar, pero sabemos que estaban aquí presentes cuando atacaron a Trent, así que eso los descarta.
—Dos médicos, seis enfermeras, tres asistentes de sala y nosotros cuatro. Eso suma quince —dijo Jamieson. Sonrió—. Aparte de éstos, ¿todos los demás son sospechosos?
McKinnon se permitió una leve sonrisa.
—Es difícil imaginar a chiquillos como Jones, McGuigan y Wayland Day en el papel de superespías. Aparte de ellos, no pondría las manos en el fuego por nadie, es decir, no tengo razón para confiar en ellos tratándose de un asunto de vida o muerte.
—¿La tripulación del Argos? —preguntó Patterson—. ¿Los sobrevivientes? ¿Nuestros huéspedes?
—Es ridículo, lo sé, señor. ¿Pero quién puede decir que el saboteador no está en el lugar menos pensado? Sencillamente no confío en nadie. —McKinnon hizo una pausa—. ¿Me equivoco al pensar que su intención es revisar los camarotes y las pertenencias de todos los que están a bordo?
—No se equivoca, contramaestre.
—Con respeto, señor, estaríamos perdiendo el tiempo. Cualquiera que sea tan astuto como Pie Sigiloso lo es como para dejar algo por allí, al menos dejarlo en cualquier lugar donde pueda asociárselo remotamente con él. Hay cientos de lugares a bordo en donde se pueden ocultar cosas, y no somos detectives profesionales. Por otra parte, es mejor eso que no hacer nada. Pero me temo, señor Patterson, que no encontraremos nada.
Y así fue. Revisaron todos los camarotes, armarios y guardarropas, valijas y bolsos, cada rincón y cada grieta, y no encontraron nada. Se presentó un momento incómodo cuando el capitán Andropolous, un personaje fornido, barbudo y al parecer violento, alojado en uno de los camarotes vacíos generalmente reservados para pacientes en recuperación, objetó con vehemencia a que se lo revisara; McKinnon, que no sabía una palabra de griego, resolvió la situación apuntando con su Colt a la sien del capitán, que se dio cuenta de que el contramaestre no estaba bromeando y se mostró por demás dispuesto a colaborar, llegando hasta el extremo de acompañar al contramaestre y ordenar a su tripulación que abriera sus pertenencias para que fueran revisadas.
Los dos cocineros senegaleses del hospital eran más que competentes y el doctor Singh, que parecía ser un entendido en el asunto, sacó a relucir un Bordeaux que no habría desentonado en un restaurante de la guía Michelin, pero esa noche no se le hizo justicia a la comida ni, sorprendentemente, al vino. La atmósfera era sombría. Había una cierta inquietud en el ambiente, un leve aire furtivo. Una cosa es que a uno le digan que hay un saboteador a bordo; otra muy diferente es que a uno le revisen el equipaje y las pertenencias pensando que uno puede ser el saboteador en cuestión. Aun los del equipo médico —o quizás especialmente ellos— parecían incómodos por demás: a ellos todavía no se les habían revisado las pertenencias, de modo que oficialmente, no habían quedado fuera de sospecha. Podía ser una reacción irracional, sí, pero dadas las circunstancias, era comprensible.
Patterson empujó el plato sin terminar y le habló al doctor Singh.
—¿Está despierto el teniente Ébricht?
—Más que despierto. —El doctor Singh parecía casi malhumorado—. Su poder de recuperación es notable. Quería cenar con nosotros. Se lo prohibí, por supuesto. ¿Por qué lo pregunta?
—McKinnon y yo querríamos hablar unas palabras con él.
—No veo por qué no. —Hizo una breve pausa para pensar—. Existen dos complicaciones de poca importancia. La cabo Morrison está allí; acaba de relevar a la cabo Maria para que pudiera cenar. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección al extremo de la mesa, donde cenaba una muchacha rubia de pómulos salientes, que vestía uniforme de cabo. Aparte de Stephen Przynyszewski era la única polaca a bordo y como a todos les resultaba difícil su apellido Szarzynski, igual que el de Stephen, la llamaban, invariable y cariñosamente, la cabo Maria.
—Sobreviviremos —dijo Patterson—. ¿Y la otra complicación?
—El capitán Bowen. Al igual que el teniente Ulbricht, tiene una alta tolerancia a los sedantes. Está consciente durante largos períodos y su humor no es de lo mejor. ¿Quién ha visto alguna vez al capitán Bowen de mal humor?
Patterson se puso de pie.
—Si yo fuera el capitán, no estaría de humor como para cantar y bailar. Vamos, contramaestre.
Encontraron al capitán muy despierto y, efectivamente, en un estado de ánimo más que irritable. La cabo Morrison estaba sentada en un banco junto a su cama. Atinó a ponerse de pie, pero Patterson le indicó con un gesto que se quedara donde estaba. El teniente Ulbricht estaba recostado en la cama de al lado, con la mano derecha detrás de la nuca. El teniente Ulbricht estaba muy despierto.
—¿Cómo se siente, capitán?
—¿Que cómo me siento, jefe? —En forma concisa y vehemente el capitán Bowen le informó cómo se sentía. Sin dudas se habría expresado con más vehemencia aún, si no hubiera sabido que la cabo Morrison estaba junto a su cama. Levantó una mano vendada para taparse la boca mientras tosía—. Todo se fue al diablo, ¿no es así, jefe?
—Bueno, sí, las cosas podrían estar mejor.
—Las cosas no podrían estar peor. —Las palabras del capitán Bowen sonaban borrosas y confusas; hablar a través de esos labios ampollados tenía que ser una tortura—. La cabo me lo dijo. Hasta la brújula de la lancha salvavidas quedó destrozada. Pie Sigiloso.
—¿Pie Sigiloso?
—Todavía anda suelto. Pie Sigiloso.
—Pies Sigilosos —dijo McKinnon.
—¡Archie! —El hecho dé que el capitán, por primera vez delante de otra persona, llamara al contramaestre por su nombre de pila revelaba mucho acerca de su estado.
—Está usted aquí.
—La hierba mala crece en cualquier lado, señor.
—¿Quién está de guardia, contramaestre?
—Naseby, señor.
—Está bien. ¿Pies Sigilosos? ¿Por qué?
—Hay más de uno, señor. No queda otra posibilidad. Lo sé. No sé cómo lo sé, pero lo sé.
—En ningún momento me lo dijo a mí —repuso Patterson.
—Es porque no se me ocurrió hasta hace un momento. Y hay otra cosa que sólo se me ocurrió ahora. El capitán Andropolous.
—El del barco petrolero griego —dijo Bowen—. ¿Qué hay con él?
—Bueno, señor, como sabrá, tenemos un pequeño problema de navegación.
—¿Pequeño? Eso no es lo que me dijo la cabo Morrison.
—Bien; grande, entonces. Pensamos que el capitán Andropolous podría darnos una mano si lográramos comunicarnos con él. Pero fue imposible. Quizá no sea necesario hacerlo. Quizá si le mostramos su sextante, capitán, y le damos una carta marítima, eso podría ser suficiente. El problema es que la carta está arruinada. Por la sangre.
—No hay problema —dijo Bowen—. Siempre llevamos duplicados. Están debajo de la mesa o en los cajones en el extremo de popa de la sala cartográfica.
—Volveré en quince minutos —dijo el contramaestre.
Le llevó bastante más que eso y cuando regresó, la expresión dura de su cara y el hecho de que traía con él el sextante en su caja y una carta enunciaban que había venido a informar acerca del fracaso de la misión.
—¿No obtuvo cooperación? —preguntó Patterson—. ¿O fue Pie Sigiloso?
—Pie Sigiloso. El capitán Andropolous estaba en su litera, roncando a todo vapor. Traté de sacudirlo, pero fue como sacudir una bolsa de papas. Lo primero que se me ocurrió fue que la misma persona que se había encargado de Trent había visitado también al capitán, pero no había olor a cloroformo. Busqué al doctor Singh, que me dijo que estaba drogado.
—¡Drogado! —Bowen trató de expresar asombro, pero su voz no fue más que un graznido—. ¡Por Dios, ¿es que esto no va a acabar nunca?! ¡Drogado! ¿Cómo diablos pudieron drogarlo?
—Muy fácilmente, parecería, señor. El doctor Singh no sabía de qué droga se trataba, pero dijo que debió de haberla ingerido con algo que comió o bebió. Le preguntamos a Achmed, el cocinero principal, si el capitán había comido algo distinto de nosotros y dijo que no, pero que luego había tomado café. El capitán Andropolous tiene ideas propias acerca de cómo se debe preparar el café: mitad café, mitad coñac. El doctor Singh dice que esa cantidad de coñac hubiera disimulado el gusto de cualquier droga. Había una taza y un platito junto a la litera del capitán. La taza estaba vacía.
—Ah. —Patterson parecía pensativo—. Debió de quedar borra. No sé nada acerca de esas cosas, ¿pero no fue posible que el doctor Singh analizara la borra?
—No había. El capitán pudo haberlo hecho él mismo, lavar la taza, quiero decir. Lo más probable es que haya sido Pie Sigiloso borrando sus rastros. No tenía sentido preguntar a quién se había visto entrar o salir del camarote del capitán.
—¿No hay comunicación, verdad?
—Eso es. Sólo la tripulación griega estaba por allí en ese momento.
—Deduciendo que nuestro saboteador ha estado haciendo de las suyas otra vez —dijo Patterson—, y no creo que podamos deducir ninguna otra cosa, ¿de dónde diablos habrá sacado una droga tan potente?
—¿Y de dónde sacó el cloroformo? Yo diría que Pie Sigiloso está bien equipado con lo que él considera elementos esenciales. Quizá no es sólo un aficionado a la química. Quizá también sepa qué buscar en el dispensario.
—No —dijo Bowen—. Le pregunté al doctor Singh. El dispensario siempre está cerrado con llave.
—Sí, señor —replicó McKinnon—. Pero si esta persona es un profesional, un saboteador entrenado, entonces creo que incluiría entre los elementos esenciales un juego de llaves maestras.
—Mi copa rebosa —masculló Bowen—. Como dije, todo se fue al demonio. Si el tiempo sigue empeorando, y tengo entendido que eso es lo que está sucediendo, terminaremos en cualquier lugar. En la costa de Noruega, probablemente.
—¿Puedo hablar, capitán? —Era el teniente Ulbricht.
Bowen giró la cabeza hacia un costado, cosa que lo hizo gruñir de dolor.
—¿Es el teniente Ulbricht? —No hablaba con tono alentador y si sus ojos no hubieran estado vendados, sin duda tampoco habrían sido alentadores.
—Si, señor. Yo sé navegar.
—Es usted muy amable, teniente. —Bowen trató de hablar con voz gélida, pero su boca ampollada no se lo permitió—. Es la última persona en el mundo a quien pediría ayuda. Cometió un crimen contra la humanidad. —Calló por unos segundos pero no fue para reflexionar; la combinación de ira y dolor le dificultaba el habla—. Si logramos regresar a Inglaterra, lo fusilarán. ¿Usted? ¡Por Dios!
—Entiendo cómo se siente, señor —dijo McKinnon—. Debido a las bombas, quince hombres han muerto. Debido a las bombas, usted está como está, al igual que Hudson y Rafferty, y el primer oficial. Pero de todos modos, pienso que debería escucharlo.
El capitán permaneció en silencio durante lo que pareció un tiempo excesivamente largo. Sólo el contramaestre, a quien el capitán estimaba y respetaba mucho, podía hacerlo vacilar durante tantos segundos. Cuando habló, lo hizo con voz ronca por la amargura.
—No estamos en posición de elegir, ¿no es así? —McKinnon no respondió—. De todas formas, pilotear un avión no es lo mismo que navegar un barco.
—Sé navegar un barco —dijo Ulbricht—. En tiempos de paz, estaba en una Marine Schule, una escuela de marina. Tengo un certificado de navegación marítima. —Sonrió levemente.
—No aquí, por supuesto, pero lo tengo. Además, muchas veces he estudiado las estrellas desde un avión. Eso es mucho más difícil que hacerlo desde el puente de un barco. Le repito, sé navegar.
—¡Él! ¡Ese monstruo! —La cabo Morrison habló con más amargura que el capitán, pero quizás se debió a que no tenía los labios ampollados—. Estoy segura de que sabe navegar, capitán Bowen. También estoy segura de que nos llevaría directamente a Alta Fjord o a Trondheim o a Bergen… en fin, a cualquier lugar de Noruega.
—Ésa es una aseveración muy tonta, cabo —interpuso Ulbricht—. Quizás el señor McKinnon no sepa navegar, pero debe de ser un marino experimentado y con sólo un atisbo del sol o la Estrella Polar se daría cuenta de que vamos hacia el sudeste en lugar del sudoeste.
—De todas formas, no confío en él —dijo la cabo Morrison—. Si lo que dice es verdad, entonces confío menos todavía.
—Lo miraba con ojos helados y los labios apretados y se podía decir que se había equivocado de profesión; parecía la directora de una escuela de niñas con Ulbricht en el improbable papel de una temblorosa y traviesa alumna de tercer grado. —Mire lo que le sucedió a Trent. Mire lo que le sucedió a ese capitán griego. ¿Por qué no debería de sucederle lo mismo al señor McKinnon?
—Con respeto, cabo —dijo McKinnon con voz nada respetuosa—, me veo obligado a repetir lo que dijo el teniente Ulbricht: ésa es una aseveración muy tonta. Es tonta por dos razones. La primera es que Naseby también es contramaestre, y de los buenos. Pero usted no tiene por qué saberlo, claro. —McKinnon acentuó innecesariamente la palabra «usted»—. Trent, Ferguson y Curran también pueden distinguir la diferencia entre norte y sur. Al igual que el jefe Patterson y el señor Jamieson, estoy seguro. Podría haber media docena más entre la tripulación. ¿Está sugiriendo que de alguna forma misteriosa que escapa a mi comprensión, pero no, al parecer, a la suya, el teniente Ulbricht va a inmovilizarnos a todos?
—¿Y la segunda razón?
—Si piensa que el teniente Ulbricht está complotado con los que fueron responsables de la destrucción de su avión y por poco con la de su vida… bueno, si cree eso, cree cualquier cosa.
Si es posible carraspear en forma tranquilizadora, Patterson lo hizo.
—Creo, capitán, que el teniente puede no ser tan perverso como piensan usted y la cabo Morrison.
—¡No ser tan perverso! El despiadado, maldito… —Bowen se interrumpió y cuando volvió a hablar, lo hizo con voz serena y casi pensativa—. Usted no diría eso sin un buen motivo, jefe. ¿Qué le hace pensar de esa forma?
—Fue el contramaestre el que tuvo la idea. Creo que estoy de acuerdo. Contramaestre, cuéntele al capitán lo que me dijo.
—He tenido tiempo para pensar en esto —dijo McKinnon, como queriendo disculparse—. Usted, no. Según lo que me dijo el doctor Singh acerca del dolor que debe de estar sintiendo, pensar tiene que ser una tarea muy difícil. Creo, señor, que la Luftwaffe del teniente le vendió gato por liebre.
—Le vendió… ¿Qué demonios quiere decir con eso? —Pienso que no sabía que atacaba un buque hospital. Seguro, ahora lo sabe. Pero no lo sabía cuando dejó caer las bombas.
—¡Que no lo sabía! Los pilotos bombarderos, permítame recordarles, contramaestre, tienen muy buena vista. Todas esas cruces rojas…
—No creo que las haya visto, señor. Las luces estaban apagadas y todavía estaba oscuro. Como se aproximaba por la popa, no pudo haber visto las cruces a los costados y volaba tan bajo que la superestructura debe de haberle bloqueado la visión de la cruz de proa. En cuanto a la de popa, estábamos largando tanto humo en ese momento que puede haber quedado oculta. Y ni por un momento imagino que el teniente Ulbricht había hecho una aproximación tan suicida, un ataque tan suicida al San Andreas, si hubiera sabido que había una fragata británica a sólo un par de millas de distancia. Yo no hubiera apostado a sus posibilidades de sobrevivir.
—Yo tampoco. —El teniente Ulbricht habló con vehemencia.
—Y lo que cierra mi hipótesis, señor. Esos cuatro lanzatorpedos Heinkel. Sé que usted no los vio, señor, y que tampoco los oyó, pues estaba inconsciente en ese momento. Pero el jefe Patterson y yo los vimos. Nos esquivaron en forma deliberada —se elevaron por encima de nosotros— y se dirigieron directamente al Andover. ¿Así que, qué piensa de eso, señor? Un Condor nos ataca, estoy seguro de que fue con bombas de poca potencia, y los Heinkels, que podrían habernos mandado a pique, no lo hacen. Los pilotos de los Heinkel sabían que el Andover estaba allí; el teniente Ulbricht, no. La Luftwaffe, capitán, parece tener dos manos, y la izquierda no le dice a la derecha lo que va a hacer. Estoy más que convencido de que al capitán le metieron el perro, tanto su propio alto mando como el saboteador que apagó nuestras luces de la Cruz Roja.
«Además, no tiene el aspecto de ser un hombre que atacaría una nave hospital».
—¿Cómo diablos puedo saber qué aspecto tiene? —le espetó Bowen con comprensible fastidio—. Una cara de ángel con un arpa puede ser un asesino, a pesar de su aspecto. Pero sí, contramaestre, estoy de acuerdo con usted en que se presta para interrogantes curiosos. Interrogantes que parecen reclamar respuestas igualmente curiosas. ¿No está de acuerdo, cabo?
—Bueno, sí, puede ser. —Su tono era dudoso, recalcitrante—. El señor McKinnon podría tener razón.
—Tiene razón. —La voz era de Kennet, y sonaba firme.
—Kennet. —Bowen se volvió hacia la cama del otro lado de la suya y maldijo en voz no muy baja cuando la cabeza y el cuello le recordaron que los movimientos súbitos no eran aconsejables—. Creí que estaba dormido.
—Nunca tan despierto, señor. Es sólo que no tengo muchos deseos de hablar. Por supuesto que el contramaestre está en lo cierto. Tiene que estarlo.
—Ah. Bueno. —Con más cuidado esa vez, el capitán se volvió hacia Ulbricht—. No hay disculpas por lo que ha hecho, pero quizá no sea el asesino despiadado que creíamos. Contramaestre, el jefe me contó que ha estado destrozando muebles en mi camarote.
—No más de lo necesario, señor. No encontré las llaves.
—Están en el rincón trasero izquierdo del cajón izquierdo de mi escritorio. Busque en el armario de la derecha debajo de mi litera. Hay un cronómetro allí. Fíjese si funciona.
—¿Un cronómetro de repuesto, señor?
—Muchos capitanes lo llevan. Yo siempre lo hice. Si el sextante sobrevivió a la explosión, quizás el cronómetro también lo haya hecho. El sextante funciona, ¿no es cierto?
—Por lo que puedo decir, sí.
—¿Puedo verlo? —preguntó el teniente Ulbricht. Lo examinó por un instante—. Funciona.
McKinnon se marchó, llevándose el sextante y la carta.
Cuando regresó, sonreía.
—El cronómetro está intacto, señor. Puse a Trent de nuevo al timón y a Naseby en su camarote. Desde allí puede ver a cualquiera que trate de subir la escalera del puente y, lo que es más importante aún, dejar fuera de combate a toda persona no autorizada que trate de entrar en su camarote. Le dije que las únicas personas autorizadas son Patterson, Jamieson y yo.
—Excelente —afirmó Bowen—. Teniente Ulbricht, es posible que todavía recurramos a usted. —Hizo una pausa.
—¿Sabe por supuesto, que estará navegando hacia la prisión?
—¿No hacia un pelotón de fusilamiento?
—Eso sería una pobre retribución por sus servicios profesionales. No.
—Es mejor ser un prisionero de guerra vivo que flotar por allí congelado en una balsa de goma, cosa que me habría sucedido de no haber sido por el señor McKinnon aquí presente. —Ulbricht se incorporó en la cama—. Bien, no hay tiempo como el presente.
McKinnon lo detuvo con una mano en el hombro.
—Lo siento, teniente, tendrá que esperar.
—¿Se refiere a… al doctor Singh?
—No se pondría muy contento, pero no es eso. Tormenta de viento y nieve. Visibilidad cero. No hay estrellas y por esta noche, no las veremos.
—Ah. —Ulbricht volvió a recostarse—. De todos modos, no me sentía tan lleno de energías.
Fue entonces, cuando por tercera vez en el día, las luces se apagaron. McKinnon encendió su linterna, localizó y encendió cuatro luces de emergencia y miró a Patterson con expresión pensativa. Bowen dijo:
—¿Sucede algo?
—Lo siento, señor —dijo Patterson—. Otro apagón.
—Otro más. ¡Jesús! —El capitán habló con más disgusto que preocupación—. No bien creemos que solucionamos un problema, surge otro. Pie Sigiloso, seguro.
—Puede ser, señor —replicó McKinnon—. Pero puede no ser. No creo que las luces se hayan apagado porque alguien ha sido drogado o dejado fuera de combate con cloroformo. No creo que se hayan apagado porque alguien quería apagar nuestras luces de la Cruz Roja, porque la visibilidad es cero y no serviría de nada. Si es sabotaje, el motivo es otro.
—Iré a ver si pueden decirme algo en la sala de máquinas —dijo Patterson—. Parece otra tarea para el señor Jamieson.
—Está trabajando en la superestructura —le aclaró McKinnon—. Yo iba para allá, de todos modos. Se lo mandaré. ¿Nos encontramos de nuevo aquí, señor? —Patterson asintió y se apresuró a abandonar la sala.
Sobre la cubierta, que en ese momento estaba relativamente estable, las sogas ya no eran necesarias para mantener el equilibrio pero sí, como guías, ya que debido a la ausencia de luces y a la tormenta de nieve, McKinnon no veía a un centímetro de su cara. Se detuvo en forma abrupta al chocar contra alguien.
—¿Quién es? —preguntó con dureza.
—¿McKinnon? Jamieson. No soy Pie Sigiloso. Ha estado haciendo de las suyas otra vez.
—Eso parece, señor. Al señor Patterson le gustaría verlo en la sala de máquinas.
En la parte de la superestructura que estaba en el mismo nivel que la cubierta, el contramaestre encontró a tres del equipo de la sala de máquinas soldando una planta de metal a dos baos; el brillo de la llama de oxiacetileno contrastaba en forma fantasmagórica con la total oscuridad. Dos cubiertas más arriba encontró a Naseby en el camarote del capitán, con una herramienta puntiaguda envuelta en tela en la mano, y una expresión decidida en el rostro.
—¿No hubo visitas, George?
—Nadie, Archie, pero parece que alguien anduvo haciendo visitas por otro lado.
McKinnon asintió y subió al puente, interrogó a Trent y volvió a descender la escalera. Se detuvo fuera del camarote del capitán y miró a Naseby.
—¿Notas algo, George?
—Sí, noto algo. Noto que las revoluciones del motor han disminuido, estamos aminorando la marcha. ¿Quizás una bomba en la sala de máquinas, esta vez?
—No. La hubiéramos oído desde el hospital.
—Una granada de gas podría haber servido igual.
—Te estás volviendo tan pesimista como yo —dijo McKinnon.
Encontró a Patterson y Jamieson en el comedor del hospital. Estaban acompañados por Ferguson, para gran sorpresa de McKinnon. Pero la sorpresa fue sólo momentánea.
—¿Todo bien en la sala de máquinas, entonces?
—Si —contestó Patterson—. Reduje la marcha como precaución. ¿Cómo lo supo?
—Ferguson está hibernando con Curran en la carpintería, que es lo más a proa que se puede llegar en esta nave. Así que el problema está allí, en proa; nada excepto un terremoto sacaría a Ferguson de su litera, o de lo que esté usando como litera allí arriba.
Ferguson adoptó un tono y una expresión agraviados.
—Justo estaba por quedarme dormido, cuando Curren y yo oímos esta explosión. La sentimos, también. Directamente debajo de nosotros. No fue tanto una explosión, sino más bien un golpe. Algo metálico, en fin. Curran gritó que nos habían torpedeado o que se trataba de una mina, pero yo le dije que no fuera imbécil, que si una mina o un torpedo hubieran estallado debajo de nosotros, no estaríamos vivos para contar el cuento. Así que me vine corriendo hacia popa, bueno lo más rápido que se puede correr sobre esa cubierta; es como una pista de patinaje.
—¿De modo que cree que el casco de la nave quedó abierto al mar? —le preguntó McKinnon a Patterson.
—No sé qué pensar, pero si es así, entonces cuanto más despacio vayamos, menos probabilidades habrá de aumentar el daño en el casco. No demasiado despacio, por supuesto, porque podríamos empezar a cabecear y eso aumentaría la presión en el casco. ¿Supongo que el capitán Bowen tendrá los planos estructurales en su camarote?
—No lo sé. Supongo que sí, pero no tiene importancia. Conozco la distribución. Seguro que el señor Jamieson también la conoce.
—Cielos. ¿Eso quiere decir que yo no?
—No dije eso, señor. Déjeme expresarlo de esta forma. La próxima vez que vea a un jefe de máquinas arrastrándose por las sentinas será la primera vez. Además, usted tiene que quedarse arriba, señor. Si hay que tomar una decisión urgente la sentina no es el lugar indicado para el oficial al mando.
Patterson suspiró.
—Con frecuencia me pregunto, contramaestre, dónde se traza la línea entre el sentido común y la diplomacia.
—¿Cree usted que es esto, contramaestre?
—Tiene que serlo, señor. —Jamieson y McKinnon, junto con Ferguson y McCrimmon, estaban en el depósito de pinturas, un compartimiento en la cubierta más baja del buque, a proa y a babor. Delante de ellos había una puerta asegurada con ocho tornillos, empotrada en un mamparo estanco. McKinnon apoyó la palma de la mano contra la parte superior de la puerta y luego contra la inferior.
—Temperatura normal arriba —bueno, casi normal— y fría, casi congelada abajo. Hay agua del otro lado, señor; no más de cuarenta y cinco centímetros, me parece.
—Lo que esperaba —dijo Jamieson—. Estamos a no más de un metro debajo de la línea de flotación y ésa es la máxima cantidad de agua que permitiría entrar el aire comprimido. Lo que hay del otro lado es uno de los compartimientos de lastre, por supuesto.
—Es el compartimiento de lastre, señor.
—Y éste es el depósito de pinturas. —Jamieson hizo un gesto para indicar el parche de metal irregularmente soldado en un costado de la nave—. El jefe de máquinas siempre desconfió de aquellos constructores de navíos rusos.
—Puede ser, señor. Pero no imagino a ningún constructor naval ruso dejando una bomba de tiempo en el compartimiento de lastre.
Efectivamente, constructores rusos habían estado a bordo del San Andreas, que había zarpado de Halifax, Nueva Escocia, como buque de carga Ocean Belle (Ocean era el primer nombre que solían llevar las naves Liberty construidas en Norteamérica). En el momento de zarpar, el Ocean Belle no era ni una cosa ni la otra, pero era, de hecho, un buque hospital casi terminado. Se le quitó el armamento, vaciaron la santabárbara, todos los mamparos estancos que no eran imprescindibles se demolieron, armaron un quirófano y equiparon los camarotes para el equipo médico y el dispensario. La cocina estaba casi completa, pero todavía no se había comenzado a trabajar en las salas y comedores. El equipo médico, que había venido desde Inglaterra, ya estaba a bordo.
Se recibieron órdenes del Almirantazgo para que el Ocean Belle se uniera al próximo convoy rápido hacia el Norte de Rusia, que ya se había reunido en Halifax. El capitán Bowen no se negó —no estaba permitido negarse a cumplir órdenes del Almirantazgo— pero objetó en forma tan vehemente que fue lo mismo que negarse. Que se lo llevara el diablo, dijo, si iba a navegar hasta Rusia con un cargamento de civiles a bordo. Se refería al equipo médico y como eran sólo doce, el término cargamento no era el más indicado; también estaba pasando por alto el hecho de que cada miembro de la tripulación, desde él mismo hacia abajo, era también, técnicamente, un civil.
—El equipo médico, insistió Bowen, era una clase diferente de civiles. El doctor Singh le señaló que el noventa por ciento de los equipos médicos de las fuerzas armadas eran civiles, con la diferencia de que llevaban distintos tipos de uniforme. El equipo del San Andreas también llevaba uniforme, sólo que éste era blanco. El capitán Bowen recurriendo a su última defensa: no iba, dijo, a llevar mujeres por la zona de guerra —se estaba refiriendo a las seis enfermeras del barco. Un comandante de escolta, decididamente fastidiado, le señaló tres cosas que a su vez le habían sido señaladas a él por el Almirantazgo: miles de mujeres y niños habían estado en zonas de guerra mientras se los transportaba como refugiados a los Estados Unidos y Canadá; en el presente año, en comparación con los dos años anteriores, las pérdidas de submarinos se habían cuatriplicado mientras que las pérdidas de la Marina Mercantil habían disminuido en un ochenta por ciento. Y los rusos solicitaron, o mejor dicho casi exigieron que se aliviara a sus sobrecargados hospitales de Arcángel de la mayor cantidad posible de personal aliado. El capitán Bowen capituló, como debió hacer desde un principio, y el Ocean Belle, todavía pintado de gris, pero llevando a bordo suficientes provisiones de pintura blanca, roja y verde, se unió al convoy.
En lo que a convoyes hacia el Norte de Rusia se refería, ése había sido uno excepcionalmente tranquilo. Ni una nave mercante y ni un buque escolta se habían perdido. Sólo dos incidentes ocurrieron y ambos involucraron al Ocean Belle. En algún lugar al sur de la Isla Jan Mayen, se cruzaron con un torpedero VyW de alta mar, detenido en el agua con un desperfecto en los motores. Ese torpedero había pertenecido a la escolta de un convoy anterior y se había detenido para rescatar a los sobrevivientes de un carguero que se estaba hundiendo, luego de un terrible incendio. Eso sucedió aproximadamente a las dos y media de la tarde, bastante tiempo luego de la puesta del sol, y la operación de rescate se había visto interrumpida por un breve ataque aéreo. El atacante no había sido divisado, pero obviamente él no tuvo dificultades para ver al torpedero, recortado como estaba contra la nave en llamas. Se dio por sentado que el atacante había sido un Condor de reconocimiento, pues no dejó caer bombas y se conformó con disparar con las ametralladoras contra el puente, cosa que destruyó eficazmente la sala de radio. De esa forma, cuando los motores se descompusieron unas horas más tarde —el desperfecto no tuvo nada que ver con el Condor; los VyW estaban viejos, desgastados y solían sufrir interminables problemas mecánicos— no hubo forma de ponerse en contacto con el desaparecido convoy.*
* Durante las travesías de los convoyes en tiempos de guerra hacia Murmansk y Arcángel, el uso de buques de rescate fue un asunto de discusión entre la Marina Real en alta mar y la Marina Real en tierra, esta última era el Almirantazgo en Londres, que no mereció elogios durante los años largos de los convoyes a Rusia. En los primeros días, el uso de buques de rescate era la regla, no la excepción. Luego de la pérdida del Zafaaran y el Stockport, que se hundió con todos los que estaban a bordo, incluyendo sobrevivientes recogidos de otras naves, el Almirantazgo prohibió el uso de buques de rescate.
Esta fue una regla que se cumplió sólo en apariencia. En determinados convoyes, un miembro de la escolta se autodesignaba buque de rescate; por lo general era un torpedero o un buque de menor tamaño. El comandante de la fuerza accedía a esta determinación o hacía la vista gorda.
La tarea de la nave de rescate era harto peligrosa. De ninguna manera podía el convoy detener la marcha o uno de los buques escolta alejarse del convoy, de modo que, casi invariablemente, la nave de rescate quedaba sola y desprotegida. La visión de un navío de la Marina Real detenido en el agua junto a un barco que se hundía constituía una tentación irresistible para muchos comandantes de submarinos alemanes.
Los sobrevivientes heridos se llevaron a bordo del Ocean Belle. El torpedero, junto con la tripulación y los sobrevivientes ilesos, fue arrastrado por un torpedero clase S. Más tarde se supo que los dos buques llegaron intactos a Scapa Flow.
Tres días más tarde, en algún lugar cerca de Cabo Norte, se cruzaron con una corbeta King Fischer igualmente antigua que no tenía nada que hacer en esas aguas lejanas. También ella estaba detenida y tan inclinada sobre la popa que ésta ya estaba cubierta de agua. También en ella había sobrevivientes, los de la tripulación de un submarino ruso que habían sido recogidos de un mar de petróleo en llamas. Los rusos en su mayoría con quemaduras graves, fueron transferidos, inevitablemente, al Ocean Belle, y la tripulación pasó a un torpedero de la escolta. La corbeta terminó de hundirse con el fuego de ametralladoras. Fue durante ese traspaso que el Ocean Belle fue perforado dos veces, justo debajo de la línea de flotación, del lado de babor, en el depósito de pinturas y el compartimiento de lastre. La razón de ese incidente nunca quedó establecida.
El convoy se dirigió a Arcángel, pero el Ocean Belle amarró en Murmansk (ni el capitán Bowen ni el comandante de la escolta creyeron prudente que el Ocean Belle prosiguiera más de lo necesario en las condiciones en que estaba: algo inclinado hacia proa y hacia babor). No había dique seco disponible, pero los rusos eran maestros de la improvisación: los rigores de la guerra los habían obligado a serlo. Llenaron los tanques de popa, vaciaron los de proa y sacaron los bloques de cemento de lastre hasta que los orificios en el depósito de pintura y el compartimiento de lastre quedaron justo afuera del agua, luego de lo cual les llevó sólo unas horas soldar planchas de acero para taparlos.
El emparejamiento de los tanques y la reposición del lastre volvieron a dejar al Ocean Belle en posición.
Mientras se llevaban a cabo esas reparaciones, un pequeño ejército de carpinteros rusos trabajó en tres turnos de ocho horas diarias, en el área del hospital, instalando las salas, comedores, cocina y depósito medicinal. El capitán Bowen quedó absolutamente pasmado. En sus dos visitas previas a los puertos rusos no había encontrado en sus aliados, hermanos de sangre que deberían haber llorado de gratitud ante la llegada de provisiones vitales para el país desahuciado, otra cosa que caras largas, indiferencia, una notable falta de cooperación y, en algunos casos, franca hostilidad.
Sólo pudo adjudicar ese extraño cambio al hecho de que los rusos se estaban mostrando agradecidos porque el Ocean Belle les había traído de regreso a los tripulantes heridos de los submarinos.
Cuando zarparon, fue en una nave hospital: la tripulación de Bowen, con pinceles en la mano, trabajó con ahínco durante la breve estada en Murmansk. No rumbearon, como todos habían creído, por el Mar Blanco para recoger los heridos del Arcángel. Las órdenes del Almirantazgo fueron explícitas: tenían que dirigirse, sin pérdida de tiempo, al puerto de Aberdeen en Escocia.
Jamieson volvió a poner en su lugar la tapa de la pequeña caja de juntas eléctricas, luego de haber aislado con eficiencia el compartimiento de lastre del sistema principal de electricidad. Golpeó la puerta estanca:
—Hay un corto circuito allí dentro; podría haber sido causado por la explosión o el agua de mar, no importa. Debió de haber hecho saltar un fusible en alguna parte. No lo hizo. En algún lugar alguien manoseó un fusible: cambió el cable por un clavo o algo así. Eso tampoco importa. No voy a ir a buscarlo. McCrimmon, vaya a pedir a la sala de máquinas que prueben el generador.
McKinnon golpeó la misma puerta.
—¿Y qué hacemos aquí?
—Sí, ¿qué hacemos? —Jamieson se sentó sobre un barril de pintura y pensó—. Hay tres opciones, creo. Podemos traer un compresor de aire hasta aquí, perforar el mamparo a la altura del hombro y sacar el agua de adentro, cosa que estaría muy bien si supiéramos a qué nivel está el agujero en el casco. No lo sabemos. Además, corremos el riesgo de que el aire comprimido en el compartimiento de lastre se escape antes de que podamos meter la manguera del compresor en el orificio que abrimos nosotros, lo que significaría más agua dentro del compartimiento. O podríamos reforzar el mamparo. La tercera posibilidad es no hacer nada. Voto por ella. El mamparo es muy sólido. Tendremos que reducir la velocidad, por supuesto. Ningún mamparo toleraría la presión a toda máquina si es que hay una abertura del tamaño de la puerta de un granero en el casco.
—La puerta de un granero no sería conveniente —dijo McKinnon—. Creo que iré a dar un vistazo.
—¡Santo Cielo! Morirá congelado, hombre. ¡Vamos, dese prisa! —En lo que quedaba de su camarote, McKinnon comenzó a quitarse el traje—. ¿Localizó los daños?
—Ningún problema; no hay ningún boquete grande como la puerta de un granero. Sólo un orificio del tamaño de mi puño.
Casi congelado y algo lastimado, McKinnon trepó con ayuda de los otros a la cubierta de proa del San Andreas, que, con los motores detenidos, cabeceaba pesadamente en las olas. En la pálida luz provista por las lámparas de cubierta que funcionaban otra vez, formaban un extraño cuarteto, Jamieson, Ferguson y McCrimmon, figuras fantasmagóricas cubiertas de nieve, y McKinnon, una reluciente criatura sobrenatural, pues el agua sobre su traje de goma, el tanque de oxígeno y la linterna impermeable comenzaba a congelarse en esa temperatura de cuarenta grados bajo cero. Ante un gesto de Jamieson, McCrimmon partió para la sala de máquinas mientras que Ferguson tiraba de la escalerilla de soga. Jamieson tomó el brazo de McKinnon y lo guió hacia la protección de la superestructura. El hielo recién formado sobre el traje de goma crujía a medida que avanzaban torpemente. Al llegar, McKinnon se quitó el tanque de oxígeno y el tubo de la boca. Los dientes le castañeteaban en forma incontrolable.
—¿Muy terrible, allí abajo, contramaestre?
—No es eso, señor. Es el maldito traje de goma. —Tocó una rasgadura a la altura de la cintura—. Se enganchó en un trozo de metal. De aquí para abajo está lleno de agua.
Jamieson sonrió.
—Valía la pena correr el riesgo de pescarse una pulmonía para averiguar eso. Lo veré en el camarote del capitán.
Cuando McKinnon, con ropa seca, pero todavía temblando violentamente, se reunió con Jamieson y Naseby en el camarote del capitán, el San Andreas estaba de nuevo en su rumbo, aumentando la velocidad en forma regular.
—Me temo que las provisiones del capitán están disminuyendo en forma abrumadora, contramaestre. Esto no aumentará el riesgo de neumonía: no le puse agua. Estuve hablando con el señor Patterson y el capitán, tenemos comunicación telefónica con el hospital, ahora. Cuando le dije que usted se había arrojado al agua con este tiempo, no dijo gracias ni nada de eso, sólo dijo que le informáramos que estaba loco.
—El capitán no se equivoca con frecuencia. —Las manos de McKinnon temblaban de tal forma que derramó el líquido de su vaso lleno—. ¿Alguna orden del capitán o del señor Patterson?
—Ninguna. Ambos dicen que están muy contentos de poder dejar en sus manos todo lo que esté por encima de la línea de flotación.
—Muy amable de su parte. Lo que realmente quieren decir es que no tienen opción, sólo estamos George y yo.
—¿George?
—Disculpe, señor. Naseby, aquí presente. Él también es contramaestre. Navegamos juntos de tanto en tanto y somos amigos desde hace veinte años.
—No lo sabía. —Jamieson miró a Naseby con ojos pensativos—. Ahora comprendo. ¿Ya organizó todo aquí arriba, contramaestre?
—Estaba por hacerlo, señor. George y yo nos turnaremos para vigilar las joyas de familia, por así decirlo. Haré que Trent, Ferguson y Curran se turnen con el timón. Les diré que me den un sacudón, si me quedo dormido, cuando el tiempo mejore.
—¿Entonces entrará en acción el teniente Ulbricht?
—Así es. Me agradaría hacer una sugerencia, señor, si me permite. Me gustaría que haya alguien vigilando las salidas de proa y popa del hospital, sólo para asegurarme de que nadie deambulará durante la noche.
—¿Y quién va a vigilar a los guardias?
—Es un buen argumento, señor. Los guardias que sugiero son Jones, McGuigan, McCrimmon y Stephen. A menos que sean actores profesionales, los dos primeros son demasiado jóvenes e inocentes como para ser criminales. Es posible que McCrimmon sea un delincuente, pero creo que es un delincuente honesto. Y Stephen me parece un muchacho digno de confianza. Y más importante aún, no es probable que olvide que fue un dragaminas lo que lo sacó del Mar del Norte.
—Tampoco sabía eso. Parece estar mejor informado que yo sobre mi propia gente. Me encargaré de Stephen y McCrimmon, usted ocúpese de los otros. ¿Nuestro saboteador residente no va a darse por vencido con tanta facilidad?
—Me sorprendería que lo hiciera. ¿A usted no?
—Mucho. Me pregunto qué forma de sabotaje tomará su próximo intento. —No tengo la menor idea. Pero se me ocurre otra cosa, señor. La persona que esté vigilando la salida de popa podría también vigilar la entrada a la Sala A.
—¿La Sala A? ¿Esa banda de rufianes? ¿Para qué?
—El o los que están tratando de detenernos y de hacer que nos perdamos pueden considerar que es una excelente idea inutilizar al teniente Ulbricht.
—Es cierto. Yo mismo me quedaré en la Sala A esta noche. Hay una cama de más. Si me quedo dormido, la enfermera de turno podrá despertarme si entra alguien que no debería entrar. —Jamieson calló por unos instantes—. ¿Qué hay detrás de todo esto, contramaestre?
—Creo que lo sabe tan bien como yo, señor. Alguien, en algún lugar, quiere capturar al San Andreas, aunque por qué querrían apoderarse de una nave hospital escapa a mi imaginación.
—A la mía también. ¿Un submarino, cree?
—Tendría que serlo, ¿no es así? Quiero decir, no se puede capturar una nave desde el aire, y no es probable que envíen el Tirpitz detrás de nosotros. —McKinnon sacudió la cabeza.
—¿Un submarino? Cualquier barco pesquero con unos pocos hombres armados a bordo, podría capturarnos cuando se le antojara.