Capítulo 3

Nevaba copiosamente y soplaba un viento helado del este cuando sepultaron a sus muertos en la oscuridad de las primeras horas de la tarde. Tenían iluminación, pues el saboteador, probablemente más que satisfecho con los resultados de sus actividades matinales, descansaba sobre los laureles y las luces de la cubierta funcionaban de nuevo, pero en ese temporal cargado de nieve, la luz era débil, intermitente y muy poco efectiva; servía sólo para intensificar el aspecto macabro de los tripulantes que echaban al agua los cadáveres y la apariencia fantasmagórica de la docena de hombres cubiertos de nieve. Con una linterna en la mano, el jefe de máquinas Patterson leyó el servicio fúnebre, pero era lo mismo que si estuviera recitando las últimas cotizaciones del mercado de cambios, pues no se le oía ni una sola palabra. Uno por uno, los muertos envueltos en mortajas con pesas se deslizaron por el tablón inclinado, desde debajo de la bandera británica y desaparecieron en silencio dentro del agua helada del Mar de Barents. Nada de clarines para ellos; el único réquiem fue el aullido perdido y solitario del viento a través del aparejo congelado y de los huecos dentados que se habían abierto en la superestructura.

Temblando en forma incontrolable y con los rostros manchados de azul por el frío, los hombres regresaron al único lugar de reunión razonablemente cálido que quedaba en el San Andreas: el comedor y área de recreación del hospital, situado entre las salas y los camarotes.

—Tenemos una deuda muy grande con usted, señor McKinnon —dijo el doctor Singh. Había asistido al funeral y todavía le castañeteaban los dientes—. Muy rápido, muy eficiente. Debió de ser una tarea horrorosa.

—Tuve seis pares de manos dispuestas —respondió el contramaestre—. Fue peor para ellos que para mí. —No tuvo que explicar a qué se refería; todos sabían que cualquier cosa siempre sería peor para los otros que para ese casi indestructible marino de las Shetland. Miró a Patterson—. Tengo una sugerencia, señor.

—¿Una de la Marina Real?

—No, señor. De pescador de aguas profundas. Bueno, bastante parecido, ya sé que éstas son aguas donde se hace trolling. Un brindis por los que se fueron.

—Apoyo la idea, aunque no por razones tradicionales ni sentimentales. —Los dientes del doctor Singh seguían sonando como castañuelas—. Medicinales. No sé cómo estarán ustedes, pero mis glóbulos rojos necesitan un poco de ayuda.

McKinnon miró a Patterson, que hizo un gesto de aprobación. El contramaestre se volvió y miró al joven pecoso y no muy desarrollado que se mantenía a una distancia respetuosa.

—Wayland.

Wayland se acercó a toda prisa.

—¿Sí, señor McKinnon?

—Vaya con Mario al pañol de las bebidas. Traiga licor para todos.

—Sí, señor contramaestre. Enseguida, señor contramaestre. —McKinnon había abandonado tiempo atrás la tarea de convencer a Wayland de que no llamara de esa forma.

El doctor Singh dijo:

—No será necesario, señor McKinnon. Tenemos provisiones aquí.

—¿Medicinales, por supuesto?

—Por supuesto. —El doctor Singh observó a Wayland mientras éste se retiraba a la cocina—. ¿Cuántos años tiene ese muchacho?

—Dice que tiene diecisiete o dieciocho, no sabe bien cuántos. En cualquier caso, miente. No creo que jamás haya visto una afeitadora.

—Se supone que trabaja para usted, ¿no es cierto? Está encargado de la despensa, tengo entendido. Se pasa casi todo el día aquí.

Si a usted no le molesta, doctor, a mí tampoco.

—No, no, en absoluto. Es un muchacho bien dispuesto, siempre ansioso por colaborar.

—Es todo suyo. Además, ya no tenemos despensa. ¿Le está arrastrando el ala a una de las enfermeras?

—Subestima al muchacho. A la cabo Morrison, nada menos. La idolatra desde una distancia respetuosa, por supuesto.

—¡Santo Dios! —exclamó el contramaestre.

Mario entró en ese momento, llevando con una sola mano, a unos pocos centímetros encima de su cabeza, una magnífica bandeja de plata cargada con vasos y botellas, cosa que dadas las circunstancias, no era nada fácil, ya que el San Andreas cabeceaba considerablemente. Con un hábil movimiento, Mario dejó la bandeja sobre la mesa sin que se oyera el más leve tintineo de vidrio contra vidrio. De dónde había salido la bandeja era un misterio que concernía sólo a Mario. Como correspondía a la concepción popular de un italiano, Mario poseía unos magníficos bigotes oscuros, pero si tenía los tradicionales ojos relampagueantes era imposible adivinar, pues siempre llevaba gafas negras. Algunos declaraban que había una conexión entre los anteojos oscuros y la Mafia siciliana, aseveración que siempre se hacía con humor, pues Mario contaba con la aprobación de todos. Era gordo, de edad indeterminada y alegaba que había trabajado en el Savoy Grill, lo que podía haber sido cierto. Lo que no entraba en discusión era que detrás de Mario —un hombre que según el capitán Bowen merecía estar en un campo de prisioneros de guerra— había una carrera dudosa.

Luego de no más de dos dedos de whisky, pero considerando evidentemente que sus glóbulos rojos habían vuelto a su tarea, el doctor Singh dijo:

—¿Y ahora, señor Patterson?

—El almuerzo, doctor. Un almuerzo muy tardío, pero morirnos de inanición no ayudará a nadie. Me temo que habrá que prepararlo en su cocina y servirlo aquí.

—Ya está encaminado. ¿Y luego?

—Y luego nos encaminaremos nosotros. —Miró al contramaestre—. Podríamos, temporalmente, tener la brújula de la lancha salvavidas en la sala de máquinas. Allí tenemos el control del timón.

—No daría resultado, señor. Hay tanto metal en la sala de máquinas que a cualquier brújula magnética le daría un ataque. —Empujó hacia atrás la silla y se puso de pie—. Creo que saltaré el almuerzo. Pienso que estará de acuerdo conmigo, señor Patterson, en que una línea telefónica desde el puente a la sala de maquinas, y energía eléctrica en el puente, para ver lo que hacemos, son las dos primeras prioridades.

—Ya se están encargando de eso, contramaestre —dijo Jamieson.

—Gracias, señor. Pero de todas formas el almuerzo puede esperar. —Ahora le hablaba a Patterson—. Hay que cerrar el puente y dejar que entre algo de luz. Después de eso, señor, podríamos tratar de despejar algunos de los camarotes de la superestructura, averiguar cuáles de ellos están habitables y tratar de volver a proveerlos de luz y calefacción. Un poco de calefacción en el puente tampoco vendría mal.

—Deje todo eso al equipo de la sala de máquinas, luego que hayamos comido un bocado, claro está. ¿Necesitará ayuda? —Con Ferguson y Curran será suficiente.

—Bien, eso deja una sola cosa por conseguir: el vidrio para sus ventanas.

—Así es, señor. Creí que usted…

—Una nimiedad. —Patterson agitó la mano para acentuar sus palabras—. Sólo tiene que pedirlo, McKinnon.

—Pero pensé que usted… quizá me equivoqué.

—¿Tenemos un problema?

—Quería el vidrio de los carritos y bandejas de las salas. Quizá, doctor Singh, usted podría…

—Oh, no. —La respuesta del doctor Singh fue rápida y decisiva—. El doctor Sinclair y yo nos ocupamos del quirófano y de los pacientes operados, pero el manejo de las salas no tiene nada que ver con nosotros. ¿No es así, doctor?

—En efecto, señor. —El doctor Sinclair también sabía hablar con tono decisivo.

McKinnon contempló a los dos médicos y a Patterson con un rostro impasible que era mucho más elocuente de lo que podría haber sido cualquier expresión y atravesó la puerta que daba a la Sala B. Había diez pacientes en esa sala y dos enfermeras, una muy morena y la otra muy rubia. La morena, Irene, tenía poco más de veinte años, provenía de Irlanda del Norte, era bonita, tenía ojos oscuros y un carácter tan cálido y alegre que a nadie se le hubiera ocurrido llamarla por su apellido, que de todas formas, nadie parecía conocer. Levantó la mirada cuando McKinnon entró y por primera vez desde que se había enrolado no esbozó una sonrisa de bienvenida. Él le palmeó el hombro con suavidad y se dirigió al otro extremo de la sala, donde la enfermera Magnusson estaba volviendo a vendar el brazo de un marinero, Janet Magnusson tenía unos pocos años más que Irene y era más alta, pero no mucho. Tenía un aire levemente vikingo y era incuestionablemente bien parecida: tenía el mismo color de pelo y de ojos que el contramaestre, pero por fortuna, no el de su piel rubicunda. Al igual que la enfermera más joven, era generosa con las sonrisas y como ella, esa vez no sonrió. Se enderezó cuando McKinnon se acercó, tendió la mano y le tocó el brazo.

—¿Fue terrible, no es cierto, Archie?

—No fue algo que me gustaría volver a hacer. Me alegro de que no estuvieras allí, Janet.

—No me refería a eso, al funeral, quiero decir. Fuiste tú el que se ocupó de los que estaban peor. Dicen que el oficial de radio estaba, bueno, hecho pedazos.

—Una exageración. ¿Quién te lo dijo?

—Johnny Holbrook. Ya sabes, el joven asistente de sala. El que te tiene miedo.

—Nadie me tiene miedo respondió McKinnon, distraído. Echó una mirada a la sala. —Hubo varios cambios aquí.

—Tuvimos que echar a algunos de los llamados pacientes en recuperación. Cualquiera hubiera dicho que se los enviaba a la muerte. O a Siberia, al menos. No tienen nada. Sólo les gustan las camas suaves y que los mimen.

—¿Y quién los mimaba, sino tú o Irene? Sencillamente no toleraban que se los separara de ustedes. ¿Dónde está la leona? Janet le dirigió una mirada reprobadora.

—¿Te estás refiriendo a la cabo Morrison?

—Precisamente. Tengo que atusarle la melena en su cueva.

—No la conoces, Archie. Es muy buena, te lo aseguro. Maggie es amiga mía. De veras.

—¿Maggie?

—Cuando no estamos de turno, siempre la llamo así. Está en la otra sala.

—¡Maggie! ¡Santo Cielo! Yo creí que tú no le gustabas porque yo no le gusto porque no le gusta que te hable.

—Tonterías. ¿Archie?

—¿Sí?

—Las leonas no tienen melena.

El contramaestre no se tomó la molestia de responder. Se dirigió a la sala contigua. La cabo Morrison no estaba allí. De los ocho pacientes, sólo dos, McGuigan y Jones, estaban visiblemente conscientes. El contramaestre se acercó a las camas adyacentes y dijo:

—¿Qué tal, muchachos?

—Caray, estamos bien, contramaestre —respondió McGuigan—. No deberíamos estar aquí.

—Se quedarán hasta que les digan que pueden irse. —Dieciocho años. Se estaba preguntando cuánto tardarían en recuperarse de la visión del casi decapitado Rawlings tendido junto al timón, cuando la cabo Morrison entró por la puerta del otro extremo de la sala.

—Buenas tardes, cabo Morrison.

—Buenas tardes, señor McKinnon. Veo que está haciendo sus rondas médicas.

McKinnon sintió un principio de ira pero se conformó con adoptar una expresión pensativa; probablemente no era consciente del hecho de que ésta, en algunas circunstancias, podía tener un efecto perturbador sobre las personas.

—Sólo quería hablar unas palabras con usted, cabo.-Echó una mirada alrededor de la sala. —No es un grupo muy vivaz, ¿no?

—No me parece que éste sea momento o lugar para bromas, señor McKinnon. —No tenía los labios tan fruncidos como podría haberlos tenido, pero había una apreciable falta de calidez detrás de los lentes con armazón de acero.

McKinnon la miró durante varios segundos y ella comenzó a mostrar señales de nerviosismo. Como la mayoría de la gente —con excepción del temeroso Johnny Holbrook— consideraba al contramaestre como un hombre alegre y de carácter fácil, con el añadido, en su caso, de que probablemente era un poco tonto; una sola mirada a ese rostro frío, duro y torvo bastó para darse cuenta de lo equivocada que había estado. Fue una experiencia perturbadora.

McKinnon habló con lentitud.

—No estoy de humor para bromas, cabo. Acabo de sepultar a quince hombres. Antes de sepultarlos tuve que coserlos dentro de las mortajas. Antes de eso tuve que recoger los trozos y volver a meterles las entrañas dentro del cuerpo. Luego los cosí. Luego los sepulté. No la vi entre los que asistieron al funeral, cabo.

McKinnon sabía muy bien que no debía haberle hablado de esa forma y también sabía que lo que acababa de vivir lo había afectado más de lo que creía. En circunstancias normales no se habría alterado por tan poca cosa; pero las circunstancias eran anormales y la provocación le pareció grande.

—Vine a buscar vidrio pulido como el que tienen en las superficies de los carritos y las bandejas. Los necesito con urgencia y no para propósitos triviales. ¿O es que necesita una explicación?

Ella no dijo si necesitaba o no una explicación. No hizo nada teatral como para dejarse caer en una silla, tender el brazo para apoyarse en lo que tenía más cerca o siquiera llevarse una mano a la boca. Sólo su color se alteró. La cabo Morrison tenía el tipo de tez que, al igual que los ojos y los labios, contrastaba notablemente con su expresión habitualmente severa y con los lentes con armazón de acero; el tipo de cutis que habría hecho que los magnates de la industria de cosméticos mandaran a sus científicos a seguir investigando.

McKinnon le quitó la superficie de vidrio a una mesa que estaba junto a la cama de iones, buscó con la mirada alguna bandeja, no encontró ninguna, le hizo un gesto con la cabeza a la cabo Morrison y regresó a la Sala B. Janet Magnusson lo miró con sorpresa.

—¿Eso es lo que fuiste a buscar? —McKinnon asintió.

—¿Maggie, la cabo Morrison, no objetó?

—En absoluto. ¿Tienes alguna bandeja de vidrio?

El jefe Patterson y los demás ya habían comenzado a almorzar cuando McKinnon regresó con cinco planchas de vidrio debajo del brazo. Patterson pareció levemente sorprendido.

—¿No tuvo problemas, entonces, contramaestre?

—Uno sólo tiene que pedir. Necesitaré algunas herramientas para el puente.

—Ya está arreglado —dijo Jamieson—. Acabo de estar en la sala de máquinas. Una caja fue para el puente, con todas las herramientas que necesitará: tuercas, pernos, tornillos, cinta aisladora, una sierra eléctrica y un taladro también eléctrico.

—Ah, gracias. Pero necesitaré electricidad.

—La tiene. Es sólo un cable temporario, pero cumple su propósito. Y también hay luz. El teléfono llevará más tiempo.

—Muy bien. Gracias, señor Jamieson. —Miró a Patterson—. Una cosa más, señor. Tenemos un número considerable de nacionalidades entre la tripulación. El capitán del petrolero griego, Andropolous, ¿no es así?, puede tener una tripulación mezclada, también. Creo que hay una posibilidad, señor, de que uno de nuestros hombres y uno de la tripulación griega tengan un idioma en común. Quizá debería hacer averiguaciones, señor.

—¿Y en qué nos ayudaría eso, contramaestre?

—El capitán Andropolous sabe navegar.

—Por supuesto, por supuesto. Siempre la navegación, ¿no es así, contramaestre?

—No hay nada sin eso, señor. ¿Cree que podría conseguir a Naseby y a Trent?, los dos hombres estaban conmigo cuando nos atacaron. El tiempo está empeorando, señor, y se está formando hielo sobre la cubierta. ¿Les puede decir que pongan sogas desde aquí hasta la superestructura?

—¿Empeorando, señor McKinnon? —preguntó el doctor Singh—. ¿Cuánto peor?

—Bastante, me temo. El barómetro del puente está hecho añicos, pero creo que el del camarote del capitán está intacto. Me fijaré. —Extrajo la brújula manual que había sacado de la lancha salvavidas—. Esta cosa es casi inservible, pero al menos muestra cambios en la dirección. Estamos cabeceando entre las olas del lado de babor, así que eso significa que el viento y el mar se vienen hacia el bao de babor. El viento está cambiando rápidamente, hemos virado alrededor de cinco grados desde que bajamos aquí. Sopla del nordeste, parece. Si la experiencia sirve de guía, significa mucha nieve, aguas turbulentas y temperatura en descenso.

—Ni la más mínima luz en las tinieblas, ¿no es así, señor McKinnon? —dijo el doctor Singh.

—Hay una diminuta lucecilla, doctor. Si la temperatura sigue bajando de esta forma, la cámara frigorífica se mantendrá fría y la carne y el pescado no se descongelarán. Está preocupado por sus pacientes, ¿no es cierto, doctor? ¿En especial por los de la Sala A?

—Telepatía, señor McKinnon. Si las condiciones empeoran mucho más, comenzarán a caerse de las camas y lo que menos quiero hacer es empezar a atar los heridos a las camas.

—Y lo que menos quiero yo es que la superestructura se desmorone hacia un costado.

Jamieson había empujado la silla hacia atrás y estaba de pie.

—¿Tengo las prioridades bien ordenadas, verdad, contramaestre?

—Así es, señor Famieson. Muchas gracias.

El doctor Singh esbozó una sonrisa.

—¿Más telepatía?

McKinnon le devolvió la sonrisa. El doctor Singh parecía ser el hombre indicado en el lugar indicado.

—Creo que fue a hablar con los hombres que están instalando una línea telefónica desde el puente a la sala de máquinas.

—Y luego oprimo el botón —dijo Patterson.

—Sí, señor. Y luego hacia el sudoeste. No tengo que explicarle por qué.

—Podría explicárselo a un lego —dijo el doctor Singh.

—Por supuesto. Dos cosas. Dirigirse hacia el sudoeste significará que el viento y las olas del nordeste quedarán a popa. Eso debería eliminar el cabeceo violento, de modo que no tendrá que ponerles chalecos de fuerza a sus pacientes, o algo por el estilo. Nos meceremos, por supuesto, pero no mucho y el señor Patterson podrá suavizar el movimiento adaptando la velocidad del barco a la de las olas. La otra gran ventaja es que al dirigirnos hacia el sudoeste, no hay tierra contra la cual chocar por cientos de millas. Con su permiso, caballeros. —McKinnon se marchó, llevándose las planchas de vidrio y la brújula manual.

—¿No se le escapa nada, verdad? —comentó el doctor Singh—. Competente, ¿no cree, señor Patterson?

—¿Competente? Es más que eso. Sin duda es el mejor contramaestre con quien me ha tocado navegar, eso que todavía no conocí a ninguno que no fuera bueno. Si logramos llegar a Aberdeen, y con el señor McKinnon entre nosotros creo que las probabilidades están a nuestro favor, no será a mí a quien se lo tendrán que agradecer.

El contramaestre llegó al puente, iluminado por dos lámparas fantasmagóricas, para encontrar a Ferguson y Curran allí, con suficiente madera terciada de diferentes formas y tamaños como para construir una choza modesta. Tenían puesta tanta ropa que les resultaba difícil caminar. Estaban prácticamente cubiertos de nieve que volaba en forma casi horizontal, se colaba, sin encontrar obstáculos, por los boquetes enormes donde habían estado las ventanas de babor y el vidrio superior de la puerta del alerón. Las condiciones no se veían mejoradas por el hecho de que, a una altura de unos doce metros por encima del hospital, los efectos del cabeceo eran notablemente peores de lo que habían sido abajo; tan malos, en realidad, que era muy difícil mantener el equilibrio y eso sólo se lograba aferrándose a algo. McKinnon depositó con cuidado los vidrios en un rincón y los trabó de forma tal que no se deslizaran por toda la cubierta. El movimiento del barco no le molestaba, pero el crujido y gemido de los soportes de la superestructura y la ocasional vibración que sacudía el puente lo preocupaban bastante.

¡Curran! ¡Rápido! El jefe de máquinas Patterson. Lo encontrará en el hospital. Dígale que se ponga en marcha y vire el barco hacia el viento o de popa a él. De popa es mejor. Eso significa todo a estribor. Dígale que la superestructura va a desmoronarse en cualquier momento.

Para ser un hombre generalmente lento para obedecer órdenes, y obstaculizado como estaba por la cantidad de abrigo que llevaba, Curran se alejó con bastante celeridad. Podría haberse debido a que fuese un hombre útil para momentos de emergencia, pero lo más probable era que no le gustara la idea de encontrarse sobre el puente cuando éste desapareciera de las aguas del Mar de Barents.

Ferguson se quitó dos vueltas de bufanda de la boca.

—Condiciones difíciles para trabajar, contramaestre. Imposibles, podría decirse. ¿Vio la temperatura?

McKinnon echó una mirada al termómetro, que parecía ser lo único que seguía funcionando en el puente.

—Dos arriba —dijo.

—¡Ah! Dos arriba. ¿Pero dos arriba de qué? Fahrenheit, eso es lo que es. Lo que significa dieciséis grados bajo cero. —Miró al contramaestre con lo que él probablemente creía que era una expresión significativa.

—¿Oyó hablar alguna vez de la sensación térmica? McKinnon habló con una calma loable.

—Sí, Ferguson, he oído hablar de la sensación térmica.

—Por cada nudo de viento, la temperatura, en lo que a la piel respecta, desciende un grado. —Ferguson tenía algo en mente y para él, el contramaestre jamás había oído hablar de la sensación térmica—. El viento es de por lo menos treinta nudos. ¡Eso significa que hay treinta grados bajo cero en este puente! ¡Treinta! —En ese instante, luego de un cabeceo particularmente alarmante, la superestructura emitió un crujido muy fuerte; de hecho, fue más un chillido que un crujido y no requirió mucha imaginación visualizar el metal cediendo bajo la presión lateral.

—Si quiere abandonar el puente —dijo McKinnon—, no le ordeno que se quede.

—¿Trata de hacerme sentir avergonzado para que me quede, eh? ¿Trata de llegar a lo mejor de mí? Pues bien, tengo novedades para usted. Lo mejor de mí no existe, compañero.

—Nadie a bordo del barco me llama «compañero» —comentó McKinnon con tono afable.

—Contramaestre, entonces. —Ferguson no dio señales de estar por cumplir con su amenaza implícita; ni siquiera parecía indeciso.

—¿Me darán dinero adicional por esto? ¿Horas extras, quizá?

—Un par de tragos del whisky especial del capitán Bowen. Pasemos nuestros últimos momentos en una forma útil, Ferguson. Empecemos a medir.

—Ya está hecho. —Ferguson le mostró la cinta métrica de acero que tenía en la mano y trató de no sonreír con satisfacción—. Yo y Curran ya tomamos las medidas de los mamparos del frente y del costado. Las anotamos en ese trozo de madera que está allí.

—Bien, bien. —McKinnon probó la sierra y el taladro eléctricos. Ambos funcionaban—. No hay problema. Cortaremos la madera siete centímetros más ancha y más alta que las medidas que han tomado, así lograremos que se superponga en donde sea necesario. Luego perforaremos los orificios arriba, abajo y a los lados a un centímetro y medio hacia adentro, pondremos la madera contra los soportes de los mamparos, marcaremos el metal y perforaremos el acero.

—Ese acero tiene casi un centímetro de espesor. Tardaremos una semana en perforar esos agujeros.

McKinnon revisó la caja de herramientas y extrajo tres paquetes de mechas. Descartó el primero y mostró a Fergunon las mechas del segundo, que tenían puntas azules.

—Tungsteno. Atraviesa el metal como si fuera manteca. Al señor Jamieson no se le escapa nada. Se detuvo y ladeó la cabeza como para escuchar. Fue una reacción automática, cualquier ruido proveniente de la popa desaparecía con el viento. Pero las vibraciones pulsantes que atravesaban la superestructura eran inconfundibles. Miró a Ferguson, cuyo rostro se distendió en lo que casi podría haber sido una sonrisa.

McKinnon se dirigió a la puerta del alerón de estribor, la parte protegida del barco, y espió por el hueco donde había estado el vidrio en la parte superior de la puerta. Nevaba tanto que era casi imposible ver el mar. El barco seguía cabeceando entre las olas. Un navío que ha estado meciéndose según la voluntad de las aguas puede tardar mucho tiempo para reunir el suficiente ímpetu como para comenzar a maniobrar, pero al cabo de un minuto McKinnon tomó conciencia de que el barco comenzaba a responder perezosamente al timón. No lo veía, pero lo sentía: había un movimiento definido en el cabeceo al que se habían acostumbrado desde hacía unas horas.

Se apartó de la puerta.

—Estamos virando a estribor. El señor Patterson ha decidido ir con el viento. Pronto tendremos la nieve y el mar detrás de nosotros. Bien, bien.

—Bien, bien —repitió Ferguson, al cabo de veinte nudos y el tono de su voz indicaba que todo estaba cualquier cosa menos bien. A decir verdad, estaba muy inquieto, y con razón. El San Andreas se dirigía casi hacia el sur y las aguas turbulentas que lo golpeaban a babor lo hacían subir y bajar con violencia; los crecientes crujidos y gemidos de la superestructura no le levantaban la moral en absoluto—. Por Dios, ¿por qué no nos quedamos en donde estábamos?

—Dentro de un minuto verá por qué. —Y así fue. Las ondulaciones y los cabeceos aflojaron en forma gradual hasta cesar por completo, al igual que los crujidos. El San Andreas, siguiendo un rumbo aproximadamente sudoeste, se mantenía casi firme como una roca en el agua. Había un leve movimiento, pero comparado con lo que acababan de experimentar, era tan insignificante que no merecía mención. Ferguson, con una cubierta firme bajo los pies, el miedo a la muerte inminente disipado y la tormenta de nieve tan por detrás de ellos que ni un copo llegaba hasta el puente, se mostró profundamente aliviado.

Poco tiempo después de que McKinnon y Ferguson comenzaron a serruchar los rectángulos de madera, cuatro hombres llegaron al puente: Jamieson, Curran, McCrimmon y otro fogonero llamado Stephen. Stephen era polaco y siempre lo llamaban por su nombre de pila; a nadie se le había ocurrido jamás intentar pronunciar el apellido Przynyszewski. Jamieson llevaba un teléfono, Curran dos estufas, McCrimmon dos caloríferos y Stephen dos rollos de cable aislante, uno grueso y uno fino, que iba desenrollando a medida que avanzaba.

—Bien, así está mejor, contramaestre —dijo Jamieson—. Casi una laguna, podría decirse. Hizo mucho bien para la moral de los que están abajo. Algunos hasta han vuelto a descubrir el apetito. Hablando de apetito, ¿cómo está el suyo? Debe de ser la única persona a bordo que no ha almorzado.

—Aguantará. —McKinnon miró hacia donde McCrimmon y Stephen ya estaban conectando cables desde las estufas al cable grueso—. Vendrán bien dentro de una hora o dos cuando hayamos logrado mantener afuera este aire fresco.

—Más que bien, diría yo. —Jamieson se estremeció—. Cielos, qué frío hace aquí. ¿Cuántos grados hay?

McKinnon echó una mirada al termómetro.

—Diecisiete bajo cero. Ha bajado dos grados en unos pocos minutos. Me temo, señor Jamieson, que esta noche tendremos mucho frío.

—No en la sala de máquinas —replicó éste. Destornilló la tapa trasera del teléfono y comenzó a conectarlo con el cable fino—. El señor Patterson opina que éste es un lujo innecesario y que usted sólo lo quiere para hablar con alguien cuando se sienta solo. Dice que mantener la popa hacia el viento y el mar es un juego de niños y que podría hacerlo durante horas sin desviarse más que dos o tres grados del rumbo.

—No me cabe la menor duda de que podría hacerlo. De esa forma jamás llegaríamos a Aberdeen. Puede decirle al señor Patterson que el viento está virando y que si sigue haciéndolo y él sigue manteniendo la popa al viento y al mar terminamos haciendo un pequeño agujero en el norte de Noruega y un gran boquete en el barco.

Jamieson sonrió.

—Se lo explicaré al jefe. No creo que la posibilidad se le haya ocurrido; por cierto que a mí no se me ocurrió.

—Y cuando baje, señor, ¿podría mandarme a Naseby? Es un timonel experto.

—Lo haré. ¿Necesita más ayuda aquí arriba?

—No, señor. Nosotros tres somos suficientes.

—Como diga. —Jamieson volvió a atornillar el teléfono, oprimió el botón de llamada, habló brevemente y cortó—. Funcionamiento garantizado. ¿Terminaron, McCrimmon? ¿Stephen? —Los dos hombres asintieron y Jamieson volvió a llamar a la sala de máquinas, pidió que conectaran la electricidad y les dijo a McCrimmon y Stephen que conectaran un calorífero y una estufa.

—¿Todavía necesita a McCrimmon como mensajero, contramaestre?

McKinnon hizo un gesto con la cabeza en dirección al teléfono.

—Ya tengo mi mensajero, gracias.

Una de las estufas de McCrimmon había comenzado a ponerse roja. Stephen apartó la mano del calorífero y asintió.

—Bien. Apáguenlos. Parecería, contramaestre, que Pie Sigiloso hubiera terminado sus actividades por hoy. Iremos abajo ahora, para ver qué camarotes pueden resultar habitables. Me temo que no serán muchos. La única forma de volver un camarote habitable, despejarlos no llevará mucho tiempo, ya tengo un par de muchachos trabajando en eso, es reparar el sistema de calefacción que no funciona. Eso es todo lo que importa. Desgraciadamente, la mayoría de las puertas volaron con la explosión o fueron rotas por los sopletes de oxiacetileno y de nada sirve reponer la calefacción si no podemos reponer las puertas. Haremos lo que se pueda. —Giró el timón inutilizado—. Cuando hayamos terminado abajo y ustedes hayan terminado aquí, y cuando la temperatura sea apropiada para mí y otras de las plantas de invernadero de la sala de máquinas, vendremos y probaremos el timón.

—¿Un trabajo difícil, señor?

—Depende del daño en las cubiertas de abajo. No apueste a mis palabras, contramaestre, pero hay una buena posibilidad de que lo hagamos funcionar durante la noche; en lo que sin duda usted considerará nuestra habitual cruda forma de hacer las cosas. Para no comprometerme, no especificaré la hora.

La temperatura en el puente siguió bajando en forma regular y debido a que el frío intenso aminora el ritmo físico y mental de un hombre, a McKinnon y sus hombres les llevó bastante más de dos horas completar su tarea; si la temperatura hubiera sido aproximadamente normal, probablemente lo habrían hecho en menos de la mitad de ese tiempo. Cuando estaban por completar las tres cuartas partes del trabajo, encendieron las cuatro estufas y la temperatura comenzó a ascender, muy lentamente.

McKinnon quedó bastante satisfecho con el resultado final. Cinco planchas de madera prensada habían sido aseguradas en posición, cada panel con un rectángulo de vidrio, uno grande y los otros cuatro, idénticos en forma, de aproximadamente la mitad del tamaño. El grande estaba insertado en el centro, directamente delante del lugar donde por lo general estaba el timonel; dos de los otros estaban a cada lado de éste y los dos restantes en la parte superior de las puertas que daban a los alerones. Los huecos inevitables entre el vidrio y la madera terciada y entre ésta y el metal al que estaban aseguradas las planchas, se taparon con compuesto de Hartley, un material plástico amarillo normalmente usado para impermeabilizar instalaciones eléctricas externas. El puente quedó protegido de las corrientes de aire hasta donde la situación lo permitía.

Ferguson guardó las últimas herramientas y tosió.

—Alguien habló de un par de tragos de whisky especial del capitán Bowen.

McKinnon lo miró primero a él, luego a Curran. Tenían los rostros azules y blancos por el frío y los dos tiritaban violentamente; se quejaban en forma casi crónica, pero esta vez ninguno emitió una queja.

—Se lo han ganado. —Se volvió hacia Naseby—. ¿Cómo está el rumbo?

Naseby miró con desagrado la brújula que tenía en la mano.

—Si se puede confiar en esta cosa, a dos veinte. Más o menos. Así que el viento viró cinco grados en las últimas dos horas. ¿Vale la pena molestar a la sala de máquinas por cinco grados?

George Naseby, un sólido, taciturno, moreno y fornido nativo de Yorkshire —provenía de Whitby, la ciudad natal del capitán Cook— era el otro yo de McKinnon y su amigo más íntimo. Había sido contramaestre él también en otras dos naves, pero eligió navegar en el San Andreas sencillamente por el afecto mutuo que se tenían con McKinnon. Aunque no tenía rango de oficial, desde el capitán hacia abajo todos lo consideraban el número dos en las cubiertas.

—No los molestaremos todavía. Luego de otros cinco o diez grados, lo haremos. Vayamos abajo, el barco puede cuidar de sí mismo por unos minutos. Luego haré que Trent te releve.

El nivel de whisky en la botella del capitán descendió con bastante rapidez; Ferguson y Curran tenían sus propias ideas acerca de lo que era un trago razonable. McKinnon, entre sorbos algo más frugales, estudió el sextante, el termómetro y el barómetro del capitán. El sextante, hasta donde McKinnon podía adivinar, estaba intacto: la felpa en la parte interior de la caja de madera seguramente lo había protegido de los efectos de la explosión. El termómetro, también, parecía funcionar: el mercurio registraba ocho grados bajo cero, que era la temperatura que McKinnon calculó que hacía en el camarote. El camarote del capitán era uno de los pocos que tenía la puerta intacta y Jamieson ya había hecho instalar una estufa.

Le alcanzó el termómetro a Naseby, para que lo colocaran en uno de los alerones del puente, luego fijó la atención en el barómetro. Este funcionaba normalmente, pues cuando golpeó suavemente el vidrio, la aguja negra se movió hacia la izquierda.

—Veintinueve punto cinco —dijo McKinnon—. Nueve nueve nueve milibares —y va en descenso.

—Malo, ¿eh?

—Sí. No necesitábamos un barómetro para saberlo. McKinnon se marchó y bajó de la cubierta a los camarotes de los oficiales. Encontró a Jamieson al final del pasillo.

—¿Cómo van las cosas, señor?

—Ya casi terminamos. Debería de haber cinco camarotes aptos para ser habitados por seres humanos, todo depende, por supuesto, de la definición que se le dé al término seres humanos.

El contramaestre golpeó con la mano el mamparo junto a él.

—¿Cuán estable cree que es esta estructura, señor?

—Muy inestable. Bastante segura en estas condiciones, pero deduzco que usted piensa que las condiciones van a cambiar.

—Si el viento sigue virando y nosotros seguimos en este rumbo, entonces tendremos las olas a estribor y el movimiento se tornará desagradable. Estaba pensando que quizá…

—Sé lo que estaba pensando. Soy maquinista, contramaestre, no ingeniero civil. Me fijaré. Quizá podamos asegurar o soldar algunas planchas de acero en los puntos más débiles. No lo sé. No hay garantías. Antes que nada, iremos a echar una ojeada al timón en el puente. ¿Cómo están las cosas allí arriba?

—No hay corrientes de aire. Cuatro estufas. Condiciones de trabajo ideales.

—¿Temperatura?

—Doce.

—¿Sobre cero o bajo cero?

—Bajo cero.

—Ideales. Muchas gracias.

McKinnon encontró a cuatro personas en el comedor: el jefe de máquinas Patterson, el doctor Singh y las enfermeras Janet Magnusson e Irene. Las enfermeras no estaban de turno, el San Andreas, como toda nave hospital, tenía enfermeras para turnos alternados. El contramaestre se dirigió a la cocina, pidió café y sándwiches, se sentó a la mesa y procedió a informar al jefe de máquinas. Cuando terminó, dijo:

—¿Y cómo le fue a usted, señor? Me refiero a la búsqueda de un traductor.

Patterson frunció el entrecejo.

—Con la suerte que tenemos, ¿qué le parece?

—Bueno, yo no tenía esperanzas, señor. No, como usted dice, con la suerte que tenemos. —Miró a Janet Magnusson—. ¿Dónde está la cabo Morrison?

—En el vestíbulo. —Ni su voz ni sus ojos contenían calidez—. Está alterada. Tú la alteraste.

—Ella me alteró a mí. —Hizo un gesto impaciente con la mano, como para descartar a la cabo Morrison—. Un ataque de histeria. Este no es ni el lugar ni el momento para eso. Si es que existen un lugar y un momento.

—Ah, vamos. —El doctor Singh sonreía—. Me parece que ninguno de los dos está siendo justo. La cabo Morrison no está, como usted sugiere, señor McKinnon, refunfuñando en su camarote y, enfermera Magnusson, si ella se siente algo infeliz, la culpa no es toda del contramaestre. Ella y el señor Ulbricht no ven las cosas de la misma manera.

—¿Ulbricht? —preguntó el contramaestre.

—Teniente Karl Ulbricht, tengo entendido. El capitán del Condor.

—¿Está consciente?

—Totalmente. No solamente está consciente, sino que quiere abandonar la cama. Su poder de recuperación es notable. Tres heridas de bala, todas superficiales. Perdió mucha sangre, pero se le ha hecho una transfusión; es de esperar que la mejor sangre británica combine bien con la sangre aria. De cualquier forma, la cabo Morrison estaba conmigo cuado él recuperó el conocimiento. Lo llamó sucio asesino nazi, cosa que no ayuda mucho para consolidar la relación ideal entre paciente y enfermera.

—No tuvo mucho tino, estoy de acuerdo —dijo Patterson—. Un hombre herido que vuelve en sí podría esperar ser tratado con algo más de compasión. ¿Cómo reaccionó él?

—Con mucha calma. Dócilmente, podría decirse. Dijo que no era nazi y que jamás había asesinado a nadie en su vida. Ella sencillamente lo fulminó con la mirada, si es que se puede imaginar a la cabo Morrison fulminando a alguien con la mirada, y…

—Lo imagino con toda facilidad —replicó el contramaestre con vehemencia—. Me fulmina a mí. Con frecuencia.

—Quizá —comentó la enfermera Magnusson—, tú y el teniente Ulbricht tengan mucho en común.

—Por favor. —El doctor Singh levantó una mano—. El teniente Ulbricht expresó profundo pesar, dijo algo acerca del infortunio de la guerra, pero no se mostró precisamente acongojado. Detuve la discusión allí, ya que no me pareció que fuera a ser provechosa. No sea demasiado duro con la cabo, contramaestre. No es una fierecilla, ni es pendenciera. Es muy sensible y tiene su propia forma de expresar los sentimientos.

McKinnon estaba por responder, captó la mirada poco amistosa de Janet y cambió de idea.

—¿Cómo están sus otros pacientes, doctor?

—El otro miembro de la tripulación del avión, un artillero, parece, llamado Helmut Winterman, está bien; no es más que un chiquillo asustado que cree que lo fusilarán al amanecer. El comandante Warrington, como usted adivinó, señor McKinnon, está malherido. Hasta qué punto, no lo sé. Tiene el occipucio fracturado, pero sólo la cirugía puede decirnos cuán grave es. Soy cirujano, pero no neurocirujano. Tendremos que esperar hasta llegar a un hospital en tierra firme para aflojar la presión sobre el centro visual y averiguar cuándo recuperará la vista, si es que llega a recuperarla.

—¿El oficial del Andover?

—¿El teniente Cunningham? —El doctor Singh sacudió la cabeza—. Lo siento, en más de un sentido, temo que ésta es la última esperanza perdida. El joven no navegará por algún tiempo. Está en coma. Las radiografías muestran fractura de cráneo y no es una fractura sin importancia. El pulso, la respiración y la temperatura no dan señales de daños orgánicos graves. Vivirá.

¿Tiene idea de cuándo recuperará el conocimiento, doctor?

El doctor Singh suspiró.

Si estuviera en mi primer año de residencia, me arriesgaría a dar un pronóstico con bastante seguridad. Por desgracia, ya han pasado veinticinco años desde mi primer año de residencia. Dos días, dos semanas, dos meses… sencillamente no lo sé. En cuanto a los otros, el capitán y el primer oficial siguen bajo los efectos de sedantes y cuando despierten, volveré a sedarlos. Hudson, el que tiene perforado el pulmón, parece haberse estabilizado; al menos, la hemorragia interna cesó. La tibia fracturada de Rafferty no presenta problemas. Los dos tripulantes heridos del Argos, uno con fractura de pelvis y el otro con quemaduras múltiples, están todavía en la sala de recuperación, pero no porque estén en peligro, sino porque la Sala A estaba llena y ése era el mejor lugar para ponerlos. Y he dado de alta a dos marineros jóvenes, pero no sé los nombres.

—Jones y McGuigan.

—Exacto. Era shock, nada más. Tengo entendido que tienen suerte de estar vivos.

—Todos tenemos suerte de estar vivos. —McKinnon agradeció con un movimiento de cabeza cuando Mario puso el café y los sándwiches delante de él, y luego miró a Patterson.

—¿Cree que serviría de algo, señor, si pudiéramos hablar con el teniente Ulbricht?

—Si su forma de pensar es la correcta, contramaestre, podría servir de algo. Al menos, no puede hacer ningún daño.

—Me temo que tendrán que esperar un poco —dijo el doctor Singh—. El teniente se estaba poniendo un poco demasiado activo, o sintiéndose más activo de lo que le convenía. Tardará una hora, quizá dos. ¿Un asunto urgente, señor McKinnon?

—Es posible. O un asunto importante, por lo menos. Quizá pueda decirnos por qué tenemos tanta suerte de estar vivos. Y si lo supiéramos, entonces podríamos saber o adivinar, al menos, qué nos espera.

—¿Piensa que el enemigo todavía no terminó con nosotros?

—Me sorprendería que así fuese, doctor.

McKinnon, en ese momento, a solas en el comedor, acababa de terminar su tercera taza de café cuando Jamieson y tres de sus hombres entraron, agitando los brazos y tiritando. Jamieson fue a la cocina, pidió café para él y sus hombres y se sentó junto a McKinnon.

—Condiciones ideales de trabajo, según lo que usted dijo, contramaestre. Uno está calentito y abrigado como pájaro en su nido, podría decirse. La temperatura está subiendo allí arriba. Hay casi diez grados. Bajo cero.

—Lo lamento, señor. ¿Cómo va el timón?

—Ya está arreglado. Por el momento, al menos: No fue un trabajo demasiado difícil. La rueda tiene bastante juego, pero Trent dice que es manejable.

—Bien. Gracias. ¿Tenemos control en el puente?

—Sí. Le dije a la sala de máquinas que desistiera. El jefe Patterson parecía decepcionado; al parecer cree que puede trabajar mejor que desde el puente. ¿Cuál es el siguiente tema en el orden del día?

—Nada. Al menos para mí.

—¡Ah! Comprendo. Nosotros tenemos las manos ociosas, ¿no es así? Bien, veremos qué posibilidades hay de asegurar la superestructura en un momento, que dependerá de cuánto tiempo nos lleve descongelamos.

—Por supuesto, señor. —McKinnon miró por encima de su hombro. Noté que el doctor Singh no se molesta en mantener cerrado con llave el pañol de bebidas alcohólicas del hospital.

—¿Una gotita de algo en el café, quizá?

—Se lo recomendaría, señor. Puede ayudar a acelerar el proceso de descongelamiento.

Jamieson le dirigió una mirada significativa, se puso de pie y se dirigió hacia el pañol.

Jamieson terminó su segunda taza de café reforzado y miró a McKinnon.

—¿Algo le preocupa, contramaestre?

—Sí. —McKinnon tenía las dos manos sobre la mesa, como si fuera a levantarse—. El movimiento ha cambiado. Hace unos minutos, el barco comenzó a navegar en ángulo, no mucho, como si Trent estuviera alterando levemente el rumbo, pero ahora se está moviendo demasiado. Puede ser que el timón haya fallado otra vez.

McKinnon partió a toda prisa, seguido de cerca por Jamieson. Al llegar a la cubierta alfombrada de hielo, McKinnon se aferró a una soga y se detuvo.

Está cabeceando mucho —gritó. Tuvo que hacerlo para que Jamieson pudiera oírlo por encima del viento casi huracanado—. Veinte grados fuera de rumbo, quizá treinta. Algo anda muy mal allí arriba.

Y en efecto, cuando llegaron al puente, descubrieron que algo andaba muy mal. Los dos hombres se detuvieron momentáneamente y McKinnon dijo:

—Pido disculpas, señor Jamieson. No era el timón después de todo.

Trent yacía boca arriba, justo detrás del timón, que giraba hacia uno y otro lado alocadamente, respondiendo a la fuerza del agua que golpeaba contra la quilla. Respiraba, sin duda alguna, pues el pecho se elevaba y bajaba en forma lenta y rítmica. McKinnon se inclinó para examinarle el rostro, lo miró con atención, olfateó, frunció la nariz con un gesto de desagrado y se enderezó.

—Cloroformo. —Tomó la rueda del timón y comenzó a llevar al San Andreas de vuelta a su rumbo.

—Y esto. —Jamieson se agachó, recogió la brújula caída y se la mostró a McKinnon. El vidrio estaba hecho añicos y la aguja irremediablemente torcida—. Pie Sigiloso vuelve a atacar. —Así parece, señor.

—Ah. No parece particularmente sorprendido, contramaestre.

—La vi tirada allí, No tuve ni que mirar. Hay algunos otros timoneles a bordo. Pero ésa era nuestra única brújula.