Capítulo 2

Si los norteamericanos hubieran mantenido el diseño inglés original en lo que se refería al alojamiento a bordo de las naves Liberty, la tragedia, aunque no hubiera dejado de serlo, al menos se habría visto minimizada. Los planes originales de Sunderland ubicaban los camarotes tanto en proa como en popa: los diseñadores de Henry Kaiser, creyendo usar su sentido común —que resultó ser disparatado— ubicaron los camarotes de oficiales y tripulantes y el puente de mando agrupados en una única superestructura que rodeaba la chimenea.

El contramaestre, con el doctor Sinclair a su lado, llegó a la cubierta superior antes de que el Condor alcanzara al San Andreas; casi de inmediato se les unió Patterson, para quien los disparos del Andover habían sonado como una serie de pesados golpes metálicos del lado de la sala de máquinas.

—¡Abajo! —gritó el contramaestre.

Dos fuertes brazos sobre los hombros de Patterson y del doctor Sinclair los arrojaron al suelo; el FockeWulf había alcanzado al San Andreas antes de que lo hicieran las bombas y el contramaestre sabía muy bien que el Condor poseía un despliegue letal de ametralladoras que no vacilaba en usar cuando la ocasión lo requería. En esa oportunidad, sin embargo, las ametralladoras permanecieron en silencio, posiblemente porque los artilleros tenían órdenes de no disparar, más probablemente porque éstos estaban muertos, pues era obvio que el Condor, arrastrando un enorme penacho de humo —era imposible adivinar si provenía del fuselaje o de los motores— y virando con violencia hacia estribor, estaba también a punto de morir.

Las dos bombas se estrellaron hacia proa y hacia popa de la chimenea, estallaron simultáneamente, enseguida luego de pasar a través de los desprotegidos camarotes, haciendo volar los mamparos destrozados hacia afuera y llenando el aire de esquirlas de metal y vidrios rotos, ninguno de los cuales alcanzó a los tres hombres tirados boca abajo sobre la cubierta. El contramaestre levantó la cabeza con cautela y contempló con incredulidad cómo la chimenea, al parecer intacta, pero cercenada en la base, caía lentamente al mar por el lado de babor. Cualquier ruido que pudiera hacer al chocar contra el agua se ahogó bajo el rugido de nuevos aviones.

—¡Abajo, manténgase abajo! —Tendido sobre la cubierta, el contramaestre giró la cabeza hacia la derecha. Cuatro lanzatorpedos Heinkel en formación, a media milla de distancia y menos de siete metros sobre el agua, se dirigían directamente a la banda de estribor del San Andreas. Diez segundos, pensó, doce como máximo y los muertos en el osario que era esa superestructura destrozada tendrían compañía de sobra. ¿Por qué se habían callado los cañones del Andover? Se volvió hacia la izquierda para observar la fragata y de inmediato comprendió la razón. Era imposible que los artilleros del Andover no oyeran el ruido de los Heinkel que se aproximaban, pero era igualmente imposible que los vieran. El San Andreas estaba directamente en línea entre la fragata y los bombarderos que volaban a una altura inferior que la de la cubierta superior.

Volvió a girar la cabeza hacia la derecha y con asombro momentáneo, vio que ése ya no era el caso. Los Heinkels se estaban elevando con la intención de volar por encima del San Andreas, cosa que hicieron al cabo de unos segundos, a no mucho más de cuatro metros sobre la cubierta, dos a cada lado de la superestructura retorcida. El San Andreas no había sido el blanco, sino el escudo para los Heinkels: la fragata era el blanco y los bombarderos estaban a mitad de camino entre el San Andreas y el buque de guerra antes de que los confundidos artilleros comprendieran lo que estaba sucediendo.

Cuando lo hicieron, la reacción fue rápida y violenta. El armamento principal era virtualmente inútil. Lleva tiempo apuntar y elevar un arma de cualquier tamaño y contra un blanco que se acerca a gran velocidad, el tiempo no alcanza. Las baterías antiaéreas, los cañones de dos libras, los Oerlikons y las Defiants montaron una barrera considerable, pero los lanzatorpedos eran blancos notoriamente difíciles, a lo que se agregaba el hecho de que los artilleros tenían plena conciencia de que la muerte estaba a pocos segundos, lo que disminuía su eficacia.

Los bombarderos estaban a menos de trescientos metros cuando el avión en el flanco izquierdo de la formación se elevó y viró hacia la izquierda para alejarse de la popa del Andover: seguramente ni el avión ni el piloto habían sido dañados. Como solía suceder, el mecanismo de liberación del torpedo se había congelado, impidiendo la caída del mismo. Aproximadamente en el mismo momento, el avión a la derecha descendió en suave picada hasta que tocó el agua, sin duda el piloto había muerto. Una victoria, sí, pero pírrica. Los otros dos Heinkels liberaron sus torpedos y se elevaron, alejándose del Andover.

Tres torpedos estallaron contra el Andover casi simultáneamente: los dos que habían sido liberados sin problemas y el que estaba todavía sujeto al avión que había caído al agua. Los tres torpedos detonaron, pero hubo poco estruendo y onda expansiva: el agua siempre ahoga las explosiones submarinas. Lo que sí hubo, sin embargo, fue una gran cortina de agua y espuma que se elevó a sesenta metros y luego cayó lentamente. Cuando por fin desapareció, el Andover estaba semisumergido en el agua. Al cabo de veinte segundos, con sólo un leve siseo producido por el agua que invadió la sala de máquinas y con muy pocas burbujas, el Andover se deslizó bajo la superficie del mar.

—¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! —El doctor Sinclair, tambaleándose levemente, se había puesto de pie. Como médico, había tomado contacto con la muerte, pero no en esa forma horrenda: todavía estaba aturdido y no tenía plena conciencia de lo que sucedía a su alrededor—. ¡Santo Cielo, ese enorme avión está volviendo hacia aquí!

El enorme avión, el Condor, regresaba, pero no significaba una amenaza para ellos. Con un humo denso brotándole de los cuatro motores, completó un semicírculo y se acercó al San Andreas. A menos de media milla tocó la superficie del agua, se hundió momentáneamente y luego volvió a aparecer. Ya no había humo.

—Dios lo guarde —dijo Patterson. Estaba casi anormalmente sereno—. Una expedición para control de daños, primero, que vean si hacemos agua, aunque no creo que ése sea el caso.

—Sí, señor. —El contramaestre contempló lo que quedaba de la superestructura—. Quizás una expedición de control de incendio. Hay muchas frazadas, colchones, ropa y papeles allí adentro, sabe Dios qué estará ardiendo ya.

—¿Cree que habrá sobrevivientes allí?

—No me atrevería a adivinar, señor. Si los hay, es una suerte que seamos un buque hospital.

Patterson se volvió hacia el doctor Sinclair y lo sacudió con suavidad.

—Doctor, necesitamos su ayuda. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a la superestructura—. Usted y el doctor Singh… y los asistentes de sala. Mandaré unos hombres con martillos y barras de hierro.

—¿Y un soplete de oxiacetileno? —dijo el contramaestre.

—Por supuesto.

—Tenemos suficiente equipo y material médico a bordo como para equipar el hospital de un pequeño poblado —dijo Sinclair—. Si hay sobrevivientes, todo lo que necesitaremos serán algunas jeringas hipodérmicas. —Parecía haberse recuperado.

—¿No llevamos a las enfermeras?

—Por Dios, no. —Patterson sacudió la cabeza con vehemencia—. Le aseguro, ni a mí me gustaría entrar allí. Si hay sobrevivientes, ya tendrán ellas su cuota de horror más tarde.

McKinnon dijo:

—¿Permiso para sacar la lancha salvavidas, señor?

—¿Para qué?

—Podría haber sobrevivientes del Andover.

—¡Sobrevivientes! Se hundió en treinta segundos.

—El Hood se desintegró en un segundo. Hubo tres sobrevivientes.

Por supuesto, por supuesto. No soy marino, contramaestre. No necesita pedirme permiso a mi.

—Si, lo necesito, señor. —El contramaestre señaló la superestructura. Todos los oficiales de cubierta están allí. Usted está al mando.

—¡Santo Cielo! —La idea jamás se le había ocurrido a Patterson—. ¡Qué forma de asumir el mando!

—Y hablando de mando, señor, el San Andreas ya no está bajo control. Está virando rápidamente hacia babor. El mecanismo de navegación en el puente debe de estar destruido.

—La navegación puede esperar. Detendré las máquinas.

Tres minutos más tarde, el contramaestre accionó la palanca y dirigió la lancha salvavidas hacia una balsa inflable que cabeceaba pesadamente cerca del lugar donde había estado el Condor. Había sólo dos hombres en la balsa, el resto de la tripulación del avión se habría hundido con el FockeWulf, supuso el contramaestre. De todos modos, probablemente ya estaban muertos. Uno de los hombres, un jovencito muy mareado y con expresión atemorizada —tenía todo el derecho de sentirse atemorizado, pensó el contramaestre— estaba sentado muy erguido, aferrado a una soga. El otro estaba tendido de espaldas en el fondo de la balsa: en la parte superior izquierda del pecho, brazo izquierdo y muslo derecho, la tela de su overol estaba empapada en sangre. Tenía los ojos cerrados.

—¡Jesús! —El marinero Ferguson, que tenía un acento de Liverpool y cuya cara surcada de cicatrices hablaba con elocuencia de batallas perdidas y ganadas, principalmente en bares, miró al contramaestre con una mezcla de incredulidad e indignación—. ¡Jesús!, contramaestre, ¿no irá a recoger a esos canallas? Acaban de tratar de hundirnos. ¡A nosotros! ¡Una nave hospital!

—¿No le gustaría saber por qué bombardearon un barco hospital?

—Es cierto, es cierto. —Ferguson tendió el bichero y acercó la balsa hasta hacerla quedar junto a la lancha salvavidas.

—¿Alguno de ustedes habla inglés?

El hombre herido abrió los ojos, que también parecían llenos de sangre.

—Yo.

—Parece que está mal herido. Quiero saber dónde antes de tratar de llevarlo a bordo.

—Brazo izquierdo, hombro izquierdo y muslo derecho. Y creo que tengo algo en el pie derecho. —Su inglés era muy fluido y si había algo de acento, éste era del sur de Inglaterra, no alemán.

—Usted es el comandante del Condor, por supuesto.

—Sí. ¿Sigue queriendo llevarme a bordo?

El contramaestre hizo un gesto a Ferguson y a los otros dos marineros que habían venido con él. Los tres hombres subieron al piloto herido con el máximo cuidado posible, pero con el bote y la balsa cabeceando en las olas era imposible ser muy cuidadosos. Lo recostaron sobre el fondo, cerca de donde estaba sentado el contramaestre junto a los controles. El otro sobreviviente se acurrucó tristemente en el medio del bote. El contramaestre se dirigió hacia el lugar donde calculó que se había hundido el Andover.

Ferguson miró al hombre herido que yacía de espaldas, con los brazos en cruz. Las manchas rojas se estaban agrandando.

Podía ser que estuviera sangrando profusamente, pero también podía ser el efecto del agua de mar.

—¿Cree que ha muerto, contramaestre?

McKinnon tendió la mano y tocó el costado del cuello del piloto y al cabo de unos segundos localizó el pulso, rápido, débil y errático, pero pulso al fin.

—Inconsciente. Desmayado. El trasbordo no debe de haber sido fácil para él.

Ferguson observó al piloto con un cierto respeto involuntario.

—Quizá sea un maldito asesino, pero es endemoniadamente duro. Debió de estar agonizando pero ni siquiera graznó. ¿No deberíamos llevarlo de regreso al barco, primero? ¿Darle una oportunidad, por decirlo así?

—Lo pensé. No. Quizás haya sobrevivientes del Andover, y si los hay, no duraran mucho. La temperatura del agua está justo por debajo del punto de congelamiento. Por lo general, los hombres mueren al cabo de un minuto. Si hay alguien, retrasarse un minuto puede significarle la muerte. Les debemos esa oportunidad. Además, el viaje de regreso al barco será muy rápido.

El San Andreas, virando hacia babor, había trazado un semicírculo y se estaba deteniendo por acción de la marcha atrás. Sin duda, Patterson lo habría hecho para maniobrar la nave temporalmente sin timón y acercarla lo más posible al lugar donde se había hundido el Andover.

Sólo un patético montón de objetos señalaba dónde había desaparecido la fragata: trozos de madera, algunos barriles, flotadores, boyas y chalecos salvavidas —vacíos— y cuatro hombres. Tres de ellos estaban juntos. Uno del grupo, un hombre que parecía llevar un gorro gris, sostenía la cabeza de otro hombre, inconsciente o bien muerto, fuera del agua; con la otra mano hacia señas en dirección a la lancha que se acercaba.

Los tres llevaban chalecos salvavidas y mucho más importante aún, trajes de agua, lo que les había permitido seguir con vida luego de quince minutos en las aguas heladas del invierno ártico.

Los tres hombres fueron subidos a la lancha. El joven al que había ayudado el hombre con gorro gris estaba inconsciente, no muerto. Tenía una gran hinchazón, de la que todavía brotaba sangre, justo por encima de su sien derecha. El tercer hombre parecía por demás incongruente en las circunstancias llevaba la gorra en pico de un comandante naval. La gorra estaba completamente empapada, El contramaestre fue a quitársela, pero cambió de idea al ver la sangre en la parte trasera de la gorra; probablemente la tuviera pegada a la cabeza. El comandante estaba consciente, agradeció gentilmente al contramaestre por haberlo sacado del mar, pero tenía los ojos vacíos, vidriosos y perdidos. McKinnon le pasó una mano delante de los ojos, pero no hubo reacción. Por el momento al menos, el comandante estaba ciego.

Aunque sabía que estaba perdiendo el tiempo, el contramaestre se dirigió hacia el cuarto hombre que estaba en el agua, pero retrocedió cuando todavía estaba a unos metros. Aunque tenía la cara en el agua, no se había ahogado sino que había muerto por congelamiento; no llevaba traje de agua. El contramaestre viró la lancha hacia el San Andreas y tocó el hombro del comandante con suavidad.

—¿Cómo se siente, comandante Warrington?

—¿Qué? ¿Cómo me siento? ¿Cómo sabe que soy el comandante Warrington?

—Todavía lleva la gorra, señor. —El comandante atinó a tocarse la visera pero McKinnon lo detuvo—. Déjela, señor. Se ha herido la cabeza y tiene la gorra pegada a la piel. Lo tendremos en el hospital dentro de quince minutos. Hay médicos y enfermeras de sobra para encargarse de eso, señor.

—Hospital. —Warrington sacudió la cabeza como para aclararse la mente—. Ah, claro. El San Andreas. Usted debe de ser de allí.

—Si, señor. Soy el contramaestre.

—¿Qué sucedió, contramaestre? Con el Andover, digo. —Warrington se tocó el costado de la cabeza—. Estoy algo confundido.

—Como para no estarlo. Tres torpedos, señor, casi simultáneamente. A usted debieron de volarlo del puente, o quizá se cayó, o más probablemente lo arrastró el agua cuando su buque se hundió. Se fue a pique en poco más de veinte segundos.

—¿Cuántos de nosotros… bueno, a cuántos encontraron?

—Solamente a tres, señor. Lo siento.

—Dios todopoderoso. Sólo a tres. ¿Está seguro, contramaestre?

—Me temo que sí, señor.

—Mi encargado de señales…

—Aquí estoy, señor.

—Ah, Hedges. Gracias a Dios. ¿Quién es el tercero? —Oficial de navegación, señor. Tiene un golpe muy feo en la cabeza.

—¿Y el primer teniente? —Hedges no respondió; había hundido la cabeza entre las manos y la sacudía de lado a lado.

—Me temo que Hedges está algo alterado, comandante. ¿El primer teniente llevaba un chaleco salvavidas rojo? —Warrington asintió—. Entonces lo encontramos, señor. Me temo que se congeló.

—Qué ironía. Congelarse, digo. —Warrington sonrió levemente—. Siempre se burlaba de nuestros trajes de agua. Llevaba una pata de conejo con él y decía que era todo lo que necesitaba.

El doctor Singh fue el primero que salió al encuentro del contramaestre cuando éste bajó de la lancha. Patterson estaba con él, al igual que dos asistentes de sala y dos fogoneros. El contramaestre miró a los fogoneros y se preguntó por un instante qué estaban haciendo en la cubierta, pero sólo por un instante: sin duda estaban haciendo el trabajo de un marinero porque quedaban muy pocos marineros para hacerlo. Ferguson y sus dos compañeros habían estado en la expedición de control de incendios en proa y quizá fueran los tres únicos que quedaban; todos los otros marineros habían estado en la superestructura en el momento del ataque.

—Cinco —dijo el doctor Singh—. Sólo cinco. De la fragata y el avión, sólo cinco.

—Sí, doctor, Y aun ellos tuvieron una suerte endemoniada. Hay tres en condiciones bastante malas. El comandante parece estar bien, pero creo que está peor que los demás. Aparentemente está ciego y tiene una herida en la nuca. Hay una conexión, ¿no es así, doctor?

—Oh, Dios. Sí, hay una conexión. Haremos todo lo posible.

Patterson dijo:

—Un momento, contramaestre, por favor. —Se apartó hacia un costado y McKinnon lo siguió. Estaban a mitad de camino hacia la superestructura cuando Patterson se detuvo.

—¿Tan grave es, señor? —preguntó el contramaestre—. No quiere espías. Pero tenemos que confiar en alguien.

—Supongo que sí. —Patterson parecía cansado—. Pero en muy pocos. Sobre todo luego de lo que vi en esa superestructura. Y de una o dos cositas que descubrí. Comencemos por el principio. El casco está estructuralmente sano. No hay grietas. No creí que fuera a haberlas. Estamos arreglando un control de timón temporario en la sala de máquinas; probablemente podamos reconectar con el puente, que es la parte menos dañada de la superestructura. Hubo un pequeño incendio en el comedor de la tripulación, pero logramos controlarlo, —asintió en dirección a la triste masa de hierros retorcidos delante de ellos.

—Roguemos para que haya buen tiempo. Jamieson dice que los soportes estructurales están tan debilitados que todo puede caer por la borda si nos tocan marejadas turbulentas. ¿Quiere entrar?

—¿Querer? No. Pero debo hacerlo. —El contramaestre vaciló, sin deseos de oír la respuesta a la pregunta que tenía que hacer. ¿Cuántas son las bajas hasta ahora, señor?

—Hasta el momento hemos encontrado trece muertos. —Hizo una mueca—. Y trozos y fragmentos. Decidí dejarlos donde estaban por ahora. Puede haber más personas con vida.

—¿Más? ¿Encontró algunas?

—Cinco, Algunas de ellas, en muy malas condiciones. Están en el hospital. —Entró primero en la retorcida entrada de popa de la superestructura—. Hay dos grupos con oxiacetileno allí adentro. Es un trabajo lento. No hay vigas caídas ni escombros propiamente dichos, sólo puertas retorcidas y trabadas. Algunas, por supuesto —me refiero a las puertas— sencillamente volaron por el aire. Como ésta, por ejemplo.

—La cámara frigorífica, bueno, al menos no había nadie allí adentro. Pero había tres semanas de provisiones de todo tipo de carne, pescados y otros alimentos perecederos; en un par de días tendremos que comenzar a echarlos por la borda. —Avanzaron lentamente por el pasadizo—. La alacena está intacta, señor, aunque no creo que una dieta fija de frutas y vegetales vaya a tener mucho éxito. ¡Dios Santo!

McKinnon contempló la cocina que quedaba del otro lado del corredor, frente a la alacena. Las superficies de los hornos estaban extrañamente torcidas, pero todos los armarios y las dos mesas estaban intactos. Pero lo que había horrorizado al contramaestre no habían sido los muebles sino los dos hombres que yacían en el suelo. Parecían ilesos, salvo por un pequeño hilo de sangre que les corría desde los oídos y la nariz.

Netley y Spicer —susurró McKinnon—. No parecen… ¿están muertos?

—Contusión. Fue instantáneo —respondió Patterson.

El contramaestre sacudió la cabeza y siguió avanzando.

—El pañol de comida enlatada —dijo—. Intacto. Qué ironía. Y el pañol de bebidas alcohólicas también. No hay ni una lata abollada ni una botella rota. Hizo una pausa. —Con su permiso, señor, creo que éste es un muy buen momento para hacer uso de las bebidas alcohólicas. Un buen trago de ron para todos, o al menos para los hombres que están trabajando aquí. Es un trabajo bastante desagradable y es una costumbre de la Marina Real cuando hay tareas desagradables que hacer.

—No sabía que hubiera estado en la Marina Real, contramaestre.

—Doce años. Por mis pecados.

—Una idea excelente. Yo seré su primer cliente. —Siguieron por un corredor torcido pero utilizable hacia la siguiente cubierta; McKinnon llevaba una botella de ron en una mano y media docena de jarritos colgados de un alambre en la otra. En esa cubierta se alojaba la tripulación y no ofrecía un espectáculo agradable. El pasillo estaba curvado como una S, y la cubierta presentaba una serie de ondulaciones. En el extremo de proa del pasillo, dos equipos de oxiacetileno se encontraban en plena tarea, cada uno atacando una puerta trabada. En el corto espacio entre el comienzo del pasadizo y el lugar donde trabajaban los hombres había ocho puertas, cuatro de las cuales colgaban de las bisagras, y las otras cuatro habían sido forzadas por los sopletes. Siete de los camarotes habían estado ocupados y los ocupantes seguían allí; había doce en total. En el octavo camarote encontraron al doctor Sinclair inclinado sobre un paciente postrado pero completamente consciente, al que le estaba administrando una inyección de morfina. Esa plena conciencia quedaba demostrada por el hecho de que dirigía un monólogo irreproducible a nadie en particular.

McKinnon dijo:

—¿Cómo se siente, Chips? —Chips era Rafferty, el carpintero del barco.

—Me estoy muriendo. —Vio la botella de ron en la mano del contramaestre y su expresión angustiada desapareció—. Pero podría recuperarme rápidamente…

—Este hombre no está moribundo —dijo el doctor Sinclair—. Tiene una simple fractura de tibia, eso es todo. Nada de ron. La morfina y el alcohol no son buenos compañeros. Más tarde. Se enderezó y trató de sonreír. —Pero me vendría bien un trago, si le parece, contramaestre. Uno abundante. Siento que lo necesito—. Eso era cierto, a juzgar por su cara cansada y pálida. Nada en la breve carrera médica del doctor Sinclair lo había preparado siquiera remotamente para la experiencia que estaba viviendo. McKinnon le sirvió una generosa medida de ron, hizo lo mismo para Patterson y para sí y luego pasó la botella y los jarritos a los hombres con sopletes y a los asistentes de sala que aguardaban tristemente, con la camilla lista; no se los veía mucho mejor que el doctor Sinclair, pero se alegraron bastante al ver el ron.

En la cubierta superior estaban los camarotes de los oficiales. Los daños en ella también eran serios, pero no tan devastadores como los de la cubierta inferior. Patterson se detuvo delante del primer camarote; la puerta había volado hacia adentro y parecía como si un maníaco hubiera atacado el camarote con una maza. McKinnon sabía que era el camarote del Jefe de Máquinas.

—No me gusta mucho estar en una sala de máquinas, señor —dijo, pero hay momentos en que tiene sus ventajas—. Contempló el camarote vacío y semidestrozado del segundo maquinista, que quedaba frente al de Patterson. —Al menos Ralston no está aquí. ¿Dónde está, señor?

—Está muerto.

—Está muerto —repitió McKinnon lentamente.

—Cuando estalló la bomba, todavía estaba en el baño de los marineros, arreglando ese cortocircuito.

—Lo siento muchísimo, señor. —Sabía que Ralston había sido el único amigo que Patterson tenía a bordo.

—Si —dijo Patterson con gesto vago—. Tenía una mujer joven y dos niños, bebés, a decir verdad.

McKinnon sacudió la cabeza y revisó el siguiente camarote, perteneciente al segundo oficial.

—Por lo menos el señor Rawlings no está aquí.

—No. No está aquí. Está arriba en el puente. —El contramaestre lo miró, luego se volvió y entró en el camarote del capitán que, curiosamente, parecía casi intacto. McKinnon fue directamente a un pequeño armario de madera, extrajo su cuchillo, abrió el pasador e insertó la punta justo debajo de la cerradura del armario.

—¿Rompiendo e invadiendo, contramaestre? —La voz del jefe de máquinas no contenía reproche, pero sí perplejidad: conocía lo suficiente a McKinnon como para saber que nunca hacía nada sin un motivo lógico.

—Romper e invadir es para puertas cerradas y ventanas, señor. Simplemente llámelo vandalismo. —La puerta se abrió y el contramaestre extrajo dos pistolas del armario—. Colt 45 de la Marina. ¿Sabe algo acerca de pistolas, señor?

—Jamás tuve una en la mano. ¿Usted sabe de pistolas… como de ron?

—Sé sobre pistolas. Este pequeño interruptor que está aquí… se aprieta así. Entonces desactiva la traba de seguridad. Eso es todo lo que se necesita saber sobre pistolas. —Miró el armario roto, luego las pistolas y sacudió la cabeza nuevamente—. No creo que al capitán Bowen le hubiese molestado.

—Que le moleste. No que le hubiera molestado. Que le moleste.

El contramaestre dejó las pistolas con cuidado sobre la mesa del capitán.

—¿Me está diciendo que el capitán no está muerto?

—No. Y tampoco lo está el primer oficial.

McKinnon sonrió por primera vez esa mañana, luego miró a Patterson con ojos acusadores.

—Podría habérmelo dicho, señor.

—Supongo que sí. Podría haberle dicho una docena de cosas. Creo que estará de acuerdo conmigo, contramaestre, en que los dos tenemos muchas cosas en la mente. Ambos están en el hospital, con quemaduras horribles en la cara, pero no corren peligro, al menos según lo que dice el doctor Singh. Los salvó el hecho de haber salido al alerón de babor del puente: estaban lejos de los efectos directos de la explosión.

—¿Y por qué se quemaron tanto, señor?

—No lo sé. Casi no pueden hablar, tienen los rostros totalmente vendados. Parecen momias egipcias más que otra cosa. Le pregunté al capitán y murmuraba algo como Essex o Wessex o algo así.

McKinnon asintió.

—Wessex, señor. Cohetes. Bengalas de emergencia. Hay dos juegos en el puente. El impacto debió de activar algún mecanismo de disparo y se incendiaron prematuramente. Qué golpe de mala suerte.

—De buena suerte, si quiere mi opinión, contramaestre. Al menos comparado con los que estaban en la superestructura. —¿Él… él ya lo sabe?

—No parecía ser el momento indicado para decírselo. Había otra cosa que seguía repitiendo, como si fuera urgente. «Señal guía, señal guía», algo así. Una y otra vez. Quizá no estaba lúcido, o quizá yo no comprendí bien. La única parte de la cara que no tienen cubierta por las vendas es la boca, pero los labios están muy quemados. Además, por supuesto, están cargados de morfina. «Señal guía». ¿Significa algo para usted?

Por el momento, no.

Un fogonero joven y diminuto apareció en la puerta. McCrimmon de unos veinticinco años, era una persona poco querible, ya que sus características principales y permanentes eran goma de mascar en la boca, un estado de ánimo truculento, el entrecejo fruncido y una boca como una cloaca; en este momento, ostentaba las primeras tres.

—Ese lugar, allí abajo, es asqueroso. Igual que un maldito cementerio.

—Morgue, McCrimmon, morgue —dijo Patterson—. ¿Qué quiere?

—¿Yo? Nada, señor. Jamieson me mandó. Dijo algo acerca de que los teléfonos no funcionaban y que quizá necesitaran un mensajero.

—«Señor» Jamieson para usted, McCrimmon. Patterson miró al contramaestre. —Muy considerado de parte del señor Jamieson. No necesitamos nada de la sala de máquinas, excepto que arreglen ese timón. ¿En la cubierta, contramaestre?

—Dos vigías, aunque quién sabe qué esperan encontrar. Dos de sus hombres, señor, los dos asistentes de sala de abajo, el marinero Ferguson y Curran. Curran es —o solía ser fabricante de velas. No le envidio su oficio, pero le daré una mano, Curran sabrá qué traer. Sugiero, señor, que despejemos la cubierta del comedor de la tripulación.

—¿Para depósito de cadáveres?

—Sí, señor.

—¿Oyó, McCrimmon? ¿Cuántos hombres?

—Ocho, señor.

—Ocho. Dos vigías. Los dos marineros para que traigan el velamen y lo que se necesite. Los otros cuatro que despejen el lugar. No trate de decírselo usted, probablemente lo arrojarían por la borda. Dígaselo al segundo maquinista y él se lo dirá. Cuando hayan terminado, que vengan a informármelo aquí al puente. Usted también. Vaya. —McCrimmon se marchó.

El contramaestre señaló las dos pistolas Colt que estaban sobre la mesa.

—Me pregunto qué habrá pensado McCrimmon de ellas.

—Probablemente no son nada nuevo para él. Jamieson eligió al hombre adecuado: McCrimmon es duro y no tiene mucha fineza de sentimientos. Escocés medio irlandés, de algún villorrio de Glasgow. Estuvo en prisión. A decir verdad, de no haber sido por la guerra, probablemente estaría allí ahora.

McKinnon asintió y abrió otro pequeño armario, éste tenía llave. Era un bar y del interior tapizado de terciopelo, McKinnon extrajo una botella de ron y la puso sobre la litera del capitán.

—No creo que al capitán le importe esto tampoco —comentó Patterson—. ¿Para los camilleros?

—Sí, señor. —McKinnon comenzó a abrir cajones de la mesa del capitán y encontró lo que buscaba en el tercer cajón: dos carpetas forradas en cuero que le entregó a Patterson—. Libro de oraciones y servicio fúnebre, señor. Pero pienso que con el servicio fúnebre debería de bastar. Alguien tiene que leerlo.

—Por Dios, contramaestre, no soy predicador.

—No, señor. Pero es el oficial a cargo.

—Por Dios —repitió Patterson. Dejó las carpetas con reverencia sobre la mesa—. Les echaré un vistazo más tarde.

—«Señal guía» —dijo McKinnon con lentitud—. Eso es lo que dijo el capitán, ¿no es así? «Señal guía».

—Sí.

—«Señal de guía» era lo que estaba tratando de decir. «Señal de guía». Debió de habérseme ocurrido antes, pero supongo que ésa es la razón por la que el capitán Bowen es capitán y yo no. ¿Cómo cree que el Condor logró localizarnos en la oscuridad? De acuerdo, casi había amanecido cuando atacó, pero debió de haber seguido nuestro curso cuando todavía era de noche. ¿Cómo supo dónde estábamos?

—¿Un submarino?

—Imposible. El equipo sonar del Andover lo hubiera detectado. —El contramaestre estaba repitiendo las palabras que había usado el capitán.

—Ah. —Patterson asintió—. Una señal de guía. Nuestro amigo el saboteador.

—Pie Sigiloso, como lo llama el señor Jamieson. No sólo estaba ocupado con nuestros circuitos eléctricos, sino que transmitía una señal continua. Una señal direccional. El Condor sabía perfectamente dónde estábamos todo el tiempo. No sé si el Condor estaba equipado para recibir ese tipo de señales, pues no sé nada de aviones, pero no hubiera importado; algún lugar como Alta Fjord podría haber recibido la señal y transmitido nuestro rumbo al avión.

—Está en lo cierto, por supuesto, contramaestre, está en lo cierto. —Patterson miró las dos pistolas—. Una para mi y una para usted.

—Si usted lo dice, señor.

—No sea tonto; ¿a quién más se la daría? —Patterson tomó una pistola—. Jamás tuve una en la mano y ni qué decir de dispararla. Pero sabe una cosa, contramaestre, creo que no me molestaría disparar un tiro. Uno solo.

—A mí tampoco, señor.

El segundo oficial Rawlings yacía junto al timón y no había misterio respecto de cómo había muerto: lo que debía de ser una esquirla de metal casi lo había decapitado.

—¿Dónde está el timonel? —preguntó McKinnon—. ¿Está entre los sobrevivientes, entonces?

—No lo sé. No sé quién estaba al timón. Quizá Rawlings lo había mandado a buscar algo. Pero hubo dos sobrevivientes aquí, aparte del capitán y el primer oficial: McGuigan y Jones.

—¿McGuigan y Jones? ¿Qué estaban haciendo aquí?

—Parece que el señor Kennet los había llamado para que hicieran de vigías, uno en cada alerón. Supongo que fue por eso que sobrevivieron, al igual que el capitán Bowen y el señor Kennet. También ellos están en el hospital.

—¿Malheridos?

—Ilesos, tengo entendido. Shock, nada más.

McKinnon salió al alerón de babor y Patterson lo siguió. El ala estaba intacta, no había señales de metal destrozado por ninguna parte. El contramaestre indicó una caja de metal que había sido gris, pero que en ese momento se encontraba casi carbonizada. Estaba insertada justo debajo del rompevientos; la tapa y uno de los lados había volado con la explosión.

—Allí es donde guardaban los cohetes Wessex —explicó McKinnon.

Volvieron a entrar y McKinnon se acercó a la escotilla de la oficina de radio; la puerta corrediza de madera ya no estaba allí.

—Si estuviera en su lugar, no miraría.

—Los hombres van a tener que hacerlo, ¿no es así? Spenser, el primer oficial de radio, yacía sobre la cubierta, pero ya no era posible reconocerlo como tal. Era sólo una masa amorfa de huesos, carne y jirones ensangrentados de ropa; de no haber sido por estos últimos, los restos podrían haber sido los de cualquier animal. Cuando McKinnon desvió la mirada, Patterson vio que el rostro bronceado había perdido algo de su color.

—La primera bomba debe de haber estallado justo debajo de él —dijo el contramaestre—. Dios, nunca vi algo así. Yo mismo me encargaré de él. El tercer oficial Batesman. Sé que era el oficial de guardia. ¿Tiene idea de dónde está, señor?

—En la sala cartográfica. Tampoco le aconsejo entrar allí.

Apenas si era posible reconocer a Batesman. Seguía en su silla, medio inclinado, medio tendido sobre la mesa, con lo que quedaba de su cabeza apoyada sobre una carta de navegación ensangrentada. McKinnon volvió al puente.

—Supongo que a sus parientes no los reconfortará nada saber que murieron sin darse cuenta. También de él me encargaré yo. No puedo pedírselo a los hombres. —Miró hacia adelante, a través de los vidrios totalmente destrozados. Al menos, pensó, ya no necesitarán una pantalla Kent para tener una visión clara—. El viento vira hacia el este —comentó, distraído—. Seguramente traerá más nieve. Por lo menos nos ayudará a mantenernos ocultos de los lobos, si es que hay lobos por aquí.

—¿Cree que quizá vuelvan para acabar con nosotros? —El jefe de máquinas tiritaba incontrolablemente, pero sólo porque estaba acostumbrado al calor de la sala de máquinas; la temperatura en el puente era de veinte grados bajo cero y el viento se mantenía firme en los veinte nudos.

—¿Quién puede estar seguro, señor? Pero a decir verdad, no lo creo. Hasta uno de esos lanzatorpedos Heinkel podría habernos liquidado si hubiera tenido esa intención. O el propio Condor, para el caso.

—Lo hizo bastante bien, si quiere mi opinión.

—No tanto como podría haberlo hecho. Sé que un Condor normalmente lleva bombas de doscientos cincuenta kilos. Tres o cuatro de esas bombas nos hubieran mandado a pique. Aun dos hubieran sido suficientes, sin duda habrían desintegrado la superestructura en lugar de dejarla inutilizada.

—¿La Marina Real otra vez, no es así, contramaestre?

—Conozco los explosivos, señor. Esas bombas no pueden haber sido de más de cincuenta kilos cada una. ¿No cree, señor, que tendremos preguntas interesantes para hacerle a ese capitán del Condor cuando recupere el conocimiento?

—Con la esperanza de obtener respuestas interesantes, ¿no es cierto? Incluyendo la respuesta a la pregunta de por qué bombardeó una nave hospital, en primer lugar.

—Bueno, sí, quizás…

—¿Qué quiere decir con eso de quizás?

—Hay una posibilidad, muy leve, debo admitir, de que no haya sabido que estaba bombardeando una nave hospital.

—No sea ridículo, contramaestre. Por supuesto que lo sabía. ¿De qué tamaño tienen que ser las cruces rojas para que se vean?

—No estoy tratando de disculparlo, señor. —Hubo una nota áspera en la voz de McKinnon y Patterson frunció el entrecejo, no por la actitud del contramaestre sino porque no era característico en él adoptar ese tono sin tener un buen motivo—. Todavía no había amanecido del todo, señor. Al mirar hacia abajo, las cosas se ven mucho más oscuras de lo que se ven al nivel del mar. Sólo tiene que subir al mástil para darse cuenta de eso. —Como Patterson jamás había subido a un mástil en su vida, probablemente no se sintió bien preparado para responder al comentario de McKinnon—. Como se acercaba por la popa, no pudo haber visto las cruces sobre los costados y como volaba muy bajo, no pudo haber visto la cruz en la cubierta de proa: la superestructura le bloqueaba la visión.

—Eso todavía deja la cruz en la cubierta de popa. Aun a pesar de que no había amanecido del todo, tuvo que haberla visto.

—No con la cantidad de humo que brotaba debido a que las máquinas estaban a todo vapor, señor.

—Es cierto. Es una posibilidad. —No estaba convencido y observó con algo de impaciencia cómo McKinnon hacía girar el timón inutilizado y examinaba la brújula de la bitácora y la brújula de emergencia, que habían quedado destrozadas.

—¿Es necesario que nos quedemos aquí? —dijo Patterson—. No hay nada que podamos hacer por el momento aquí y me estoy congelando. Sugiero que vayamos al camarote del capitán.

—Estaba por sugerir lo mismo, señor.

La temperatura en el camarote no superaba por mucho el punto de congelamiento, pero era considerablemente más alta que en el puente y lo que era más importante aún, no había viento allí. Patterson se dirigió directamente al armario donde estaban los licores y sacó una botella de whisky.

—Si usted lo hace, yo también voy a hacerlo. Se lo explicaremos al capitán más tarde. No me gusta mucho el ron y necesito un trago.

—¿Un remedio contra la neumonía?

—Algo por el estilo. ¿Me acompaña?

—Sí, señor. El frío no me preocupa, pero creo que voy a necesitar fuerzas para las próximas horas. ¿Cree que se podrá reparar el timón, señor?

—Es posible. Tendrá que ser un arreglo temporario. Le diré a Jamieson que se ocupe.

—No es absolutamente indispensable por ahora. Sé que todos los teléfonos están descompuestos, pero no debería llevar mucho tiempo volver a conectarlos y ustedes están armando un control de timón temporario en la sala de máquinas. Lo mismo con la electricidad: no llevará mucho pasar unos cables aquí y allá. Pero no podemos empezar con nada de eso hasta que dejemos esta zona… bueno, despejada.

Patterson bebió la mitad del contenido de su vaso.

—No se puede comandar el San Andreas desde el puente. Dos minutos allí arriba fueron suficientes para mí. Quince minutos y cualquiera moriría congelado.

—No se puede comandarlo desde ningún otro lugar. El frío es el problema principal, estoy de acuerdo. Así que lo cerraremos. Hay mucha madera terciada en la carpintería.

—No se puede ver a través de la madera terciada. —Podríamos sacar la cabeza de tanto en tanto por las puertas, pero no será necesario. Dejaremos ventanas en la madera.

—Bien, bien —dijo Patterson. Al parecer, el whisky le había devuelto la circulación—. Lo que necesitamos es un vidriero y algunas ventanas y no tenemos ninguna de las dos cosas.

—No necesitamos el vidriero. No es necesario cortar el vidrio o empotrar ventanas. Debe de haber rollos de cinta aisladora en su departamento de electricidad.

—Tengo doscientos metros de cinta y todavía no tengo ninguna ventana.

—No las necesitaremos. Vidrio, eso es todo. Sé dónde está el mejor vidrio —grueso y pulido, además de todo. En las superficies de todos esos carritos y bandejas en el hospital.

—¡Ah! Creo que ha dado en el clavo, contramaestre.

—Sí, señor. Supongo que la cabo Morrison le permitirá llevárselos.

Patterson esbozó una de sus poco frecuentes sonrisas.

—Tengo entendido que soy el oficial al mando, aunque sólo sea temporalmente.

—Así es, señor. Sólo le pido que no me haga estar cerca cuando la meta presa. Esas son todas pequeñeces, Hay tres asuntos que preocupan más. Primero, la radio no es más que un montón de metal inútil. No podemos ponernos en contacto con nadie y nadie puede ponerse en contacto con nosotros. Segundo, las brújulas están inutilizadas. Sé que usted hizo instalar una brújula giroscópica, pero nunca funcionó, ¿verdad? Pero lo peor de todo es el problema de la navegación.

—¿Navegación? ¡Navegación! ¿Cómo puede ser eso un problema?

—Si quiere llegar de la A a B, es el peor problema de todos, Tenemos, teníamos, cuatro oficiales de navegación a bordo de este barco. Dos están muertos y los otros dos están envueltos en vendas como si fueran momias egipcias, para utilizar sus propias palabras. El comandante Warrington podría haber navegado, lo sé, pero está ciego y a juzgar por la expresión en los ojos del doctor Singh, creo que la ceguera es permanente. —McKinnon se detuvo y sacudió la cabeza—. Y para hacer rebasar la copa, señor, tenemos al oficial de navegación del Andover a bordo, pero tiene contusión o está en coma; habrá que preguntárselo al doctor Singh. Si a un jugador de póquer le tocaran estas cartas, se pegaría un tiro. Cuatro oficiales de navegación no ven y si no se puede ver no se puede navegar. Es por eso que la pérdida de la radio es tan desafortunada. Tiene que haber un buque de guerra británico dentro de las cien o doscientas millas que podría habernos prestado un oficial de navegación. ¿Usted sabe navegar, señor?

—¿Yo? ¿Navegar? —Patterson parecía decididamente insultado—. Soy oficial maquinista. Pero usted, McKinnon, es hombre de mar y tiene doce años de servicio en la Marina Real.

—No importa que haya estado cien años en la Marina Real, señor. De todas formas no sé navegar. Yo era suboficial torpedero. Si quiere disparar un torpedo, dejar caer una bomba de profundidad, hacer volar una mina o realizar trabajos elementales de electricidad, soy el hombre que busca. Pero apenas reconocería un sextante si lo viera. Cosas como desviación y variación no son más que palabras sueltas para mí.

»Tenemos una pequeña brújula manual a bordo de la lancha salvavidas que usé hoy, pero no sirve. Es una brújula magnética, por supuesto y no sirve porque sé que el polo norte magnético no está cerca del polo norte geográfico; creo que está como a dos mil kilómetros. En Canadá, en la isla Baffin o un lugar así. De cualquier forma, en las latitudes en las que estamos ahora, el polo magnético está más hacia el oeste que hacia el norte. —McKinnon bebió un poco de whisky y miró a Patterson por encima del borde del vaso—. Jefe Patterson, estamos perdidos.

—Usted se parece al que consolaba a Job. —Patterson miró su vaso con expresión sombría y luego agregó sin demasiada esperanza—: ¿No sería posible conseguir que el sol brille a mediodía? De esa forma, sabríamos adónde está el sur.

—Por como pinta el tiempo, no creo que veamos el sol a mediodía. De todas formas, lo que es mediodía, o la hora del sol, no coincide con las doce en nuestros relojes. Suponiendo que estuviéramos en el medio del Atlántico, cosa que no sería imposible, y supiéramos adónde está el sur, ¿nos ayudaría eso a saber hacia dónde está Aberdeen, que creo que es nuestro destino? El cronómetro, dicho sea de paso, está destruido, cosa que no es para nada importante: igual no sabría relacionar el cronómetro con la longitud. Y aun si consiguiéramos establecer un rumbo hacia el sur, aquí hay veinte horas diarias de oscuridad y el piloto automático está inutilizado, como todo lo que está en el puente. Por supuesto, no avanzaríamos en círculo, pues la brújula manual lo impediría, pero de todas formas no sabríamos en qué dirección avanzamos.

—Si quiero algo de optimismo, McKinnon, sé adónde no ir a buscarlo. ¿Ayudaría en algo si supiéramos aproximadamente dónde estamos?

—Ayudaría, pero todo lo que sabemos, aproximadamente, es que estamos en algún lugar al norte o al noroeste de Noruega. En cualquier punto, digamos, de cincuenta mil kilómetros cuadrados de mar. Sólo hay dos posibilidades, señor. El capitán y el primer oficial tienen que haber sabido dónde estábamos. Si pueden decírnoslo, estoy seguro de que lo harán.

—¡Santo Cielo, por supuesto! No somos muy inteligentes, ¿no es así? Al menos yo no lo soy. ¿Qué quiere decir con eso de «si»? El capitán Bowen podía hablar hace alrededor de veinte minutos.

—Eso fue hace veinte minutos. Sabe bien lo dolorosas que pueden ser las quemaduras. El doctor Singh sin duda les habrá administrado calmantes y algunas ocasiones, la única forma de calmarlos es dejándolos fuera de combate.

—¿Y la otra posibilidad?

—Las cartas de navegación. El señor Batesman estaba trabajando sobre una carta —todavía tenía un lápiz en la mano. Iré a ver.

Patterson hizo una mueca.

—Mejor que vaya usted y no yo.

—No olvide a Pie Sigiloso, señor. —Patterson se tocó el overol, en el lugar donde había ocultado la pistola—. Ni el servicio fúnebre.

Patterson miró con desagrado la carpeta forrada en cuero.

—¿Y dónde se supone que debo dejar eso? ¿Sobre la mesa de operaciones?

—Hay cuatro camarotes vacíos en el hospital, señor. Para Personas Muy Importantes en vías de recuperación. En este momento, no hay ninguna.

—Ah. Diez minutos, entonces.

McKinnon regresó al cabo de cinco minutos y el jefe de máquinas, al cabo de quince. Un aire de pesar casi palpable colgaba sobre Patterson.

—¿No tuvo suerte, señor?

—Maldición, no. Usted tenía razón. Están sedados y pueden pasar horas antes de que recuperen el conocimiento. Y si comienzan a hacerlo, dice el doctor Singh, él piensa volver a sedarlos. Al parecer, trataban de arrancarse las vendas del rostro. Les vendó también las manos, hasta un hombre inconsciente, dice el doctor, tratará de rascarse lo que lo irrita. De todas formas, tenían las manos quemadas, no mucho, pero lo suficiente cómo para justificar las vendas.

—Hay correas para atar las muñecas a las cabeceras de las camas.

—El doctor Singh mencionó eso, pero dijo que no creía que al capitán Bowen le gustara despertar y encontrarse virtualmente preso en su propio barco. A propósito, el timonel que faltaba era Hudson. Tiene las costillas rotas y una le perforó el pulmón. El doctor dice que está grave. ¿Cómo le fue a usted?

—Igual que a usted, señor. Nada. Había un par de reglas paralelas junto al señor Batesman, de modo que supongo que debe haber estado trazando un rumbo con el lápiz.

—¿No pudo deducir nada de la carta marítima?

—Ya no era una carta. Era sólo un trapo ensangrentado.