En forma súbita y silenciosa, como en cualquier corte de energía abrupto e inesperado en una ciudad, las luces a bordo del San Andreas se apagaron una hora antes del amanecer. Apagones de esa índole eran poco frecuentes, pero no desconocidos y no causaban alarma particular en lo que se refería al manejo y la navegación del buque. En el puente, la luz de bitácora que iluminaba la brújula, la luz de la mesa de navegación y la línea telefónica que comunicaba con la sala de máquinas quedaron intactas, porque como operaban con bajo voltaje, poseían su propio generador. Las luces de arriba funcionaban con el generador principal, pero eso no tenía importancia, ya que estaban apagadas; el puente siempre quedaba a oscuras por las noches. Lo único que dejó de funcionar en el puente de mando fue la pantalla Kent, una placa circular de vidrio empotrado directamente delante del timonel que rotaba a gran velocidad y ofrecía un campo de visión nítido en cualquier tipo de condiciones. El tercer oficial Batesman, el oficial de guardia, no se preocupó; por lo que sabía, no había ni tierra ni barcos a cien millas a la redonda, con excepción de la fragata HMS Andover. No tenía idea de dónde podía estar la fragata y no le importaba; la fragata siempre sabía dónde estaba él, pues poseía un radar altamente sofisticado.
En el quirófano y en la sala de recuperación fue un caso de rutina. Aunque el cielo y el mar estaban oscuros como si fuera medianoche, no era una hora temprana; en esas altas latitudes y en esa época del año, la luz del día, o lo que se hacía pasar por ella, llegaba alrededor de las diez. En esos dos ambientes, los más importantes en una nave hospital, pues eso era el San Andreas, luces a batería se encendían en forma automática cuando había un corte de energía. En el resto del barco, había luz de emergencia provista por lámparas de níquel y cadmio, operadas manualmente; al girar la base de dichas lámparas, se obtenía un mínimo de iluminación.
Lo que causó preocupación fue el apagón total de las luces de la cubierta superior. El casco del San Andreas estaba pintado de blanco, para ser precisos, lo había estado en un principio, pero el paso del tiempo, el granizo, la nieve y el hielo de las tormentas árticas habían erosionado el color original, convirtiéndolo en una mezcla de blanco sucio y gris claro. Una banda verde daba toda la vuelta al casco. Había grandes cruces rojas pintadas sobre los lados y las cubiertas de proa y de popa. Durante la noche, potentes reflectores iluminaban las cruces; y en esa estación, la oscuridad reinaba durante veinte horas diarias.
Las opiniones respecto de esas luces estaban divididas en forma bastante pareja. Según la Convención de Ginebra, las cruces rojas garantizaban inmunidad contra ataques enemigos y como hasta el momento el San Andreas había dado pruebas de dicha inmunidad, los que estaban a bordo y no habían sufrido nunca un ataque enemigo tendían a creer en la validez de la Convención de Ginebra. Pero los miembros de la tripulación que habían servido a bordo antes de su transformación de barco de carga en buque hospital, miraban la Convención con ojos muy cínicos. Navegar de noche iluminados como un arbolito de Navidad iba contra todos los instintos de hombres que durante años habían creído —y con razón— que encender un cigarrillo sobre la cubierta superior significaba atraer la atención de algún submarino alemán. No confiaban en las luces. No confiaban en las cruces rojas. Y por sobre todas las cosas, no confiaban en los submarinos. Su cinismo estaba justificado: sabían que otros buques hospitales no habían sido tan afortunados como ellos, pero nunca se había sabido si los ataques habían sido deliberados o accidentales. En alta mar no hay cortes de justicia ni testigos independientes. Ya fuera por delicadeza o porque no tenía sentido hacerlo, los miembros de la tripulación nunca hablaban del asunto con los que —según ellos— vivían en el paraíso de los inocentes: los médicos, las cabos, las enfermeras y los asistentes de sala.
La puerta de estribor del puente se abrió y entró una figura con una linterna en la mano. Batesman dijo:
—¿Capitán?
—Así es. Un día de estos podré terminar mi desayuno en paz. Consiga unas lámparas, ¿quiere, Batesman?
El capitán Bowen era de estatura mediana, con tendencia a la obesidad, fornido era su palabra preferida. Tenía un rostro alegre enmarcado por una barba blanca y ojos muy azules. Había pasado hacía tiempo la edad de retirarse, pero nunca había querido hacerlo y tampoco se lo habían solicitado; la Marina Mercante había sufrido importantes bajas tanto en hombres como en naves y sabía que un barco se hacía en una mínima fracción del tiempo que llevaba formar a un buen capitán. No quedaban muchos como el capitán Bowen.
Las tres lámparas de emergencia no iluminaban mucho más de lo que lo hubieran hecho tres velas, pero la luz alcanzó para que se viera con qué rapidez se había cubierto de nieve el abrigo del capitán Bowen en los pocos segundos que le había llevado cruzar desde el salón. Se quitó el abrigo, lo sacudió afuera y cerró la puerta de inmediato.
—El maldito generador tuvo otro de sus ataques —dijo Bowen—, no parecía demasiado alterado, pero a decir verdad, nadie nunca lo había visto alterarse por algo. —La pantalla del radar no funciona, por supuesto. No serviría de nada, de todos modos. Nevada copiosa, viento de treinta nudos y visibilidad cero—. Había una cierta satisfacción en la voz de Bowen y ni Batesman ni Hudson, el timonel, tuvieron que preguntar cuál era el motivo. Los tres pertenecían al grupo que no creía en la Convención de Ginebra: ningún avión, barco o submarino podría localizarlos en esas condiciones, ¿ya habló con la sala de máquinas?
—No —respondió Batesman con vehemencia y Bowen sonrió. El jefe de máquinas, Patterson, un nativo del nordeste, de la zona de Newcastle, se enorgullecía de su indudable habilidad, tenía un carácter explosivo y sentía una profunda aversión por las preguntas sobre su trabajo provenientes de un ser tan insignificante como el tercer oficial—. Llamaré al jefe, señor.
Y lo hizo. Bowen tomó el teléfono y dijo:
—Ah, John. No estamos teniendo demasiada suerte en este viaje, ¿eh? ¿El alambre conductor sobrecargado? ¿Escobillas? ¿Fusible? Ah, el auxiliar, entonces… Espero que no nos hayamos quedado otra vez sin combustible. —El capitán Bowen hablaba con tono de honda preocupación y Batesman sonrió. Todos los miembros de la tripulación, hasta el ayudante de cocina sabían que el jefe Patterson carecía totalmente de sentido del humor. La referencia que Bowen había hecho al combustible se refería a la ocasión en que no estando el jefe Patterson de turno, el generador principal se había descompuesto y el joven maquinista a cargo se había olvidado de pasar la válvula de la línea de combustible al generador auxiliar. Los comentarios de Patterson fueron predecibles. Con una expresión de sufrimiento en el rostro, Bowen alejó el teléfono de su oreja hasta que los chasquidos cesaron, volvió a hablar luego brevemente y cortó la comunicación.
—Creo que al jefe Patterson le está costando más trabajo de lo habitual localizar la falla eléctrica. Tardará diez minutos, dice.
Pero el teléfono sonó al cabo de solamente dos minutos.
—Cinco dólares a que son malas noticias. —Bowen levantó el teléfono, escuchó por un momento y luego dijo—: ¿Dices que quieres hablar conmigo, John? Pero si estás hablando conmigo… Ah, ya veo. Muy bien. —Cortó—. El jefe quiere mostrarme algo.
Bowen no fue a la sala de máquinas, como Batesman podría haber supuesto, sino que se dirigió a su camarote, donde al cabo de un minuto se le unió el jefe de máquinas. Hombre alto y enjuto, con un rostro que no llamaba la atención, solía, como muchos hombres que no poseen sentido del humor y no se dan cuenta de ello, sonreír a intervalos frecuentes y por lo general, en momentos poco apropiados. Sin embargo, no estaba sonriendo en ese momento. Extrajo tres trozos de algo que parecía ser carbón y los acomodó sobre la mesa del capitán para que formaran una figura alargada.
—¿Qué piensa de esto, eh?
—Me conoces, John, soy sólo un simple marino. ¿La escobilla de un dínamo o generador o algo así?
—Exactamente. —A Patterson le quedaba mucho mejor la expresión sombría que la sonrisa.
—¿De allí el corte de energía?
—Nada que ver con el corte de energía. Sobrecarga en el alambre conductor. Un cortocircuito en alguna parte. Jamieson fue a localizarlo. No le llevará mucho tiempo hacerlo.
Bowen estaba más que dispuesto a creerle. Jamieson, el segundo maquinista, era un joven muy inteligente que contaba con la inusual distinción de ser un M.A.I.I.E., Miembro Asociado del Instituto de Maquinistas Eléctricos. Bowen dijo:
—Así que esta escobilla viene del generador auxiliar; está rota y pareces molesto por eso, por lo que deduzco que es poco común.
—¿Poco común? Es algo nunca visto. Al menos, yo nunca lo he visto. La escobilla está bajo presión de resorte constante contra la faz de la armadura. No hay modo de que pueda haberse roto de esta forma.
—Bueno, pero se rompió. Hay una primera vez para todo. —Bowen tocó los pedazos rotos con el dedo—. ¿Una falla de fábrica?
Patterson no respondió. Buscó en un bolsillo del overol, extrajo una cajita de metal, le quitó la tapa y puso la caja sobre la mesa junto a la escobilla rota. Las dos escobillas que contenía eran idénticas en forma y tamaño a la que Patterson había vuelto a armar. Bowen los contempló, frunció los labios y luego miró a Patterson.
—¿Repuestos?
Patterson asintió. Bowen tomó una, pero sólo una mitad quedó en su mano; la otra permaneció en el fondo de la caja.
—Nuestros únicos dos repuestos —dijo Patterson—. ¿No vale la pena examinar el otro?
—No. Se revisaron los dos generadores y se encontraron en buen estado cuando estábamos en Halifax… y hemos usado el auxiliar dos veces desde que partimos de allí.
—Una escobilla rota podría ser un golpe de mala suerte extraordinario. Tres ni siquiera llegan a ser una coincidencia ridícula. Esto ni siquiera da lugar a que nos frotemos el mentón con aire pensativo, John. Tenemos un pillo malintencionado entre nosotros.
—¡Pillo! Saboteador, querrá decir.
—Bueno, sí, supongo que sí. Al menos, alguien que no está bien dispuesto hacia nosotros. O hacia el San Andreas. ¿Pero saboteador? No sé. Los saboteadores prefieren diversas formas de destrucción en gran escala. Romper tres escobillas del generador no puede considerarse destrucción en gran escala. Y a menos que el individuo responsable sea un demente, no va a mandar el San Andreas al fondo; no con él a bordo. ¿Por qué, John? ¿Por qué?
Seguían sentados allí, cavilando, cuando sonó un golpe a la puerta y entró Jamieson. Joven, efervescente y con una actitud despreocupada hacia la vida, se lo veía cualquier cosa menos efervescente y despreocupado en ese momento: tenía un aire serio y ansioso, totalmente ajeno a su personalidad.
—En la sala de máquinas me dijeron que los encontraría aquí. Pensé que debía venir de inmediato.
—Como portador de malas noticias —dijo el capitán Bowen—, ha descubierto dos cosas: la ubicación del corto circuito y evidencia de, digamos, ¿sabotaje?
—¿Cómo diablos…? Lo siento, señor, pero ¿cómo pudo…?
—Díselo, John —respondió Bowen.
—No es necesario. Esas escobillas rotas son suficientes. ¿Qué encontraste, Peter?
—En proa. En la carpintería. Un cable de plomo que atraviesa un mamparo. Los ganchos a cada lado parecen haberse aflojado donde pasaba por el orificio en el mamparo.
Bowen dijo:
—Vibración normal del barco, movimiento climático… no es demasiado difícil erosionar plomo blando.
—El plomo es más duro de lo que cree, señor. En este caso, un par de manos ayudaron a la erosión natural. Aunque eso no es lo importante. Adentro del forro de plomo, la goma alrededor del cable se quemó.
—¿Cosa que sería normal en un cortocircuito?
—Sí, señor. Sólo que conozco el olor a goma quemada por electricidad y no huele a azufre. Alguien usó una o varias cabezas de fósforos para hacer el truco. Dejé a Ellis haciendo el trabajo de reparación. Es simple y debería de estar por terminar.
—Vaya, vaya. De modo que es tan simple como eso acabar con la energía eléctrica de un barco.
—Casi, señor. Era necesario hacer otro trabajito. Hay una caja de fusibles justo afuera de la carpintería y sacaron el fusible adecuado antes de comenzar a trabajar. Luego regresaron a la caja y cortaron la línea —con pinzas aislantes o un destornillador aislante, cualquier cosa hubiera servido— y después volvieron a colocar el fusible. Si hubieran vuelto a colocar el fusible antes de cortar la línea, se habría quemado, dejando intacto el resto del sistema eléctrico. Teóricamente, claro está. Muy de tanto en tanto, el fusible no es tan amable y no se quema. —Jamieson sonrió levemente—. El asunto es que si yo hubiera estado resfriado, podrían haberse salido con la suya.
El teléfono sonó. El capitán Bowen lo levantó y se lo pasó a Patterson, que escuchó y dijo:
—Seguro. Ahora. Devolvió el teléfono. —Sala de máquinas. La electricidad está volviendo.
Transcurrió aproximadamente medio minuto, luego el capitán Bowen terció:
—Saben, no creo que esté volviendo realmente.
Jamieson se puso de pie y Bowen dijo:
—¿Adónde va?
—No lo sé, señor. Bueno, en primer lugar a la sala de máquinas, a buscar a Ellis y luego no sé. Parecería que el viejo Pie Sigiloso tiene más de una cuerda en su arco.
El teléfono volvió a sonar y Bowen, sin responder, se lo alcanzó a Patterson, que escuchó brevemente y dijo:
—Gracias. El señor Jamieson ya baja. —Devolvió el teléfono y agregó—: Otra vez lo mismo. Me pregunto en cuántos lugares nuestro amigo intervino y está esperando la oportunidad para activarlos.
Jamieson vaciló en la puerta.
—¿Esto queda entre nosotros?
—En absoluto. —Bowen habló con determinación—. Lo transmitimos a todos los rincones. Por supuesto que Pie Sigiloso, como usted lo llama, quedará prevenido y podrá armarse de antemano, pero la idea de que hay un saboteador a bordo hará que todos miren a su vecino y se pregunten qué aspecto tiene un saboteador. En cualquier caso, tornará a este muchacho mucho más circunspecto y, con suerte, sus actividades se verán considerablemente reducidas. —Jamieson asintió y se marchó.
—Creo, John —dijo Bowen—, que podrías duplicar la vigilancia en la sala de máquinas, o al menos traer a dos o tres hombres adicionales, no para las tareas de rutina, ¿entiendes?
—Entiendo. ¿Cree que quizá…?
—¿Si quisieras sabotear, incapacitar un barco, adónde te dirigirías?
Patterson se puso de pie, fue hasta la puerta y al igual que lo había hecho Jamieson, se detuvo y se volvió.
—¿Por qué? —dijo—. ¿Por qué, por qué, por qué?
—No sé el porqué. Pero tengo un feo presentimiento acerca del dónde y el cuándo. Aquí en los alrededores, antes de lo que pensamos y más rápido de lo que deseamos. Alguien —dijo el capitán Bowen, a modo de explicación— acaba de pasar sobre mi tumba. —Patterson lo miró largamente y cerró la puerta con suavidad cuando se marchó.
Bowen tomó el teléfono, marcó un solo número y dijo:
—Archie, mi camarote. —No bien colgó, el teléfono volvió a sonar. Era el puente. Batesman no parecía demasiado feliz.
—La tormenta de nieve se está disipando, señor. El Andover puede vernos ya. Quiere saber por qué no mostramos ninguna luz. Le dije que teníamos un corte de energía y luego llegó el siguiente mensaje hace unos instantes: ¿por qué demonios estamos tardando tanto en repararlo?
—Sabotaje.
—¿Cómo dijo, señor?
—Sabotaje. S de Sally, A de Arthur, B de Bobby, o de…
—¡Dios Santo! ¿Qué demonios… digo, por qué…?
—No lo sé. —El capitán Bowen habló con una cierta reserva—. Dígales eso. Le diré lo que sé —que es prácticamente nada— cuando suba al puente. En cinco minutos. Quizá diez.
Archie McKinnon, el contramaestre, entró. El capitán Bowen consideraba al contramaestre —al igual que muchos otros capitanes consideran a sus contramaestres— como el miembro de la tripulación más importante. Era nativo de las islas Shetland, medía más de un metro ochenta y su contextura física era adecuada a su altura. Tendría unos cuarenta años, tez color ladrillo, ojos azules y pelo rubio —los dos últimos heredados sin duda de antepasados vikingos que habían pasado por su isla mil años antes.
—Siéntese, siéntese. —Bowen suspiró—. Archie, tenemos un saboteador a bordo.
—No me diga. —Arqueó las cejas. Nada de exclamaciones sorprendidas por parte del contramaestre; nunca—. ¿Y qué ha estado haciendo, capitán?
Bowen se lo contó y dijo:
—¿Puede deducir algo más que yo, lo que equivale a cero?
—Si usted no puede, capitán, yo tampoco. —La estima que se tenían el capitán y el contramaestre era totalmente mutua—. No puede querer hundir el barco, estando él a bordo y la temperatura del agua bajo el punto de congelamiento. No puede querer detener el barco —hay media docena de formas en que un hombre astuto podría hacerlo. Lo que estoy pensando es que lo que quería hacer era apagar las luces que de noche, al menos nos identifican como una nave hospital.
—¿Y por qué querría hacerlo, Archie? —Era parte de su tácito entendimiento que el capitán siempre lo llamara «contramaestre», excepto cuando estaban solos.
—Bueno… —El contramaestre caviló—. Usted sabe que no soy de las tierras altas de Escocia ni de las islas occidentales, de modo que no puedo jactarme de poseer facultades sobrenaturales o extrasensoriales. —Había una levísima mezcla de reprobación y superioridad en la voz del contramaestre, pero el capitán evitó sonreír; sabía que, en esencia, los nativos de las islas Shetland no se consideran escoceses y se mantienen fieles a sus islas—. Pero como usted, capitán, tengo buen olfato para los problemas y puedo decirle que no me gusta lo que huelo. En media hora —o quizá cuarenta minutos— cualquiera podrá ver que somos una nave hospital. —Calló y miró al capitán con lo que podría haber sido un dejo de sorpresa, que era lo más parecido a la emoción que podía esperarse del contramaestre—. No me imagino por qué, pero tengo el presentimiento de que alguien intentará atacarnos antes del amanecer. O al amanecer.
—Tampoco imagino el porqué, Archie, pero tengo el mismo presentimiento. Alerte a la tripulación, ¿quiere? Que se preparen para ocupar los puestos de emergencia. Haga correr la voz de que hay un electricista ilegal entre nosotros.
El contramaestre sonrió.
—Así se vigilan mutuamente. No creo, capitán, que encontremos al hombre entre los miembros de la tripulación. Han estado con nosotros mucho tiempo.
—Espero que no y creo que no. Es decir, me gustaría creer que no. Pero fue alguien que conocía bien el barco. Sus salarios no son exactamente principescos. Se sorprendería al enterarse de lo que puede hacer una bolsa de dinero con la lealtad de un hombre.
—Luego de veinticinco años en el mar, no hay mucho que pueda sorprenderme. Esos sobrevivientes que rescatamos del buque petrolero anoche…, bueno, no consideraría a ninguno como mi hermano de sangre.
—Vamos, contramaestre, un poco de espíritu de caridad cristiana, por favor. Era un buque petrolero griego —se supone que Grecia es nuestra aliada, por si no lo recuerda— y la tripulación obviamente iba a ser griega. Bueno, griega, chipriota, libanesa, hotentote, sí así lo prefiere. No puede pretender que todos parezcan de las Shetland. No vi a ninguno llevando una bolsa llena de monedas de oro.
—No. Pero algunos de ellos, los heridos, quiero decir, llevaban valijas.
—Y algunos llevaban abrigos y al menos tres tenían corbata. ¿Y por qué no? El Argos pasó seis horas flotando por allí luego de haber sido tocado por una mina; tiempo más que suficiente para que cualquiera empaque sus pertenencias terrenales, o al menos las pocas pertenencias que parecen tener los marinos griegos. Sería demasiado pedir, creo, Archie, que un buque petrolero griego averiado en el Mar de Barents tuviera a bordo un tripulante con una bolsa de oro que casualmente fuera un saboteador entrenado.
—Sí, no es una combinación que uno esperaría encontrar todos los días. ¿Alertamos al hospital?
—Sí. ¿Qué es lo último que se sabe de allí? —El contramaestre invariablemente conocía el estado de todo lo que iba a bordo del San Andreas, se refiriera o no a su área específica—. El doctor Singh y el doctor Sinclair acaban de terminar de operar. Un hombre con fractura de pelvis, el otro con quemaduras extensas. Están ahora en la sala de recuperación y no deberían tener problemas. La enfermera Magnusson está con ellos.
—Cielos, Archie, por cierto que parece estar bien informado.
—La enfermera Magnusson es de las islas Shetland —dijo el contramaestre, como si eso lo explicara todo—. Siete pacientes en la Sala A, que no están en condiciones de moverse. El peor es el primer oficial del Argos, pero no está en peligro, dice Janet.
—¿Janet?
—La enfermera Magnusson. —Era difícil apartar al contramaestre de su camino—. Diez en la Sala B de recuperación. Los sobrevivientes del Argos están en las literas de babor. —Bajaré hasta allí ahora. Vaya a alertar a la tripulación.
—Cuando haya terminado, venga al compartimiento de enfermos… y traiga a un par de sus hombres.
—¿Compartimiento de enfermos? —El contramaestre contempló al capitán—. Será mejor que no permita que la cabo Morrison lo oiga llamarlo así.
Bowen sonrió.
—Ah, la formidable cabo Morrison. De acuerdo, el hospital. Hay veinte hombres enfermos allí abajo. Sin contar las cabos, enfermeras y asistentes de sala que…
—Y médicos.
—Y médicos que nunca han oído un disparo en su vida. ¿Espera lo peor, capitán?
—No espero lo mejor —replicó Bowen con pesar.
El área del hospital del San Andreas era notablemente aireada y amplia, lo que no era sorprendente, puesto que el San Andreas era principalmente un hospital y no un barco y más de la mitad de la cubierta inferior había sido cedida para las instalaciones médicas. La demolición de mamparos estancos —una nave hospital, en teoría, no necesitaba mamparos estancos y aumentó la sensación de espacio y de hecho, el espacio real. El área estaba ocupada por dos salas, un quirófano, una sala de recuperación, un depósito medicinal, un dispensario, una cocina separada e independiente de la cocina de la tripulación— camarotes para el personal médico, dos comedores (uno para el personal y otro para los pacientes) y una pequeña sala o vestíbulo. Fue allí adonde el capitán Bowen se dirigió.
Encontró a tres personas tomando el té: el doctor Singh, el doctor Sinclair y la cabo Morrison. El doctor Singh era un hombre afable de origen paquistaní, de mediana edad. Llevaba anteojos sin patillas y era una de esas pocas personas que se ven perfectamente cómodas con ellos. Era un cirujano capaz y eficiente al que no le gustaba que lo llamaran «señor». El doctor Sinclair, rubio y tan afable como su colega, tenía veintiséis años, había abandonado su segundo año de residencia en un importante hospital escuela para ofrecerse como voluntario para la Marina Mercante. Nadie podría haber acusado a la cabo Morrison de ser afable: tenía aproximadamente la misma edad que Sinclair, pelo castaño, grandes ojos castaños y una boca generosa que no concordaba con su habitual expresión severa, ni con los anteojos con marco de acero que a veces usaba y ni con el leve pero inconfundible aire de desdén aristocrático. El capitán Bowen se preguntó cómo se la vería al sonreír, si es que alguna vez sonreía.
Explicó, en forma breve, el porqué de su visita. Las reacciones de los tres fueron predecibles. La cabo Morrison frunció los labios, el doctor Sinclair arqueó las cejas y el doctor Singh esbozó una media sonrisa y dijo:
—Vaya, vaya. Saboteador o saboteadores, espía o espías a bordo de un navío británico. Increíble, Caviló unos instantes„ —Pero claro, no todos los que están a bordo son estrictamente británicos. Yo no lo soy, para empegar.
—Su pasaporte dice que lo es. Bowen sonrió, como estaba operando en el quirófano en el momento que nuestro saboteador estaba operando en otra parte, eso lo borra automáticamente de la lista de potenciales sospechosos, Es cierto, doctor Singh; tenemos un considerable número de personas que no nacieron en Gran Bretaña. Tenemos dos indios, dos goaneses, dos nativos de Ceilán, dos polacos, un portorriqueño, un irlandés del sur y por alguna extraña razón, un italiano, que, como enemigo oficial, debería ser prisionero de guerra o estar en un campo en alguna parte. Y, por supuesto, los sobrevivientes del Argos son todos extranjeros.
—Y no se olvide de mí —dijo la cabo Morrison con frialdad. Soy mitad alemana.
—¿De veras? ¿Con un nombre como Margaret Morrison? Ella frunció los labios, un gesto que parecía natural.
—¿Cómo sabe que mi nombre es Margaret?
—Un capitán tiene la lista de la tripulación. Le guste o no, usted es un miembro de la tripulación. No es que tenga importancia. Los espías saboteadores pueden ser de cualquier nacionalidad y cuanto menos probable es que se sospeche de ellos más eficientemente pueden trabajar. Como digo, esto por el momento no es importante. Lo que es importante es que el contramaestre y dos de sus hombres estarán aquí dentro de muy poco. Si surgiera alguna emergencia, él se hará cargo de todo excepto, por supuesto, del manejo de los pacientes graves. ¿Supongo que todos conocen al contramaestre?
—Un hombre admirable —dijo el doctor Singh—. Muy tranquilizador, muy competente, no me imagino a ninguna persona mejor para tener cerca en momentos de necesidad.
—Todos lo conocemos. —La cabo Morrison era tan buena para hablar con tono helado como para fruncir los labios—. Dios es testigo de que anda por aquí con bastante frecuencia.
—¿Visitando a los enfermos?
—¡Visitando a los enfermos! No me gusta la idea de que un marino común ande molestando a una de mis enfermeras.
—El señor McKinnon no es un marino común. Es un marino extraordinario y nunca ha molestado a nadie en su vida. Traigamos a Janet aquí para ver si corrobora sus absurdos alegatos.
—Usted… usted sabe su nombre.
—Por supuesto que sé su nombre. —Bowen sonaba cansado. No venía al caso, pensó, mencionar el hecho de que hasta hacía cinco minutos, nunca había oído hablar de una persona llamada Janet—. Son nativos de la misma isla y tienen mucho de qué hablar. Sería bueno, señorita Morrison, que usted se interesara tanto por su personal como yo por el mío.
Fue una buena frase de despedida, pensó Bowen, pero no se sintió particularmente orgulloso de sí mismo. A pesar de la forma en que ella hablaba, sentía simpatía hacia la chica porque sospechaba que la imagen que proyectaba no era la real y que podría haber una muy buena razón para eso; pero ella no era Archie McKinnon.
El primer oficial, Geraint Kennet, un nombre poco común, pero que según él, provenía de un linaje antiguo y aristocrático, estaba en el puente aguardando la llegada de Bowen. Kennet era galés, delgado de cuerpo y de cara, muy moreno y muy irreverente.
—¿Está perdido, Kennet? —preguntó Bowen. Bowen había abandonado tiempo atrás la vieja costumbre de llamar señor al primer oficial.
—Cuando suena la hora, señor, Kennet está allí. Escuché cosas acerca de alarmas y excursiones de boca del joven Jamie. —«El joven Jamie» era Batesman, el tercer oficial—. Se prepara algo siniestro, deduzco.
—Deduce bien. Cuán siniestro, no lo sé. —Describió lo poco que había sucedido—. Así que dos cortes de electricidad, sí es que se los puede llamar así y un tercero que está siendo investigado.
—¿Y sería muy ingenuo suponer que el tercero no está conectado con los otros dos?
—Muy ingenuo.
—Esto presagia algo ominoso.
—Por cierto que les enseñan a hablar en esas escuelas galesas.
—Sí, señor. ¿Llegó a alguna conclusión y no es precisamente agradable?
El teléfono sonó. Batesman lo tomó y se lo alcanzó a Bowen, que escuchó unos instantes, agradeció al que llamaba y cortó.
Jamieson. En la cámara frigorífica, esta vez. ¿Cómo pudo alguien entrar allí? El cocinero es el único que tiene la llave.
—Muy fácil —dijo Kennet—. Si un hombre es un saboteador, entrenado en su arte, si es que puede usarse esa palabra, sería lógico que fuera un experto con la ganzúa o que al menos llevara un manojo de llaves maestras. Con respeto, señor, creo que eso no es lo que importa. ¿Cuándo atacará otra vez este villano?
—Me gustaría saberlo. Pie Sigiloso, así lo llama Jamieson, parece ser un villano de recursos y previsión considerables. Es muy probable que tenga más sorpresas. Jamieson opina lo mismo. Si hay otra falla de electricidad cuando vuelvan a conectar, dice que va a recorrer cada centímetro de cable con no sé qué herramienta.
—Es un instrumento para detectar pérdidas de voltaje —ya sabe, bloqueos en un circuito. Se me ha ocurrido…
Spenser, el primer oficial operador de radio apareció en la escotilla de su oficina, con un papel en la mano.
—Mensaje del Andover, señor Bowen leyó:
—«Ausencia continuada de luces muy grave. Esencial resolver asunto. ¿Apresaron ya al saboteador?».
—Nos da pie, creo, para mascullar furiosamente por lo bajo —comentó Kennet.
—Es un imbécil —dijo Bowen—. Me refiero al comandante Warrington, capitán de la fragata. Spenser, envíe esto: «Si tienen miembros de la División Especial o del Departamento de Investigaciones Criminales a bordo, son bienvenidos aquí. En caso contrario, por favor abstenerse de enviar mensajes inútiles. ¿Qué diablos creen que estamos haciendo?».
—En estas circunstancias, señor, opino que es un mensaje muy educado. Como estaba por decirle…
El teléfono volvió a sonar. Batesman atendió, escuchó, agradeció, cortó y se volvió hacia el capitán.
—Sala de máquinas, señor. Otra falla eléctrica. Jamieson y el tercer maquinista Ralston se disponen a subir con sus herramientas.
Bowen extrajo su pipa sin decir nada. Daba la impresión de haber enmudecido temporalmente. Kennet no había enmudecido. Eso jamás le sucedía.
—Uno nunca llega a terminar una frase en este puente. ¿Ha llegado a alguna conclusión, señor, por más desagradable que sea ésta?
—Conclusión, no. Corazonada, sospecha, sí. Desagradable, también. Apostaría a que aproximadamente a la madrugada, alguien nos va a atacar.
—Por fortuna replicó Kennet, —no me gusta el juego. De todos modos, no apostaría contra mis propias convicciones. Que son las mismas que las suyas, señor.
—Somos una nave hospital, señor —dijo Batesman. Ni siquiera sonaba esperanzado.
Bowen le dirigió una mirada sombría.
—Si se es inmune al sufrimiento de los desvalidos y moribundos y se desea ejercitar una lógica cruenta y retorcida, entonces somos enemigos, aunque estemos completamente indefensos. Porque, ¿qué es lo que hacemos? Llevamos a nuestros enfermos y heridos a casa, los ponemos nuevamente en condiciones y los mandamos de nuevo al frente o al mar para luchar otra vez contra los alemanes. Si se quiere estirar la conciencia lo suficiente, es posible alegar que permitir que una nave hospital llegue a su patria es lo mismo que ayudar al enemigo. El Oberleutnant Lemp nos hubiera torpedeado sin pensarlo dos veces.
—¿El Oberleutnant qué?
—Lemp. El tipo que hundió el Athenia, y Lemp sabía que el Athenia no llevaba más que civiles como pasajeros, hombres, mujeres y niños que, y esto lo sabía muy bien, jamás se usarían para luchar contra los alemanes. El Athenia era un caso mucho más digno de compasión que nosotros, ¿no le parece, Batesman?
—Me gustaría que no hablara de esa manera, señor —Batesman se veía no sólo tan sombrío como el capitán, sino también lúgubre—. ¿Cómo sabemos que este tipo Lemp no anda merodeando allí afuera, justo del otro lado del horizonte?
—No tema —dijo Kennet—. El Oberleutnant Lemp hace tiempo que fue a reunirse con sus ancestros, por lo que uno no puede sentir más que un cierto grado de compasión. No obstante, puede tener un hermano mellizo o algunas almas gemelas allí afuera. Como infiere el capitán con tanta suspicacia, vivimos en tiempos turbulentos e inciertos.
Batesman miró a Bowen.
—¿Está permitido, capitán, pedirle al primer oficial que se calle?
Kennet sonrió ampliamente, pero dejó de hacerlo cuando sonó el teléfono. Batesman fue a atender, pero Bowen se le adelantó.
—Privilegio del jefe, Batesman. Las noticias pueden ser demasiado duras para un hombre joven como usted. —Escuchó, maldijo en voz alta y cortó. Cuando se volvió se lo veía y sonaba fastidiado.
—¡El maldito baño de oficiales!
—¿Pie Sigiloso? —preguntó Kennet.
¿Quién cree que fue? ¿Santa Claus?
—Una acertada elección —dijo Kennet juiciosamente—. Muy acertada. ¿En qué otro lugar puede un hombre trabajar con tanta paz, privacidad y, por un período indeterminado, inmunidad a cualquier interrupción? Hasta podría tener tiempo de leer un capítulo de su novela de suspenso favorita, como es la costumbre de un joven oficial de este barco que permanecerá en el anonimato.
—El tercer oficial está en su derecho —dijo Bowen—. ¿Quiere callarse de una vez?
—Si, señor, ¿ese era Jamieson?
—Deberíamos tener noticias de Ralston en cualquier momento.
—Jamieson ya habló con él. Baño de marineros esta vez, a babor.
Por una vez, Kennet no hizo comentarios durante casi un minuto hubo silencio en el puente, por la sencilla razón de que no parecía haber nada que decir. Inevitablemente, fue Kennet el que por fin rompió el silencio.
—Unos minutos más y será mejor que nuestros beneméritos maquinistas se den por vencidos. ¿O es que soy el único que ha notado que llegó el amanecer?
Era cierto. Hacia el sudeste más allá de los baos a babor, el cielo había cambiado de negro a un gris oscuro y se iluminaba cada vez más Dejó de nevar, el viento disminuyo a veinte nudos y el San Andreas cabeceaba con las olas que venían del noroeste.
—¿Quiere que ponga un par de vigías adicionales, señor? ¿Uno en cada alerón?
—¿Y que pueden hacer esos vigías? ¿Hacerles morisquetas al enemigo?
—No pueden hacer mucho más que eso, es verdad. Pero si alguien nos va a atacar, será ahora. En un Condor que vuela alto, por ejemplo, casi se pueden ver las bombas saliendo de las compuertas y hay probabilidad de una acción evasiva. —Kennet no parecía demasiado entusiasmado ni convencido.
—¿Y si es un submarino, un bombardero en picada o torpedero?
—Igual pueden darnos un aviso y tiempo para rezar. Por cierto, sería una plegaria muy corta, pero una plegaria al fin.
—Como quiera, Kennet.
Kennet hizo una llamada y al cabo de tres minutos sus vigías llegaron al puente, abrigados hasta las cejas, según las instrucciones de Kennet. McGuigan y Jones, un irlandés del sur y un galés, no eran más que unos muchachos que no pasaban los dieciocho años. Kennet los equipó con prismáticos y los situó en los alerones del puente, Jones, a babor y McGuigan, a estribor. Unos instantes después de cerrar la puerta de babor, Jones volvió a abrirla.
—¡Barco, señor! A babor. —Su voz sonaba ansiosa, excitada.
—Es un buque de guerra, creo.
—Tranquilícese —dijo Kennet—. Dudo que sea el Tirpitz. Menos de media docena de personas a bordo sabían que el Andover los había acompañado durante la noche. Salió y regresó casi de inmediato.
—El buen pastor —dijo—. A tres millas.
—Ya casi hay luz —repuso el capitán Bowen—. Podríamos estar equivocados, Kennet.
La escotilla de la sala de radio se abrió con un golpe y apareció la cara de Spenser.
—El Andover, señor. Bandido, bandido, un bandido… 045… diez millas… mil quinientos metros.
—Ahí está —dijo Kennet—. Sabía que no nos habíamos equivocado. ¿A toda máquina, señor? —Bowen asintió y Kennet dio las instrucciones necesarias.
—¿Acción evasiva? —Bowen esbozaba una semisonrisa; el conocimiento, por más desagradable que sea, siempre llega como un alivio luego de la incertidumbre.
—¿Un Condor, cree adivinar?
—No adivino, señor. En estas aguas, sólo el Condor vuela solo. —Kennet abrió la puerta de babor y escudriñó el cielo—. La capa de nubes es bastante delgada ahora. Deberíamos poder ver a nuestro amigo acercándose. Tendría que estar prácticamente a popa. ¿Salimos, señor?
—En un minuto, Kennet. Dos minutos. Juntemos flores mientras podamos —o al menos, mantengámonos al calor lo más posible. Si el destino nos ha abandonado, estaremos congelándonos dentro de muy poco. Dígame, Kennet, ¿se le ha ocurrido algún pensamiento profundo?
—Se me han ocurrido muchos, pero no diría que son profundos.
—¿Cómo diablos cree que ese Condor nos localizó?
—¿Un submarino? Podría haber salido a la superficie y transmitido el mensaje a Alta Fjord.
—No, un submarino, no. El equipo sonar del Andover lo habría captado. Ni aviones ni naves de superficie, de eso estoy seguro.
Kennet frunció el entrecejo por unos instantes, luego sonrió.
—Pie Sigiloso —dijo con seguridad—. Una radio.
—No necesariamente eso, Un pequeño dispositivo eléctrico, probablemente accionado por nuestros propios sistemas, que transmite una señal continua.
—¿De modo que si sobrevivimos hay que salir a pasar el rastrillo?
—Por cierto. Hay que salir a…
—Andover, señor. —Era Spenser otra vez—. Cuatro bandidos, repito cuatro bandidos… 310… ocho millas… novecientos metros.
—¿Me pregunto qué habremos hecho para merecer esto? —Kennet sonaba casi lúgubre—. Teníamos más razón de lo que suponíamos, señor. Torpederos o planeadores bombarderos, seguro, atacando desde la oscuridad al noroeste y nosotros recortados contra la luz del amanecer.
Los dos hombres salieron por la puerta de babor. El Andover seguía de ese lado, pero se había acercado hasta quedar a menos de dos millas de distancia. Un banco de nubes bajas, a aproximadamente la misma distancia, oscurecía la visión hacia popa.
—¿Oye algo, Kennet? ¿Ve algo?
—Nada, nada. ¡Al diablo con esa nube! Si, ahora sí. Lo oigo. Es un Cóndor.
—Es un Cóndor. Una vez que se lo ha oído, no es fácil olvidar el clamor mal sincronizado del motor de un FockeWulf 200. Y me temo Kennet, que habrá que postergar su acción evasiva para otro momento. Parece que este muchacho viene muy bajo.
—Sí, viene volando bajo. Y sé por qué. —Kennet habló con amargura, lo que no era nada común en él—. Su intención es hacer bombardeo de precisión. Tiene órdenes de detenernos o estropearnos el barco, pero no de hundirnos. Apuesto a que ese malnacido de Pie Sigiloso se siente seguro como en su casa.
—Está en lo cierto, Kennet. Podría detenernos bombardeando la sala de máquinas, pero eso es casi una garantía de que nos vamos a pique. Allí viene.
El Condor FockeWulf atravesó la nube y se dirigió directamente hacia la popa del San Andreas. El Andover sacó a relucir todos los cañones posibles no bien el FockeWulf atravesó el banco de nubes, y al cabo de unos segundos el lado de estribor del Andover estuvo envuelto en humo. Para una fragata, el fuego antiaéreo que poseía era formidable: baterías de ángulo bajo, pompoms, Oerlikons y las igualmente letales torrecillas Boulton Paul Defiant que disparaban 960 vueltas por minutos. El FockeWulf debió de recibir varios impactos, pero la capacidad del enorme Condor para absorber el castigo era legendaria. Siguió adelante, a no más de sesenta metros sobre las olas. El sonido de los motores pasó de ser clamoroso a atronador.
—Este no es lugar para un par de marinos honestos, Kennet. —El capitán Bowen tuvo que gritar para hacerse oír—. Pero creo que ya es demasiado tarde.
—Me parece que sí, señor.
Dos bombas, sólo dos, se desprendieron perezosamente del Condor envuelto en humo.