Prólogo

En esta historia hay tres elementos distintos pero inevitablemente relacionados entre sí: la Marina Mercante (oficialmente la Marina Mercantil) y los hombres que servían en ella; las naves Liberty (Liberty Ships; naves mercantes norteamericanas de alrededor de diez mil toneladas de porte, construidas en grandes cantidades durante la Segunda Guerra Mundial) y las unidades de las fuerzas alemanas submarinas, de superficie y del aire, cuya única misión era encontrar y destruir a los tripulantes y las naves de la Marina Mercante.

1. Al estallar la guerra en septiembre de 1939, la Marina Mercante británica estaba en un estado verdaderamente peligroso, lamentable sería un término más adecuado. Casi todos los buques eran viejos, muchos no estaban en condiciones de navegar y algunos no eran más que cascos oxidados acosados por interminables problemas mecánicos. Aun así, el estado de esas naves era relativamente bueno si se lo comparaba con las espantosas condiciones de vida de aquellos que tenían la desventura de prestar servicio a bordo de ellas.

La razón de esta terrible negligencia tanto de naves como de hombres podría resumirse en una palabra: codicia. Los propietarios de las flotas de antaño —y más de uno de los de las actuales— eran avaros y mezquinos, y estaban totalmente dedicados a su único culto: las ganancias a cualquier costo, siempre y cuando ese costo no recayera sobre ellos. Centralización era la contraseña de la época, la adquisición de monopolios que se superponían por unas pocas manos rapaces. Mientras que los salarios y las condiciones de vida de la tripulación quedaban reducidos al mínimo indispensable para la supervivencia, los propietarios se enriquecían, al igual que algunos de los indeseables directores de las compañías y un número considerable de accionistas favorecidos y cuidadosamente escogidos.

Los poderes dictatoriales de los propietarios, ejercidos con discreción, por supuesto, eran poco menos que absolutos. Las flotas eran sus satrapías, sus feudos, y las tripulaciones, sus sirvientes. Si un siervo decidía rebelarse contra el orden establecido, peor para él. El único recurso que le quedaba era abandonar la nave, cambiarla por un virtual olvido absoluto, pues aparte del hecho de que automáticamente se le aplicaba bolilla negra, el índice de desempleo era alto en la Marina Mercante y las pocas vacantes disponibles se reservaban para siervos sumisos. En tierra firme había más desempleo todavía y aun de no haberlo habido, para los hombres de mar resultaba notoriamente difícil adaptarse al modo de vida de los que viven en tierra firme. Al siervo rebelde no le quedaba adónde ir. Pero eran muy pocos los que se rebelaban. La gran mayoría era consciente de su lugar en la vida y lo mantenía. Las historias oficiales tienden a paliar esta situación o a pasarla por alto y esta miopía no resulta del todo incomprensible. El trato que se les daba a los marineros mercantes entre las dos guerras y, de hecho, durante la Segunda Guerra Mundial, no constituye uno de los capítulos más gloriosos de los anales navales británicos.

Los sucesivos gobiernos entre las dos guerras tenían plena conciencia de las condiciones de vida en la Marina Mercante (tendrían que haber sido más que estúpidos para no tenerla), de modo que dichos gobiernos, actuando con una cabal hipocresía destinada a hacerlos quedar bien, creaban una serie de reglamentos que establecían especificaciones mínimas acerca de alojamiento, comida, higiene y seguridad. Tanto los gobernantes como los propietarios sabían muy bien (y sin duda estos últimos se regocijaban ante ese conocimiento) que los reglamentos no son leyes y que no pueden ser puestos en ejecución por la fuerza. Las recomendaciones (porque al fin y al cabo no eran más que eso) se pasaban por alto casi por completo. Un capitán responsable y meticuloso que tratara de hacerlas cumplir corría el riesgo de encontrarse sin una nave que comandar.

Informes de testigos presenciales registrados sobre las condiciones de vida a bordo de las naves de la Marina Mercante en los años inmediatamente previos a la Segunda Guerra Mundial (y no hay razón para cuestionar esos informes, sobre todo porque el tono de los mismos es tristemente unánime) califican el alojamiento de la tripulación como tan primitivo y atroz que no hay palabras para describirlo. Inspectores médicos declararon que en algunos casos, las habitaciones de la tripulación no estaban en condiciones de alojar a animales y mucho menos a seres humanos. El lugar donde se alojaba la tripulación era invariablemente reducido y estaba desprovisto de cualquier tipo de comodidad. Las cubiertas estaban mojadas, la ropa de los hombres también y los colchones y frazadas, cuando se contaba con semejantes lujos, por lo general estaban empapados. Las instalaciones sanitarias eran primitivas o inexistentes. El frío se colaba por todas partes y cualquier tipo de calefacción —excepto estufas a carbón humeantes y malolientes— era muy poco frecuente, como lo era, de hecho, cualquier forma de ventilación. Y la comida, que según dijo un escritor, no hubiera sido tolerada ni en un asilo para desposeídos, era aun peor que el lugar de alojamiento.

Lo que acaba de describirse puede sobrepasar los límites de la credulidad o, al menos, parecer rebuscado, pero, respectivamente, no debería hacerlo ni parecerlo. Nunca se ha acusado de falta de precisión a la Escuela Londinense de Higiene y Medicina Tropical ni a la Oficina de Estadísticas. La primera, en un informe previo a la guerra declaró categóricamente que el índice de mortalidad antes de los cincuenta y cinco años era doblemente alto para los hombres de mar que para el resto de la población masculina y los datos emitidos por la Oficina de Estadísticas indican que el índice de mortandad de hombres de mar de todas las edades superaba en un cuarenta y siete por ciento el promedio nacional. Las causas eran tuberculosis, hemorragia cerebral y úlcera gástrica o duodenal. La incidencia de la primera y la última es más que comprensible y no hay duda de que la combinación de éstas contribuía notablemente a la anormal frecuencia de derrames cerebrales.

El principal agente de la muerte era, incuestionablemente, la tuberculosis. Cuando uno echa una mirada a la Europa Occidental de hoy, donde los sanatorios destinados al tratamiento de tuberculosis están, felizmente, en rápida vía de extinción, es difícil imaginar hasta qué punto dicha enfermedad era un terrible flagelo hace poco más de una generación. No es que la tuberculosis haya sido eliminada en un nivel mundial: en muchos países subdesarrollados todavía es un flagelo terrible y la principal causa de muerte. En los primeros años de este siglo, la tuberculosis seguía siendo el asesino principal en Europa Occidental y Norteamérica. Esto ya no es así desde que los científicos descubrieron la forma de debilitar y destruir el bacilo de la tuberculosis. Pero en 1930 eso no había sucedido: el descubrimiento de los agentes quimioterapéuticos, rifamicina, ácido paraaminosalicílico, isoniacida y especialmente estreptomicina, todavía estaban más allá del lejano horizonte.

Era de esos hombres de mar enfermos de tuberculosis, mal alojados y pésimamente alimentados, que Gran Bretaña dependía para hacer llegar alimentos, petróleo, armas y municiones a las costas aliadas. Era el conducto sine qua non, la arteria, la línea vital de la que Gran Bretaña dependía en forma absoluta; sin esas naves y esos hombres, Inglaterra se hubiera hundido sin ninguna duda. Vale la pena acotar que los contratos de esos hombres vencían cuando estallaba un torpedo, una mina o una bomba. Tanto en tiempos de guerra como de paz, los propietarios protegían sus intereses hasta el amargo final: los salarios de los marinos terminaban en forma abrupta cuando la nave se hundía, sin importar dónde, cómo ni en qué circunstancias inimaginables sucedía. Cuando la nave se hundía, el propietario no derramaba lágrimas amargas, ya que los buques estaban asegurados y a veces, muy por encima de su valor. Cuando el barco se hundía, los tripulantes quedaban despedidos.

El gobierno, el Almirantazgo y los propietarios de esa época tendrían que haberse sentido profundamente avergonzados de sí mismos; si lo estaban, disimulaban su angustia con hombría. Comparadas con el prestigio, la gloria y los intereses, las condiciones de vida y los horrores de la muerte de los hombres de la Marina Mercante eran consideraciones de índole secundaria.

No se puede condenar al pueblo británico. Con excepción de los familiares y amigos de la Marina Mercante y las espléndidas organizaciones voluntarias de caridad que se crearon para ayudar a los sobrevivientes (nimiedades humanitarias como éstas no preocupaban en absoluto a los propietarios o a Whitehall), muy pocos sabían o sospechaban siquiera lo que estaba sucediendo.

2. Como línea de vida, conducto y arteria, las naves Liberty estaban a la misma altura que la Marina Mercante británica: sin ellas, Gran Bretaña sin duda se hubiera hundido en la derrota. Todos los alimentos, las armas y municiones que los países de ultramar —especialmente los Estados Unidos— estaban dispuestos a proveer eran inútiles si no se contaba con barcos para transportarlos. Al cabo de menos de dos años de guerra, se tornó tristemente obvio que debido al desgaste mortal de las flotas mercantes británicas, pronto no quedarían buques para transportar nada y que Gran Bretaña rápida e inexorablemente, se vería obligada a rendirse a causa de la escasez. En 1940, aun el indomable Winston Churchill temió no poder sobrevivir y mucho menos lograr la victoria definitiva. Como era característico, su período de desesperanza fue breve, pero Dios fue testigo de que tenía razones para sentirse así.

En novecientos años, Inglaterra, entre todos los países del mundo, nunca había sufrido una invasión, pero en los días más oscuros de la guerra, dicha invasión parecía no sólo peligrosamente cercana sino inevitable. Al mirar atrás después de un lapso de más de cuarenta años, parece inconcebible e imposible que Inglaterra haya sobrevivido; si los hechos hubieran sido revelados públicamente, cosa que no sucedió, sin duda no habría podido.

Las pérdidas navales británicas fueron abrumadoras y desafían aun a la imaginación más activa. En los primeros once meses de guerra, Gran Bretaña perdió 1500000 toneladas en naves. En los primeros meses de 1941, las pérdidas llegaron a promediar las 500000 toneladas. En 1942, el período más negro para la guerra en el mar, 6250000 toneladas se fueron a pique. Aun trabajando a toda máquina, los astilleros británicos podían reemplazar sólo una pequeña fracción de esas enormes pérdidas. Eso, unido al hecho de que la cantidad de submarinos alemanes en ese mismo año sombrío aumentó de 91 a 212, determinó que, según la regla de disminución de utilidades, la Marina Mercante británica con el tiempo dejaría de existir, a no ser que ocurriera un milagro.

El nombre del milagro fue naves Liberty. Para cualquiera que pueda recordar esos días, el término naves Liberty se relacionaba inmediata y automáticamente con Henry Kaiser. Kaiser (resultaba irónico que su apellido fuera el título del difunto emperador alemán) era un ingeniero norteamericano de genialidad incuestionable. Hasta ese entonces, su carrera había sido descollante: fue figura clave en la construcción de los diques Hoover y Coulee y del puente de San Francisco. Lo que es cuestionable es si Henry Kaiser hubiera podido diseñar un bote de remos, pero eso no tenía importancia. Por cierto, comprendía mejor que cualquier otra persona de esa época la prefabricación basada en un diseño estándar y repetible, y no vaciló en enviar contratos de construcción de partes a fábricas en los Estados Unidos que quedaban a miles de kilómetros del mar. Esas secciones se transferían a los astilleros para ser montadas, originariamente en Richmond, California, donde Kaiser dirigía la Compañía de Cemento Permanente y, con el tiempo, a otros astilleros controlados por Kaiser. La cantidad y la velocidad de producción de Kaiser llegaron hasta el límite de lo creíble: hizo para la producción de naves mercantes lo que las líneas de montaje de Henry Ford hicieron para el Modelo Ford T. Hasta el momento, en lo que se refería a naves oceánicas, la producción masiva había sido un concepto impensado.

Errónea aunque comprensible, existía una difundida creencia acerca de que las naves Liberty se originaron en las oficinas de diseño de los astilleros Kaiser. Los diseños y prototipos eran, de hecho, británicos y habían sido concebidos por el equipo de diseño de los constructores navales J.L. Thompson de North Sands, Sunderland. Primero de lo que se convertiría en una línea muy larga, el Embassage se completó en 1935, la palabra Liberty no se usó hasta siete años después, y entonces, sólo para algunas de las naves construidas por Kaiser. El Embassage, de 9300 toneladas, con una proa inclinada, una popa redondeada y tres máquinas a carbón de expansión triple, no fue un pionero de la estética, pero sucedía que la empresa J.L. Thompson no estaba interesada en la estética; su objetivo había sido construir un buque de carga moderno, práctico y económico y lo logró en forma admirable. Veinticuatro naves más se construyeron antes de que estallara la guerra.

Esas naves se construyeron en Gran Bretaña, Estados Unidos y Canadá, mayormente en los astilleros Kaiser. Los diseños del casco se mantuvieron idénticos, pero los norteamericanos —y nada más que los norteamericanos— introdujeron dos cambios que consideraron mejorías. Uno de ellos, el de utilizar petróleo como combustible en lugar de carbón, puede muy bien haberlo sido; el otro, que concernía el alojamiento de los oficiales y la tripulación, no lo fue. Mientras que los ingleses y los canadienses mantuvieron el concepto original de dejar el alojamiento en proa y popa, los norteamericanos optaron por alojar tanto a oficiales como a marineros —y también el puente de mando— en una superestructura que rodeaba la chimenea. En retrospectiva (las miradas al pasado y la amarga experiencia son magníficos conductores de sabiduría tardía), fue un error. Los norteamericanos tenían todos los huevos en una sola canasta.

Las naves estaban armadas hasta cierto punto. Poseían baterías antiaéreas de cuatro pulgadas, ángulo bajo y proyectiles de doce libras, ninguna de las cuales era demasiado efectiva, junto con Bofors y Oerlikons de tiro rápido; los Oerlikons eran letales en manos entrenadas… pero no había muchas de ellas a bordo. También poseían armas extrañas tales como paracaídas lanzados por medio de cohetes, que llevaban rollos de alambre y granadas. Estos eran tan peligrosos para los que los utilizaban como para el avión al que supuestamente tenían que derribar. Algunas de esas naves poseían aviones Hurricane lanzados con catapultas, lo más parecido a los suicidas Kamikaze japoneses que los británicos llegaron a tener. Los pilotos no podían, por supuesto, regresar a las naves; tenían la incómoda opción de huir o abandonar el avión. En el ártico, durante el invierno, el índice de supervivencia de esos pilotos no era alto.

3. Desde el aire, sobre el agua y debajo de ella, los alemanes, a veces brillantemente, siempre con tenacidad y persistencia, utilizaban todos los medios a su alcance para destruir los convoyes de la Marina Mercante.

Básicamente, utilizaban cinco tipos de aeronaves. Su bombardero convencional era el Dornier, que volaba a alturas fijas y dejaba caer las bombas en trayectorias también fijas; eran aviones útiles y daban resultado, pero no eran particularmente efectivos.

Mucho más temidos, en orden ascendente, eran el Heinkel, él Heinkel III y el Stuka. El Heinkel era un lanzatorpedos que atacaba a nivel del agua. El piloto lanzaba el torpedo en el último minuto, luego utilizaba el peso aligerado de la aeronave para elevarse por encima del buque al que atacaba. Esos aviones tenían un grado inusual de inmunidad a la destrucción; cuando los artilleros de las naves mercantes escudriñaban por encima de las miras de los Oerlikons, Bofors o pompoms (cañones de dos libras), la idea de que «O me la da o se la doy» no ayudaba a lograr el grado de serenidad y sangre fría que hubiera resultado útil en las circunstancias. En el invierno ártico, los aviones lanzatorpedos solían estar en desventaja, al igual que los valientes pero desafortunados pilotos que los comandaban: el hielo podía congelar el mecanismo que liberaba el torpedo y en consecuencia, a la pesada aeronave le era imposible elevarse por encima del blanco. Eso no hacía mucha diferencia para los igualmente desafortunados tripulantes de las naves mercantes: estuviera o no el torpedo unido a la aeronave cuando se estrellaba contra el buque, los efectos eran igualmente devastadores.

Los Heinkel III eran bombarderos planeadores. Estos eran muy efectivos, exponían a los pilotos a un grado de riesgo muy inferior y una vez que las bombas se soltaban, era casi imposible derribarlos. Afortunadamente para la Marina Mercante, los alemanes tenían pocos de estos aviones altamente especializados.

El Stuka, el bombardero en picada Junker 87, formado por dos superficies planas, con alas parecidas a las de una gaviota, era el más temido de todos. Solían volar a gran altura en formación y luego separarse sucesivamente en picadas casi verticales. Cuarenta años más tarde los marinos y soldados que sobrevivieron a esos ataques y todavía están vivos, jamás olvidarán el chillido fantasmagórico de las sirenas que accionaban los pilotos de los Stuka al iniciar las picadas. El ruido era enloquecedor y reducía considerablemente la eficacia de los que disparaban las baterías antiaéreas. La Marina Real utilizó reflectores, por lo general de un metro diez de diámetro, en un intento de encandilar a los pilotos de los Stuka, hasta que se le hizo notar que los pilotos, que estaban al tanto de esa táctica, llevaban anteojos oscuros para reducir el brillo enceguecedor a meros puntos luminosos que les permitían apuntar aun mejor al blanco. Desde el punto de vista alemán, los Stuka tenían una sola desventaja: eran aviones de poco alcance y podían operar con eficacia sólo contra convoyes que avanzaban hacia el norte cae Noruega, en camino a Murmansk y Arcángel.

Pero, curiosamente, la mejor arma aérea que poseían los alemanes era el FockeWulf Condor 200, que era en esencia, no combativo. Por cierto, podía llevar (y llevaba) bombas de doscientos kilos y tenía un despliegue formidable de ametralladoras, pero al quitar las bombas y reemplazarlas por tanques de combustibles adicionales, se convertía en una valiosísimo avión de reconocimiento. Para esa época, en los albores de 1940, cuando volar todavía era algo relativamente nuevo, el alcance de ese avión era notable. Los Condors volaban casi diariamente desde Trondheim en Noruega ocupada por los alemanes, bordeando la costa occidental de Gran Bretaña hasta Francia, también ocupada por los alemanes. Pero más importante aún, podían patrullar el Mar Barents, el mar de Groenlandia y lo peor de todo, el temido estrecho de Dinamarca, entre Islandia y Groenlandia, ya que era por ese estrecho que pasaban los convoyes que enviaban Estados Unidos y Canadá hacia Rusia. Para cualquiera de esos convoyes, divisar un Condor significaba un desastre inevitable.

Volando alto y fuera del alcance del fuego antiaéreo, el Condor rodeaba literalmente al convoy y los pilotos tomaban nota del número de naves, de la velocidad del convoy, de su curso y de la longitud y latitud exactas. Esa información se transmitía por radio a Alta Fjord o a Trondheim y luego se enviaba a Lorient, el cuartel general en Francia del Almirante Karl Doenitz, casi sin duda el mejor comandante en jefe de submarinos de su época o de cualquier otra. Desde allí, la información se retransmitía a la hambrienta jauría de submarinos, instruyéndolos acerca de las posiciones exactas a tomar para interceptar el convoy.

En cuanto a naves de superficie, los alemanes estaban más que bien preparados al estallar la guerra. Según el Tratado Anglo-Alemán de 1937, Alemania podía construir el cien por ciento del equivalente británico en submarinos, pero sólo el treinta y cinco por ciento en naves. De hecho, construyeron el doble de submarinos y pasaron por alto completamente la otra restricción del treinta y cinco por ciento. El Deutschland Admiral Graf Spee y el Admiral Scheer eran naves de diez mil toneladas, rápidas y poderosas. En realidad, eran buques de guerra de bolsillo, de mucho más tonelaje del que se daba a entender. El Scharnhorst y el Gneisenau, buques de guerra de veintiséis mil toneladas, se terminaron en 1938 y fue en ese mismo año cuando el Bismarck y el Tirpitz fueron construidos en los astilleros Blohm y Voess en Hamburgo. Fueron los mejores y más poderosos buques de guerra que jamás se construyeron y esta aseveración es válida aún hoy. Por las limitaciones del tratado se los restringió a treinta y cinco mil toneladas; de hecho, eran de cincuenta y tres mil.

El Bismarck tuvo una carrera breve y espectacular; el Tirpitz, ninguna. Pasó la guerra hibernando en el norte de Noruega, donde no obstante, cumplió con la invalorable función de obstaculizar a importantes unidades de la Flota Doméstica Británica, que temía que el gigantesco buque de guerra pudiera zafar de las amarras en Alta Fjord y salir al Atlántico. Fue en esas mismas amarras que el Tirpitz fue finalmente destruido por bombas de diez toneladas arrojadas por Lancasters de la Real Fuerza Aérea.

Si bien los ingleses llevaban una ventaja muy considerable en cuanto a buques de guerra, éstos, individualmente, no estaban a la altura de los barcos alemanes, como se comprobó en forma trágica cuando el Bismarck hundió con una sola salva de artillería al Hood, orgullo y niña de los ojos de la Marina Real.

Debajo del agua, los alemanes utilizaban minas y submarinos. Menos de tres meses luego del estallido bélico, los alemanes sacaron a relucir un artefacto harto desagradable: la mina magnética. A diferencia de la mina convencional, que tenía que entrar en contacto físico con el barco para ser activada, la mina magnética quedaba accionada por la corriente eléctrica generada por el casco del navío. Esas minas podían ser colocadas por aviones y por barcos, y en los cuatro primeros días luego de su aparición, hundieron no menos de quince embarcaciones; el hecho de que casi todas fueron neutrales no parecía preocupar demasiado a los alemanes: las minas magnéticas eran dispositivos muy inteligentes, pero no lo suficiente como para discriminar entre una nave neutral y una enemiga. Los ingleses lograron recuperar una mina intacta, la desarmaron (no sin un riesgo considerable para los que lo hicieron) y crearon medidas de defensa electrónicas que permitían a los dragaminas detonar la mina magnética a una distancia prudente.

Los submarinos, por supuesto, eran los enemigos más letales con que la Marina Mercante tenía que lidiar. Las bajas en los tres primeros años de guerra fueron increíblemente cruentas. No fue hasta comienzos del verano de 1943 que se pudo controlar la amenaza de alguna manera, pero sólo a fines de 1944 —durante 194344, se destruyeron cuatrocientos ochenta submarinos alemanes— esos sigilosos perseguidores y silenciosos asesinos dejaron de ser un factor de importancia.

Era inevitable que los submarinos alemanes fueran elegidos como el blanco de odios profundos y sus tripulantes, descritos durante la guerra y después de ella como asesinos astutos, traicioneros y malvados, todos ellos nazis fanáticos, que perseguían a víctimas inocentes, atacaban sin piedad ni remordimientos y luego proseguían, silenciosos, su camino. Hasta cierto punto, ese punto de vista era válido. Las bases de esa creencia quedaron sentadas el primer día de guerra, cuando el crucero Athenia fue torpedeado. De ninguna manera podía haberse confundido al Athenia por otra cosa de lo que era: una pacífica embarcación de pasajeros, atestada de civiles: hombres, mujeres y niños. Eso debía de saberlo muy bien el perverso Oberleutnant Fritz Julius Lemp, comandante del submarino alemán que hundió el Athenia. No existen pruebas de que Lemp haya sido castigado por esa acción.

También podía decirse que los submarinos aliados eran implacables, en un grado menor, por cierto, y sólo porque tenían una elección de blancos mucho más limitada.

La imagen global de los submarinos alemanes es falsa. Pueden haber existido nazis implacables entre las tripulaciones, pero eran una pequeña minoría; lo que motivaba principalmente a los hombres era un intenso orgullo por las tradiciones de la Marina Imperial Alemana. Por cierto que hubo actos de brutalidad cometidos por algunos comandantes de submarinos, pero también hubo actos de valentía, humanidad y compasión. Lo que era innegable era el inmenso coraje y espíritu de sacrificio de esos hombres. No debe olvidarse que de un total de cuarenta mil tripulantes de submarinos, treinta mil murieron; es éste el más horrendo número de bajas en la historia de la guerra naval. Si bien no hay que condonar las acciones de esos hombres, los hombres mismos no deber ser condenados. Eran implacables, sí —la naturaleza del trabajo lo exigía— pero eran valientes más allá de lo creíble.

Así eran, entonces, las condiciones en que los hombres de la Marina Mercante tenían que vivir y morir. Así eran, también, sus enemigos, que buscaban inexorablemente su destrucción. Las probabilidades de que los hombres de la Marina Mercante sobrevivieran a las condiciones de vida y al enemigo eran pocas; su situación era difícil vista desde cualquier ángulo. Sin embargo, era un hecho sorprendente pero común ver que hombres que habían sobrevivido a dos o tres ataques de torpedos y hundimientos, buscaban, no bien regresaban a Inglaterra, otra nave en la que volver a hacerse a la mar. Por definición, esos hombres eran no combatientes, pero su resistencia, tenacidad y determinación —palabras como coraje o valentía los hubieran hecho reír—, estaban a la altura de las de aquellos que los perseguían.