Cuando a la mañana siguiente bajé a desayunar, tras dormir ocho horas seguidas, encontré a sir Walter descifrando un telegrama entre bollos y mermeladas. Su alegría del día anterior parecía haberse desvanecido por completo.
—Ayer me pasé una hora al teléfono después de que usted se fuera a acostar —dijo—. Encargué a mi jefe que hablara con el primer lord y el ministro de la Guerra, y traerán a Royer un día antes. Este telegrama lo confirma. Estará en Londres a las cinco. Es extraño que la palabra clave equivalente a souschef d’etat major-general sea «puerco».
Me indicó cuáles eran los platos calientes y prosiguió:
—No es que piense que vaya a servir de mucho. Si sus amigos fueron lo bastante listos para averiguar la fecha de la primera cita, lo serán para descubrir el cambio. Me gustaría saber dónde está la filtración. Creíamos que en Inglaterra sólo había cinco hombres enterados de la visita de Royer, y puede estar seguro de que en Francia hay menos, pues allí son incluso más cautelosos en estas cosas.
Continuó hablando mientras desayunábamos, sorprendiéndome al hacerme objeto de sus confidencias.
—¿No pueden cambiarse las disposiciones? —pregunté.
—Podrían cambiarse —dijo—, pero queremos evitarlo siempre que sea posible. Son el resultado de larguísimos estudios, y ninguna alternativa sería tan buena. Además, hay uno o dos puntos en los que no se puede hacer ningún cambio. Sin embargo, supongo que si fuera absolutamente necesario, podría hacerse alguna cosa. Pero no resultaría fácil, Hannay. Nuestros enemigos no serán tan tontos como para arrebatar el maletín a Royer o algo por el estilo. Saben que eso nos pondría en guardia. Su propósito es obtener los detalles sin que ninguno de nosotros lo sepa, de modo que Royer regrese a París creyendo que el asunto sigue siendo un secreto. Si no pueden hacerlo así habrán fracasado, porque en el caso de que nosotros sospechemos saben que cambiaremos todos los planes.
—Entonces no podemos separarnos del francés ni un solo momento hasta que regrese a su país —dije—. Si creyeran que pueden obtener la información en París, no lo intentarían aquí. Deben tener en Londres un plan lo bastante bueno para considerarlo factible.
—Royer cena con mi jefe, y después irá a mi casa para entrevistarse con cuatro hombres: Whittaker del Almirantazgo, yo, sir Arthur Drew y el general Winstanley. El primer lord está enfermo, y ha ido a Sheringhan. En mi casa recibirá cierto documento de manos de Whittaker, y después será llevado en coche a Portsmouth, donde un destructor le conducirá a El Havre. Su viaje es demasiado importante para que tome el barco de línea. No le dejaremos solo ni un momento hasta que se halle en suelo francés. Igual que a Whittaker hasta que se reúna con Royer. Es todo lo que podemos hacer, y no creo que pueda producirse algún fallo. De todos modos, estoy muy nervioso. El asesinato de Karolides provocará un verdadero alboroto en todas las cancillerías europeas.
Después de desayunar me preguntó si sabía conducir.
—Bueno, hoy me hará de chófer y se pondrá el uniforme de Hudson. Son aproximadamente de la misma estatura. Usted está metido en este asunto y no podemos correr ningún riesgo. Nos enfrentamos con hombres desesperados, que no respetarán la casa de campo de un funcionario gubernamental.
Al llegar a Londres había comprado un coche y me había distraído viajando por el sur de Inglaterra, de modo que conocía algo de su geografía. Llevé a sir Walter a la ciudad por la carretera de Bath y me desenvolví bastante bien. Era una cálida mañana de junio, y resultó delicioso atravesar las pequeñas ciudades con sus calles recién regadas, y los jardines del valle del Támesis. Dejé a sir Walter en su casa de Queen Anne’s Gate a las once en punto. El mayordomo vendría en tren con el equipaje.
Lo primero que hizo fue acompañarme a Scontland Yard. Allí se entrevistó con un caballero de aspecto estirado y cara de abogado.
—Le he traído al asesino de Portland Place —dijo sir Walter a modo de presentación.
La respuesta fue una sonrisa irónica.
—Habría sido un buen regalo, Bullivant. Supongo que éste es el señor Richard Hannay, por el que mi departamento ha estado muy interesado durante unos días.
—El señor Hannay volverá a interesarle. Tiene muchas cosas que contarle, pero no hoy. Por motivos muy graves, su relato tendrá que esperar veinticuatro horas. Después le prometo que le hará sentirse asombrado y posiblemente edificado. Quiero que asegure al señor Hannay que no tiene nada que temer.
El caballero de Scontland Yard así lo hizo.
—Puede reanudar su vida allí donde la dejó —manifestó—. Su piso, que probablemente no deseará volver a ocupar, le está esperando, y su criado sigue allí. Como nunca ha sido acusado públicamente, consideramos que no era necesaria una exculpación pública. Sin embargo, haremos lo que usted desee.
—Es posible que más tarde necesitemos su ayuda, MacGillivray —dijo sir Walter cuando nos marchábamos.
Después me dejó en libertad de hacer lo que quisiera.
—Vaya a verme mañana, Hannay. No necesito recomendarle el más absoluto silencio. Si estuviera en su lugar me metería en la cama, pues supongo que debe tener mucho sueño atrasado. Manténgase oculto, porque si uno de nuestros amigos de la «Piedra Negra» llegase a verle, podría tener problemas.
Me sentí curiosamente ocioso. Al principio me alegré de volver a ser un hombre libre y poder ir adonde quisiera sin nada que temer. Sólo había estado un mes al margen de la ley, y para mí resultó más que suficiente. Fui al Savoy, pedí el almuerzo más exquisito de la carta, y después me fumé el mejor cigarro que la casa pudo proporcionarme. Pero seguía sintiéndome nervioso. Cuando alguien me miraba, no podía dejar de preguntarme si pensaba en el asesinato.
Después tomé un taxi y me hice llevar muchos kilómetros hacia el norte de Londres. Regresé paseando a través de campos e hileras de villas y terrazas, y luego por barrios y callejuelas, y tardé casi dos horas. Mientras tanto, mi inquietud iba en aumento. Intuía que grandes cosas, cosas importantes, estaban ocurriendo o a punto de ocurrir, y que yo, que era el eje de todo el asunto, había sido excluido de él. Royer estaría llegando a Dover, sir Walter haciendo planes con las pocas personas que conocían el secreto en Inglaterra, y la «Piedra Negra» estaría trabajando en la clandestinidad. Intuí el peligro y una calamidad inminente, y también tuve la curiosa sensación de que sólo yo podría impedir que se produjese. Pero ahora estaba fuera del juego. ¿Cómo iba a ser de otro modo? No era probable que los ministros del Gobierno, los lords del Almirantazgo y los generales me admitieran en sus reuniones.
Empecé a desear toparme con uno de mis tres enemigos. Esto precipitaría los acontecimientos. Deseaba con toda mi alma tener una vulgar pelea con esa gente, en la que pudiese golpear y destrozar algo. Me estaba poniendo rápidamente de muy mal humor.
No tenía ganas de volver a mi piso. Algún día debería hacerlo, pero aún tenía dinero suficiente y decidí pasar la noche en un hotel.
Mi irritación persistió a lo largo de la cena, que tomé en un restaurante de Jermyn Street. Ya no tenía hambre, y dejé varios platos sin tocar. Bebí la mayor parte de una botella de vino de Borgoña, pero no me sentí más alegre. Una inquietud abominable se había adueñado de mí. Allí estaba yo, un hombre normal y corriente, sin una inteligencia extraordinaria, pero convencido de que era necesario en algún sentido para llevar a buen término aquel asunto, de que sin mí todo sería un desastre. Me dije a mí mismo que era una presunción absurda, que cuatro o cinco personas muy inteligentes, con todo el poder del Imperio británico a sus espaldas, se ocupaban del trabajo. Sin embargo, no logré convencerme. Parecía que una voz me hablaba al oído, diciéndome que me apresurase o jamás volvería a dormir.
El resultado fue que hacia las nueve y media decidí ir a Queen Anne’s Gate. Lo más probable era que no me admitiesen, pero tenía que intentarlo.
Bajé por Jermyn Street, y en la esquina de Duke Street me crucé con un grupo de hombres jóvenes. Iban elegantemente vestidos, habían cenado en algún sitio y se dirigían a un teatro de variedades. Uno de ellos era el señor Marmaduke Jopley.
Me vio y se detuvo en seco.
—¡Santo Dios, el asesino! —exclamó—. ¡Aquí, muchachos, sujetadle! ¡Es Hannay, el asesino de Portland Place! —Me agarró del brazo, y los demás se apresuraron a rodearme.
Mi intención no era meterme en ningún lío, pero mi malhumor me jugó una mala pasada. En aquel momento se acercó un policía, y yo debería haberle dicho la verdad y, si no me creía, pedirle que me llevara a Scotland Yard, o a la comisaría de policía más cercana. Pero en aquellos instantes un retraso me pareció insoportable, y la visión de la cara de Marmie fue más de lo que pude resistir. Le di un puñetazo, y tuve la satisfacción de verle caer cuan largo era.
Entonces comenzó una terrible pelea. Todos se abalanzaron contra mí, y el policía me atacó por la espalda. Propiné uno o dos golpes buenos, y creo que, jugando limpio, les habría vencido a todos, pero el policía me agarró por detrás, y uno de ellos me rodeó el cuello con un brazo.
A través de una nube de rabia, oí preguntar al oficial de la ley qué ocurría, y a Marmie declarar entre sus dientes rotos que yo era Hannay, el asesino.
—¡Oh, maldito sea! —exclamé—. Haga callar a ese tipo. Le aconsejo que me deje en paz, agente. Scotland Yard sabe a qué atenerse respecto a mí, y le darán un rapapolvo si se cruza en mi camino.
—Tiene que venir conmigo, joven —dijo el policía—. Le he visto golpear a este caballero. Usted ha empezado, porque él no hacía nada. Le he visto. Será mejor que me acompañe de buen grado o tendré que ponerle las esposas.
La exasperación y el convencimiento de que no debía retrasarme a ningún precio me dieron la fuerza de un elefante. Casi levanté por los aires al agente, derribé al hombre que me tenía agarrado por el cuello y eché a correr por Duke Street. Oí un silbato y veloces pisadas tras de mí.
Siempre he sido un corredor muy rápido, y aquella noche tenía alas en los pies. En un instante estuve en Pall Mall y giré hacia St. Jame’s Park. Esquivé al policía que montaba guardia a las puertas del palacio, pasé entre los numerosos coches que había en la entrada del Mall y me dirigí hacia el puente antes de que mis perseguidores hubieran cruzado la calle. Al llegar al parque redoblé mis esfuerzos. Afortunadamente, no había mucha gente por los alrededores y nadie trató de detenerme. Mi meta era llegar cuanto antes a Queen Anne’s Gate.
Cuando entré en aquella tranquila calle me pareció desierta. La casa de sir Walter estaba en la parte estrecha, y frente a ella había tres o cuatro coches aparcados. Aminoré la velocidad y subí los escalones que conducían a la puerta. Si el mayordomo me negaba la entrada, o incluso, si se tardaba en abrir, estaba perdido. No tardó en abrir el mayordomo. Apenas había llamado cuando la puerta se abrió.
—He de ver a sir Walter —jadeé—. Mi asunto es desesperadamente importante.
Sin mover un solo músculo terminó de abrir la puerta, y después la cerró tras de mí.
—Sir Walter está ocupado, señor, y he recibido órdenes de no dejar pasar a nadie. Tenga la bondad de esperar.
La casa era de estilo antiguo, con un amplio vestíbulo y habitaciones a ambos lados de él. Al fondo había un nicho con un teléfono y un par de sillas, y el mayordomo me indicó que tomara asiento allí.
—Escuche —susurré—. Hay problemas y yo estoy metido en ellos. Pero sir Walter lo sabe, y trabajo para él. Si viene alguien preguntando por mí, dígale una mentira.
Él asintió, y en aquel momento se oyeron unas voces en la calle y unos furiosos golpes en la puerta.
Nunca he admirado tanto a un hombre como a aquel mayordomo. Abrió la puerta, y con la cara impasible esperó que le interrogaran. Después les contestó. Les dijo a quién pertenecía la casa y cuáles eran sus órdenes, y les impidió la entrada. Yo lo vi todo desde mi nicho, y fue mejor que cualquier obra de teatro.
No había esperado mucho cuando volvieron a llamar a la puerta. El mayordomo no puso ningún reparo a la entrada de este nuevo visitante.
Mientras se quitaba el abrigo vi quién era. No podías abrir un periódico o una revista sin ver aquella cara: la barba gris cortada en línea recta, la boca de luchador nato, la nariz cuadrada y los penetrantes ojos azules. Reconocí al primer lord del Almirantazgo, el hombre que, según decían, había hecho la nueva Marina de guerra británica.
Pasó de largo frente a mi nicho y fue introducido en una habitación situada al fondo del vestíbulo. Cuando se abrió la puerta oí el sonido de una conversación en voz baja. Se cerró, y volvió a reinar el silencio.
Permanecí veinte minutos allí, preguntándome qué haría después. Seguía estando convencido de que se me necesitaba, pero no tenía ni idea de cuándo o cómo. Consulté varias veces mi reloj, y cuando dieron las diez y media empecé a pensar que la conferencia terminaría pronto. Al cabo de un cuarto de hora Royer se hallaría de camino hacia Portsmouth…
Entonces oí un timbre, y el mayordomo hizo su aparición. La puerta de la habitación del fondo se abrió, y el primer lord del Almirantazgo salió del vestíbulo.
Pasó ante mí, y entonces miró en mi dirección, y durante un segundo nuestras miradas se cruzaron.
Sólo fue un segundo, pero bastó para que el corazón me diera un vuelco. Nunca había visto al gran hombre con anterioridad, y él tampoco me había visto a mí. Sin embargo, en esa fracción de tiempo algo se reflejó en sus ojos, y ese algo fue el reconocimiento. No puedes confundirlo. Es un destello, una chispa, una diferencia casi imperceptible que significa una cosa y sólo una cosa. Se produjo involuntariamente, pues se apagó casi en seguida, y él siguió adelante. Confuso y estupefacto, oí que la puerta de la calle se cerraba tras él.
Cogí la guía telefónica y busqué el número de su casa.
Nos comunicaron en seguida, y oí la voz de un criado.
—¿Está su señoría en casa? —pregunté.
—Su señoría ha regresado hace media hora —dijo la voz—, y se ha acostado. Esta noche no se encuentra muy bien. ¿Desea dejar algún recado, señor?
Colgué y estuve a punto de tropezar con una silla. Mi participación en este asunto aún no había terminado. Afortunadamente, había intervenido a tiempo.
No podía perder ni un momento, de modo que me dirigí hacia la puerta de la habitación del fondo y entré sin llamar.
Cinco caras sorprendidas alzaron los ojos de una mesa redonda. Estaban sir Walter y Drew, el ministro de la Guerra, al que conocía por fotografías. Había un anciano delgado, que probablemente era Whittaker, un alto funcionario del Almirantazgo, y también vi al general Winstanley, identificable por la larga cicatriz de la frente. Por último, había un hombre bajo y corpulento con un bigote gris y pobladas cejas, que se había interrumpido en mitad de una frase.
La cara de sir Walter reflejó sorpresa y fastidio.
—Éste es el señor Hannay, de quien les he hablado —dijo a los reunidos—. Me temo, Hannay, que su visita sea muy inoportuna.
Yo había empezado a recobrar la sangre fría.
—Eso está por ver, señor —dije—, pero creo que no puede ser más oportuna. Por el amor de Dios, caballeros, ¿quieren decirme quién era el hombre que acaba de marcharse?
—Lord Alloa —dijo sir Walter, rojo de ira.
—No lo era —exclamé yo—; es su viva imagen, pero no era lord Alloa. Era alguien que me ha reconocido, alguien al que he visto durante este último mes. Acababa de salir cuando he llamado a casa de lord Alloa y me han dicho que había regresado media hora antes y se había acostado.
—¿Quién… quién…? —tartamudeó alguien.
—«La Piedra Negra» —exclamé yo. Me senté en una silla recién desocupada y miré a los cinco asustados caballeros que me rodeaban.