Me senté en la misma cima del monte y pasé revista a mi posición.
A mis espaldas, el camino ascendía a través de una larga hendidura en las colinas, la cual era el cauce superior de algún río importante. Delante había un espacio llano de unos dos kilómetros, cubierto de agujeros pantanosos y montículos de hierba, y más allá el camino descendía por otro valle hasta una llanura cuya oscuridad azulada se desvanecía en la distancia. A derecha e izquierda había verdes colinas de cumbre redondeada, pero hacia el sur —es decir, a mano izquierda— se divisaban altas montañas de brezos, que identifiqué como el lugar que había escogido para refugiarme en el mapa. Yo estaba en la colina central de una enorme altiplanicie, y veía todo lo que se movía en muchos kilómetros a la redonda. En la pradera situada junto al camino un kilómetro más atrás humeaba la chimenea de una casita, pero éste era el único signo de vida humana. Los únicos sonidos perceptibles eran el canto de los chorlitos y el rumor de pequeños arroyos.
Eran alrededor de las siete, y mientras descansaba oí nuevamente aquel ominoso rugido en el aire. Entonces comprendí que mi posición ventajosa también podía ser una trampa. En aquellas desnudas extensiones verdes no habría podido ocultarse ni un pajarillo.
Me quedé inmóvil y aterrado mientras el rugido aumentaba en intensidad. De pronto vi que un avión se acercaba por el este. Volaba a gran altura, pero de repente descendió sobre las montañas de brezos, como un halcón antes de atacar. Ahora volaba muy bajo, y el observador de a bordo me avistó. Vi que uno de los ocupantes me examinaba con unos prismáticos.
Al cabo de un momento empezó a elevarse en rápidas espirales, y después puso nuevamente rumbo hacia el este hasta convertirse en una mota en el cielo azul.
Esto me impulsó a pensar con rapidez. Mis enemigos me habían localizado, y no tardarían en formar un cordón a mi alrededor. No sabía con qué fuerzas contaban, pero estaba seguro de que serían suficientes. Desde el avión habían visto mi bicicleta, y supondrían que intentaría huir por el camino. En este caso mi salvación podía estar en los páramos de la derecha o la izquierda. Saqué la bicicleta unos cien metros del camino y la arroje a un agujero pantanoso, donde se hundió entre malezas y ranúnculos. Después subí a una loma desde la que se dominaban los dos valles. No había ni un ser viviente en la larga cinta blanca que los atravesaba.
Ya he dicho que en aquel lugar no habría podido esconderse ni una rata. A medida que avanzaba el día fue inundándose de luz hasta que tuvo la fragante luminosidad de la estepa sudafricana. En otro momento el lugar me habría gustado, pero ahora parecía sofocarme. Los amplios páramos eran los muros de una prisión, y el penetrante aire de las colinas era el aliento de un calabozo.
Lancé una moneda —cara a la derecha, cruz a la izquierda— y salió cara, de modo que me volví hacia el norte. Al poco rato llegué a la cresta de la loma, que era el muro de contención del desfiladero. Vi el camino a lo largo de unos quince kilómetros, y al fondo algo se estaba moviendo, y ese algo me pareció un automóvil. Más allá de la loma se extendía un ondulante páramo verde, que desembocaba en frondosos valles.
Mi vida en la estepa me había proporcionado los ojos de un lince, y veo cosas para las que otros hombres necesitarían telescopio… Al pie de la ladera, a unos tres kilómetros de distancia, varios hombres avanzaban como una hilera de batidores en una cacería…
Me perdí de vista detrás de la línea del horizonte. Aquel camino estaba vedado para mí, y debería intentar las colinas más altas del sur. El coche que había visto se estaba acercando, pero aún se hallaba muy lejos y tenía varias empinadas cuestas por delante. Eché a correr, agazapándome excepto en las depresiones, y mientras corría escudriñaba la cresta de la colina que se alzaba ante mí. ¿Eran imaginaciones mías, o veía realmente figuras —una, dos, quizá más— andando por un valle más allá del riachuelo?
Si estás rodeado por todas partes en un pedazo de tierra sólo hay una escapatoria posible. Debes quedarte en ese pedazo de tierra, y dejar que tus enemigos te busquen y no te encuentren. Esto estaba muy bien, pero ¿cómo demonios iba yo a pasar desapercibido en aquel lugar? Me habría enterrado en barro hasta el cuello o hundido en agua o trepado al árbol más alto, pero no había ni una rama, los agujeros pantanosos eran como charcos, y el riachuelo era un simple goteo. Sólo contaba con los pequeños brezos, los desnudos páramos y el blanco camino.
Después, en un recodo del camino, junto a un montón de piedras, encontré al picapedrero.
Acababa de llegar, y estaba dejando caer su martillo con cansancio. Me miró con los ojos sin brillo y bostezó.
—En mala hora fui a dejar el rebaño —dijo, como hablando consigo mismo—. Allí era mi propio jefe. Ahora soy un esclavo del Gobierno, siempre en el camino, con la espalda hecha polvo.
Levantó el martillo, golpeó una piedra, soltó el instrumento con una maldición y se llevó ambas manos a los oídos.
—¡Piedad! ¡Me estalla la cabeza! —exclamó.
Era todo un personaje, aproximadamente de mi estatura, pero muy encorvado, con una barba de una semana y unas gafas de concha.
—Ya no puedo más —volvió a exclamar—. Que el inspector piense lo que quiera. Yo me voy a la cama.
Le pregunté cuál era el problema, aunque estaba muy claro.
—El problema es que he bebido. Ayer por la noche casé a mi hija Merran, y estuvimos bailando hasta quién sabe qué hora. Yo y otros amigos nos pusimos a beber, y así estoy yo. ¡En mala hora se me ocurrió ir a darle a la botella!
Le di la razón en lo de la cama.
—Es muy fácil de decir —gimió—, pero ayer recibí una postal avisándome de que el nuevo inspector de caminos se dejaría caer por aquí. Vendrá y no me encontrará, o me encontrará trompa, y me las cargaré de todas maneras. Me iré a la cama y diré que no estoy bien, pero ellos verán por qué no estoy bien.
Entonces tuve una inspiración.
—¿Le conoce el nuevo inspector? —pregunté.
—No. Sólo hace una semana que tiene el trabajo. Va por ahí en un coche y vigila las obras.
—¿Dónde está su casa? —pregunté, y señaló con un dedo tembloroso hacia una casita cercana al riachuelo.
»Usted váyase a la cama —dije—, y duerma tranquilamente. Yo ocuparé su puesto y veré al inspector.
Me miró inexpresivamente; después, cuando la idea se abrió paso en su cerebro, su cara se iluminó con la vacua sonrisa de un borracho.
—¡Buen chico! —exclamó—. Va a ser muy fácil. He sacado todas esas piedras de ahí, y ya es bastante. Usted coja la carretilla y vaya amontonándolas. Me llamo Alexander Turnbull y llevo siete años en esto, y veinte con el rebaño antes de coger este trabajo, en Leithen Water. Mis amigos me llaman Ecky, y algunos Cuatro Ojos. Llevo gafas porque no veo bien. Usted sea amable con el inspector, y llámele señor, y ya estará contento. Volveré al mediodía.
Me prestó sus gafas y su sucia gorra; yo me quité la chaqueta, el chaleco y el cuello, y se los di para que se los llevara a su casa; también le pedí su pipa de arcilla. Me indicó mis sencillas tareas, y sin más problemas se marchó hacia la cama tambaleándose. La cama quizá fuese su principal objetivo, pero creo que también le quedaba algo en el fondo de una botella. Rogué para que el señor Turnbull hubiese llegado a su casa cuando mis amigos entraran en escena.
Entonces me dediqué a caracterizarme para el papel. Me abrí el cuello de la camisa —era una vulgar camisa a cuadros blancos y azules como las que llevan los campesinos— y dejé al descubierto un pecho tan moreno como el de cualquier labrador. Me enrollé las mangas, y apareció un antebrazo como el de un herrero, tostado por el sol y lleno de antiguas cicatrices. Me blanqueé las botas y las perneras de los pantalones con el polvo del camino, y estos últimos me los arremangué atándolos con un cordel por debajo de la rodilla. Después me dediqué a ensuciarme la cara. Con un puñado de polvo me hice una marca alrededor del cuello, en el lugar donde debían terminar las abluciones dominicales del señor Turnbull. También me froté las morenas mejillas con gran cantidad de tierra. Los ojos de un picapedrero tenían que estar inflamados, de modo que me metí un poco de tierra en los míos, y a fuerza de una vigorosa fricción conseguí lo que me proponía.
Los bocadillos que sir Harry me había dado acababan de desaparecer con mi chaqueta, pero el almuerzo del picapedrero, envuelto en un pañuelo rojo, estaba a mi disposición. Comí con avidez varias rebanadas de pan con queso y bebí un poco de té frío. Dentro del pañuelo había un periódico local atado con un cordel y dirigido al señor Turnbull, evidentemente destinado a solazar su descanso del mediodía. Volví a hacer el envoltorio, y dejé el periódico bien visible junto a él.
Mis botas no me satisfacían, pero a fuerza de dar patadas entre las piedras las reduje a la superficie granítica que caracteriza el calzado de un picapedrero. Después me mordí y raspé las uñas hasta que los bordes estuvieron resquebrajados y desiguales. Los hombres con quienes debía enfrentarme no pasarían ningún detalle por alto. Rompí uno de los cordones de las botas y volví a atarlo con un torpe nudo, y aflojé el otro para que mis gruesos calcetines sobresalieran por encima de la caña.
Aún no había señales de ningún vehículo en el camino. El coche que yo había visto hacía media hora debía haber regresado a su punto de partida.
Una vez terminado mi arreglo, cogí la carretilla y empecé mis viajes al montón de piedras que había a unos cien metros de distancia.
Recordé a un viejo amigo de Rodesia, que había hecho muchas cosas raras en sus buenas épocas, y una vez me dijo que el secreto de interpretar un papel era identificarse con él. «Jamás lo harás bien —me dijo—, si no logras convencerte de que tú eres realmente el personaje.» Por lo tanto deseché todos mis pensamientos y me concentré en la reparación del camino. Pensé en la casita como en mi hogar, evoqué los años que había pasado con mi rebaño en Leithen Water, y me regocijé con la perspectiva de dormir en una cama de paja y beber una botella de whisky barato. Aún no se veía nada en aquel largo camino blanco.
De vez en cuando una oveja aparecía entre los brezos y me contemplaba. Una garza descendió a un remanso del riachuelo y empezó a pasear, haciéndome tanto caso como si hubiera sido una piedra. Seguí trabajando, arrastrando la carretilla con los cansinos pasos de un profesional. No tardé en sudar, y el polvo de mi cara se convirtió en una capa sólida y duradera. Ya estaba contando las horas que faltaban para que el atardecer pusiera fin al monótono trabajo del señor Turnbull.
De repente oí una voz en el camino y, al levantar los ojos, vi un pequeño Ford de dos plazas y a un hombre joven de cara redonda con un sombrero hongo.
—¿Es usted Alexander Turnbull? —preguntó—. Yo soy el nuevo inspector de caminos. ¿Vive usted en Blackhopefoot, y está a cargo de la sección de Laidlawbyres a los Riggs? ¡Bien! Ha hecho un buen trabajo, Turnbull. Sin embargo, hay que limpiar los bordes un poco mejor. No deje de hacerlo. Buenos días. Volveremos a vernos.
Al parecer mi disfraz había resultado convincente para el temido inspector. Seguí trabajando, y a medida que la mañana avanzaba hacia el mediodía el camino se vio animado por un poco de tráfico. La camioneta de un panadero subió laboriosamente la colina, y le compré una bolsa de galletas de jengibre que metí en los bolsillos de mis pantalones en previsión de alguna emergencia. Después pasó un pastor con su rebaño, y me inquietó un poco al preguntar con estridencia:
—¿Qué ha sido de Cuatro Ojos?
—En la cama con un cólico —repuse, y el pastor siguió adelante.
Hacia el mediodía un coche grande se deslizó colina abajo, pasó junto a mí y se detuvo a unos cien metros. Sus tres ocupantes bajaron como si quisieran estirar las piernas, y se acercaron lentamente.
Dos de ellos eran los que había visto desde la ventana de la posada de Galloway: uno delgado, anguloso y moreno, y el otro sosegado y sonriente. El tercero tenía el aspecto de un aldeano; un veterinario, tal vez, o un pequeño granjero. Llevaba unos pantalones bombachos mal cortados, y tenía unos ojos tan brillantes y recelosos como los de una gallina.
—Buenas —dijo el último—. Tiene un trabajo fácil, ¿eh?
Yo no había levantado la cabeza mientras se acercaban, y ahora, al ser interpelado, enderecé la espalda lenta y fatigosamente, al modo de los picapedreros; escupí con fuerza, al modo escocés vulgar; y les miré fijamente antes de contestar. Me encontré ante tres pares de ojos que no pasaban nada por alto.
—Hay trabajos buenos y trabajos malos —dije sentenciosamente—. No me caería mal tener el suyo, con el trasero encima de almohadones durante todo el día. ¡Ustedes y sus cochinos coches son los que echan a perder mis caminos! Si hubiera algo de justicia, tendrían que arreglar lo que estropean.
El hombre de los ojos brillantes estaba mirando el periódico que yo había dejado junto al hatillo de Turnbull.
—Veo que recibe el periódico a tiempo —dijo.
Yo le eché una mirada con fingida indiferencia.
—Sí, a tiempo. Ése salió el sábado, o sea que llevo seis días de retraso.
El hombre lo recogió, dio un vistazo a la primera plana y volvió a dejarlo en su sitio. Uno de los otros había estado mirándome las botas, y una palabra en alemán desvió hacia ellas la atención del que hablaba.
—Tiene buen gusto en materia de botas, ¿eh? —dijo—. Éstas no han salido de un zapatero de pueblo.
—No —contesté apresuradamente—. Vienen de Londres. Me las dio el caballero que estuvo cazando aquí el año pasado. ¿Cómo demonios se llamaba? —dije, rascándome la cabeza.
El elegante volvió a hablar en alemán.
—Sigamos —dijo—. Este tipo es un infeliz.
Me hicieron una última pregunta.
—¿Has visto pasar a alguien a primera hora de la mañana? Podía ir en bicicleta o podía ir a pie.
Estuve a punto de caer en la trampa y contarles que un ciclista había pasado pedaleando rápidamente al amanecer. Sin embargo, me di cuenta del peligro que eso podía representar para mí. Fingí sumirme en profundas reflexiones.
—No es que me haya levantado muy temprano —dije—. Verán, mi hija se casó ayer por la noche, y estuvimos de jarana hasta tarde. He salido a eso de las siete, y entonces no había nadie en el camino. Desde que estoy aquí sólo han pasado el panadero y el pastor de Ruchill, aparte de ustedes, caballeros.
Uno de ellos me dio un cigarro, que olí cuidadosamente y metí en el hatillo de Turnbull. Luego, subieron al coche y a los tres minutos habían desaparecido.
Lancé un suspiro de alivio, pero seguí transportando piedras. Hice bien, pues el coche volvió a los diez minutos, y uno de los ocupantes me saludó con una mano. Esta gente no dejaba nada al azar.
Terminé el pan y el queso de Turnbull, y pronto hube acabado de acarrear las piedras. El siguiente paso era lo que me preocupaba. No podía seguir siendo picapedrero durante mucho tiempo. La misericordiosa Providencia había mantenido al señor Turnbull en el interior de su casa, pero si reaparecía habría problemas. Suponía que el cerco era aún muy estrecho en torno al valle, y que si andaba en cualquier dirección me toparía con gente que no dejaría de hacerme preguntas.
Permanecí en mi puesto hasta las cinco. A esa hora había decidido ir a casa de Turnbull al atardecer y correr el riesgo de atravesar las colinas en la oscuridad. Pero de repente apareció otro coche por el camino, y aminoró la velocidad a uno o dos metros de mí. Se había levantado un fresco viento, y el ocupante quería encender un cigarrillo.
Era un automóvil de turismo, con el compartimiento posterior lleno de maletas. En él iba un solo hombre, y daba la asombrosa casualidad de que yo le conocía. Se llamaba Marmaduke Jopley, y era una ofensa para la creación. Se le consideraba un parásito de la alta sociedad, que se ganaba la vida adulando a los hijos primogénitos, a los nobles ricos y a las damas ancianas. «Marmie», según pude deducir, era un asiduo de los bailes, semanas de polo y casas de campo. Era un hábil comerciante en escándalos, y se habría arrastrado un kilómetro sobre el viento para alcanzar cualquier cosa que tuviese un título o un millón. Yo llevaba una carta de presentación para su empresa cuando llegué a Londres, y él fue lo suficientemente amable para invitarme a cenar en su club. Allí alardeó a placer, y charló de sus duquesas hasta que su esnobismo me revolvió el estómago. Unos días después le pregunté a un hombre por qué nadie le daba una patada, y me dijo que los ingleses respetaban al sexo débil.
La cuestión era que ahora estaba aquí, pulcramente vestido, con un coche estupendo, de camino a la casa de uno de sus elegantes amigos. Se me ocurrió una idea, y al cabo de un segundo había saltado al compartimiento posterior y le tenía agarrado por un hombro.
—Hola, Jopley —dije—. ¡Bienvenido, muchacho! —Sufrió un susto espantoso. Su rostro se tornó lívido al mirarme.
—¿Quién diablos es usted? —balbuceó.
—Me llamo Hannay —dije—. De Rodesia, ¿no te acuerdas?
—¡Santo Dios, el asesino! —exclamó.
—Así es. Y habrá un segundo asesinato, querido, si no haces lo que voy a decirte. Dame tu abrigo. La gorra también.
Me obedeció sin vacilar, pues estaba aterrorizado. Oculté mis sucios pantalones y la vulgar camisa bajo su elegante abrigo, que abotoné hasta arriba para esconder las deficiencias de mi cuello. Me puse la gorra, y añadí sus guantes a mi atavío. El polvoriento picapedrero se había transformado instantáneamente en uno de los más pulcros automovilistas de Escocia. Coloqué la indescriptible gorra de Turnbull sobre la cabeza del señor Jopley, y le prohibí que se la quitara.
Después, con algunas dificultades, hice girar el coche. Mi plan era regresar por donde había venido, pues los vigilantes, al haberlo visto antes, probablemente lo dejarían pasar sin sospechar nada, y Marmie no se parecía nada a mí.
—Ahora, hijo mío —dije—, quédate aquí sentado y sé buen chico. No quiero hacerte daño. Sólo te tomaré el coche prestado una o dos horas. Pero si me juegas una mala pasada, y sobre todo si abres la boca, te retuerzo el pescuezo. Savez?
Disfruté de aquel paseo vespertino. Recorrimos más de diez kilómetros a lo largo del valle, atravesamos uno o dos pueblos y pude ver a varios tipos de aspecto muy extraño paseando por el borde del camino. Éstos eran los vigilantes que habrían tenido mucho que decir si me hubieran visto con otro atuendo u otra compañía. Por el contrario, nos miraron con indiferencia. Uno de ellos se tocó la gorra a modo de saludo, y yo respondí amablemente.
Al atardecer enfilé un valle lateral que, como recordaba por el mapa, conducía a un rincón poco frecuentado de las colinas. Las casitas de los pueblos pronto quedaron atrás.
Al fin llegamos a un solitario páramo donde la noche oscurecía los destellos del ocaso en los charcos pantanosos. Aquí fue donde me detuve.
Hice girar cortésmente el coche y devolví sus pertenencias al señor Jopley.
—Mil gracias —dije—. Eres más útil de lo que creía. Ahora lárgate y ve en busca de la policía.
Sentado en la ladera de la colina, viendo cómo se alejaban las luces traseras del coche, pensé en las diversas clases de delitos que había cometido. En contra de la opinión general, no era un asesino, pero me había convertido en un tremendo mentiroso, un desvergonzado impostor y un salteador de caminos con una marcada preferencia por los coches caros.