Ocurrió que en la madrugada del día de Pentecostés, el señor y la señora Hall, antes de despertar a Millie para que empezase a trabajar, se levantaron y bajaron a la bodega sin hacer ruido. Querían ver cómo iba la fermentación de su cerveza. Nada más entrar, la señora Hall se dio cuenta de que había olvidado traer una botella de zarzaparrilla de la habitación. Como ella era la más experta en esta materia, el señor Hall subió a buscarla al piso de arriba.
Cuando llegó al rellano de la escalera, le sorprendió ver que la puerta de la habitación del forastero estuviera entreabierta. El señor Hall fue a su habitación y encontró la botella donde su mujer le había dicho.
Al volver con la botella, observó que los cerrojos de la puerta principal estaban descorridos y que ésta estaba cerrada sólo con el pestillo. En un momento de inspiración se le ocurrió relacionar este hecho con la puerta abierta del forastero y con las sugerencias del señor Teddy Henfrey. Recordó, además, claramente, cómo sostenía una lámpara mientras el señor Hall corría los cerrojos la noche anterior. Al ver todo esto, se detuvo algo asombrado y, con la botella todavía en la mano, volvió a subir al piso de arriba. Al llegar, llamó a la puerta del forastero y no obtuvo respuesta. Volvió a llamar, y, acto seguido, entró abriendo la puerta de par en par.
Como esperaba, la cama, e incluso la habitación, estaban vacías. Y lo que resultaba aún más extraño, incluso para su escasa inteligencia, era que, esparcidas por la silla y los pies de la cama, se encontraban las ropas, o, por lo menos, las únicas ropas que él le había visto, y las vendas del huésped. También su sombrero de ala ancha estaba colgado en uno de los barrotes de la cama.
En éstas se hallaba, cuando oyó la voz de su mujer, que surgía de lo más profundo de la bodega con ese tono característico de los campesinos del oeste de Sussex que denota una gran impaciencia:
—¡George! ¿Es que no vas a venir nunca?
Al oírla, Hall bajó corriendo.
—Janny —le dijo—. Henfrey tenía razón en lo que decía. Él no está en su habitación. Se ha ido. Los cerrojos de la puerta están descorridos.
Al principio la señora Hall no entendió nada, pero, en cuanto se percató, decidió subir a ver por sí misma la habitación vacía. Hall, con la botella en la mano todavía, iba el primero.
—Él no está, pero sus ropas sí —dijo—. Entonces, ¿qué está haciendo sin sus ropas? Éste es un asunto muy raro.
Como quedó claro luego, mientras subían las escaleras de la bodega, les pareció oír cómo la puerta de la entrada se abría y se cerraba más tarde, pero, al no ver nada y estar cerrada la puerta, ninguno de los dos dijo ni una palabra sobre el hecho en ese momento. La señora Hall adelantó a su marido por el camino y fue la primera en llegar arriba. En ese momento alguien estornudó. Hall, que iba unos pasos detrás de su esposa, pensó que era ella la que había estornudado, pues iba delante, y ella tuvo la impresión de que había sido él el que lo había hecho. La señora Hall abrió la puerta de la habitación, y, al verla, comentó:
—¡Qué curioso es todo esto!
De pronto le pareció escuchar una respiración justo detrás de ella, y, al volverse, se quedó muy sorprendida, ya que su marido se encontraba a unos doce pasos de ella, en el último escalón de la escalera. Sólo al cabo de un minuto estuvo a su lado; ella se adelantó y tocó la almohada y debajo de la ropa.
—Están frías —dijo—. Ha debido levantarse hace más de una hora.
Cuando decía esto, tuvo lugar un hecho extremadamente raro: las sábanas empezaron a moverse ellas solas, formando una especie de pico, que cayó a los pies de la cama. Fue como si alguien las hubiera agarrado por el centro y las hubiese echado a un lado de la cama. Inmediatamente después, el sombrero se descolgó del barrote de la cama y, describiendo un semicírculo en el aire, fue a parar a la cara de la señora Hall. Después, y con la misma rapidez, saltó la esponja del lavabo, y luego una silla, tirando los pantalones y el abrigo del forastero a un lado y riéndose secamente con un tono muy parecido al del forastero, dirigiendo sus cuatro patas hacia la señora Hall, y, como si, por un momento, quisiera afinar la puntería, se lanzó contra ella. La señora Hall gritó y se dio la vuelta, y entonces la silla apoyó sus patas suave pero firmemente en su espalda y les obligó a ella y a su marido a salir de la habitación. Acto seguido, la puerta se cerró con fuerza y alguien echó la llave. Durante un momento pareció que la silla y la cama estaban ejecutando la danza del triunfo, y, de repente, todo quedó en silencio.
La señora Hall, medio desmayada, cayó en brazos de su marido en el rellano de la escalera. El señor Hall y Millie, que se había despertado al escuchar los gritos, no sin dificultad, lograron finalmente llevarla abajo y aplicarle lo acostumbrado en estos casos.
—Son espíritus —decía la señora Hall—. Estoy segura de que son espíritus. Lo he leído en los periódicos. Mesas y sillas que dan brincos y bailan…
—Toma un poco más, Janny —dijo el señor Hall—. Te ayudará a calmarte.
—Echadle fuera —siguió diciendo la señora Hall—. No dejéis que vuelva. Debí haberlo sospechado. Debí haberlo sabido. ¡Con esos ojos fuera de las órbitas y esa cabeza! Y sin ir a misa los domingos. Y todas esas botellas, más de las que alguien pueda tener. Ha metido los espíritus en mis muebles. ¡Mis pobres muebles! En esa misma silla mi madre solía sentarse cuando yo era sólo una niña. ¡Y pensar que ahora se ha levantado contra mí!
—Sólo una gota más, Janny —le repetía el señor Hall—. Tienes los nervios destrozados.
Cuando lucían los primeros rayos de sol, enviaron a Millie al otro lado de la calle, para que despertara al señor Sandy Wadgers, el herrero. El señor Hall le enviaba sus saludos y le mandaba decir que los muebles del piso de arriba se estaban comportando de manera singular. ¿Se podría acercar el señor Wadgers por allí? Era un hombre muy sabio y lleno de recursos. Cuando llegó, examinó el suceso con seriedad.
—Apuesto lo que sea a que es asunto de brujería —dijo el señor Wadgers—. Vais a necesitar bastantes herraduras para tratar con gente de ese cariz.
Estaba muy preocupado. Los Hall querían que subiese al piso de arriba, pero él no parecía tener demasiada prisa, prefería quedarse hablando en el pasillo. En ese momento el ayudante de Huxter se disponía a abrir las persianas del escaparate del establecimiento y lo llamaron para que se uniera al grupo. Naturalmente el señor Huxter también se unió al cabo de unos minutos. El genio anglosajón quedó patente en aquella reunión: todo el mundo hablaba, pero nadie se decidía a actuar.
—Vamos a considerar de nuevo los hechos —insistió el señor Sandy Wadgers—. Asegurémonos de que, antes de echar abajo la puerta, estaba abierta. Una puerta que no ha sido forzada siempre se puede forzar, pero no se puede rehacer una vez forzada.
Y, de repente, y de forma extraordinaria, la puerta de la habitación se abrió por sí sola y, ante el asombro de todos, apareció la figura embozada del forastero, quien comenzó a bajar las escaleras, mirándolos como nunca antes lo había hecho a través de sus gafas azules. Empezó a bajar rígida y lentamente, sin dejar de mirarlos en ningún momento; recorrió el pasillo y después se detuvo.
—¡Miren allí! —dijo.
Y sus miradas siguieron la dirección que les indicaba aquel dedo enguantado hasta fijarse en una botella de zarzaparrilla, que se encontraba en la puerta de la bodega. Después entró en el salón y les cerró la puerta en las narices airado.
No se escuchó ni una palabra hasta que se extinguieron los últimos ecos del portazo. Se miraron unos a otros.
—¡Que me cuelguen, si esto no es demasiado! —dijo el señor Wadgers, dejando la alternativa en el aire—. Yo iría y le pediría una explicación —le dijo al señor Hall.
Les llevó algún tiempo convencer al marido de la posadera para que se atreviese a hacerlo. Cuando lo lograron, éste llamó a la puerta, la abrió y sólo acertó a decir:
—Perdone…
—¡Váyase al diablo! —le dijo a voces el forastero—. Y cierre la puerta cuando salga —añadió, dando por terminada la conversación con estas últimas palabras.