El señor Heelas, el vecino más próximo del señor Kemp, estaba durmiendo en el cenador de su jardín, mientras tenía lugar el sitio de la casa de Kemp. El señor Heelas era uno de los componentes de esa gran minoría que no creían en «todas esas tonterías» sobre un hombre invisible. Su esposa, sin embargo, como más tarde le recordaría a menudo, sí creía. Insistió en dar un paseo por su jardín, como si no ocurriera nada, y fue a echarse una siesta, tal y como venía haciendo desde hacía años. Durmió sin enterarse del ruido de las ventanas, pero se despertó repentinamente con la extraña intuición de que algo malo estaba ocurriendo. Miró a la casa de Kemp, se frotó los ojos y volvió a mirar. Después, bajó los pies al suelo y se quedó sentado, escuchando. Pensó que estaba condenado mientras todavía veía aquella cosa tan extraña. La casa parecía estar vacía desde hacía semanas, como si hubiese tenido lugar un ataque violento. Todas las ventanas estaban destrozadas, y todas, excepto las del mirador, tenían cerradas las contraventanas.
—Habría jurado que todo estaba en orden hace veinte minutos. —Y miró su reloj.
Entonces empezó a oír una especie de conmoción y ruidos de cristales, que llegaban de lejos. Y después, mientras estaba sentado con la boca abierta, tuvo lugar un hecho todavía más extraño. Las contraventanas de la ventana del comedor se abrieron de par en par, violentamente, y el ama de llaves, con sombrero y ropa de calle, apareció, luchando con todas sus fuerzas para levantar la hoja de la ventana. De pronto, un hombre apareció detrás de ella, ayudándola. ¡Era el doctor Kemp! Un momento después se abría la ventana, y la criada saltaba fuera de la casa, se echaba a correr y desaparecía entre los arbustos. El señor Heelas se puso de pie y lanzó una vaga exclamación con toda vehemencia, al contemplar aquellos extraños acontecimientos. Vio cómo Kemp se ponía de pie en el alféizar, saltaba afuera y reaparecía, casi instantáneamente, corriendo por el jardín entre los matorrales. Mientras corría, se paró, como si no quisiera que le vieran. Desapareció detrás de un arbusto, y apareció más tarde, trepando por una valla que daba al campo. No tardó ni dos segundos en saltarla; y luego echó a correr todo lo deprisa que pudo por el camino que bajaba a la casa del señor Heelas.
—¡Dios mío! —gritó el señor Heelas, mientras le asaltaba una idea—. ¡Debe de ser el hombre invisible! Después de todo, quizá sea verdad.
Cuando el señor Heelas pensaba en cosas de este tipo, actuaba inmediatamente, y su cocinera, que lo estaba viendo desde la ventana, se quedó asombrada, al verlo venir hacia la casa, corriendo tan rápido como lo hacía.
—Y eso que no tenía miedo —dijo la cocinera.
—Mary, ven aquí.
Se oyó un portazo, el sonido de la campanilla y el señor Heelas, que bramaba como un toro:
—¡Cerrad las puertas, cerrad las ventanas, cerradlo todo! ¡Viene el hombre invisible!
Inmediatamente, en la casa, se oyeron gritos y pasos que iban en todas direcciones. Él mismo cerró las ventanas que daban a la terraza. Mientras lo hacía, aparecieron la cabeza, los hombros y una rodilla de Kemp por el borde de la valla del jardín. Un momento después, Kemp se había echado encima de la esparraguera del jardín y corría por la cancha de tenis en dirección a la casa.
—No puede entrar aquí —le dijo el señor Heelas corriendo los cerrojos—. ¡Siento mucho que lo esté persiguiendo, pero aquí no puede entrar!
Kemp pegó su rostro aterrorizado al cristal, llamó y después empezó a sacudir frenéticamente el ventanal. Entonces, al ver que sus esfuerzos eran inútiles, atravesó la terraza, dio la vuelta por uno de sus lados y empezó a golpear con el puño la puerta lateral. Después, giró por la parte delantera de la casa y salió corriendo por la colina. El señor Heelas, que estaba viendo todo por la ventana, completamente aterrorizado, apenas pudo observar cómo Kemp desaparecía, antes de que viera cómo estaban pisando sus espárragos unos pies invisibles. El señor Heelas subió disparado al piso de arriba y ya no pudo ver el resto de la persecución, pero oyó cómo la verja del jardín se cerraba de un portazo.
Al llegar a la carretera, el doctor Kemp, naturalmente, tomó la dirección del pueblo y, de esta forma, él mismo protagonizó la carrera que sólo cuatro días antes había observado con ojos tan críticos. Corría bastante bien, para no ser un hombre acostumbrado a ello, y, aunque estaba pálido y sudoroso, no perdía la serenidad. Daba grandes zancadas y, cada vez que se encontraba con algún trozo en mal estado o con piedras o un trozo de cristal que brillaba con el reflejo del sol, saltaba por encima y dejaba que los pies invisibles y desnudos que lo estaban persiguiendo los salvaran como pudieran.
Por primera vez en su vida, Kemp se dio cuenta de lo larga y solitaria que era la carretera de la colina, y que las primeras casas de la ciudad, que quedaban a los pies de la colina, estaban increíblemente lejos. Pensó que nunca había existido una forma más lenta y dolorosa de desplazarse que corriendo. Todas aquellas casas lúgubres, que dormían bajo el sol de la tarde, parecían cerradas y aseguradas; sin duda lo habían hecho siguiendo sus propias órdenes. Pero, en cualquier caso, ¡deberían haber echado un vistazo de vez en cuando ante una eventualidad de este tipo! Ahora, la ciudad se iba acercando y el mar había desaparecido de su vista detrás de ella. Empezaba a ver gente que se movía allí abajo. Un tranvía llegaba en ese momento al pie de la colina. Un poco más allá, estaba la comisaría de policía. ¿Seguía escuchando pasos detrás de él? Había que hacer un último esfuerzo.
La gente del pueblo se le quedaba mirando; una o dos personas salieron corriendo y empezó a notar que le faltaba la respiración. Tenía el tranvía bastante cerca, y la posada estaba cerrando sus puertas. Detrás del tranvía había unos postes y unos montones de grava. Debía tratarse de las obras del alcantarillado. A Kemp se le pasó por la cabeza subir al tranvía en marcha y cerrar las puertas, pero decidió dirigirse a la comisaría. Un momento después pasaba por delante de la puerta del Jolly Cricketers y llegaba al final de la calle. Había varias personas a su alrededor. El conductor del tranvía y su ayudante, asombrados por la prisa que llevaba, se quedaron mirándolo, sin atender a los caballos del tranvía. Un poco más allá aparecieron los rostros sorprendidos de los peones camineros, encima de los montones de grava.
Aflojó un poco el paso y, entonces, pudo oír las rápidas pisadas de su perseguidor, y volvió a forzarlo de nuevo.
—¡El hombre invisible! —gritó a los peones camineros con un débil gesto indicativo, y, por una repentina inspiración, saltó por encima de la zanja, dejando, de esta manera, a un grupo de hombres, entre él y su perseguidor. Después, abandonando la idea de dirigirse a la comisaría, se metió por una calleja lateral, empujó la carreta de un vendedor de verduras y dudó durante unas décimas de segundo, en la puerta de una pastelería, hasta que decidió entrar por una bocacalle que daba a la calle principal. Dos o tres niños estaban jugando y, cuando lo vieron aparecer, salieron corriendo y gritando. Acto seguido, las madres, nerviosas, salieron a las puertas y ventanas. Volvió a salir de nuevo a la calle principal, a unos trescientos metros del final del tranvía, e inmediatamente se dio cuenta de que la gente había echado a correr gritando.
Miró colina arriba. Apenas a unos doce pasos de él, corría un peón caminero enorme, soltando maldiciones y dando golpes con una pala. Detrás de él, venía el conductor del tranvía con los puños cerrados. Más arriba, otras personas seguían a estas dos, dando golpes en el aire y gritando. Hombres y mujeres corrían cuesta abajo, en dirección a la ciudad, y pudo ver claramente a un hombre que salía de su establecimiento con un bastón en la mano.
—¡Repartíos, repartíos! —gritó alguien.
Entonces, de repente, Kemp se dio cuenta de que se habían cambiado los términos de la persecución. Se paró, miró a su alrededor y gritó:
—¡Está por aquí cerca! ¡Formad una línea…!
En ese momento le dieron un golpe detrás del oído y, tambaleándose, intentó darse la vuelta para mirar a su enemigo invisible. Apenas pudo conseguir mantenerse en pie y dio un manotazo, en vano, al aire. Después le dieron un golpe en la mandíbula y cayó al suelo. Un momento después, una rodilla le oprimía el diafragma y un par de hábiles manos (una era más débil que la otra) le agarraban por la garganta; él las cogió por las muñecas, oyó el grito de dolor que daba su asaltante, y, poco después, la pala del peón caminero cortaba el aire por encima de él, para ir a dar sobre algo, con todo su peso. Sintió que una gota húmeda le caía en la cara. La presión de su garganta cedió repentinamente y, con gran esfuerzo, se liberó, agarró un hombro desnudo, y se quedó mirando hacia arriba. Sujetó, luego, los codos invisibles muy cerca del suelo.
—¡Lo tengo! —gritó Kemp—. ¡Socorro! ¡Ayúdenme! ¡Lo tengo aquí abajo! ¡Agárrenlo por los pies!
Al instante, todo el mundo se dirigió al lugar donde se estaba desarrollando la lucha; un extranjero que hubiese llegado a aquella calle, habría pensado que se trataba de una forma excepcionalmente salvaje de jugar al rugby. No se oyó ningún grito después del que diera Kemp, sólo se oían puñetazos, patadas y el ruido de una pesada respiración.
Después, con un enorme esfuerzo, el hombre invisible se liberó de un par de personas que lo estaban atacando y se puso de rodillas. Kemp se agarró a él como un perro a su presa, y una docena de manos empezaron a coger, golpear y arañar al hombre invisible. El conductor del tranvía lo agarró por el cuello y los hombros y lo forzó hacia atrás.
El grupo de hombres se volvió a echar al suelo y le pisotearon. Algunos, me temo, que le golpearon salvajemente. De repente, se oyó un grito salvaje:
—¡Piedad! ¡Piedad! —chilló Kemp, con voz apagada, y todas aquellas figuras se echaron atrás—. ¡Os digo que está herido, apartaos!
Tuvo lugar una breve lucha por dejar espacio libre, y aquel círculo de ojos ansiosos vieron al doctor Kemp arrodillado, en el aire, al parecer, agarrando unos brazos invisibles. Detrás de él, un policía sujetaba unos tobillos invisibles también.
—No lo dejen escapar —gritó el peón caminero, cogiendo la pala manchada de sangre—. Está fingiendo.
—No está fingiendo —dijo el doctor, levantando un poco la rodilla—; yo lo sujetaré. —Tenía la cara magullada y se le estaba poniendo roja; hablaba pesadamente, porque tenía un labio partido. Le soltó un brazo y pareció que le tocaba la cara—. Tiene la boca completamente mojada —dijo, y prosiguió—: ¡Dios mío!
De pronto se puso de pie y volvió a arrodillarse al lado del hombre invisible. Todo el mundo se empujaba y llegaban nuevos espectadores, que aumentaban la presión de todo el grupo. Ahora, la gente estaba empezando a salir fuera de sus casas. Las puertas del Jolly Cricketers se abrieron de par en par. Nadie se atrevía a hablar.
Kemp empezó a palpar aquello y parecía que estaba tocando el aire.
—No respira —dijo, y siguió—: No le late el corazón y en su costado…, ¡oh!
De repente, una vieja que miraba la escena por debajo del brazo del peón caminero, gritó:
—¡Mirad allí! —Y señaló con el dedo.
Y, mirando hacia donde ella señalaba, todos vieron, débil y transparente, como si fuera de cristal, que se distinguían perfectamente las venas, las arterias, los huesos y los nervios, la silueta de una mano flácida e inerte. A medida que la miraban, parecía adquirir un color más oscuro y parecía volverse opaca.
—¡Mirad! —dijo el policía—. Los pies también están empezando a distinguírsele.
Y así, lentamente, empezando por las manos y los pies, y siguiendo por otros miembros, hasta los puntos vitales del cuerpo, aquel cambio tan extraño continuaba su proceso. Era como la lenta propagación del veneno. Primero se empezaron a distinguir los nervios, blancos y delgados, dibujando el entorno confuso y grisáceo de un miembro, después, los huesos, que parecían de cristal, y las arterias; luego, la carne y la piel; todo ello como una bruma, al principio, pero después, rápidamente, denso y opaco. En ese momento se podía ver el pecho aplastado y los hombros y las facciones de la cara, completamente destrozadas. Cuando, finalmente, aquella multitud hizo sitio a Kemp para que pudiera ponerse de pie, allí yacía, desnudo y digno de compasión, en el suelo, el cuerpo magullado de un joven de unos treinta años. Tenía el cabello y la barba blancos, pero no blancos por la edad, sino del color blanco de los albinos; sus ojos parecían granates. Tenía las manos apretadas y en su expresión se confundía la ira con el desaliento.
—¡Tapadle el rostro! —dijo un hombre—. ¡Por el amor de Dios, tapad ese rostro! —Y tres niños que habían logrado abrirse paso entre la multitud fueron obligados a volver sobre sus pasos y salir del grupo.
Alguien trajo una sábana del Jolly Cricketers, y, una vez cubierto, lo metieron en esa misma casa.