Kemp leyó una extraña carta escrita a lápiz en una hoja de papel que estaba muy sucia.
«Has sido muy enérgico e inteligente —decía la carta—, aunque no puedo imaginar lo que pretendes conseguir. Estás en contra mía. Me has estado persiguiendo durante todo el día; has intentado robarme la tranquilidad de la noche. Pero he comido, a pesar tuyo, y, a pesar tuyo, he dormido. El juego está empezando. El juego no ha hecho más que empezar. Sólo queda iniciar el Terror. Esta carta anuncia el primer día de Terror. Dile a tu coronel de policía y al resto de la gente que Port Burdock ya no está bajo el mandato de la Reina. Ahora está bajo mi mandato, ¡el del Terror! Éste es el primer día del primer año de una nueva época: el Período del Hombre Invisible. Yo soy El Hombre Invisible I. Empezar será muy fácil. El primer día habrá una ejecución, que sirva de ejemplo, la de un hombre llamado Kemp. La muerte le llegará hoy. Puede encerrarse con llave, puede esconderse, puede rodearse de guardaespaldas o ponerse una armadura, si así lo desea; la Muerte, la Muerte invisible está cerca. Dejémosle que tome precauciones; impresionará a mi pueblo. La muerte saldrá del buzón al mediodía. La carta caerá, cuando el cartero se acerque. El juego va a empezar. La Muerte llega. No le ayudéis, pueblo mío, si no queréis que la Muerte caiga también sobre vosotros. Kemp va a morir hoy».
Kemp leyó la carta dos veces.
—¡No es ninguna broma! —dijo—. Son sus palabras y habla en serio.
Dobló la hoja por la mitad y vio al lado de la dirección el sello de correos de Hintondean, y el detalle de mal gusto: «dos peniques a pagar».
Se levantó sin haber terminado de comer (la carta había llegado en el correo de la una) y subió al estudio. Llamó al ama de llaves y le dijo que se diese una vuelta por toda la casa para asegurarse de que todas las ventanas estaban cerradas y para que cerrase las contraventanas. Él mismo cerró las contraventanas del estudio. De un cajón del dormitorio, sacó un pequeño revólver, lo examinó cuidadosamente, y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. Escribió una serie de notas muy breves: una, dirigida al coronel Adye, se la dio a la muchacha para que se la llevara, con instrucciones específicas sobre cómo salir de la casa.
—No hay ningún peligro —le dijo, y añadió mentalmente: «Para ti».
Después de hacer esto, se quedó pensativo un momento y, luego, volvió a la comida, que se le estaba quedando fría.
Mientras comía, se paraba a pensar. Luego, dio un golpe muy fuerte en la mesa.
—¡Lo atraparemos! —dijo—; y yo seré el cebo. Ha llegado demasiado lejos.
Subió al mirador, cuidándose de cerrar todas las puertas tras de sí.
—Es un juego —dijo—, un juego muy extraño, pero tengo todos los ases a mi favor, Griffin, a pesar de tu invisibilidad. Griffin contra el mundo… ¡con una venganza! —se paró en la ventana, mirando a la colina calentada por el sol—. Todos los días tiene que comer, no lo envidio. ¿Habrá dormido esta noche? Habrá sido en algún sitio, por ahí fuera, a salvo de cualquier emergencia. Me gustaría que hiciese frío y que lloviese, en lugar de hacer este calor. Quizá me esté observando en este mismo instante.
Se acercó a la ventana. Algo golpeó secamente los ladrillos afuera, y dio un respingo.
—Me estoy poniendo nervioso —dijo Kemp, y pasaron cinco minutos antes de que se volviera a acercar a la ventana—. Debe de haber sido algún gorrión —dijo.
En ese momento oyó cómo llamaban a la puerta de entrada y bajó corriendo las escaleras. Descorrió el cerrojo, abrió, miró con la cadena puesta, la soltó y abrió con precaución, sin exponerse. Una voz familiar le dijo algo. Era Adye.
—¡Ha asaltado a la muchacha, Kemp! —dijo, desde el otro lado.
—¿Qué? —exclamó Kemp.
—Le ha quitado la nota que usted le dio. Tiene que estar por aquí cerca. Déjeme entrar.
Kemp quitó la cadena, y Kemp entró, abriendo la puerta lo menos posible. Se quedó de pie en el vestíbulo, mirando con un alivio infinito cómo Kemp aseguraba la puerta de nuevo.
—Le quitó la nota de la mano y ella se asustó terriblemente. Está en la comisaría de policía, completamente histérica. Debe de estar cerca de aquí. ¿Qué quería decirme?
Kemp empezó a perjurar.
—Qué tonto he sido —dijo Kemp—. Debí suponerlo. Hintondean está a menos de una hora de camino de este lugar.
—¿Qué ocurre? —dijo Adye.
—¡Venga y mire! —dijo Kemp, y condujo al coronel Adye a su estudio. Le enseñó al coronel la carta del hombre invisible. Adye la leyó y emitió un silbido.
—¿Y usted…? —dijo Adye.
—Le proponía tenderle una trampa… soy un tonto —dijo Kemp—, y envié mi propuesta con una criada, pero a él, en lugar de a usted.
Adye, como lo había hecho antes Kemp, empezó a perjurar.
—Quizá se marche —dijo Adye.
—No lo hará —dijo Kemp.
Se oyó el ruido de cristales rotos, que venía de arriba. Adye vio el destello plateado del pequeño revólver, que asomaba por el bolsillo de Kemp.
—¡Es la ventana de arriba! —dijo Kemp, y subió corriendo. Mientras se encontraba en las escaleras, se oyó un segundo ruido. Cuando entraron en el estudio, se encontraron con que dos de las tres ventanas estaban rotas y los cristales esparcidos por casi toda la habitación. Encima de la mesa, había una piedra enorme. Los dos se quedaron parados en el umbral de la puerta, contemplando el destrozo. Kemp empezó a lanzar maldiciones y, mientras lo hacía, la tercera ventana se rompió con un ruido como el de un pistoletazo. Se mantuvo un momento así, y cayó, haciéndose mil pedazos, dentro de la habitación.
—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó Adye.
—Es el comienzo —dijo Kemp.
—¿No hay forma de subir aquí?
—Ni siquiera para un gato —dijo Kemp.
—¿No hay contraventanas?
—Aquí no, pero sí las hay en todas las ventanas del piso de abajo. ¿Qué ha sido eso?
En el piso de abajo se oyó el ruido de un golpe, y después, cómo crujían las maderas.
—¡Maldito sea! —dijo Kemp—. Eso tiene que haber sido… sí, en uno de los dormitorios. Lo va a hacer con toda la casa. Está loco. Las contraventanas están cerradas y los cristales caerán hacia fuera. Se va a cortar los pies.
Se oyó cómo se rompía otra ventana. Los dos hombres se quedaron en el rellano de la escalera, perplejos.
—¡Ya lo tengo! —dijo Adye—. Déjeme un palo o algo por el estilo, e iré a la comisaría para traer los perros. ¡Eso tiene que detenerle! No me llevará más de diez minutos.
Otra ventana se rompió como había sucedido a sus compañeras.
—¿No tiene un revólver? —preguntó Adye.
Kemp se metió la mano en el bolsillo, dudó un momento y dijo:
—No, no tengo ninguno… por lo menos que me sobre.
—Se lo devolveré más tarde —dijo Adye—. Usted está a salvo aquí dentro.
Kemp le dio el arma.
—Bueno, vayamos hacia la puerta —dijo Adye. Mientras se quedaron dudando un momento en el vestíbulo, oyeron el ruido de una ventana de un dormitorio del primer piso, que se hacía pedazos. Kemp se dirigió a la puerta y empezó a descorrer los cerrojos, haciendo el menor ruido posible. Estaba un poco más pálido de lo normal. Un momento después, Adye se encontraba ya fuera y los cerrojos volvían a su sitio. Dudó qué hacer durante un momento, sintiéndose mucho más seguro apoyado de espaldas contra la puerta. Después empezó a caminar, erguido y recto, y bajó los escalones. Atravesó el jardín en dirección a la verja. Le pareció que algo se movía a su lado.
—Espere un momento —dijo una voz, y Adye se paró en seco y agarró el revólver mucho más fuerte.
—¿Y bien? —dijo Adye, pálido y solemne, con todos los nervios en tensión.
—Hágame el favor de volver a la casa —dijo la voz, con la misma solemnidad con que le había hablado Adye.
—Lo siento —dijo Adye con la voz un poco ronca, y se humedeció los labios con la lengua. Pensó que la voz venía del lado izquierdo y supuso que podría probar suerte, disparando hacia allí.
—¿A dónde va? —dijo la voz, y los dos hombres hicieron un rápido movimiento, mientras un rayo de sol se reflejó en el bolsillo de Adye.
Adye desistió de su intento, y añadió:
—Donde vaya —dijo lentamente— es cosa mía.
No había terminado aquellas palabras, cuando un brazo lo agarró del cuello, notó una rodilla en la espalda y cayó hacia atrás. Se incorporó torpemente y malgastó un disparo. Unos segundos después recibía un puñetazo en la boca y le arrebataban el revólver de las manos. En vano intentó agarrar un brazo que se le escurría, trató de levantarse y volvió a caer al suelo.
—¡Maldito sea! —dijo Adye.
La voz soltó una carcajada.
—Le mataría ahora mismo, si no tuviera que malgastar una bala —dijo.
Adye vio el revólver suspendido en el aire, a unos seis pasos de él, apuntándole.
—Está bien —dijo Adye, sentándose en el suelo.
—Levántese —exclamó la voz.
Adye se levantó.
—Escúcheme con atención —ordenó la voz, y continuó con furia—: No intente hacerme una jugarreta. Recuerde que yo puedo ver su cara y usted, sin embargo, no puede ver la mía. Tiene que volver a la casa.
—Él no me dejaría entrar —señaló Adye.
—Es una pena —dijo el hombre invisible—. No tengo nada contra usted.
Adye se humedeció los labios otra vez. Apartó la vista del cañón del revólver y, a lo lejos, vio el mar, azul oscuro, bajo los rayos del sol del mediodía, el campo verde, el blanco acantilado y la ciudad populosa; de pronto, comprendió lo dulce que era la vida. Sus ojos volvieron a aquella cosita de metal que se sostenía entre el aire y la tierra, a unos pasos de él.
—¿Qué podría yo hacer? —dijo, taciturno.
—¿Y qué podría hacer yo? —preguntó el hombre invisible—. Usted iba a buscar ayuda. Lo único que tiene que hacer ahora es volver atrás.
—Lo intentaré. Pero, si Kemp me deja entrar, ¿me promete que no se abalanzará contra la puerta?
—No tengo nada contra usted —dijo la voz.
Kemp, después de dejar fuera a Adye, había subido arriba a toda prisa; ahora se encontraba agachado entre los cristales rotos y miraba cautelosamente hacia el jardín, desde el alféizar de una ventana del estudio. Desde allí, vio cómo Adye parlamentaba con el hombre invisible. «¿Por qué no dispara?», se preguntó Kemp. Entonces, el revólver se movió un poco, y el reflejo del sol le dio a Kemp en los ojos, que se los cubrió mientras trataba de ver de dónde provenía aquel rayo cegador.
«Está claro, —se dijo—, que Adye le ha entregado el revólver».
—Prométame que no se abalanzará sobre la puerta —le estaba diciendo Adye al hombre invisible—. No lleve el juego demasiado lejos, usted lleva las de ganar. Dele una oportunidad.
—Usted vuelva a la casa. Le digo por última vez que no puedo prometerle nada.
Adye pareció tomar una rápida decisión. Se volvió hacia la casa, caminando lentamente con las manos en la espalda. Kemp lo observaba, asombrado. El revólver desapareció, volvió a aparecer y desapareció de nuevo. Al final, después de mirarlo fijamente, se hizo evidente como un pequeño objeto oscuro que seguía a Adye. Después, todo ocurrió rápidamente. Adye dio un salto atrás, se volvió y se abalanzó sobre aquel objeto, perdiéndolo; luego levantó las manos y cayó de bruces al suelo, levantando una especie de humareda azul en el aire. Kemp no oyó el disparo. Adye se retorció en el suelo, se apoyó en un brazo para incorporarse y volvió a caer, inmóvil.
Durante unos minutos, Kemp se quedó mirando el cuerpo inmóvil de Adye. La tarde era calurosa y estaba tranquila; nada parecía moverse en el mundo, excepto una pareja de mariposas amarillas, persiguiéndose la una a la otra por los matorrales que había entre la casa y la carretera. Adye yacía en el suelo, cerca de la verja. Las persianas de todas las casas de la colina estaban bajadas. En una glorieta, se veía una pequeña figura blanca. Aparentemente, era un viejo que dormía. Kemp miró los alrededores de la casa para ver si localizaba el revólver, pero había desaparecido. Sus ojos se volvieron a fijar en Adye. El juego ya había comenzado.
En ese momento, llamaron a la puerta principal, llamaron a la vez al timbre y con los nudillos. Las llamadas cada vez eran más fuertes, pero, siguiendo las instrucciones de Kemp, todos los criados se habían encerrado en sus habitaciones. A esto siguió un silencio total. Kemp se sentó a escuchar y, después, empezó a mirar cuidadosamente por las tres ventanas del estudio, una tras otra. Se dirigió a la escalera y se quedó allí escuchando, inquieto. Se armó con el atizador de la chimenea de su habitación y bajó a cerciorarse de que las ventanas del primer piso estaban bien cerradas. Todo estaba tranquilo y en silencio. Volvió al mirador. Adye yacía inmóvil, tal y como había caído. Subiendo por entre las casas de la colina venía el ama de llaves, acompañada de dos policías.
Todo estaba envuelto en un silencio de muerte. Daba la impresión de que aquellas tres personas se estaban acercando demasiado lentamente. Se preguntó qué estaría haciendo su enemigo.
De pronto, se oyó un golpe que venía de abajo, y se sobresaltó. Dudó un instante y decidió volver a bajar. De repente, la casa empezó a hacer eco de fuertes golpes y de maderas que se astillaban. Luego oyó otro golpe, y el caer de los cierres de hierro de las contraventanas. Hizo girar la llave y abrió la puerta de la cocina. Cuando lo hacía, volaron hacia él las astillas de las contraventanas. Se quedó horrorizado. El marco de la ventana estaba todavía intacto, pero sólo quedaban en él pequeños restos de cristales. Las contraventanas habían sido destrozadas con un hacha, y ahora ésta se dejaba caer con violentos golpes sobre el marco de la ventana y las barras de hierro que la defendían. De repente, cayó a un lado y desapareció. Kemp pudo ver el revólver fuera, y cómo éste ascendía en el aire. Él se echó hacia atrás. El revólver disparó demasiado tarde, y una astilla de la puerta, que se estaba cerrando, le cayó en la cabeza. Acabó de cerrar con un portazo y echó la llave, y, mientras estaba fuera, oyó a Griffin gritar y reírse. Después se reanudaron los golpes del hacha con aquel acompañamiento de astillas y estrépitos.
Kemp se quedó en el pasillo intentando pensar en algo. Dentro de un instante, el hombre invisible entraría en la cocina. Aquella puerta no lo retendría mucho tiempo y entonces…
Volvieron a llamar a la puerta principal otra vez. Quizá fuesen los policías. Kemp corrió al vestíbulo, quitó la cadena y descorrió los cerrojos. Hizo que la chica dijese algo antes de soltar la cadena, y las tres personas entraron en la casa de golpe, dando un portazo.
—¡El hombre invisible! —dijo Kemp—. Tiene un revólver y le quedan dos balas. Ha matado a Adye o, por lo menos, le ha disparado. ¿No lo han visto tumbado en el césped?
—¿A quién? —dijo uno de los policías.
—A Adye —contestó Kemp.
—Nosotros hemos venido por la parte de atrás —añadió la muchacha.
—¿Qué son esos golpes? —preguntó un policía.
—Está en la cocina o lo estará dentro de un momento. Ha encontrado un hacha.
De repente, la casa entera se llenó del eco de los hachazos que daba el hombre invisible en la puerta de la cocina. La muchacha se quedó mirando a la puerta, se asustó y volvió al comedor. Kemp intentó explicarse con frases encontradas. Luego oyeron cómo cedía la puerta de la cocina.
—¡Por aquí! —gritó Kemp, y se puso en acción, empujando a los policías hacia la puerta del comedor.
—¡El atizador! —dijo y corrió hacia la chimenea. Le dio un atizador a cada policía. De pronto, se echó hacia atrás.
—¡Oh! —exclamó un policía y, agachándose, dio un golpe al hacha con el atizador. El revólver disparó una penúltima bala y destrozó un valioso Sidney Cooper. El otro policía dejó caer el atizador sobre el arma, como quien intenta matar a una avispa, y lo lanzó, rebotando, al suelo.
Al primer golpe, la muchacha lanzó un grito y se quedó chillando al lado de la chimenea; después, corrió a abrir las contraventanas, quizá con la idea de escapar por allí.
El hacha retrocedió y se quedó a unos dos pies del suelo. Todos podían escuchar la respiración del hombre invisible.
—Vosotros dos, marchaos —dijo—, sólo quiero a Kemp.
—Nosotros te queremos a ti —dijo un policía, dando un paso rápido hacia adelante, y empezando a dar golpes con el atizador hacia el lugar de donde él creía que salía la voz. El hombre invisible debió retroceder y tropezar con el paragüero. Después, mientras el policía se tambaleaba, debido al impulso del golpe que le había dado, el hombre invisible le atacó con el hacha, le dio un golpe en el casco, que se rasgó como el papel, y el hombre se cayó al suelo, dándose con la cabeza en las escaleras de la cocina. Pero el segundo policía, que iba detrás del hacha con el atizador en la mano, pinchó algo blando. Se escuchó un agudo grito de dolor, y el hacha cayó al suelo. El policía arremetió de nuevo al vacío, pero esta vez no golpeó nada; pisó el hacha y golpeó de nuevo. Después se quedó parado, blandiendo el atizador, intentando apreciar el más mínimo movimiento.
Oyó cómo se abría la ventana del comedor y unos pasos que se alejaban. Su compañero se dio la vuelta y se sentó en el suelo. Le corría la sangre por la cara.
—¿Dónde está? —preguntó.
—No lo sé. Lo he herido. Estará en algún sitio del vestíbulo, a menos que pasase por encima de ti. ¡Doctor Kemp…, señor!
Hubo un silencio.
—¡Doctor Kemp! —gritó de nuevo el policía.
El otro policía intentó recuperar el equilibrio. Se puso de pie. De repente, se pudieron oír los débiles pasos de unos pies descalzos en los escalones de la cocina.
—¡Ahí está! —gritó la policía, quien no pudo contener dar un golpe con el atizador, pero rompió un brazo de una lámpara de gas.
Hizo ademán de perseguir al hombre invisible, bajando las escaleras, pero lo pensó mejor y volvió al comedor.
—¡Doctor Kemp! —empezó y se paró de repente—. El doctor Kemp es un héroe —dijo, mientras que su compañero lo miraba por encima del hombro. La ventana del comedor estaba abierta de par en par, y no se veía ni a la muchacha ni a Kemp.
La opinión del otro policía sobre Kemp era concisa y bastante imaginativa.