El hombre invisible pareció salir de casa de Kemp ciego de ira. Agarró y tiró a un lado a un niño que jugaba cerca de la casa de Kemp, y lo hizo de manera tan violenta, que le rompió un tobillo. Después, el hombre invisible desapareció durante algunas horas. Nadie sabe dónde fue, ni qué hizo. Pero podemos imaginárnoslo, corriendo colina arriba bajo el sol de aquella mañana de junio, hacia los campos que había detrás de Port Burdock, rabioso y desesperado por su mala suerte y, refugiándose finalmente, sudoroso y agotado, entre la vegetación de Hintondean, preparando de nuevo algún plan de destrucción hacia los de su misma especie. Parece que allí se escondió, porque allí reapareció, de una forma terriblemente trágica, hacia las dos de la tarde.
Uno se pregunta cuál debió de ser su estado de ánimo durante ese tiempo y qué planes tramó. Sin duda, estaría furioso por la traición de Kemp y, aunque podemos entender los motivos que le condujeron al engaño, también podemos imaginar e, incluso, justificar, en cierta medida, la furia que la sorpresa le ocasionó. Quizá recordara la perplejidad que le produjeron sus experiencias de Oxford Street, pues había contado con la cooperación de Kemp para llevar a cabo su sueño brutal de aterrorizar al mundo. En cualquier caso se perdió de vista alrededor del mediodía, y nadie puede decir lo que hizo hasta las dos y media, más o menos. Quizá, esto fuese afortunado para la humanidad, pero, esa inactividad, fue fatal para él.
En aquel momento, ya se había lanzado en su búsqueda un grupo de personas, cada vez mayor, que se repartieron por la comarca. Por la mañana no era más que una leyenda, un cuento de miedo; por la tarde, y debido, sobre todo, a la escueta exposición de los hechos por parte de Kemp, se había convertido en un enemigo tangible al que había que herir, capturar o vencer, y, para ello, toda la comarca empezó a organizarse por su cuenta con una rapidez nunca vista. Hasta las dos de la tarde podía haberse marchado de la zona cogiendo un tren, pero, después de esa hora, ya no era posible. Todos los trenes de pasajeros de las líneas entre Southampton, Brighton, Manchester y Horsham[17] viajaban con las puertas cerradas y el transporte de mercancías había sido prácticamente suspendido. En un círculo de veinte kilómetros alrededor de Port Burdock, hombres armados con escopetas y porras se estaban organizando en grupos de tres o cuatro, que, con perros, batían las carreteras y los campos.
Policías a caballo iban por toda la comarca, deteniéndose en todas las casas para avisar a la gente que cerrara sus puertas y se quedaran dentro, a menos que estuvieran armados; todos los colegios cerraron a las tres, y los niños, asustados y manteniéndose en grupos, corrían a sus casas. La nota de Kemp, que también Adye había firmado, se colocó por toda la comarca entre las cuatro y las cinco de la tarde. En ella se podían leer, breve y claramente, las condiciones en las que se estaba llevando a cabo la lucha, la necesidad de mantener al hombre invisible alejado de la comida y del sueño, la necesidad de observar continuamente con toda atención cualquier movimiento. Tan rápida y decidida fue la acción de las autoridades y tan rápida y general la creencia en aquel extraño ser, que, antes de la caída de la noche, un área de varios cientos de kilómetros cuadrados estaba en estricto estado de alerta. Y también, antes del anochecer, una sensación de horror recorría toda aquella comarca, que seguía nerviosa. La historia del asesinato del señor Wicksteed se susurraba de boca en boca, rápidamente y con detalle, a lo largo y ancho de la comarca.
Si hacíamos bien en suponer que el refugio del hombre invisible eran los matorrales de Hintondean, tenemos que suponer también que, a primera hora de la tarde, salió de nuevo para realizar algún proyecto que llevara consigo el uso de un arma. No sabemos de qué se trataba, pero la evidencia de que llevaba una barra de hierro en la mano, antes de encontrarse con el señor Wicksteed, es aplastante, al menos para mí.
No sabemos nada sobre los detalles de aquel encuentro. Ocurrió al final de un foso que había a unos doscientos metros de la casa de Lord Burdock. La evidencia muestra una lucha desesperada: el suelo pisoteado, las numerosas heridas que sufrió el señor Wicksteed, su garrote hecho pedazos; pero es imposible imaginar por qué le atacó, a no ser que pensemos en un deseo homicida. Además, la teoría de la locura es inevitable. El señor Wicksteed era un hombre de unos cuarenta y cinco o cuarenta y seis años; era el mayordomo de Lord Burdock y de costumbres en apariencia inofensivas, la última persona en el mundo que habría provocado a tan terrible enemigo. Parece ser que el hombre invisible utilizó un trozo de valla roto. Detuvo a este hombre tranquilo que iba a comer a casa, lo atacó, venció su débil resistencia, le rompió un brazo, lo tiró al suelo y le golpeó la cabeza hasta hacérsela papilla.
Debió de haber arrancado la barra de la valla antes de encontrarse con su víctima; la debía llevar preparada en la mano. Hay un par de detalles, además de los ya expuestos, que merecen ser mencionados. Uno, el hecho de que el foso no estaba en el camino de la casa del señor Wicksteed, sino a unos doscientos metros. El otro, que, según afirma una niña que se dirigía a la escuela vespertina, vio a la víctima dando unos saltitos de manera peculiar por el campo, en dirección al foso. Según la descripción de la niña, parecía tratarse de un hombre que iba persiguiendo algo que iba por el suelo y le iba dando unos golpecitos con su bastón. Fue la última persona que lo vio vivo. Pasó por delante de los ojos de aquella niña camino de su muerte, y la lucha quedó oculta a los ojos de aquélla por un grupo de hayas y por una ligera depresión del terreno.
Esto, al menos para el autor, hace que el asesinato escape a la absoluta inmotivación. Podemos creer que Griffin había arrancado la barra para que le sirviera, desde luego, como arma, pero sin que tuviera la deliberada intención de utilizarla para matar. Wicksteed pudo cruzarse en su camino y ver aquella barra, que, inexplicablemente, se movía sola, suspendida en el aire. Sin pensar en el hombre invisible, pues Port Burdock quedaba a diez kilómetros de allí, pudo haberla perseguido. Puede ser, incluso, que no hubiera oído hablar del hombre invisible. Uno podría imaginarse, entonces, al hombre invisible alejándose sin hacer ruido, para evitar que se descubriese su presencia en el vecindario, y a Wicksteed, excitado por la curiosidad, persiguiendo al objeto móvil y, por último, atacándolo.
Sin lugar a dudas, el hombre invisible se pudo haber alejado fácilmente de aquel hombre de mediana edad que lo perseguía, bajo circunstancias normales, pero la posición en que se encontró el cuerpo de Wicksteed hace pensar que tuvo la mala suerte de conducir a su presa a un rincón situado entre un montón de ortigas y el foso. Para los que conocen la extraordinaria irascibilidad del hombre invisible, el resto del relato ya se lo pueden imaginar.
Pero todo esto es sólo una hipótesis. Los únicos hechos reales, ya que las historias de los niños con frecuencia no ofrecen mucha seguridad, son el descubrimiento del cuerpo de Wicksteed, muerto, y el de la barra de hierro manchada de sangre, tirada entre las ortigas. El abandono de la barra por parte de Griffin sugiere que, en el estado de excitación emocional en el que se encontraba después de lo ocurrido, abandonó el propósito por el que arrancó la barra, si es que tenía alguno. Desde luego, era un hombre egoísta y sin sentimientos, pero, al ver a su víctima, a su primera víctima, ensangrentada y de aspecto penoso, a sus pies, podría haber dejado fluir el remordimiento, cualquiera que fuese el plan de acción que había ideado.
Después del asesinato del señor Wicksteed, parece ser que atravesó la región hacia las colinas. Se dice que un par de hombres que estaban en el campo, cerca de Fern Bottom, oyeron una voz, cuando el sol se estaba poniendo. Estaba quejándose y riendo, sollozando y gruñendo y, de vez en cuando, gritaba. Les debió resultar extraño oírla. Se oyó mejor cuando pasaba por el centro de un campo de árboles y se extinguió en dirección a las colinas.
Aquella tarde el hombre invisible debió aprender algo sobre la rapidez con la que Kemp utilizó sus confidencias. Debió encontrar las casas cerradas con llave y atrancadas; debió merodear por las estaciones de tren y rondar cerca de las posadas, y, sin duda, pudo leer la nota y darse cuenta de la campaña que se estaba desarrollando en contra de él. Según avanzaba la tarde, los campos se llenaban, por distintas partes, de grupos de tres o cuatro hombres, y se escuchaba el ladrido de los perros. Aquellos cazadores de hombres tenían instrucciones especiales para ayudarse mutuamente, en caso de que se encontraran con el hombre invisible. Él los evitó a todos. Nosotros podemos entender, en parte, su furia, no era para menos, porque él mismo había dado la información que se estaba utilizando, inexorablemente, en contra suya. Al menos aquel día se desanimó; durante unas veinticuatro horas, excepto cuando tuvo el encuentro con Wicksteed, había sido un hombre perseguido. Por la noche debió comer y dormir algo, porque, a la mañana siguiente, se encontraba de nuevo activo, con fuerzas, enfadado y malvado, preparado para su última gran batalla contra el mundo.