Exhausto y herido como estaba, el hombre invisible rechazó la palabra que Kemp le daba, asegurándole que su libertad sería respetada en todo momento. Examinó las dos ventanas de la habitación, subió las persianas y abrió las hojas de las mismas para confirmar, como le había dicho Kemp, que podía escapar por ellas. Fuera, era una noche tranquila y la luna nueva se estaba poniendo en la colina. Después examinó las llaves del dormitorio y las dos puertas del armario para convencerse de la seguridad de su libertad. Y, por fin, se quedó satisfecho. Estuvo un rato de pie, al lado de la chimenea, y Kemp oyó como un bostezo.
—Siento mucho —empezó el hombre invisible— no poderte contar todo esta noche, pero estoy agotado. No cabe duda de lo grotesco del caso. ¡Es algo horrible! Pero, créeme, Kemp, es posible. Yo mismo he hecho el descubrimiento. En un principio quise guardar el secreto, pero me he dado cuenta de que no puedo. Necesito tener un socio. Y tú…, podemos hacer tantas cosas juntos… Pero mañana. Ahora Kemp, creo que, si no duermo un poco, me moriré.
Kemp, de pie en el centro de la habitación, se quedó mirando a toda aquella ropa sin cabeza.
—Imagino que ahora tendré que dejarte —dijo—. Es increíble. Otras tres cosas más como ésta, que cambien todo lo que yo creía, y me vuelvo completamente loco. Pero ¡esto es real! ¿Necesitas algo más de mí?
—Sólo que me des las buenas noches —le dijo Griffin.
—Buenas noches —dijo Kemp, mientras estrechaba una mano invisible. Después, se dirigió directamente a la puerta y la bata salió corriendo detrás de él.
—Escúchame bien —le dijo la bata—. No intentes poner ninguna traba y no intentes capturarme o, de lo contrario…
Kemp cambió de expresión.
—Creo que te he dado mi palabra —dijo.
Kemp cerró la puerta detrás de él con toda suavidad. Nada más hacerlo, echaron la llave. Después, mientras la expresión de asombro todavía podía leerse en el rostro de Kemp, se oyeron unos pasos rápidos, que se dirigieron al armario y también echó la llave. Kemp se dio una palmada en la frente: «¿Estaré soñando? ¿El mundo se ha vuelto loco o, por el contrario, yo me he vuelto loco?».
Acto seguido se echó a reír y puso una mano en la puerta cerrada: «¡Me han echado de mi dormitorio por algo completamente absurdo!», dijo.
Se acercó a la escalera y miró las puertas cerradas. «¡Es un hecho!», dijo, tocándose con los dedos el cuello dolorido. «Un hecho innegable, pero…». Sacudió la cabeza sin esperanza alguna, se dio la vuelta y bajó las escaleras.
Kemp encendió la lámpara del comedor, sacó un puro y se puso a andar de un lado para otro por la habitación, haciendo gestos. De vez en cuando se ponía a discutir consigo mismo.
«¡Es invisible!».
«¿Hay algo tan extraño como un animal invisible? En el mar, sí. ¡Hay miles, incluso millones! Todas las larvas, todos los seres microscópicos, las medusas. ¡En el mar hay muchas más cosas invisibles que visibles! Nunca se me había ocurrido. ¡Y también en las charcas! Todos esos pequeños seres que viven en ellas, todas las partículas transparentes, que no tienen color. ¿Pero en el aire? ¡Por supuesto que no!».
«No puede ser».
«Pero… después de todo… ¿Por qué no puede ser?».
«Si un hombre estuviera hecho de vidrio, también sería invisible».
A partir de ese momento, pasó a especulaciones mucho más profundas. Antes de que volviera a decir una palabra, la ceniza de tres puros se había extendido por toda la alfombra. Después, se levantó de su sitio, salió de la habitación y se dirigió a la sala de visitas, donde encendió una lámpara de gas. Era una habitación pequeña, porque el doctor Kemp no recibía visitas y allí era donde tenía todos los periódicos del día. El periódico de la mañana estaba tirado y descuidadamente abierto. Lo cogió, le dio la vuelta y empezó a leer el relato sobre el «Extraño suceso en Iping», que el marinero de Port Stowe le había contado a Marvel. Kemp lo leyó rápidamente.
—¡Embozado! —dijo Kemp—. ¡Disfrazado! ¡Ocultándose! Nadie debía darse cuenta de su desgracia. ¿A qué diablos está jugando?
Soltó el periódico y sus ojos siguieron buscando otro.
—¡Ah! —dijo y cogió el St. James Gazette, que estaba intacto, como cuando llegó—. Ahora nos acercaremos a la verdad —dijo Kemp. Tenía el periódico abierto y a dos columnas. El título era: «Un pueblo entero de Sussex se vuelve loco».
—¡Cielo santo! —dijo Kemp, mientras leía el increíble artículo sobre los acontecimientos que habían tenido lugar en Iping la tarde anterior, que ya hemos descrito en su momento. El artículo del periódico de la mañana se reproducía íntegro en la página siguiente.
Kemp volvió a leerlo. «Bajó corriendo la calle dando golpes a diestro y siniestro. Jaffers quedó sin sentido. El señor Huxter, con un dolor impresionante, todavía no puede describir lo que vio. El vicario completamente humillado. Una mujer enferma por el miedo que pasó. Ventanas rotas. Pero esta historia debe ser una completa invención. Demasiado buena para no publicarla».
Soltó el periódico y se quedó mirando adelante, sin ver nada realmente.
—¡Tiene que ser una invención!
Volvió a coger el periódico y lo releyó todo.
—Pero, ¿en ningún momento citan al vagabundo? ¿Por qué demonios iba persiguiendo a un vagabundo?
Después de hacerse estas preguntas, se dejó caer en su sillón de cirujano.
—No sólo es invisible —se dijo—, ¡también está loco! ¡Es un homicida!
Cuando aparecieron los primeros rayos de luz que se mezclaron con la luz de la lámpara de gas y el humo del comedor, Kemp seguía dando vueltas por la habitación, intentando comprender aquello que todavía le parecía increíble.
Estaba demasiado excitado para poder dormir. Por la mañana, los sirvientes, todavía presa del sueño, lo encontraron allí y achacaron su estado a la excesiva dedicación al estudio. Entonces, les dio instrucciones explícitas de que prepararan un desayuno para dos personas y lo llevaran al estudio. Luego les dijo que se quedaran en la planta baja y en el primer piso. Todas estas instrucciones les parecieron raras. Acto seguido, siguió paseándose por la habitación hasta que llegó el periódico de la mañana. En él se comentaba mucho, pero se decían muy pocas cosas nuevas del asunto, aparte de la confirmación de los sucesos de la noche anterior, y un artículo, muy mal escrito, sobre un suceso extraordinario ocurrido en Port Burdock. Era el resumen que Kemp necesitaba sobre lo ocurrido en el Jolly Cricketers; ahora ya aparecía el nombre de Marvel. «Me obligó a estar a su lado durante veinticuatro horas», testificaba Marvel. Se añadían también algunos hechos de menor importancia en la historia de Iping, destacando el corte de los hilos del telégrafo del pueblo. Pero no había nada que arrojase nueva luz sobre la relación entre el hombre invisible y el vagabundo, ya que el señor Marvel no había dicho nada sobre los tres libros ni sobre el dinero que llevaba encima. La atmósfera de incredulidad se había disipado y muchos periodistas y curiosos se estaban ocupando del tema.
Kemp leyó todo el artículo y envió después a la muchacha a buscar todos los periódicos de la mañana que encontrara. Los devoró todos.
—¡Es invisible! —dijo—. Y está pasando de tener rabia a convertirse en un maniático. ¡Y la cantidad de cosas que puede hacer y que ha hecho! Y está arriba, tan libre como el aire. ¿Qué podría hacer yo? Por ejemplo, ¿sería faltar a mi palabra si…? ¡No, no puedo!
Se dirigió a un desordenado escritorio que había en una esquina de la habitación y anotó algo. Rompió lo que había empezado a escribir y escribió una nota nueva. Cuando terminó la leyó y consideró que estaba bien. Después la metió en un sobre y lo dirigió al «Coronel Adye, Port Burdock».
El hombre invisible se despertó, mientras Kemp escribía la nota. Se despertó de mal humor, y Kemp, que estaba alerta a cualquier ruido, oyó sus pisadas arriba y cómo estas iban de un lado para otro por toda la habitación. Después oyó cómo se caía al suelo una silla y, más tarde, el lavabo. Kemp, entonces, subió corriendo las escaleras y llamó a la puerta.