El doctor Kemp había continuado escribiendo en su estudio hasta que los disparos le hicieron levantarse de la silla. Se oyeron los disparos uno tras otro.
—¡Vaya! —dijo el doctor Kemp, volviéndose a colocar la pluma en la boca y prestando atención—. ¿Quién habrá permitido pistolas en Burdock? ¿Qué estarán haciendo esos idiotas ahora?
Se dirigió a la ventana que daba al sur, la abrió y se asomó. Al hacerlo, vio la hilera de ventanas con luz, las lámparas de gas encendidas y las luces de las casas con sus tejados y patios negros, que componían la ciudad de noche.
—Parece que hay gente en la parte de abajo de la colina —dijo—, en la posada.
Y se quedó allí, mirando. Entonces sus ojos se dirigieron mucho más allá, para fijarse en las luces de los barcos y en el resplandor del embarcadero, un pequeño pabellón iluminado, como una gema amarilla.
La luna, en cuarto creciente, parecía estar colgada encima de la colina situada en el oeste, y las estrellas, muy claras, tenían un brillo casi tropical.
Pasados cinco minutos, durante los cuales su mente había estado haciendo especulaciones remotas sobre las condiciones sociales en el futuro y había perdido la noción del tiempo, el doctor Kemp, con un suspiro, cerró la ventana y volvió a su escritorio.
Una hora más tarde, llamaron al timbre. Había estado escribiendo con torpeza y con intervalos de abstracción desde que sonaran los disparos. Se sentó a escuchar. Oyó cómo la muchacha contestaba a la llamada y esperó sus pasos en la escalera, pero la muchacha no vino.
—Me pregunto quién podría ser —dijo el doctor Kemp.
Intentó acabar el trabajo, pero no pudo. Se levantó y bajó al descansillo de la escalera, tocó el timbre del servicio y se asomó a la barandilla para llamar a la muchacha en el momento en que ésta aparecía en el vestíbulo.
—¿Era una carta? —le preguntó.
—No. Alguien debió llamar y salió corriendo, señor —contestó ella.
«No sé qué me pasa esta noche, estoy intranquilo», se dijo. Volvió al estudio y, esta vez, se dedicó al trabajo con ahínco. Al cabo de un rato estaba absorto por completo en su trabajo. Los únicos ruidos que se oían en toda la habitación eran el tic-tac del reloj y el rascar de la pluma sobre el papel; la única luz era la de una lámpara, que daba directamente sobre su mesa de trabajo.
Eran las dos de la madrugada cuando el doctor Kemp terminó su trabajo. Se levantó, bostezó y bajó para irse a dormir. Se había quitado la chaqueta y el chaleco, y sintió que tenía sed. Cogió una vela y bajó al comedor para prepararse un güisqui con soda.
La profesión del doctor Kemp lo había convertido en un hombre muy observador y, cuando pasó de nuevo por el vestíbulo, de vuelta a su habitación, se dio cuenta de que había una mancha oscura en el linóleo, al lado del felpudo que había a los pies de la escalera. Siguió por las escaleras y, de repente, se le ocurrió pensar qué sería aquella mancha. Aparentemente, algo en su subconsciente se lo estaba preguntando. Sin pensarlo dos veces, dio media vuelta y volvió al vestíbulo con el vaso en la mano. Dejó el güisqui con soda en el suelo, se arrodilló y tocó la mancha. Sin sorprenderse, se percató de que tenía el tacto y el color de la sangre cuando se está secando.
El doctor Kemp cogió otra vez el vaso y subió a su habitación, mirando alrededor e intentando buscar una explicación a aquella mancha de sangre. Al llegar al descansillo de la escalera, se detuvo muy sorprendido. Había visto algo. El pomo de la puerta de su propia habitación estaba manchado de sangre. Se miró la mano y estaba limpia. Entonces recordó que había abierto la puerta de su habitación cuando bajó del estudio y, por consiguiente, no había tocado el pomo. Entró en la habitación con el rostro bastante sereno, quizá con un poco más de decisión de lo normal. Su mirada inquisitiva lo primero que vio fue la cama. La colcha estaba llena de sangre y habían vuelto las sábanas. No se había dado cuenta antes, porque se había dirigido directamente al tocador. La ropa de la cama estaba hundida, como si alguien, recientemente, hubiese estado sentado allí.
Después tuvo la extraña impresión de oír a alguien que le decía en voz baja: «¡Cielo santo! ¡Es Kemp!». Pero el doctor Kemp no creía en las voces.
El doctor Kemp se quedó allí, de pie, mirando las sábanas revueltas. ¿Aquello había sido una voz? Miró de nuevo a su alrededor, pero no vio nada raro, excepto la cama desordenada y manchada de sangre. Entonces, oyó claramente que algo se movía en la habitación, cerca del lavabo. Sin embargo, todos los hombres, incluso los más educados, tienen algo de supersticiosos. Lo que generalmente se llama miedo se apoderó entonces del doctor Kemp. Cerró la puerta de la habitación, se dirigió al tocador y dejó allí el vaso. De pronto, sobresaltado, vio, entre él y el tocador, un trozo de venda de hilo, enrollada y manchada de sangre, suspendida en el aire.
Se quedó mirando el fenómeno, sorprendido. Era un vendaje vacío. Un vendaje bien hecho, pero vacío. Cuando iba a aventurarse a tocarlo, algo se lo impidió y una voz le dijo desde muy cerca:
—¡Kemp!
—¿Qué…? —dijo Kemp, con la boca abierta.
—No te pongas nervioso —dijo la voz—. Soy un hombre invisible.
Durante un rato, Kemp no contestó, simplemente miraba el vendaje.
—Un hombre invisible —repitió la voz.
La historia que aquella mañana él había ridiculizado, volvía ahora a la mente de Kemp. En ese momento, no parecía estar ni muy asustado ni demasiado asombrado. Kemp se terminó de dar cuenta mucho más tarde.
—Creí que todo era mentira —dijo. En lo único que pensaba era en lo que había dicho aquella mañana—. ¿Lleva usted puesta una venda? —preguntó.
—Sí —dijo el hombre invisible.
—¡Oh! —dijo Kemp, dándose cuenta de la situación—. ¿Qué estoy diciendo? —continuó—. Esto es una tontería. Debe tratarse de algún truco.
Dio un paso atrás y, al extender la mano para tocar el vendaje, se topó con unos dedos invisibles. Retrocedió, al tocarlos, y su cara cambió de color.
—¡Tranquilízate, Kemp, por el amor de Dios! Necesito que me ayudes. Para, por favor.
Le sujetó el brazo con la mano y Kemp la golpeó.
—¡Kemp! —gritó la voz—. ¡Tranquilízate, Kemp! —repitió sujetándole con más fuerza.
A Kemp le entraron unas ganas frenéticas de liberarse de su opresor. La mano del brazo vendado le agarró el brazo y, de repente, sintió un fuerte empujón, que le tiró encima de la cama. Intentó gritar, pero le metieron una punta de la sábana en la boca. El hombre invisible le tenía inmovilizado con todas sus fuerzas, pero Kemp tenía los brazos libres e intentaba golpear con todas sus fuerzas.
—¿Me dejarás que te explique todo de una vez? —le dijo el hombre invisible, sin soltarle, a pesar del puñetazo que recibió en las costillas—. ¡Déjalo ya, por Dios, o acabarás haciéndome cometer una locura! ¿Todavía crees que es una mentira, eh, loco? —gritó el hombre invisible al oído de Kemp.
Kemp siguió debatiéndose un instante hasta que, finalmente, se estuvo quieto.
—Si gritas, te romperé la cara —dijo el hombre invisible, destapándole la boca—. Soy un hombre invisible. No es ninguna locura ni tampoco es cosa de magia. Soy realmente un hombre invisible. Necesito que me ayudes. No me gustaría hacerte daño, pero, si sigues comportándote como un palurdo, no me quedará más remedio. ¿No me recuerdas, Kemp? Soy Griffin, del colegio universitario.
—Deja que me levante —le pidió Kemp—. No intentaré hacerte nada. Deja que me tranquilice.
Kemp se sentó y se llevó la mano al cuello.
—Soy Griffin, del colegio universitario. Me he vuelto invisible. Sólo soy un hombre como otro cualquiera, un hombre al que tú has conocido, que se ha vuelto invisible.
—¿Griffin? —preguntó Kemp.
—Sí, Griffin —contestó la voz—. Un estudiante más joven que tú, casi albino, de uno ochenta de estatura, bastante fuerte, con la cara rosácea y los ojos rojizos… Soy aquél que ganó la medalla en química.
—Estoy aturdido —dijo Kemp—. Me estoy haciendo un lío. ¿Qué tiene que ver todo esto con Griffin?
—¿No lo entiendes? ¡Yo soy Griffin!
—¡Es horrible! —dijo Kemp, y añadió—: Pero, ¿qué demonios hay que hacer para que un hombre se vuelva invisible?
—No hay que hacer nada, es un proceso lógico y fácil de comprender.
—¡Pero es horrible! —dijo Kemp—. ¿Cómo…?
—¡Ya sé que es horrible! Pero ahora estoy herido, tengo muchos dolores y estoy cansado. ¡Por el amor de Dios, Kemp! Tú eres un hombre bueno. Dame algo de comer y algo de beber y déjame que me siente aquí.
Kemp miraba cómo se movía el vendaje por la habitación y después vio cómo arrastraba una silla hasta la cama. La silla crujió y por lo menos una cuarta parte del asiento se hundió. Kemp se restregó los ojos y se volvió a llevar la mano al cuello.
—Esto acaba con los fantasmas —dijo, y se rio estúpidamente.
—Así está mejor. Gracias a Dios, te vas haciendo a la idea.
—O me estoy volviendo loco —dijo Kemp, frotándose los ojos con los nudillos.
—¿Puedo beber un poco de güisqui? Me muero de sed.
—Pues a mí no me da esa impresión. ¿Dónde estás? Si me levanto, podría chocar contigo. ¡Ya está! Muy bien. ¿Un poco de güisqui? Aquí tienes. ¿Y, ahora, cómo te lo doy?
La silla crujió y Kemp sintió que le quitaban el vaso de la mano. Él soltó el vaso haciendo un esfuerzo, pues su instinto lo empujaba a no hacerlo. El vaso se quedó en el aire a unos centímetros por encima de la silla. Kemp se le quedó mirando con infinita perplejidad.
—Esto es… esto tiene que ser hipnotismo. Me has debido hacer creer que eres invisible.
—No digas tonterías —dijo la voz.
—Es una locura.
—Escúchame un momento.
—Yo —comenzó Kemp— concluía esta mañana demostrando que la invisibilidad…
—¡No te preocupes de lo que demostraste!… Estoy muerto de hambre —dijo la voz—, y la noche es… fría para un hombre que no lleva nada encima.
—¿Quieres algo de comer? —preguntó Kemp.
El vaso de güisqui se inclinó.
—Sí —dijo el hombre invisible bebiendo un poco—. ¿Tienes una bata?
Kemp comentó algo en voz baja. Se dirigió al armario y sacó una bata de color rojo oscuro.
—¿Te vale esto? —preguntó, y se lo arrebataron. La prenda permaneció un momento como colgada en el aire, luego se aireó misteriosamente, se abotonó y se sentó en la silla.
—Algo de ropa interior, calcetines y unas zapatillas me vendrían muy bien —dijo el hombre invisible—. Ah, y comida también.
—Lo que quieras, pero ¡es la situación más absurda que me ha ocurrido en mi vida!
Kemp abrió unos cajones para sacar las cosas que le habían pedido y después bajó a registrar la despensa. Volvió con unas chuletas frías y un poco de pan. Lo colocó en una mesa y lo puso ante su invitado.
—No te preocupes por los cubiertos —dijo el visitante, mientras una chuleta se quedó en el aire, y oía masticar.
—¡Invisible! —dijo Kemp, y se sentó en una silla.
—Siempre me gusta ponerme algo encima antes de comer —dijo el hombre invisible con la boca llena, comiendo con avidez—. ¡Es una manía!
—Imagino que lo de la muñeca no es nada serio —dijo Kemp.
—No —dijo el hombre invisible.
—Todo esto es tan raro y extraordinario…
—Cierto. Pero es más raro que me colara en tu casa para buscar una venda. Ha sido mi primer golpe de suerte. En cualquier caso, pienso quedarme a dormir esta noche. ¡Tendrás que soportarme! Es una molestia toda esa sangre por ahí, ¿no crees? Pero me he dado cuenta de que se hace visible cuando se coagula. Llevo en la casa tres horas.
—Pero, ¿cómo ha ocurrido? —empezó Kemp con tono desesperado—. ¡Estoy confundido! Todo este asunto no tiene sentido.
—Pues es bastante razonable —dijo el hombre invisible—. Perfectamente razonable.
El hombre invisible alcanzó la botella de güisqui. Kemp miró cómo la bata se la bebía. Un rayo de luz entraba por un roto que había en el hombro derecho, y formaba un triángulo de luz con las costillas de su costado izquierdo.
—Y ¿qué eran esos disparos? —preguntó—. ¿Cómo empezó todo?
—Empezó porque un tipo, completamente loco, una especie de cómplice mío, ¡maldita sea!, intentó robarme el dinero. Y es lo que ha hecho.
—¿Es también invisible?
—No.
—¿Y qué más?
—¿Podría comer algo más antes de contártelo todo? Estoy hambriento y me duele todo el cuerpo, y ¡encima quieres que te cuente mi historia!
Kemp se levantó.
—¿Fuiste tú el que disparó? —preguntó.
—No, no fui yo —dijo el visitante—. Un loco al que nunca había visto empezó a disparar al azar. Muchos tenían miedo, y todos me temían. ¡Malditos! ¿Podrías traerme algo más de comer, Kemp?
—Voy a bajar a ver si encuentro algo más de comer —dijo Kemp—. Pero me temo que no haya mucho.
Después de comer, y comió muchísimo, el hombre invisible pidió un puro. Antes de que Kemp encontrara un cuchillo, el hombre invisible había mordido el extremo del puro de manera salvaje, y lanzó una maldición al desprenderse, por el mordisco, la capa exterior del puro. Era extraño verlo fumar; la boca, la garganta, la faringe, los orificios de la nariz se hacían visibles con el humo.
—¡Fumar es un placer! —decía mientras chupaba el puro—. ¡Qué suerte he tenido cayendo en tu casa, Kemp! Tienes que ayudarme. ¡Qué coincidencia haber dado contigo! Estoy en un apuro. Creo que me he vuelto loco. ¡Si supieras en todo lo que he estado pensando! Pero todavía podemos hacer cosas juntos. Déjame que te cuente…
El hombre invisible se echó un poco más de güisqui con soda. Kemp se levanto, echó un vistazo alrededor y trajo un vaso para él de la habitación contigua.
—Es todo una locura, pero imagino que también puedo echar un trago contigo.
—No has cambiado mucho en estos doce años, Kemp. ¡Nada! Sigues tan frío y metódico… Como te decía, ¡tenemos que trabajar juntos!
—Pero, ¿cómo ocurrió todo? —insistió Kemp—. ¿Cómo te volviste invisible?
—Por el amor de Dios, déjame fumar en paz un rato. Después te lo contaré todo.
Pero no se lo contó aquella noche. La muñeca del hombre invisible iba de mal en peor. Le subió la fiebre, estaba exhausto. En ese momento volvió a recordar la persecución por la colina y la pelea en la posada. A ratos hablaba de Marvel, luego se puso a fumar mucho más deprisa y en su voz se empezó a notar el enfado. Kemp intentó unirlo todo como pudo.
—Tenía miedo de mí, yo notaba que me temía —repetía una y otra vez el hombre invisible—. Quería librarse de mí, siempre le rondaba esa idea. ¡Qué tonto he sido!
—¡Qué canalla!
—Debí haberlo matado.
—¿De dónde sacaste el dinero? —interrumpió Kemp.
El hombre invisible guardó silencio antes de contestar.
—No te lo puedo contar esta noche —le dijo.
De repente se oyó un gemido. El hombre invisible se inclinó hacia adelante agarrándose con manos invisibles su cabeza invisible.
—Kemp —dijo—, hace casi tres días que no duermo, quitando un par de cabezadas de una hora más o menos. Necesito dormir.
—Está bien, quédate en mi habitación, en esta habitación.
—¿Pero cómo voy a dormir? Si me duermo, se escapará. Aunque, ¡qué más da!
—¿Es grave esa herida? —preguntó Kemp.
—No, no es nada, sólo un rasguño y sangre. ¡Oh, Dios! ¡Necesito dormir!
—¿Y por qué no lo haces?
El hombre invisible pareció quedarse mirando a Kemp.
—Porque no quiero dejarme atrapar por ningún hombre —dijo lentamente.
Kemp dio un respingo.
—¡Pero qué tonto soy! —dijo el hombre invisible dando un golpe en la mesa—. Te acabo de dar la idea.