Al anochecer, el doctor Kemp estaba sentado en su estudio, en el mirador de la colina que da a Burdock. Era una habitación pequeña y acogedora. Tenía tres ventanas que daban al norte, al sur y al oeste, y estanterías llenas de libros y publicaciones científicas. Había también una amplia mesa de trabajo y, bajo la ventana que daba al norte, un microscopio, platinas, instrumentos de precisión, algunos cultivos y, esparcidos por todas partes, distintas botellas, que contenían reactivos. La lámpara del doctor estaba encendida, a pesar de que el cielo estaba todavía iluminado por los rayos del crepúsculo. Las persianas, levantadas, ya que no había peligro de que nadie se asomara desde el exterior y hubiese que bajarlas. El doctor Kemp era un joven alto y delgado, de cabellos rubios y un bigote casi blanco, y esperaba que el trabajo que estaba realizando le permitiese entrar en la Royal Society[4], a la que él daba mucha importancia.
En un momento en que estaba distraído de su trabajo, sus ojos se quedaron mirando la puesta de sol detrás de la colina que tenía enfrente. Estuvo sentado así, quizá durante un buen rato, con la pluma en la boca, admirando los colores dorados que surgían de la cima de la colina, hasta que se sintió atraído por la figura de un hombre, completamente negra, que corría por la colina hacia él. Era un hombrecillo bajo, que llevaba un sombrero enorme y que corría tan deprisa que apenas se le distinguían las piernas.
—Debe de ser uno de esos locos —dijo el doctor Kemp—. Como ese torpe que esta mañana al volver la esquina chocó conmigo, y gritaba: «¡El hombre invisible, señor!». No puedo imaginar quién los haya poseído. Parece que estemos en el siglo trece.
Se levantó se acercó a la ventana y miró a la colina y a la figura negra que subía corriendo.
—Parece tener mucha prisa —dijo el doctor Kemp—, pero no adelanta demasiado. Se diría que lleva plomo en los bolsillos.
Se acercaba al final de la cuesta.
—¡Un poco más de esfuerzo, venga! —dijo el doctor Kemp.
Un instante después, aquella figura se ocultaba tras la casa que se encontraba en lo alto de la colina. El hombrecillo se hizo otra vez visible, y así tres veces más, según pasaba por delante de las tres casas que siguieron a la primera, hasta que una de las terrazas de la colina lo ocultó definitivamente.
—Son todos unos borregos —dijo el doctor Kemp, girando sobre sus talones y volviendo a la mesa de trabajo.
Sin embargo, los que vieron de cerca al fugitivo y percibieron el terror que reflejaba su rostro, empapado de sudor, no compartieron el desdén del doctor. En cuanto al hombrecillo, éste seguía corriendo y sonaba como una bolsa repleta de monedas que se balancea de un lado para otro. No miraba ni a izquierda ni a derecha, sus ojos dilatados miraban colina abajo, donde las luces se estaban empezando a encender y donde había mucha gente en la calle. Tenía la boca torcida por el agotamiento, los labios llenos de una saliva espesa y su respiración se hacía cada vez más ronca y ruidosa. A medida que pasaba, todos se le quedaban mirando, preguntándose incómodos cuál podría ser la razón de su huida.
En ese momento, un perro que jugaba en lo alto de la colina lanzó un aullido y corrió a esconderse debajo de una verja. Todos notaron algo, una especie de viento, unos pasos y el sonido de una respiración jadeante que pasaba a su lado.
La gente empezó a gritar y a correr. La noticia se difundió a voces y por instinto en toda la colina. La gente gritaba en la calle antes de que Marvel estuviera a medio camino de la misma. Todos se metieron rápidamente en sus casas y cerraron las puertas tras ellos. Marvel lo estaba oyendo e hizo un último y desesperado esfuerzo. El miedo se le había adelantado y, en un momento, se había apoderado de todo el pueblo.
—¡Que viene el hombre invisible! ¡El hombre invisible!