Capítulo XIV.
En Port Stowe

Eran las diez de la mañana del día siguiente, y el señor Marvel, sin afeitar y muy sucio por el viaje, estaba sentado con las manos en los bolsillos, y los libros, en un banco, a la puerta de una posada de las afueras de Port Stowe. Parecía estar nervioso e incómodo. Los libros estaban al lado, atados con un cordel. Habían abandonado el bulto en un pinar, cerca de Bramblehurst, de acuerdo con un cambio en los planes del hombre invisible. El señor Marvel estaba sentado en el banco y, aunque nadie le prestaba ninguna atención, estaba tan agitado que metía y sacaba las manos de sus bolsillos, con movimientos nerviosos, constantemente.

Cuando llevaba sentado casi una hora, salió de la posada un viejo marinero con un periódico, y se sentó a su lado.

—Hace un día espléndido —le dijo el marinero.

El señor Marvel lo miró con cierto recelo.

—Sí —contestó.

—Es el adecuado para esta época del año —siguió el marinero, sin darse por enterado.

—Ya lo creo —dijo el señor Marvel.

El marinero sacó un palillo de dientes, que lo mantuvo ocupado un rato. Mientras tanto, se dedicó a observar a aquella figura polvorienta y los libros que tenía al lado. Al acercarse al señor Marvel, había oído el tintineo de unas monedas al caer en un bolsillo. Le llamó la atención el contraste entre el aspecto del señor Marvel y esos signos de opulencia. Y, por este motivo, volvió inmediatamente al tema que le rondaba por la cabeza.

—¿Libros? —preguntó, rompiendo el palillo de dientes.

El señor Marvel, moviéndose, los miró.

—Sí, sí —dijo—. Son libros.

—En los libros hay cosas extraordinarias —continuó el marinero.

—Ya lo creo —dijo el señor Marvel.

—Y también hay cosas extraordinarias que no se encuentran en los libros —señaló el marinero.

—También es verdad —dijo el señor Marvel, mirando a su interlocutor de arriba abajo.

—También en los periódicos aparecen cosas extraordinarias, por ejemplo —dijo el marinero.

—Por supuesto.

—En este periódico… —añadió el marinero.

—¡Ah! —dijo el señor Marvel.

—En este periódico se cuenta una historia —continuó el marinero, mirando al señor Marvel—. Se cuenta la historia sobre un hombre invisible, por ejemplo.

El señor Marvel hizo una mueca con la boca, se rascó la mejilla y notó que se le ponían coloradas las orejas.

—¡Qué barbaridad! —exclamó intentando no darle importancia—. ¿Y dónde ha sido eso, en Austria o en América?

—En ninguno de los dos sitios —dijo el marinero—. Ha sido aquí.

—¡Dios mío! —dijo el señor Marvel, dando un respingo.

—Cuando digo aquí —prosiguió el marinero para tranquilizar al señor Marvel— no quiero decir en este lugar, sino en los alrededores.

—¡Un hombre invisible! —dijo el señor Marvel—. ¿Y qué ha hecho?

—De todo —añadió el marinero, sin dejar de mirar al señor Marvel—. Todo lo que uno pueda imaginar.

—En cuatro días no he leído ni un periódico —dijo Marvel.

—Dicen que en Iping comenzó todo —continuó el marinero.

—¡Qué me dice! —dijo el señor Marvel.

—Apareció allí, aunque nadie parece saber de dónde venía. Aquí lo dice: «Extraño suceso en Iping». Y dicen en el periódico que han ocurrido cosas fuera de lo común, extraordinarias.

—¡Dios mío! —exclamó el señor Marvel.

—Es una historia increíble. Hay dos testigos, un clérigo y un médico. Ellos pudieron verlo o, a decir verdad, no lo vieron. Dice que estaba hospedado en el Coach and Horses, pero nadie se había enterado de su desgracia, hasta que hubo un altercado en la posada, dice, y el personaje se arrancó los vendajes de la cabeza. Entonces pudieron ver que la cabeza era invisible. Intentaron cogerlo, pero, según el periódico, se quitó la ropa y consiguió escaparse, tras una desesperada lucha, en la que, según se cuenta, hirió gravemente a nuestro mejor policía, el señor Jaffers. Una historia interesante, ¿no cree usted?, con pelos y señales.

—Santo Dios —prorrumpió el señor Marvel, mirando nerviosamente a su alrededor y tratando de contar el dinero que tenía en el bolsillo, ayudándose únicamente del sentido del tacto. En ese momento se le ocurrió una nueva idea—. Parece una historia increíble.

—Desde luego. Incluso yo diría que extraordinaria. Nunca había oído hablar de hombres invisibles, pero se oyen tantas cosas que…

—¿Y eso fue todo lo que hizo? —preguntó el señor Marvel, intentando no darle mucha importancia.

—¿No le parece suficiente? —dijo el marinero.

—¿Y no volvió allí? —preguntó Marvel—. ¿Se escapó y no ocurrió nada más?

—¡Claro! —dijo el marinero—. ¿Por qué? ¿No le parece suficiente?

—Sí, sí, por supuesto —dijo Marvel.

—Yo creo que es más que suficiente —señaló el marinero.

—¿Tenía algún compinche? ¿Dice en el periódico, si tenía algún compinche? —preguntó, ansioso, el señor Marvel.

—¿Uno solo le parece poco? —contestó el marinero—. No, gracias a Dios, no tenía ningún compinche. —El marinero movió la cabeza lentamente—. Simplemente con pensar que ese tipo anda por aquí, en el condado, me hace estar intranquilo. Ahora parece que está en libertad y hay síntomas que indican que puede tomar, o ha tomado, la carretera de Port Stowe. ¡Estamos en el ajo! En estos momentos no nos sirven de nada las hipótesis de que si hubiese ocurrido en América. ¡Basta pensar en lo que puede llegar a hacer! ¿Qué haría usted, si le ataca? Suponga que quiere robar… ¿Quién podría impedírselo? Puede ir donde quiera, puede robar, podría traspasar un cordón de policías con tanta facilidad como usted o yo podríamos escapar de un ciego, incluso con más facilidad, ya que, según dicen, los ciegos pueden oír ruidos que generalmente nadie oye. Y, si se trata de tomar una copa…

—Sí, en realidad, tiene muchas ventajas —dijo el señor Marvel.

—Es verdad —asintió el marinero—. Tiene muchas ventajas.

Hasta ese momento el señor Marvel había estado mirando a su alrededor, intentando escuchar el menor ruido o detectando el movimiento más imperceptible. Parecía que iba a tomar una determinación. Se puso una mano en la boca y tosió.

Volvió a mirar y a escuchar a su alrededor; se acercó al marinero y le dijo en voz baja:

—El hecho es que… me he enterado de un par de cosas de ese hombre invisible. Las sé de buena tinta.

—¡Oh! —exclamó el marinero, interesado—. ¿Usted sabe…?

—Sí —dijo el señor Marvel—. Yo…

—¿En serio? —exclamó el marinero—. ¿Puedo preguntarle…?

—Se quedará asombrado —dijo el señor Marvel, sin quitarse la mano de la boca—. Es algo increíble.

—¡No me diga! —señaló el marinero.

—El hecho es que… —comenzó el señor Marvel en tono confidencial. Y de repente le cambió la expresión—. ¡Ay! —exclamó levantándose de su asiento. En su cara se podía ver reflejado el dolor físico—. ¡Ay! —repitió.

—¿Qué le ocurre? —preguntó el marinero, preocupado.

—Un dolor de muelas —dijo el señor Marvel mientras se llevaba la mano al oído. Cogió los libros—. Será mejor que me vaya —añadió, levantándose de una manera muy curiosa del banco.

—Pero usted iba a contarme ahora algo sobre ese hombre invisible —protestó el marinero.

Entonces el señor Marvel pareció consultar algo consigo mismo.

—Era una broma —dijo una voz.

—Era una broma —dijo el señor Marvel.

—Pero lo dice el periódico —señaló el marinero.

—No deja de ser una broma —añadió el señor Marvel—. Conozco al tipo que inventó esa mentira. De todas formas, no hay ningún hombre invisible.

—Y, ¿entonces el periódico? ¿Quiere hacerme creer que…?

—Ni una palabra —dijo el señor Marvel.

El marinero le miró con el periódico en la mano. El señor Marvel escrutó a su alrededor con insistencia.

—Espere un momento —dijo el marinero levantándose y hablando muy despacio—. ¿Entonces quiere decir que…?

—Eso quiero decir —señaló el señor Marvel.

—Entonces, ¿por qué me dejó que le contara todas esas tonterías? ¿Cómo permite que un hombre haga el ridículo así? ¿Quiere explicármelo?

El señor Marvel resopló. El marinero se puso rojo. Apretó los puños.

—He estado hablando diez minutos… —dijo—, y usted, viejo estúpido, no ha tenido la más mínima educación para…

—A ver si mide sus palabras —señaló el señor Marvel.

—¿Que mida mis palabras? Menos mal que…

—Vamos —dijo una voz, y, de repente, hizo dar media vuelta al señor Marvel, y éste empezó a alejarse dando saltos.

—Eso, será mejor que se vaya —añadió el marinero.

—¿Quién se va? —dijo el señor Marvel, y se fue alejando mientras daba unos extraños saltos hacia atrás y hacia adelante. Cuando ya llevaba un trecho recorrido, empezó un monólogo de protestas y recriminaciones.

—Imbécil —gritó el marinero, que estaba con las piernas separadas y los brazos en jarras, mirando cómo se alejaba aquella figura—. Ya te enseñaré yo, ¡burro! ¡Burlarse de mí! Está aquí, ¡en el periódico!

El señor Marvel le contestó con alguna incoherencia hasta que se perdió en una curva de la carretera. El marinero se quedó allí, en medio del camino, hasta que el carro del carnicero lo obligó a apartarse.

«Esta comarca está llena de cretinos —se dijo—. Sólo quería confundirme, en eso consistía su juego sucio; pero está en el periódico».

Y más tarde escucharía otro fenómeno extraño que tuvo lugar no lejos de donde él se encontraba. Parece ser que vieron el puño de una mano lleno de monedas —nada más y nada menos— que iba, sin dueño visible, siguiendo el muro que hace esquina con St. Michael Lane. Lo había visto otro marinero aquella mañana. Este marinero intentó atrapar el dinero, pero, cuando se abalanzó, recibió un golpe y, después, al levantarse, el dinero se había desvanecido en el aire. Nuestro marinero estaba dispuesto a creer todo, pero aquello era demasiado.

Sin embargo, después volvió a recapacitar sobre el asunto. La historia del dinero volador era cierta. En todo el vecindario, en el Banco de Londres, en las cajas de las tiendas y de las posadas, que tenían las puertas abiertas por el tiempo soleado que hacía, había desaparecido dinero. El dinero, a puñados, flotaba por la orilla de los muros y por los lugares menos iluminados, desapareciendo de la vista de los hombres. Y había terminado siempre, aunque nadie lo hubiese descubierto, en los bolsillos de ese hombre nervioso del sombrero de seda, que se sentó en la posada de las afueras de Port Stowe.