Para comprender lo que ocurrió en la posada, hay que volver al momento en el que el señor Huxter vio por vez primera a Marvel por el escaparate de su establecimiento. En ese momento se encontraban en el salón el señor Cuss y el señor Bunting. Hablaban con seriedad sobre los extraordinarios acontecimientos que habían tenido lugar aquella mañana y estaban, con el permiso del señor Hall, examinando las pertenencias del hombre invisible. Jaffers se había recuperado, en parte, de su caída y se había ido a casa por disposición de sus amigos. La señora Hall había recogido las ropas del forastero y había ordenado el cuarto. Y, sobre la mesa que había bajo la ventana, donde el forastero solía trabajar, Cuss había encontrado tres libros manuscritos en los que se leía «Diario».
—¡Un Diario! —dijo Cuss, colocando los tres libros sobre la mesa—. Ahora nos enteraremos de lo ocurrido.
El vicario, que estaba de pie, se apoyó con las dos manos en la mesa.
—Un Diario —repetía Cuss mientras se sentaba y colocaba dos volúmenes en la mesa y sostenía el tercero. Lo abrió—. ¡Humm! No hay ni un nombre en la portada. ¡Qué fastidio! Sólo hay códigos y símbolos.
El vicario se acercó mirando por encima del hombro.
Cuss empezó a pasar páginas, sufriendo un repentino desengaño.
—Estoy… ¡no puede ser! Todo está escrito en clave, Bunting.
—¿No hay ningún diagrama —preguntó Bunting—, ningún dibujo que nos pueda ayudar algo?
—Míralo tú mismo —dijo el señor Cuss—. Parte de lo que hay son números, y parte está escrito en ruso o en otra lengua parecida (a juzgar por el tipo de letra), y, el resto, en griego. A propósito, usted sabía griego…
—Claro —dijo el señor Bunting sacando las gafas y limpiándolas a la vez que se sentía un poco incómodo (no se acordaba ni de una palabra en griego)—. Sí, claro, el griego puede darnos alguna pista.
—Le buscaré un párrafo.
—Prefiero echar un vistazo antes a los otros volúmenes —dijo el señor Bunting limpiando las gafas—. Primero hay que tener una impresión general, Cuss. Después, ya buscaremos las pistas.
Bunting tosió, se puso las gafas, se las ajustó, tosió de nuevo y, después, deseó que ocurriera algo que evitara la terrible humillación. Cuando cogió el volumen que Cuss le tendía, lo hizo con parsimonia y, acto seguido, ocurrió algo.
Se abrió la puerta de repente.
Los dos hombres dieron un salto, miraron a su alrededor y se tranquilizaron al ver una cara sonrosada debajo de un sombrero de seda adornado con pieles.
—Una cerveza —pidió aquella cara y se quedó mirando.
—No es aquí —dijeron los dos hombres al unísono.
—Es por el otro lado, señor —dijo el señor Bunting.
—Y, por favor, cierre la puerta —dijo el señor Cuss, irritado.
—De acuerdo —contestó el intruso con una voz mucho más baja y distinta, al parecer, de la voz ronca con la que había hecho la pregunta—. Tienen razón —volvió a decir el intruso con la misma voz que al principio—, pero, ¡manténganse a distancia!
Y desapareció, cerrando la puerta.
—Yo diría que se trata de un marinero —dijo el señor Bunting—. Son tipos muy curiosos. ¡Manténganse a distancia! Imagino que será algún término especial para indicar que se marcha de la habitación.
—Supongo que debe ser eso —dijo Cuss—. Hoy tengo los nervios deshechos. Vaya susto que me he llevado, cuando se abrió la puerta.
El señor Bunting sonrió como si él no se hubiese asustado.
—Y ahora —dijo— volvamos a esos libros para ver qué podemos encontrar.
—Un momento —dijo Cuss, echando la llave a la puerta—. Así no nos interrumpirá nadie.
Alguien respiró mientras lo hacía.
—Una cosa es indiscutible —dijo Bunting mientras acercaba una silla a la de Cuss—. En Iping han ocurrido cosas muy extrañas estos últimos días, muy extrañas. Y, por supuesto, no creo en esa absurda historia de la invisibilidad.
—Es increíble —dijo Cuss—. Increíble, pero el hecho es que yo lo he visto. Realmente vi el interior de su manga.
—Pero ¿está seguro de lo que ha visto? Suponga que fue el reflejo de un espejo. Con frecuencia se producen alucinaciones. No sé si ha visto alguna vez actuar a un buen prestidigitador…
—No quiero volver a discutir sobre eso —dijo Cuss—. Hemos descartado ya esa posibilidad, Bunting. Ahora, estábamos con estos libros. ¡Ah, aquí está lo que supuse que era griego! Sin duda, las letras son griegas.
Y señaló el centro de una página. El señor Bunting se sonrojó un poco y acercó la cara al libro, como si no pudiera ver bien con las gafas. De repente notó una sensación muy extraña en el cogote. Intentó levantar la cabeza, pero encontró una fuerte resistencia. Notó una presión, la de una mano pesada y firme, que lo empujaba hasta dar con la barbilla en la mesa.
—No se muevan, hombrecillos —susurró una voz—, o les salto los sesos.
Bunting miró la cara de Cuss, ahora muy cerca de la suya, y los dos vieron el horrible reflejo de su perplejidad.
—Siento tener que tratarlos así —continuó la voz—, pero no me queda otro remedio. ¿Desde cuándo se dedican a fisgonear en los papeles privados de un investigador? —dijo la voz, y, las dos barbillas golpearon contra la mesa y los dientes de ambos rechinaron—. ¿Desde cuándo se dedican a invadir las habitaciones de un hombre desgraciado? —y se repitieron los golpes—. ¿Dónde se han llevado mi ropa? Escuchen —dijo la voz— las ventanas están cerradas y he quitado la llave de la cerradura. Soy un hombre bastante fuerte y tengo una mano dura; además, soy invisible. No cabe la menor duda de que podría matarlos a los dos y escapar con facilidad, si quisiera. ¿Están de acuerdo? Muy bien. Pero ¿si les dejo marchar, me prometerán no intentar cometer ninguna tontería y hacer lo que yo les diga?
El vicario y el doctor se miraron. El doctor hizo una mueca.
—Sí —dijo el señor Bunting y el doctor lo imitó. Entonces cesó la presión sobre sus cuellos y los dos se incorporaron, con las caras como pimientos y moviendo las cabezas.
—Por favor, quédense sentados donde están —dijo el hombre invisible—. Acuérdense de que puedo atizarles. Cuando entré en esa habitación —continuó diciendo el hombre invisible, después de tocar la punta de la nariz de cada uno de los intrusos—, no esperaba hallarla ocupada y, además, esperaba encontrar, aparte de mis libros y papeles, toda mi ropa. ¿Dónde está? No, no se levanten. Puedo ver que se la han llevado. Y, ahora, volviendo a nuestro asunto, aunque los días son bastante cálidos, incluso para un hombre invisible que se pasea por ahí, desnudo, las noches son frescas. Quiero mi ropa y varias otras cosas y también quiero esos tres libros.